La indiferencia del mundo, que Keats, Flaubert y otros han encontrado tan difícil de soportar, en el caso de la mujer no era indiferencia, sino hostilidad.
VIRGINIA WOLF
Los habitantes del humilde barrio del East End, único sitio que en vez de crecer económicamente igual que el resto de Londres conservaba intacta su miseria después del devastador incendio de 1666, y de la declaración de guerra de Francia a Inglaterra imitada por Holanda, detestaban a Margaret Jane Carlton. Inescrupulosa, corrupta, una aprovechadora —afirmaban—, adicta a la vida alegre, una promiscua, una puerca, decían, usando la palabra a su medida; así los envidiosos cortaban leva de la mujer más cautivante de todos aquellos alrededores. Margaret Jane se había convertido en el entretenimiento malsano del vecindario, la moda era intercambiar pestes sobre la —según ellos— asquerosa señora Carlton. Razones dizque sobraban.
Casada con John Carlton —mozo vigoroso de pelo castaño, y ojos pardos, curtida la piel debido a los avatares del salitre, ya que trabajaba y contrabandeaba como mediocre marino subordinado de la Compañía de las Indias Orientales; con lo cual no paraba en casa por motivo obvio: echarse a la mar—, y pese a su inigualable belleza, la amargura dominaba en el modo en que la mujer respondía a la gente si es que resolvía contestar; la perenne soledad cavaba hondo en su interior, y aunque arisca, la melancolía no mellaba la apetitosa frescura de su cuerpo. La fierecilla, sin embargo, deslumbraba, y esto, por supuesto, constituía el motivo esencial del ensañamiento. Margaret Jane padecía callada, conocía los orígenes de la rabia que despertaba: su impresionante atractivo y la indiferencia con la que ella proseguía su camino desoyendo los comentarios. Pues la chusma estaba al tanto de pormenores vulgares, como el que para mayor pesar, cuando John Carlton volvía a casa no cumplía a cabalidad con sus obligaciones matrimoniales. Ella dudaba de si lo que los otros ansiaban de ella a su marido le repugnaba, o si simplemente repelía su persona porque había conocido a alguna mujer más joven y atractiva en uno de sus viajes. Dinero aportaba, tampoco para saltar de euforia, lo suficiente, sin excesos, más bien lo justo que le restaba luego de haberse bebido y jugado casi todo el magro botín en las garitas. Es cierto, de regalos ella no carecía, vestidos bonitos aunque pasados de moda, y hasta de uso, diversos bibelots y exóticos comestibles a montones, pulseras y sortijas de fantasía a granel, y alguna que otra prenda en oro, de las del montón, ninguna pieza exclusiva. Por falta de mimos no podía quejarse, su marido —en cuerpo presente— se desmoronaba en ternura, hay que reconocerlo, se mostraba bastante confiado, o sea harto ingenuo, para su condición de marino ausente a veces durante períodos de seis meses y hasta un año. Pero a todo lo anterior habrá que añadir que poseía el más espantoso de los defectos para una mujer fogosa como la suya y en edad de querer perpetuar el goce. John Carlton nació demasiado bien dotado en lo que a sus partes genitales correspondía, pero padecía de impetuosidad precoz; tanto tiempo a régimen estricto sin relaciones como no fuera con las chicas ligeras de los burdeles de puerto, o sujeto a simple ayuno durante la vasta travesía, impedía que, una vez su mujer delante, las relaciones fueran normales o al menos duraran el tiempo que reclamaba el volcán en ebullición de su esposa. O sea, John Carlton escupía su babaza seminal en un pestañear. Introducirse y volcarse en ella devino una misma acción. De un golpe y, ¡paf! Terminado, a roncar. Al principio Margaret Jane soñó con que hallaría una solución a lo que ella calificaba de mínimo percance, o defecto banal, y como no era una mujer de nuestra época no gastó ni la mitad de una neurona en leer ningún tratado antisexista —por demás, no escritos aún— ni tampoco se recomió los sesos dándole vueltas al asunto; llevó a cabo, por instinto más que por pedagogía, todas las artimañas propias de una insatisfecha fémina de su humilde extracción social. Salió a la recién empedrada calle, la más limpia (los demás caminos aún conservaban la suciedad de la tierra, el polvo, y la pajuza que caía de los carretones), regateó con las vendedoras dos corsés palleteados, ropa interior francesa, y al rato retornó ilusionada a bailar delante de su atónito marido una danza oriental. El resultado fue patético, una bofetada, y la cama hecha una pira. Observando los chisporroteos del fuego, la mujer gimoteaba pensando que no había ganado tan siquiera que la tocara por encimita.
Meses más tarde, durante uno de los interminables periplos de su esposo, comprobó que estaba embarazada; al regreso del marino nació un niño enclenque y enfermizo. Se cuenta que John Carlton huyó de nuevo —más que partió— del hogar, rumbo al océano, atormentado por causa de la nueva situación familiar, de noche en sus pesadillas aullaba como un lobo acorralado. Los constantes Ilantenes del recién nacido le sacaban de quicio; su mujer perdió el apetito ante los alimentos más suculentos, y —¡lo inesperado!— mostró absoluta monotonía frente a su monumental miembro de efímero temperamento. El marino deprimió y se marchó, navegó hasta que se cansó por esos mares de dios o del diablo, parándosele por gusto el mandado, jugueteando con él debajo de la sábana como si se tratara de una carpa de circo, mientras contemplaba la vastedad azul a través de la escotilla del camarote.
No es por justificar a Margaret Jane Carlton, pero sucedió entonces que en lugar de acudir a una maga con la intención de que le preparara un filtro amoroso, o mejor, una poción mágica para-rabos, se hizo asidua del bosquecillo más cercano a gimotear, no de dolor, sino más bien de placer. Algunos hombres se enteraron de que la hermosa mujer de cabellos y pupilas doradas escapaba con frecuencia a fundirse con la arboleda, levantaba la falda, y a horcajadas restregaba su pubis contra los troncos de los recién talados árboles tumbados por tierra. Así, la vulva de Margaret Jane fue impregnada de deliciosos y extravagantes perfumes, la vainilla, la fresa, la madera herida, olivos, menta… Olía a bosque ahí entre las verijas, toisón florido, las ingles mojadas de fábulas. El primero en confirmarlo y quien lo divulgó fue el propio leñador, pues contó la anécdota a un carbonero, y ambos, ni cortos ni perezosos, se hicieron amantes de Margaret Jane. Hombres de ningún criterio, medio burros y de baja estofa, no desaprovecharon la borrachera siguiente a sus respectivas citas pasionales con la señora Carlton para alardear con los clientes y el dueño de la taberna Las Bacanales (no menos bambolleros), que tanto ellos como los matorrales se estaban tirando de lo lindo a la gallina del marinero Johnny Carlton. No podían creerle, ¡oh, no! Rieron y se propusieron —¡oh, sí!— que uno detrás de otro asistirían a tal espectáculo, admitiendo la imperiosa necesidad de experimentar en carne propia. Y nueve brutos en total, en su momento oportuno, y por supuesto por separado, fueron bienvenidos sin ningún tipo de melindres por Margaret Jane. De ese modo, transcurrieron dos años de adulterio alevoso, ella en tierra; él en la mar, a cuenta de pajas a pulso. El matrimonio Carlton hizo lo que pudo cada uno por su lado, para no morir de desidia.
Un mediodía radiante del año 1690, Margaret Jane parió un segundo bebé, sonrosado y saludable, inmenso, y de fantástico peso; a las pocas horas se mostró vivaracho, pues no tardó mucho más en sonreír fijando la vista retozona, y al punto, entre puchero y puchero de la emocionada madre, se colgó a mamar del pezón. Margaret Jane la llamó Mary porque así se llamaba su hermana, quien se había ido a París a probar suerte como cantante de vodevil. Aquella misma noche John Carlton amarró la chalupa al muelle. Llegó a casa más demacrado que nunca, harto de recorrer las rutas entre Madrás y Pondichery. Borracho que babeaba el lustroso suelo, y en extremo violento a causa del nefasto estado en que unos asaltantes le habían dejado después de robarle las ganancias del viaje. La esposa suspiró, y al querer abrazarle, él esquivó la caricia. Al preguntar por su hijo con evidente desgano, digamos que casi desprecio, Margaret Jane le informó de que el chico no salía de una enfermedad para entrar en otra, contagiado en permanencia de cualquier virus imprevisible. En cambio, izando del camastro a Mary, le instó a que observara, dijo: este sí que se nota que es un bebé lozano. John Carlton escrutó de reojo el bulto redondeado, bebió de un tirón el último trago de aguardiente en un vaso que le había servido su mujer, masculló numerosas groserías comunes en su jerga, y se tiró a dormir por tierra, como solía hacer en cubierta tras beber un tonel de cerveza.
Al alba, después del lavado, el hombre se sentó con una jarra de té con coñac delante y quedó abstraído alrededor de una hora mirando las antiguas manchas del enlosado. Al rato, palmeó satisfecho sus muslos, en señal de que había hallado una solución al problema, centro de su obsesión. El semblante resplandeció; vistió cubriendo sus piernas con calzones de lana, luego ajustó un pantalón de terciopelo gastado encima de la ropa interior, calzó botas de piel y, dándole un par de cepillazos, las lustró en las puntas y en los talones. Metió la camisa color marfil por dentro del pantalón, anudó el lazo del cuello, cogió el chaleco en combinación con el pantalón, la casaca luego, y encima la capa de cachemira de negro mate. Para terminar fue hacia un espejo de azogue carcomido, acomodó los cabellos encima de la frente y enfundó hasta las orejas el sombrero picudo hacia los laterales y aplastado en la frente y detrás de la cabeza. Margaret Jane contemplaba el ritual desde la cama del hijo, enfermo de fiebres muy altas. Mary dormía plácidamente en un pesebre confeccionado a la medida, cuyo colchón lo reemplazaba un trozo de piel de oveja.
—¿Adónde irás a estas horas, marido mío? —Margaret Jane se levantó, vestía una bata de dormir color palo rosa, los tonos cálidos resaltaban la piel nacarada de su escote; se acercó mientras desarrugaba la falda con sus finos dedos.
El hombre soportó la pregunta, y con el mentón hundido en el pecho murmuró una frase que su mujer no alcanzó a escuchar. Ella insistió, atemorizada:
—¡Y tan elegante! Después de aquella fiesta de hace dos años no te había visto salir tan presumido. Debo confesar que me asustas… ¿qué has dicho?
—Que voy a ver a mi madre —se quitó el sombrero—, necesito que nuestro hijo quede a buen recaudo, por si me acarrea una desgracia.
—¿Qué te va a ocurrir, marido, te has disputado con algunos de los idiotas del bar? No hagas caso de esos mentecatos… Ven, querido, mencionas sólo a un hijo, y tienes dos —la voz trepidó temblorosa.
—Vamos, Margaret Jane, esa niña no es mía, he sacado la cuenta, y no coincide su nacimiento con mis fechas de estancia junto a ustedes. No trates de engañarme, Margaret Jane. Esa criatura es tuya, y con cualquier otro, menos conmigo… Así que, ¿los mentecatos del bar, no? No por gusto advertí que el ambiente allí no era el mismo, se burlaban a mis espaldas, lo más probable de mí. Tú y yo, Margaret Jane, ya no damos más, hasta aquí hemos llegado. Me marcho.
—No te vayas, por favor, no te vayas de nuevo —suplicó, arrodillada.
—De nuevo, y sin retorno —selló.
El hombre se caló el sombrero con esmero tocando la concavidad con el cráneo, tamborileó en la copa, y sin voltearse desapareció por la desvencijada puerta. Margaret Jane sintió el impulso de correr detrás de su marido, quería rogar que le concediera una oportunidad más, al menos debería ser generoso y darle unos minutos. Por su parte, a ella no le quedaba otro remedio que explicarle lo desdichada que se sentía por haberle engañado; pero el niño afiebrado empezó a berrear de retortijones. Tanto jaleo armó la criatura escandalizando con escalofriantes alaridos que la recién nacida, Mary, despertó y trató de erguir el cuerpo, sin conseguirlo, así, otro esfuerzo, así, así… Su hermanito recuperó la salud en aquella ocasión, pero varios meses más tarde de este acontecimiento volvió a sufrir una recaída. Sucesivamente, enfermaba, parecía que sanaba, y vuelta a la tos, a la fiebre, y a los gemidos. Mary gateó, arrastrándose, los ojos saltando de un sitio a otro, dorados, idénticos a los de su madre.
Transcurridos tres años, Mary corría y hablaba, redoblaba en estatura a su hermano, quien la redoblaba a ella en edad. El chico empeoraba, apenas se movía de la cama. Los tres vivían decentemente, gracias a la pensión que la abuela paterna enviaba a su nieto, obedeciendo órdenes de John Carlton, a quien no volvieron a ver, y gracias también a ciertas frecuentaciones de Margaret Jane con el leñador, el carbonero, el carnicero, el patrón de Las Bacanales, el abogado, entre otros oficiosos del pueblo, quienes enganchados al vicio de la fragante pepita —no de oro, sino de olor— de la mujer no tuvieron más remedio que pagar para gozar. Margaret Jane aprovechó y restauró y amplió la residencia, y como le sobraba tiempo escribía a su hermana, e imaginaban juntas el porvenir de las criaturas. Así y todo, y por desdicha, pese a que los mejores cuidados eran prodigados al primogénito, el niño murió de garrotillo. La madre creyó enloquecer de angustia, aunque calculó también que por culpa de su muerte perdería la pensión.
Margaret Jane envolvió el cuerpo esmorecido en la misma piel de cordero que había servido de colchón a Mary, abrió una maleta vieja y guardó al chico en el mohoso forro. Mary observaba la maniobra con ojos desorbitados, aterrada.
—Vamos, mi querida Mary, dame la mano. Enterraremos a Billy en el bosque.
El empedrado brillaba mojado bajo la luz de la luna, Mary jugó a saltar con ambos pies encima de los charcos, su madre la reprendió, por favor, que no hiciese ruido, podrían descubrirlas. Al arribar al final del pueblo, se internaron en la maleza; y en un claro, la niña quedó a un lado de la maleta que obedecía, así, a su madre, vigilando que nadie se les aproximara, mientras Margaret Jane desyerbaba un rectángulo en la tierra; luego la mujer escarbó con sus propias manos, y no paró hasta fondear una respetable fosa. Sangraba por los brazos hacia los codos, todavía arrodillada, el torso doblado sobre sus muslos, levantó la cabeza e hizo señas a la pequeña de que acudiera a ella. Mary avanzó unos pasos, gimoteando, temiendo que también ella fuese a parar al hueco.
—Empuja hacia acá la maleta, Mary, empújala.
Mary accedió, pero pesaba demasiado y la maleta no se movió del sitio. Entonces la niña se acostó sobre su vientre, y dio vueltas, haciendo de su cuerpo un rodillo, fue arrastrando la valija hacia la tumba. La madre cayó desmayada y pilló con la frente una puntiaguda piedra. Mary lloriqueó discreta, luego se durmió. Fue Margaret Jane quien la despertó haciendo ruidos cada vez que vertía puñados de tierra, jeremiqueos, y lágrimas al hoyo.
Regresaron en silencio a casa; a Mary le dolían terriblemente las piernas y el lodo seco pesaba un quintal adherido a sus ropas, apenas podía avanzar, pero no emitió queja alguna. Su madre se dio cuenta, y asombrada ante el esfuerzo de la niña, decidió cargarla en brazos, y Mary percibió el tejido vivo desprendiéndose a pedazos, los pellejos guindando se pegaron a sus muslos; la sangre de la mujer goteaba tibia.
La sayuela sin estrenar, que uno de sus amantes le había regalado, despedía un fuerte olor a alquitrán; después de lavarse y cambiarse, Margaret Jane pidió a Mary que ella también aseara su cuerpecito. Margaret Jane movió los labios en una frase imperceptible, pensativa, clavada la vista en la niña, parecía una estatua de alabastro; de repente una idea iluminó su semblante y sonrió a plenitud. Buscó en el escaparate las vestimentas del hijo muerto. Y una vez que Mary emergió de la tina, secó con esmero la piel suave, pronunciando frases dulces, mientras enfilaba la indumentaria masculina a la niña.
—Mary, ya no te llamas más Mary. Desde hoy eres Billy, ¿entiendes? Tú eres tu hermano, no más tú, no más tú. Responderás al nombre de Billy, porque eres Billy, nunca más Mary. Y si se te olvida esto que te digo, iremos ambas a la prisión, ¿oyes bien? Y en prisión moriremos como ratas.
La madre sacudió los hombros de la pequeña para cerciorarse de que la escuchaba. Mary clavó las pupilas doradas en el agua jabonosa. La niña no entendió demasiado de aquella barahúnda, pero bastaban ciertas palabras para que el miedo oprimiera su pecho y estragara sus tripas: prisión, muerte, y ratas… Malo, malo, aquello podía ser muy malo. Y ya no quedaban hombres en casa para defenderlas, ni para aportar dinero, repetía sin cesar Margaret Jane. Malo, malo, no debía olvidar esas palabras. No había más hombres en casa. Cárcel, muerte, ratas…
A la semana siguiente las visitó el giboso abogado Flint, extrañado de que la mujer no se presentara en su gabinete para hacer lo que ambos sabían que necesitaban hacer. Margaret Jane cubrió los cachetes con sus manos, y fingiendo desolación, lloró inconsolable; de vez en cuando echaba una ojeada a través de los dedos entreabiertos para cerciorarse de que inspiraba piedad en el abogado. Sí, lo inesperado, su hija Mary había muerto de repente; un suceso imprevisible, pues sin duda alguna era Billy quien con mayores probabilidades estaba expuesto a perecer, comentó sorprendido el abogado, el chico sí que tenía noventa y nueve papeletas para un viaje irreversible. Margaret Jane se recompuso, no podía negarlo, resultaba increíble, y muy angustioso, el hecho de que Mary hubiese fallecido; un milagro, en cambio, Billy se recuperaba cada vez con mejores energías. Hubo de llamar tres veces a Billy, entonces apareció Mary, vestida de varón, hurgándose en la nariz, sacó el dedo y mostró un moco baboso que chupó, los pies descalzos. Margaret Jane y el abogado Flint entrecruzaron pérfidas miradas. El hombre extrajo papel y pluma de su portafolio de cuero negro y garabateó la certificación de la muerte de Mary Carlton; después se apoderó de una manita con mango largo de madera y la introdujo entre su camisa y la espalda y dio rienda suelta a uno de sus mayores placeres, rascarse los abombados omóplatos durante largo rato mientras emitía quejidos de ay, qué rico es esto, mi muy señora mía.
Ese mismo día, y en el preciso instante en que el abogado Flint se aprestaba a abandonar la estancia, dio la casualidad de que Margaret Jane recibió una carta de su suegra, la señora Carlton, quien expresaba súbitos deseos de conocer a Billy, tal vez sería la primera y la última vez, pues se sentía muy débil y, por demás, segura de que poco tiempo le quedaba para disfrutar de su heredero. Margaret Jane maldijo con los dientes rechinantes, el abogado la calmó: la certificación que recién acababa de extenderle le sería de una extrema utilidad. Sobre todo para engañar a la abuela, y continuar recibiendo la pensión, pues Billy —o sea, Mary— recibiría una espléndida parte del dinero de la anciana hasta el día del último de sus suspiros, cifra que constituía una suculenta fortuna (si la veja duraba) y daría para vivir con amplitud: una corona semanal.
El encuentro sucedió a la semana siguiente, y la anciana dio muestras de estar encantada con los buenos modales del nieto, extrañada ante su cuerpo fuerte y rebosante de salud, pues por el contrario, su hijo le había comentado que el niño era más bien un dechado de defectos y enfermedades. Mary apenas pronunció palabra, más bien balbuceó frases que su madre le había obligado a ensayar a diario, algo parecido a «su té es el mejor té que he bebido en la vida», «sus galletitas son un primor», «luce usted como una rosa fresca, entrañable, miss Carlton»… Y mientras Mary iba prodigando excesivas muestras de buena educación, en su mente sólo repercutían tres palabras en odiosa letanía: prisión, muerte, ratas.
—Es un chico muy fino, quizás demasiado, querida Margaret Jane. Temo que viviendo en solitario con usted esos detalles hagan de él un maldito afeminado.
—Es muy pequeño aún —dijo Margaret Jane, retraída de la verdadera edad de Billy.
—No tanto, querida, casi seis años. En fin, no es tan grave. No haga caso de esta vieja matraquillosa. Pero quizás deba consentir que juegue más tiempo con los chicos del barrio. Siempre di a mi hijo mucha libertad…
Sí, tanta le propició que mire dónde está, en ninguna parte; nadie sabe adónde fue a parar, pensó, y filtró el pensamiento su nuera. Al final, la abuela accedió convencida ante el fascinante Billy, quien más bien era la fabulosa Mary, dejar la pensión a ambas personas, madre e hijo, o sea, hija; la única familia con la que podía contar por el momento, ya que su hijo jamás iba a visitarla. Partieron de allí eufóricas, sobre todo porque la vieja les regaló una bolsita con dinero contante y sonante, y en el trayecto pudieron comprar golosinas, y hasta un traje nuevo para Mary, pues el de Billy le atrincaba el pecho, también una boina y medias gruesas para afrontar el prolongado invierno. Margaret Jane se compró una capa, un sombrero con una rosa roja, y felicitó a la niña por su excelente actuación, susurrándole al oído: —Prefiero mil veces que seas hombre a que muramos de hambre. Mil veces, Mary, escúchalo bien, prefiero que seas hombre. No como yo. Nunca como yo.
El, joven Billy Em (así decidieron llamarle los amigos por el enorme parecido con su hermana, o sea, su increíble resemblanza con quien realmente él —ella— era), aprendió todos los oficios de cada uno de los amantes de su madre, menos la profesión de abogado, porque no tenía aún edad para iniciar tales estudios y se mostraba perezoso a la hora de leer. Cortaba leña con una destreza y voluntad descomunal, aprendió a matar vacas, a descuerarlas, y a despedazarlas justo por donde más tierna la carne aún hervía de vida, y bebía cucharones de sangre caliente de buey para no helarse en las frías madrugadas cuando hacía el camino apestoso a estiércol hacia las ciénagas; a la vuelta, cuando caía el atardecer, con la cara aún tiznada de hollín, se dejaba caer por la taberna Las Bacanales y ayudaba al patrón a servir tragos a los sedientos marineros. A fin de cuentas, cualquiera de aquellos hombres podía muy bien ser su padre.
The pirate queens before the judge
Each pleade for her life.
I am about to have a child
I am a pirate’s wife.
Los marinos cantaban en son de burla aquellos versos que tanto agradaban a Mary, y ella travestida, o sea, ella disfrazada de chico, les servía grog y participaba de la algazara, como si fuera uno del gremio dispuesto a echarse a la mar. En diversas ocasiones compartió mesa con aquellos hombres curtidos por la aventura, y hasta ganaba cuando echaba un pulso con alguno de los más fornidos. Porque llegó el momento en que, al cabo de tanto aparentar ser Billy, sin vacilaciones su mentalidad reaccionaba como la de un varón, y sus gestos adquirieron movimientos rudos, e inclusive cuando entre sus muslos encontró las sábanas tenuemente manchadas de sangre tampoco se inmuto demasiado.
—Madre, estoy sangrando por el hueco —se limitó a informar.
Margaret Jane temió alarmar a su hija, y le enseñó el modo de corregir este defecto. Mensualmente tendría que ponerse unos trapos atravesados desde el ombligo a las nalgas, para absorber la sangre sólo por varios días. Había dicho «mensualmente».
—¿Por cuánto tiempo? —inquirió Mary.
—Toda la vida. Bueno, se te cortará unos años antes de que mueras. Ya lo ves, este es otro de los castigos incomprensibles que nos tocó. Y contigo es menos grave, porque aunque debas padecer ese bochorno, como cualquier mujer, al menos nadie lo sabrá; anótate ese punto a tu favor.
A Mary no le pareció tan duro como aquel otro de enrollar y ajustar una banda de lona alrededor de los senos para ocultar la marca redonda por encima de las camisolas heredadas del abogado Flint. Junto a la chimenea, su madre le tomó las manos y la obligó a sentarse frente a ella en un taburete bajo tapizado en cuero de chivo.
—No pienso que debas continuar haciendo esa bárbara cantidad de trabajos tan rudos, tan distintos, te esfuerzas por nada. Madame Finefleurdupain necesita un recadero. No paga mal, ya sabes, lo correcto, pero el trabajo es tranquilo, y estarás menos expuesta a la crueldad de los hombres. Empieza la época para ti en que deberás cuidarte de ellos.
—No es coherente, si para todo el mundo soy un hombre, ¿para qué entonces huir de su presencia?
—No hablé de huir, se trata de que no se huelan demasiado quién eres. Se trata de que no perciban tu olor. ¡Ya hueles tanto a mujer!
De nuevo la chica aprobó los consejos de su madre, y entró a trabajar bajo las órdenes de madame Finefleurdupain. Pero la francesa resultó insoportable; ruin, egoísta, déspota. Comía tapiada en el sótano, así evitaba compartir con Billy un mendrugo de pan, un trozo de queso rancio, y un sorbo de vino tinto. Del perenne malhumor no cesaba de mordisquearse las uñas, y rezongaba atrocidades contra el marido fallecido en la guerra. Como única diversión insultaba y calumniaba a cuantos la rodeaban, o inventaba fechorías, y portaba la acusación sobre Billy Em; además, a menudo olvidaba, o fingía olvidar, entregarle la paga, abusando de la generosidad del mensajero, quien se vio abrumado con la cantidad de encargos que debía repartir, pues las deudas de madame Finefleurdupain eran fabulosas, y ella suponía que escribiendo cartas a diestra y siniestra ganaba tiempo, y entretanto, patinando hacia la explanada de Proserpina, la muerte, llena, eso sí, de remordimientos, terminaría por no devolver ni las gracias a sus prestamistas.
—No puedo aguantarla, madre. No iré nunca más a casa de la francesa. No en balde sufre, no dudo de que la mezquindad de sus sentimientos sea el origen de la parálisis de esa mujer.
—No hables así de ella, ve tú a saber por lo que ha tenido que pasar, la pobre. Yo también fui una amargada, hasta que los tuve a ustedes, a tu hermano, luego a ti… ¿Entonces qué piensas hacer si te vas de allí?
—No es una pobre mujer, es una arpía. ¿Que qué pienso hacer? Hay un buque de guerra en el puerto, y reclaman a los chicos…
—Nunca serás un chico… —los labios murmuraron temblorosos.
—Sí que lo soy. Quiero serlo. Tú lo has dicho —pateó caprichosa en el piso.
Desde el buque anclado, los resplandores de la tierra dominaban cual pinceladas quiméricas, la gente empequeñecida en la distancia daba la sensación de que andaba menos apesadumbrada, y hasta las peleas mañaneras se apreciaban simpáticas; el día levantaba más hermoso que de costumbre, eso le pareció a Mary. Del otro lado rutilaba el océano, y aunque reinaba la serenidad en el vaivén acompasado del oleaje, su bramido hipnotizaba, y el intenso azul hechizaba. De un inesperado manotazo en la espalda, el comandante Roe Morris despertó del ensueño al cadete Billy Carlton. Anunció que le tocaba fregar y lustrar el suelo de cubierta, descender luego a dar mantenimiento al armamento, engrasar arcabuces y cañones. El entrenamiento cotidiano con los sables y puñales se realizaría al término de las anteriores actividades. El soldado Billy Em consintió, en sus pupilas doradas se empantanaron los rayos solares como lagunas de légamo, el pelo lacio y trigueño caía copioso encima de sus hombros, y con su robustez convivía una inquietante fragilidad seductora. El comandante Roe Morris retiró al punto esos turbulentos pensamientos de su mente y avanzó a zancadas, impartiendo órdenes a los demás miembros de la tripulación; contaba alrededor de unos treinta y cinco años, rubio, de ojos azules, la fortaleza de un torreón.
Billy Em Carlton demoraba más que los otros en ponerse el uniforme, debía esconderse en lo más penumbroso del camarote para entisar su torso, y cuando todos los meses le visitaban las reglas era aún peor, pues debía botar bien envueltos y cosidos los paños manchados, cosa de que si, por casualidad, algún colega registraba en la basura no hallara la prueba del delito. La vida de soldado de buque de guerra devenía peligrosa a causa de la constante promiscuidad, pero por el resto era más bien aburrida, lo de cumplir órdenes se lo esperaba, pero no del tipo de sacudir el polvo, cargar o vaciar mosquetes, revisar los nudos: el simple, el de capuchino, el de bosque, el de paquetes, el de Carrick, el de pescador, el de caza, el de puño, el plano, el de doble bosque, el de ocho en caracol; además debía rellenar o vaciar de balas los cañones, e inclusive dar hisopo en las tupidas cañerías, colocar trampas con el fin de exterminar las ratas y desplazar la pólvora en pesados barriles para que no se humedeciera, entre múltiples verraquerías más, cuya apacibilidad desnaturalizaba la idea romántica que de la guerra Mary tejía en su mente. Entonces, para matar el tiempo, ya que no podía matar otra cosa, se entrenaba en amedrentar con falsas estocadas a sus compañeros, y muy pronto le consideraron el mejor espadachín del regimiento, aunque también era el soldado que con mayor frecuencia llegaba impuntual a los llamados y pases de lista. Asimismo se lo informó el comandante Roc Morris en estricta parada militar, frente a frente, ambos nariz con nariz. Billy Em sostuvo la mirada del hombre. Lo bueno de ser hombre, barruntó Mary, es que puedes hacer las cosas que quieras sin tanta hipocresía, como sentarte groseramente, las piernas esparrancadas, puedes fajarte con quien te venga en ganas, mientras más broncas te apuntes a tu haber, más monta tu reputación, puedes manejar cuanta arma exista, conversar con quien quieras hasta la madrugada, emborracharte y vociferar a las estrellas, y esto de, de… mirar clavado a un tipo, cara a cara, sin bajar los párpados, sin gastar vergüenzas en comedias absurdas, o energías hipócritas en risitas moderadas. Sólo debes apretar las mandíbulas y los puños con tanta fuerza que parecerá que irás a reventártelos, retador, así: de igual a igual.
Roc Morris no pudo sostener la fijeza de la mirada, parpadeó al tiempo que carraspeaba y cambiaba de sitio, dando un paso lateral y colocándose delante del soldado siguiente. Desde que había conocido al soldado Billy Em Carlton se había sentido incómodo, sobre todo consigo mismo; por primera vez puso en duda su virilidad, pues tuvo que admitir en silencio que se sentía más que atraído, enamorado de este joven imberbe.
—Comandante Morris. —La sombra de Billy Em recortada por la luz se interpuso en picada entre el cielo y la escalera del camarote.
—Entre, adelante, soldado —y frente al chico turbado, los cachetes del hombre se cubrieron de gotas gruesas y de pintas como ampollas, atusó su bigote—. Le esperaba, fíjese que estaba preparándome para verle. ¿Por qué ha pedido la cita con tanta urgencia?
—Necesito consejo, comandante. Aunque…
—Aunque casi lo tiene decidido. Es usted un cadete muy disciplinado, impecable, le sobra dedicación en la mayoría de las tareas, pero así las haya cumplido con inigualable eficiencia falta, falta, falta un no sé qué… Debe de ser cuestión de sustituir la pasión y la inteligencia por la frialdad y la obediencia.
—Es que… es que, me aburro… ¿Cómo puede calificarme de buen cadete? Aún no he podido demostrar mi valentía… Y no me divierto, le juro que no.
El comandante no supo responder de otro modo que estallar en una carcajada. Pero al punto se repuso y recobró la postura del militar solemne.
—Así es, no es nada divertida la vida de soldado, muchacho… Yo sé que usted es valiente, llevo mucho tiempo en este oficio. Sin embargo, es cierto que parece perezoso porque sueña usted a menudo, hay que corregir ese y otros defectos, como el de tanto marrulleo en los pasos que debe dar… Esta carrera no es nada divertida, muchacho, ni lo sueñe.
—No, perdone usted, no me refería a las vulgares diversiones. Hablo de acción, yo esperaba, en fin… A mí, ¿sabe?, me tienta más la acción; puesto que ingresé en un buque de guerra, yo esperaba…
—Usted esperaba guerra, es decir, combate, cuerpo a cuerpo… Ardor, en una palabra.
Billy Em afirmó.
—Eso no depende de mí, ni de ninguno de nosotros. Mire usted, qué curioso, yo más bien deseo todo lo contrario, tranquilidad, calma, paz, en una palabra. Y no me acongoja el deber de ser paciente, aprendí a disfrutar la obediencia ciega, seguro que sí, cómo que no.
Yo, quería pedirle…
—Usted quiere largarse de aquí, puedo entenderle. ¿Pero adónde?
—A Flandes.
—¿A Flandes? —El hombre percibió un escalofrío recorrerle los tendones y sus piernas flaquearon, enfrentó de nuevo los ojos de Billy Em, unos segundos; al instante bajó los suyos—. Creo que firmaré ese traslado, mas no por usted… Por mí. Para mi serenidad, es mejor que esté lejos, bien lejos; sí, ya lo creo, será lo más sano. No deseo hacer de usted un desertor, tiene un brillante futuro. Y ya supondrá, una guerra es una guerra. Duele enviarle a semejante carnicería, me apesadumbra, sin embargo, no veo otra salida.
Si Billy Em hubiera sido sólo un simple soldado, no habría entendido aquella última frase. Pero se trataba de Mary, y en lo más profundo de sus sentimientos, había advertido la inmensa atracción que ella ejercía en su superior. Y entonces se propuso impedir que el íntimo misterio mutara en secreto compartido. Desapareció del camarote del comandante Roc Morris portando un pergamino enlazado con un retazo de seda y el pecho henchido latiéndole bajo el comprimido corsé de lona.
Acababa de enterarse del fallecimiento de su abuela. Su madre lloraba hundida en el canapé, más gorda, los rollizos brazos y enrollados muslos desbordaban el mueble calamitosamente, se había ajado tanto; de un golpe la vejez empezaba a trazar visibles senderos en su húmedo rostro. La duda invadió a Mary: ¿su madre lamentaba la pérdida de la herencia, o sufría ante la noticia de su partida? Una frase aclaró todo.
—Adiós, pensión —sollozó Margaret Jane—. De todos modos, hija, gracias por lo que has hecho. Ya podrás volver a ser tú. Cuando llegues a donde quieras llegar, allá lejos, recuperarás tu identidad. Volverás a ser lo que eres: Mary. Te prefiero bordando cofias, a imaginarte tirando escopetazos en medio de la insensatez general.
Mary meneó la cabeza de un lado a otro en gesto incrédulo. La madre se llevó los dedos a las sienes y los mofletes vibraron.
—¡Qué idea la de enrolarse! ¿Qué puedo agregar a semejante locura? No te has ido y ya añoro volver a verte. Que no te maten, por favor, que no te maten. Piensa en el honor de una señorita. ¡Defiende ese honor! ¡Oh, perdóname, mi querida Mary!
Presentía que ese era el último abrazo que daba a su madre, advirtió la mullida suavidad de la mejilla materna, y temió querer quedarse pegada a ella, al rozar su piel con la suya en una caricia que perdurara la eternidad. Se echó hacia atrás. Al separarse de ella de manera definitiva se liberaba no sólo del recuerdo perpetuo de haber sido hombre y del deber de serlo aún, sino de la futura obligación de convertirse en lo que era, en una mujer. Y ella sería lo que deseaba ser, y por el momento su deseo no era otro que seguir siendo Billy Em Carlton, cadete. Estampándole dos besos a la madre y otros dos al giboso abogado Flint, Mary se despidió con los ojos aguados, y sin mirar atrás huyó del berrinche —como en el pasado huyó John Carlton— rumbo al puerto. No volvió a ver jamás a Margaret Jane Carlton, como tampoco nunca más tuvo noticias de su padre. Surcando el océano en un buque de la armada inglesa rumbo a regiones desconocidas, y en donde se defendían otros honores, Mary fue consciente de que se encontraba muy sola en el mundo, y para ella esto constituía por encima de todo el lado más excitante de la aventura.