Pero yo pensaba: «¿Qué hay en el agua?», y el corazón me dio aquel terrible vuelco… Fue curioso cómo, a partir de entonces, seguí soñando con el mar.
JEAN RHYS
La chiquilla hundió la cabeza en el barril de cerveza helada. Los rizos castaños navegaron deshechos en la pesadumbre de la espuma, mareada al ser ligada con aceite. Abrió la boca varias veces y, con intención de divertirse, tragó buches de la amarga bebida, no era la primera vez que refrescaba o quemaba su garganta con alcohol; tampoco pudo evitar que el líquido fuera absorbido por la nariz cuando decidió jugar a morirse. Contuvo la respiración, el sendero entre los incipientes senos se ahuecó aún más. Abrió los ojos, y allá en lo hondo y oscuro de la viscosidad amarillenta, refulgió un túnel, cuya boca fue expandiéndose hacia los laterales en una pantalla absorbente. La imagen ondulante daba la idea de un huracán acosando a una ballena, furiosa en medio del océano. Allí, en el ojo del ciclón, la chica creyó distinguir un barco en plena lucha contra la marejada, rutilante el nácar fantasmal. Dentro de la embarcación, una madre y sus dos hijos, de entre ocho y nueve años, corrían de un lado a otro. Los agitados niños empuñaban cimitarras, la mujer arengaba a la tripulación. Los tres, seguidos de unos doscientos hombres, abordaron con violencia la cubierta del barco vecino. La dama se batía igual o mejor que un hombre, el chuzo de punta afilada apretado entre los dientes presto a ser lanzado; los chicos cortaban brazos, rebanaban cabezas, como si compartieran cualquier entretenimiento propio de su corta edad. Sobre la madera húmeda e hinchada del suelo cayeron trozos de hígado, se estrellaron corazones aún vibrátiles, se diluyeron vagas miradas de tibios óvulos oculares, y fueron pisoteados y reventados testículos llenos de esperma, luego reducidos a piltrafas… Como cuando un carnicero corta trozos de ternera y bota los pellejos grasientos en el tacho de desperdicios, así aquellos hombres, pero sobre todo la mujer y sus hijos, iban descuartizando a sus contrarios sin ningún tipo de escrúpulos. Al rato, el mar teñido de púrpura calmó su furia, y el espumoso oleaje disolvió lo onírico en el sexto sentido, la percepción irreal. La cerveza coloreada de morado montó en vaivén espeso, y veló las pupilas de la suicida con un puñado de sombras fantasmagóricas. El túnel se disipó, apagándose poco a poco. Restos de coágulos gotearon de los tímpanos congelados de Ann, los brazos aflojados, las manos endebles, sin fuerzas.
De un tirón, el desconocido extrajo la cabeza del tonel, justo a tiempo antes de que la adolescente se desvaneciera y su humanidad desplomada en el interior fuese atraída por el vórtice de la paroniria. El rostro azul y desfigurado con los ojos virados en blanco no reflejaba noticias halagüeñas, ¿estaría muerta? El caballero oyó un ronquido proveniente del pecho y sacudió el desmadejado cuerpo con intención de reanimarlo; temiendo lo peor, escrutó a ambos lados de la desierta callejuela para cerciorarse de que no le verían, y lo colocó en el pavimento nevado no sin antes cubrirlo con su capa de paño. Tembloroso, pegó la boca a la de ella, sopló repetidamente; calentando las mejillas con su aliento, derritió la sangraza cristalizada en los oídos y en seguida fluyó el sonido. Sin embargo, las aletas de la nariz palpitaron en un movimiento casi imperceptible, los huecos nasales ennegrecidos fueron recobrando muy lentamente los tonos rosáceos. Ann parpadeó, de súbito clavó la mirada turquesa en la cara borrosa de su salvador; entonces el sexto sentido (à mon seul désir) traspasó el umbral hacia lo real, ella cerró con rabia las mandíbulas, reunió fuerzas, e irguiendo el pecho, aferró ambas manos a la pechera de seda de la camisa, como si quisiera estrangularle. El hombre la empujó a un lado, recogió su capa, y sin vacilar echó a correr, asustado después de enfrentar los rasgos endemoniados de Ann.
El alba fulminó de rayos anaranjados el contorno de los tejados, sin embargo empezaron a caer finos copos de nieve. La chica se puso en pie, maldijo a su padre, aquel irlandés tozudo, antiguo procurador de Country Cork, que preñó a la criada de la familia y la trajo al mundo convirtiéndola a ella en hija bastarda. En 1698, unos meses después de que el adulterio fue reafirmado con el nacimiento de Ann, y de que ambos acontecimientos se convirtieron en piedra de escándalo, William Cormac quiso recurvar al lecho conyugal y se disculpó inventándole a su esposa que el adulterio no era tal, pues a la criada la conocía desde antes del matrimonio, y que aquello había sido un desliz sin importancia; como toda respuesta, la engañada esposa no sólo reclamó lo que le correspondía en bienes, sino que no reparó en esquilmar hasta el último centavo de su billetera. William Cormac, todavía apuesto a un filo de la madurez, y Mary Brennan, la espléndida pelirroja que era la madre de Ann, huyeron, más que emigrados, fugados de Irlanda escapando así, víctimas de desagradables injurias que algunos consideraron injustas.
Decidieron coger vereda e ir rumbo a Charleston, en Nueva Inglaterra, donde el progenitor de Ann ejerció como abogado, y más tarde consiguieron instalarse en Carolina del Sur. Allí William Cormac adquirió aún mayor prestigio social amasando una fortuna, por lo cual muy pronto solventó asuntos económicos, compró terrenos y triunfó como propietario de plantaciones. Sin embargo, su vida transcurría monótona, esclavo del negocio, abandonaba de este modo y por extensos períodos de tiempo a su mujer y a la hija, a la que en los primeros años pidió que vistieran de niño, para que así no fuese reconocida, por temor a la sed de venganza de su ex esposa, y de los familiares de la misma. El señor Cormac dedicaba entonces la mayor cantidad de horas a construir lo que él denominaba «el imperio en ciernes».
Ambas mujeres, si bien se sentían amadas y mimadas en la distancia por el hombre, a través de románticas cartas y de delicados y oportunos obsequios, se quejaban de la profunda soledad en la que las había sumido el afán de riquezas. Por lo cual, el señor Cormac decidió contratar a una sirvienta que fuera eficaz en todos los aspectos y, sobre todo, en el de la perenne y perfecta compañía y en el cumplimiento de los quehaceres diarios, como el de aya de la adolescente. Lo que para Mary Brennan constituyó un alivio parcial, para Ann, muy pronto declinó en una pesadilla. La chica decidió recobrar su aspecto femenino, y a menudo se deslizaba lejos de la vigilancia materna.
La señorita Beth Welltothrow, joven de trazos anodinos, hipersensible a simple vista, daba la impresión de ser lo más cercano a la perfección, y con sutil maestría no tardó en ir introduciéndose poco a poco en los vericuetos íntimos, especializada en hurgar en los entresijos del triángulo. Así descubrió y manipuló muy a su placer las debilidades de cada cual; astuta, actuaba con cautela e infligía, de esta manera, dependencia absoluta, valiéndose de pequeños detalles e informaciones cotidianos. Fingía ingenuidad y exquisita devoción en presencia del señor de la casa, envenenaba constantemente a la señora regalando comentarios acerca de la ausencia marital, lo que, en su opinión, traía como consecuencia la funesta educación de Ann, aquel voluntarioso temperamento que hacía de la chica una diablesa indomable. En su opinión, los arranques rebeldes injustificados tenían un origen y una explicación: el desequilibrio sentimental de la coyuntura familiar; en fin, concluía, todo aquel desastre de muchacha no era más que el producto, y por encima de todo, de un lado, de la ausencia de la figura paterna, y de otro, de la desidia materna. Y desde luego —continuaba con candorosa entonación y refinados ademanes—, la señora aún era tan bonita y suave, una auténtica lástima, añadía, que su fresco cuerpo se marchitara hambriento de caricias, ansioso de pasiones. Y en más de una ocasión Beth Welltothrow dejó caer su áspera palma de la mano encima del seno apenas cubierto por el deshebillé de tul transparente, o se brindó para dar un consolador masaje a la espalda lisa de Mary Brennan, mientras con risilla cantarina vertía el agua hirviendo de la jarra de metal en la tina del baño.
Desde que la aya Beth Welltothrow colocó su trasero en uno de los butacones tapizados de damasco color coñac en el salón de la residencia, Ann la despreció, sólo por instinto. No le agradó su mirada de ratón, apenas tenía espacio en el huevo blanco de sus ojos; advirtió que sonreía resoplando por lo bajo, se mordía hipócritamente los labios —para colmo, demasiado delgados— y en fin Ann repelió la reseca capa churrosa de su empolvada piel y el moño torcido y cenizo. Pese a la juventud de la aya, Ann siempre atisbó la presencia de la mujer similar a la de una vieja bruja de cuentos terroríficos.
Ann no se equivocó, Beth Welltothrow no iba con buenas intenciones. Era del tipo de gente que acostumbra a maquinar, de muy mala fe, chantajista y aprovechadora; sagaz experta de las leyes de una turbulenta sociedad en la cual reinaba el torbellino del entusiasmo novedoso y la ambición de prosperidad que protegía a malhechores como ella y perjudicaba a los que realmente echaban a andar hacia adelante a Nueva Inglaterra… Hasta un día, en que se topara con alguien de su misma especie, mascullaba la chica, tratando de hallar consuelo… Para algunos, la señorita Beth Welltothrow no hacía nada del otro mundo, lo normal en una delincuente como ella; en una palabra: pretendía robar dinero al señor William Cormac, hacerse preñar de él, de paso entretejer intrigas acostándose con Mary Brennan, y mandar bien lejos a la bastarda, como ella llamaba a Ann. Y poner mar de por medio. Pero las personas que conocían los bajos intereses de la criada jamás se acercaron a la familia Cormac para alertarlos del peligro.
Difícil era timar al señor Cormac, imposible engatusarlo, pues casi nunca se hallaba en casa, y cuando regresaba sólo tenía tiempo y ojos para su mujer, ni siquiera para su hija, y a la sirvienta la enviaba, autoritario y sin remilgos, directo a la cocina. De otra parte, Mary Brennan jamás interpretó las caricias furtivas y los actos engañosos de seducción de Beth Welltothrow como tales, no dudó ni un segundo de la ferviente sinceridad, diciéndose que era la típica criada empeñada en demostrar vehemencia a su patrona; así había sido ella misma en el pasado con la antigua familia de su marido. Pero sin el elevado grado de criminalidad concentrado que animaba a la señorita Beth.
Encontraba natural la fingida moralidad y la irreprochable fidelidad, y ni siquiera sospechó de la creciente fijación que cada día convertía la situación en más y más absurda, y por momentos tan tensa, que entre señora y sirvienta tal parecía que una hablaba húngaro y la otra guaraní, aunque usaran la misma lengua. Mary Brennan debía suplicar, implorar a Beth Welltothrow, que respetara sus ratos de soledad, pues la presencia de la criada le atormentaba, fisgoneaba e invadía su intimidad sin condescendencia ni pruritos, no sólo aislándola de su hija, sino también de su propio mundo.
La sirvienta vio entorpecido su objetivo. El plan de Beth Welltothrow marchaba mal, o no funcionó como ella había soñado. Mary Brennan y William Cormac no la dejaron penetrar del todo en su vida, apenas se daban por enterados de los detalles abrumadores de los que eran blanco, con el único interés de embobarlos, o simplemente fingían inocencia para no caer en la trampa. La criada se topó con dos poderosos muros: el amor y el deseo entre marido y mujer. Además, la criada percibía que en verdad estaba obsesionándose con su ama, vigilaba el contorno de las perfumadas caderas, o espiaba el pezón enjabonado, los vellos rojizos y el pubis palleteado emergía del agua espumosa. La gravedad del asunto perturbaba la eficacia a la hora de decidir y de tomar resoluciones, y entonces puso de lleno sus malintencionados proyectos en contra de la chica. Aun conociendo a ciencia cierta que Ann la repudiaba en silencio.
Sin pretexto, sin ninguna evidencia de enemistad real, pues nada concreto había sucedido entre ambas, la relación entre Ann y la aya Beth Welltothrow declinó en una guerra sorda cuyas miradas reviradas dieron rienda suelta a frases rencorosas lanzadas como puñales oxidados; la crisis desbocó en llantos de odio y desesperación de parte de la niña, quien ante la imposibilidad de comunicación con sus padres buscó refugio en el vino y en el ron. Beber constituyó la solución a sus males. Entretanto, la repulsión ganaba en tiempo y espacio, y alcanzaba la monstruosa estatura de la vileza, mezclada con la habilidad de la señorita Beth Welltothrow, quien para colmo aumentó los robos de pequeñas cantidades en sumas desproporcionadas de dinero de la caja de ahorros de la futura heredera; rompía intencionadamente sus pertenencias, haciéndole de su vida un tormento, siempre con el pretexto de actuar justo a la inversa, de aliviarle pesares a la chica.
La gota que colmó la copa sobrevino cuando la sirvienta convenció a la madre de Ann de que la chiquilla no sabía restregarse correctamente. La aya Beth Welltothrow entró en la recámara, gesto respingón de resquemor, y en extremo alarmada, quejándose de que aquel cuerpo sucio daba asco, qué pensarían las buenas familias del pueblo, Ann —añadió la perversa mujer apestaba a rapé, a tabaco y a aguardiente, y en la piel de los brazos y de los muslos lucía lamparones de churre impregnado desde su nacimiento, ¡una barbaridad! Ella misma se ofreció a dar un buen baño a Ann, decidió sin consultar a nadie, y mucho menos a la interesada; no veía quién trataría de impedirlo, y si podía hacerlo con la madre, por qué no con la hija. Y toda convulsionada gritó improperios y lamentaciones para poner al tanto al vecindario.
Fue esa la razón por la que Ann huyó de la casa aquella misma noche. No lo soportaría, jamás permitiría que esa mujer —ella era quien en verdad apestaba a tabaco, a rapé y a grog— tocara su cuerpo; ni muerta.
Deambuló toda la madrugada, tropezándose con borrachos y mujeres de la vida, hasta que encontró aquel barril en medio de la callejuela, olvidado quizás por un marinero o por un descuidado comerciante. Destapó el recipiente con la intención de introducir el cuerpo y de olvidar que existía, calculando que —con buena suerte— alguien rescataría el tonel con ella en el interior y, sin saberlo, la llevaría bien lejos, y así se volatilizaría en el recuerdo de los otros y cambiaría su nombre, y también sus vestimentas… No se enteró de la disolución de la espuma en el líquido fulgurante, zambulló su cabeza y perdió el conocimiento, tuvo visiones raras, escenas violentas protagonizadas por gente desconocida; al rato volvió en sí, y entonces distinguió la cara borrosa del extraño. ¿Qué habría pensado el muy inútil, que perseguía matarse? No estaba tan segura de ello.
Nada más necesitaba imaginar que la vida sería diferente, en el futuro, que la fuerza la acompañaría y la convertiría en una brava mujer. Ann buscaba refugiar sus aspiraciones en un calidoscopio de posibilidades. Ambicionaba algo tan sencillo como que su padre retornase a casa, que despidiera entonces a la miserable criada, y predominase de nuevo lo más próximo a la idea del paraíso. Nadie más la insultaría, nadie estaría al tanto de que sus padres la habían concebido fuera del matrimonio. ¿De qué modo, y sin ponderación ninguna, la señorita Beth Welltothrow había conocido semejante secreto? Sin duda, la madre, en un momento de debilidad, no supo ocultar su pasado allá en el gris y aburrido Country Cork.
Aunque el sol refulgía, la mañana no podía ser más fría, cesó de nevar, pero los cuajarones de fango cristalizaban los senderos. Ann tenía mucho dolor de cabeza y le zumbaban los oídos. Había salido desabrigada y el vestido de pana no la cubría lo suficiente. Aunque avanzó por el camino más demorado, como sonámbula, sumergida en sus pesadillas, sin darse cuenta se halló frente a su casa. En la puerta aguardaba la señorita Beth Welltothrow, inmóvil y en apariencia serena, la cara rígida en una mueca hostil. De súbito pareció que su cuerpo despertaba de un infinito letargo, volteó sobre los talones y se dirigió al interior de la casa en retozona carrerilla, voceando que la niña Ann por fin reaparecía.
La adolescente atravesó el umbral, chorreando agua, los pies chapoteando en mazacotes de lodo, las lágrimas empañaban sus pupilas. Mary Brennan se abalanzó —como si levitara— sobre la hija, seguida por la aya, quien conservó la suficiente distancia entre su persona y el abrazo materno, asunto de dar la impresión de que colocaba la discreción por encima de cualquier conmovedor y ajeno sentimiento. Fue Mary Brennan quien, ingenua, propició el pie forzado para que el regocijo del reencuentro mutara en tragedia, al exclamar alarmada que Ann se helaría, que debía frotar sus carnes con un paño caliente, que los huesos de la chica ya crujían gélidos, que un buen baño hirviendo le vendría bien, perfumado y aceitado a la mirra. La señorita Beth Welltothrow avanzó, empujando suavemente a la madre, y ocupó su puesto. Acaparó a Ann por los hombros y la condujo al cuarto de aseo; aledaño a la cocina. Ann, los labios petrificados de frío y de pavor, no se atrevió a proferir palabra, ni protestó con gesto alguno.
Frente al espejo de gastado azogue enmarcado en oro viejo, la aya desnudó el cuerpo de la muchacha. Sagaz, los ojos de un amarillento hepático recorrieron palmo a palmo, vejando el pudor. Murmuró que lo que hacía falta entre ellas dos era un secreto, un inmenso secreto, una alianza única hasta la muerte cuya confesión Ann sólo compartiría con ella.
Dijo, mira, Ann, la luna ahí delante de ti, las dos mitades de la mujer, la parte femenina, y la parte masculina, la parte masculina de la hembra. Rodeó con sus garras el cuello fino, apretó fuerte hasta que los ojos de la niña enrojecieron desorbitados. Ann, mira, y acarició la pelvis con la punta ensalivada del dedo del medio, meteré en la cárcel a tu padre y a tu madre, toda tu fortuna será mía, porque después de eso te mataré. Ann emitió un aullido escalofriante y, arrebatada, corrió a la cocina. Extrajo el cuchillo de pelar viandas de la funda de cuero; giró poseída en búsqueda de la señorita Beth Welltothrow, pero ya la tenía delante, retadora, voceaba:
—¡Señora, venga a mí, ayúdeme, mírelo usted misma, es el diablo, su hija es el diablo! ¡Auxilio, Ann es el diablo, fíjese, hasta se masturbaba cuando entré aquí; sí, así, espernancada! ¡Auxilio, me mata, el monstruo! —chillaba la criada mintiendo, mientras Ann la acuchillaba en el cuello, en los senos, en las entrañas.
Un corte le cruzó los labios, la nariz y los ojos; el tajazo de vuelta le rajó el chaleco a la altura del pecho, la mujer reculó, lo que aprovechó la chica para encajarle la punta en un pezón y luego otro golpe en el otro seno. La aya se tambaleó, pero continuó musitando obscenidades, Ann le acalló asestándole un nuevo cuchillazo en el útero. Beth Welltothrow se protegió con las manos, todavía en pie, trastabillando, pero doblada sobre el vientre. Ann clavó la hoja cuatro veces seguidas en la espalda, pulmones, riñones, nalgas. La criada cayó de bruces, Ann terminó el trabajo desbaratando el cráneo, las piernas, incluso los tobillos. Trece puñaladas a los trece años. Ann contaba trece años entonces, cuando asesinó a la sirvienta, la señorita Beth Welltothrow, la sabandija.
Mary Brennan caviló que, si hubiese intervenido como quiso hacer, tampoco ella habría contado lo acontecido, pues sospechaba que su hija la habría destripado a ella también; al final contempló en silencio, más que cómplice aturdida, vuelta loca. Ann, tinta en sangre, le devolvió la mirada, sofocada, resoplando como un toro que ha desnucado al torero. La señora Brennan fue alejándose aterrorizada, y logró alcanzar la puerta de su habitación, y allí se encerró, desconsolada, no cesaba de llorar, de mesarse los cabellos y palmearse los muslos. Al cabo de dos días sin probar bocado, los párpados hinchados, los labios cuarteados de tanto mordisqueárselos, decidió aceptar la ración de pan con huevos revueltos, un vaso de leche y fruta fresca, que su hija insistió que comiera, pues debía alimentarse, no era el momento de tumbarse y enfermar, había dicho. Mary Brennan agarraba la bandeja sin abrir demasiado, y en seguida cerraba la puerta tras de sí.
Ann vivió lo más normal posible, comía con apetito desmedido, bebía cerveza, ron y licores, salía a callejear y regresaba a observar el cadáver pudrirse tirado en el enlosado de ladrillos rojos. Cuando Beth Welltothrow empezó a apestar más de la cuenta, Ann buscó aserrín en el aserradero, y espolvoreó los restos con excesiva meticulosidad, como si dibujara un mandala. El cadáver estuvo tirado en el mismo sitio hasta que el padre llegó siete días más tarde. Bastó una semana para que Ann se transformara en una jovencita de cabellera salvaje, ojos desafiantes, daba la impresión de que su talla había aumentado, las manos fornidas y ásperas, las caderas anchas, el torso musculoso, los senos erectos y puntiagudos. El señor Cormac tembló ante aquella visión metamorfoseada, y por nada se desmaya, tras vomitar, descompuesto con el espectáculo de la criada supurando flujos y gusanos; entonces estrujó sus sienes con ambas manos y reclamó a gritos a su mujer. Mary Brennan tartamudeaba, era un manojo de nervios, hasta que él acudió en su auxilio, y ella cayó desmadejada en sus brazos, sin poder explicar lo ocurrido, balbuceando que se trataba de un accidente. Ann interrumpió:
—No, ningún accidente, yo la maté. Nos robaba, tenía la intención de asesinarnos. La hice mierda como a una rata que amenaza de hundir el barco.
Dicho esto, introdujo una daga de puño de oro en el cuerpo tumefacto, y desapareció por la puerta en dirección del barrio malo. William Cormac quiso seguirla, pero su mujer le disuadió reteniéndole del brazo. El hombre, enloquecido, parloteaba irrefrenable, que si la brujería de su antigua mujer, que si el castigo de la santa providencia, que si ellos no merecían tal berenjenal en el que estaban metidos. Mientras tanto desencajó la pala del jardín y, se dispuso a enterrar los despojos de la víctima, que envolvió en viejos periódicos y en cortinas raídas en desuso, pero después de excavar cambió de parecer y fue repartiendo fragmentos del cadáver en diversos basureros del pueblo, el bulto al hombro arrastraba la pala, que no utilizó en ningún momento. Regresó al alba, sumido siempre en un soliloquio ininteligible. Sorprendió a su mujer también en un monólogo, mientras bordaba un chal daba puntadas a diestra y siniestra, agujereando más bien el tejido, sin sentido.
—No ha llegado todavía. Mira la hora que es, y anda mataperreando por ahí, de marimacha.
—No es culpa nuestra —bufó el hombre, encogido, arrugado.
—Sí, somos culpables. Deberíamos haber hecho algo más que amarrarla y encerrarla en el ático cuando hirió a la maestra con el punzón. Deberíamos habernos acercado, hablar con ella… Tú te largaste, y ella se fue endureciendo, su carácter se tornó hosco… Le hiciste mucha falta…
—No veo en qué no jugamos claro, mujer… Ella, esa chica, es así, un terremoto; Ann lleva el demonio en el alma, hace rato que nos engaña… Es su destino, que es más fuerte que cualquier educación, por muy refinada que sea… Hará una hora tropecé con un viejo amigo, marinero… Pues bien, ¿sabes qué me ha soltado? Que ha visto a Ann con ellos, restregándose con los marineros… Y con las mujeres parias… Con lo peor de lo peor de los bajos fondos… Ann lleva el diablo dentro… Y añadió que hasta bebe como una cosaca carretonera, ¡para colmo, bebe!
—Eso dijo Beth Welltothrow, lo del diablo.
—Buena pájara. Una aura tiñosa, vaya que esa también… Se lo buscó, encontró la horma de su zapato… —Secó el rostro colmado de cardenales repujados con un pañuelo bordado con sus iniciales—. Mañana mismo rectifico el testamento. Desheredo a Ann.
—¡No, por favor, será una calamidad! ¡La alejarás para siempre, y es… sólo es una chiquilla!
La mujer, retorcida, se revolcó por el suelo, abracada a las piernas del marido, elevando los brazos al techo, prediciendo escenas al estilo de las novelas del siglo diecinueve.
—No quiero verla jamás, nunca más, ¿lo oyes? Como si no hubiese tenido en la vida a esa hija.
Mary Brennan hundió el mentón en el pecho, avergonzada, pero al mismo tiempo conteniendo la ira. Su marido la apartó, sin un beso, sin una caricia, sin mirarle a los ojos, sin palabras consoladoras. Avanzó arrastrando los pies hacia el despacho, entró y no echó el llavín como acostumbraba a hacerlo; extrajo de la gaveta secreta del escritorio varios pliegos doblados. Trabajó en ellos durante horas. Después de modificar su legado, anunció que saldría de nuevo. Ella no dijo nada, sólo suspiró y cambió de aguja, por una más gruesa y larga. En la calle William Cormac hizo todo lo posible para que la noticia rodara y Ann se enterara de que no la quería de vuelta a casa y, por supuesto, que había decidido dejarla sin un penique.
Más pronto que de costumbre, los negociantes del pueblo pusieron a la joven al corriente de los comentarios relacionados con la decisión de su padre, y sin pensarlo dos veces Ann reunió una módica cantidad de dinero conseguido a base de trabajos sucios, o sea, robando, golpeando e hiriendo a traición a enemigos de ciertos amigos, haciendo trampa en las garitas; y en cuanto pudo se largó disfrazada de grumete en un barco de comercio en dirección a la isla de La Nouvelle Providence. Allí suponía que encontraría nuevas amistades, aquellas con quienes con alevosía y desenfado aprendería a sobrevivir echando mano de la maldad.
Matura la italiana, que no era italiana sino portuguesa pero ella insistía en que lo era para despistar a un peligroso amante que amenazaba con desollarla viva, la meretriz más solicitada en el puerto de La Nouvelle Providence, matrona de Las Amazonas, fue quien dio la bienvenida a la rebelde hija del señor Cormac, avisada con un mes de anticipación por un marino. Matura estampó dos besos repintados de rojo fuego en cada mejilla de la muchacha, y luego de preguntar cómo había hecho el viaje, avanzó remeneando en un vaivén decaído sus desparramadas caderas, y sin devaneos entró de plano en el asunto, confirmando que el señor William Cormac acababa de nombrar sucesoras de sus bienes a su esposa y a su ex esposa, quien aún continuaba sin marido. Ann ya no era más la hija de su padre, este la había desheredado, y pretendía dejarla como gallo desplumado, de ese modo la devolvía al mundo, como mismo vino a este cochino mundo, encuera a la pelota, sola, en la calle y sin llavín. La chica escuchaba en silencio, estudiando el paisaje, a los isleños que paseaban jocosos junto a ellas, las presurosas lavanderas cargando bultos a la cabeza, vendedores de frutas, de carne, de pescado y verduras, todo muy fresco, empujaban desconchinflados carretones. Un alborotado grupo de niños jugaba a la una mi mula, y las sirvientas se arremolinaban para comprar víveres y bebidas para sus patrones, alcanzando apuradísimas a los pregonadores de golosinas, pirulíes, melcochas, natillas, flanes; entretanto, Ann pensaba en lo certero y rápido que se repandían las noticias cuando el protagonista principal era el dinero, y lo más tremendo e inusitado del acontecimiento era que incluso el chisme corriera de isla en isla.
Acostada sobre el vientre en los mullidos cojines del lupanar, entregaba su espalda arañada y sangrante producto de una trifulca contra unos vulgares ladronzuelos a Carioca la brasileña, quien sí era brasileña, y que con gran esmero limpiaba y curaba los rasguños con un trapo húmedo y agua salada. Ann llevaba dos meses en la isla. Matura se les acercó, y con tono meloso volvió a la carga sobre el tema de su padre, se decía que había muerto de tristeza —lo cual no era verdad—, y Ann se encogió de hombros, dio un brinco y se le escapó un berrido de dolor cuando la trigueña buena moza desencajó con la uña más larga una esquirla de cristal del costado, justo debajo del pulmón izquierdo.
Ante la aparente indiferencia de Ann, la italiana desistió de echar más leña al fuego, y fue a buscar aguardiente o grog, ron con agua. Las demás mujerangas paseaban de un lado a otro del salón, aderezados los cabellos con vistosas cintas y engalanadas con trajes intencionadamente elegantes aunque de colores chillones, demasiado desgolletados, ceñidos a las cinturas, que les moldeaban el trasero y los muslos; empezaban a impacientarse y algunas de ellas hasta rezaron para que Dios hiciera lo suyo y los consumidores invadieran el recinto y ocuparan sus puestos, o sea, los cuartos con sus respectivas camas. Suspiraron aliviadas ante la presencia de algunas sombras chinescas, avizoradas a través de los vitrales emplomados de las ventanas, y que anunciaban la avalancha de clientes.
Ann recuperó sus ropas y se dispuso a vestirse reviviendo los exquisitos modales de chica de buena familia. Estiró la piel en su afán por borrar los rasgos trasnochados y soltó dos mechones de los cabellos para velar las impasibles huellas temerarias de su puro rostro, después partió las muñecas en mohín seductor más que elegante, enderezó los hombros e irguió el trasero curvando las caderas hacia un lado. El primero de los visitantes tenía toda la pinta del marino orgulloso, apuesto, de mentón partido, y pómulos prominentes, boca jugosa, sonrisa cínica, los ojos pardos, musculatura resbaladiza untada en brea. La llameante mirada expresó ganas y ardores, y señaló hacia ella con un gesto parejero de la quijada.
—Esa, no —Matura se interpuso, deparaban, con sendas botellas en las manos en jarras.
Ann terminó de abrochar su blusa, ajustó la falda tachonada, y terciando la capa de terciopelo esmeralda encima de un hombro, avanzó dos pasos amplios y se interpuso entre Matura la italiana y el mozo. Con un guiño pícaro apartó a la matrona.
—Déjanos —liquidando el brete.
—Allá tú con tu condena —Matura alertó a la chica secreteándole en el oído, al instante los abandonó, y desde detrás del bar, mientras colocaba las copas encima del mostrador, espiaba de cuando en cuando a los tórtolos.
Él confirmó a la joven que era marino, luego vaciló y cambió para cazador, después, que ambas cosas. Se llamaba James Bonny, y finalmente era de todo: marino, cazador, pirata y contrabandista; buscaba lo que cualquier hombre, acostarse con una mujer, o sea, con una de estas… Echó una ojeada en derredor y selló el recorrido visual en ella.
—Tú no eres como esas. Tienes algo superior.
—En efecto, no soy lo que se dice vulgarmente una putilla de a tres por céntimo, pero ya soy mujer. No serás el primero ni el último, y como podrás averiguar por ti mismo si les preguntas a esas —subrayó—, no cobro. Además, creo que contigo lo haré, más que por puro placer, por cariño. Has ganado, porque esta noche ansío ternura. Para una mujer como yo, resulta esencial cada cierto tiempo que me den amor.
—¿Una mujer? No, mi cielo, todavía no te han hecho sentir como mujer. Te prometo que de eso me encargaré yo… Dentro de nada, ya verás… Debo ducharme, pues tuve un altercado antes de venir, y el otro no quedó muy bien parado, y ya me ves, hecho un Cristo. Dime, ¿no temes hacer el amor con alguien que acaba de pasar a cuchillo a un intruso?
—¡A mí, qué! En intrusos yo soy experta. —Ann olió desconfiada el trago que el hombre le tendió, probó un sorbo y sin apartar la mirada bebió de un golpe el resto de la copa.
Hizo una seña a Carioca la brasileña, y al punto la chica le tiró un objeto. Ann atrapó la llave en el aire. —Es el cuarto número tres…— y pidió que él la precediera.
Que cogiera el trillo de los lavabos y empezara por asearse a fondo, pues apestaba a rayo encendido; dentro de unos segundos se reuniría con él. Cuando ella se presentó, era como si la hubiesen reemplazado por otra. En su lugar habían puesto a una señorita de ringorrango. Un velo de gasa cubría su cabellera peinada en un moño alto, perfumada a la colonia de rosas, adoptó entonces un semblante de serenidad plena, sus facciones se distinguían aún más embrujadoras, y al mismo tiempo con el toque de timidez, más bien de hipocresía, con que las chicas ricas maquillan el descaro morboso de la juventud.
Él acarició la mano, la desnudó del guante de seda y besó la piel alabastrina. Juntaron sus cuerpos y fueron desvistiéndose lentos, gozando de cada sensación de reconocimiento mutuo. Templaron la noche entera, dulces pero también feroces. La maltrecha espalda de la muchacha ardía debajo del abrasador pecho del joven que tostado por el sol, despedía los vapores del salitre y el alquitrán. Bebieron sin descanso, el exceso de ron y el vapor de la madera carbonizada crepitando en la chimenea resecaban las gargantas.
Al día siguiente despertaron todavía ebrios, alguien golpeaba a la puerta. Carioca la brasileña los convidaba a prorrogar la fiesta en el salón principal, pues cumplía veintidós años y las chicas y varios amigos le habían montado una sorpresa. Él descendió con ella en brazos. Abajo, en un rapto calculadamente pasional, James Bonny extrajo del bolsillo del pantalón un anillo de oro coronado de diamantes y esmeraldas; Ann se lo arrebató y al punto lo deslizó en su dedo anular.
—¿Para mí?
Él aprobó.
—¡Oh, es mío, es mío! ¡Miren lo que por fin he ganado! —Ann saltaba eufórica, olvidando sus elevados orígenes paternos, y haciendo gala de los burdos maternos, revolcándose en ellos.
Las demás bailotearon a su alrededor, para celebrar el acontecimiento, ¡un anillo, un anillo, habrá boda! Al rato ella cedió la plaza en el medio de la rueda al marinero, quien parecía embobado con Ann, pero que de idiota no tenía ni un pelo, y más bien ya se había informado sobre el pasado de la chica, estaba al tanto de la riqueza del padre, y amasaba la esperanza de que William Cormac, arrepentido, rehiciera su testamento y premiara a la hija con una suculenta dote. Para ese entonces, ya estarían casados, por lo cual debía actuar lo más rápido posible, en los próximos minutos; de borrar sospechas y de asuntos secundarios él se encargaría.
Los casó un asiduo cliente del burdel, párroco o abogado, daba igual; a fin de cuentas, una boda casi siempre es motivo de alegría y allí todos desbordaban felicidad, enmascarados en sudor y chapoteando otros efluvios más pecaminosos, ardorosos de falsa maravilla, generada por tantas horas de incansable libertinaje. El sol reinaba, pero las mañanas continuaban siendo gélidas, y un arco iris surcaba el índigo limpio de nubes. Todos estaban borrachos, y nadie se opuso. El casamiento se llevó a cabo por embullo infantil de parte de ella, y sólo para ganar una apuesta del lado de James Bonny. A partir de ese día su esposa honraría o desprestigiaría con creces —depende del cristal con que se mire— aquel apellido. Ann Bonny torcía el destino a la irlandesita, hija del abogado de Cork. James Bonny no había previsto lo evidente, que un marino egoísta jamás ganará ante una burguesa impía.
James Bonny anunció a su esposa que se disponía a largar amarras en dirección del océano, y que ella debería guardar la forma en casa, esperarle paciente durante meses, pues habían regentado la taberna Glory que ella debería atender, y aunque él tardaría en regresar, siempre regresaría, y le suplicaba que le fuese fiel, y le incitaba a que pidiera perdón a su padre —ahora que su madre había fallecido, esto sí era cierto— por haberse fugado de la casa y por lo otro, todavía más grave… James Bonny conocía la historia del crimen; el pueblo se había atragantado el cuento de que la chica había apuñalado a la sirvienta en defensa propia porque la segunda quería abusar de ella robándole además un camafeo de diamantes, pero a él Ann le había confesado la verdad… La había hecho pulpa para que la dejara en paz. Mientras el esposo ultimaba los preparativos, conversando de esto y de lo otro, convencido de que Ann escuchaba mientras leía en la habitación contigua, tal y como la había dejado hacía unos instantes, en realidad la joven urdía un plan muy distinto.
James Bonny percibió una sombra escurridiza merodeando la casa. Bajo el dintel de la puerta, a contraluz, un chico levantó la mano en gesto afable. Seguro el capitán le enviaba un mensajero para que él cumpliera con algún mandado antes de embarcar, concluyó, y fue hacia el marino, cegado por el resplandor rojizo del atardecer.
El muchacho llevaba una larga y gruesa chaqueta azul Prusia, un bonete con pompón rojo, pantalones bombachos ceñidos a media pierna, el sable colgando del grueso cinturón a un lado, y el arcabucillo de rueda prendido al otro, botines cortos de piel de cordero, una daga sobresalía por la caña de uno de ellos; el pelo espeso le daba por la cintura, recogido con una redecilla en espesa trenza, las patillas encrespadas nacían encima de las orejas, no delante, los lóbulos de las orejas iban adornados con varias argollas; y el rostro lampiño se le hizo familiar. —¿A quién busca?
—A usted, señor Bonny.
El marido, sin embargo, reconoció la voz abaritonada con falsos tonos fragmentados por nerviosas tosecillas, cargó al chico en peso y lo cubrió de besos. Su mujer resultaba mucho más atractiva disfrazada de varón. Y él estuvo de acuerdo con la decisión de Ann, porque ella ya había resuelto, sin consultar previamente con él, acompañarle en el viaje. Nadie nunca se enteraría de que era su mujer, o sencillamente de que era una mujer. James Bonny la obligó a jurarlo, ella prometió, las manos juntas sobre el regazo, la mirada baja, fija en el suelo; añadió que dejarían la taberna Glory bajo el cuidado de Carioca la brasileña. El contrabandista lagrimeó emocionado, pues su esposa lucía sincera en su ardua vehemencia, argumentando seriedad con tan teatrales ademanes, pero incluso contuvo el llanto, asunto de imponer respeto. Pues Ann Bonny, con la mano puesta en el lado del corazón, juró obediencia a la palabra de su marido; según él mandaría, así se haría.