Escena. La misma. Es alrededor de media noche. La lámpara del vestíbulo está apagada, así que ahora ya no entra luz a través del salón. En el cuarto de estar sólo está encendida la pantalla que hay sobre la mesa. La muralla de niebla, más densa que nunca, se percibe al otro lado de los ventanales. Cuando se levante el telón, se oye la sirena y a continuación las campanas de los barcos anclados en el puerto.
Tyrone está sentado a la mesa. Lleva puestas unas antiparras y está haciendo solitarios. Se ha quitado la chaqueta y ahora viste una gastada bata marrón. En la botella que hay sobre la bandeja sólo queda un tercio de whisky. De reserva se ha traído otra botella del sótano. Está borracho, lo que demuestra por el modo en que mira cada carta, dubitativamente, cerciorándose de su valor, aunque luego las distribuye sobre la mesa como si no estuviera seguro de lo que está haciendo. Tiene la mirada vidriosa, los ojos abotargados y el labio inferior caído. Pero, a pesar de todo el alcohol que lleva dentro, no ha logrado olvidar, y tiene el mismo aspecto del final del tercer acto: un anciano entristecido y derrotado sumido en una resignada desilusión.
Al levantarse el telón, termina un solitario y recoge las cartas. Las baraja con negligencia y un par de ellas caen al suelo. Las recoge dificultosamente y, cuando comienza a barajar de nuevo, oye que alguien entra por la puerta principal. Mira por encima de las antiparras hacia el salón.
Tyrone (Con la voz pastosa):
¿Quién es? ¿Eres tú, Edmund? (La voz de Edmund contesta secamente «Sí». Luego, evidentemente, chota con algo que hay en el vestíbulo porque se le oye maldecir. Un momento después se enciende una lámpara. Tyrone frunce el ceño y grita.) ¡Apaga esa luz antes de irte!
(Pero Edmund no lo hace. Entra desde el salón. Está también borracho, pero al igual que su padre, lo lleva bastante bien, apenas si muestra señales físicas de ello, excepto en los ojos y en una leve agresividad en la manera de comportarse. Tyrone, al principio, le habla cariñosamente. Aliviado.)
Tyrone:
Me alegro de que estés de vuelta, muchacho. Me he sentido muy solo. (Con resentimiento). La hiciste buena escapándote y dejándome aquí solo toda la noche. Ya sabías que… (Repentinamente irritado.) ¡Te he dicho que apagues esa luz! No estamos en un baile. No hay ninguna razón para tener todas las luces encendidas a estas horas de la noche. ¡El dinero no es para quemarlo!
Edmund (De mal humor):
¡Todas las luces encendidas! ¡Una bombilla! ¡Todo el mundo deja encendida la luz del vestíbulo hasta que se acuestan! (Se frota la rodilla.) Casi me parto la pierna contra el perchero.
Tyrone:
Esta luz llega hasta la entrada. Si estuvieras sereno verías muy bien por donde andas.
Edmund:
¡Si yo estuviera sereno! ¡No me hagas reír!
Tyrone:
¡Me importa un pito lo que hacen los otros! Si quieren tirar el dinero por la ventana para presumir, allá ellos.
Edmund:
¡Por una bombilla! ¡Mira que eres roñoso! Ya te he demostrado con pelos y señales que, aunque la dejases encendida toda la noche, no te iba a costar más que un vaso de whisky.
Tyrone:
¡Al cuerno tus demostraciones! La prueba está en los recibos que tengo que pagar.
Edmund (Se sienta frente a su padre. Con desdén):
Claro, los hechos no importan. La única verdad es lo que te conviene creer a ti. (Burlón.) Por ejemplo: Shakespeare era irlandés y católico.
Tyrone (Obcecado):
Y lo era. La prueba está en sus obras.
Edmund:
Pues no lo era. Y no hay ninguna prueba. Tú eres el único que lo dice. (Burlón.) El Duque de Wellington. ¡Otro buen católico irlandés!
Tyrone:
Yo nunca he dicho que fuera un buen católico. Renegó de su fe, pero no por eso dejó de serlo.
Edmund:
Pues no lo era. Lo que pasa es que tú necesitas creer que, para poder derrotar a Napoleón, un general tenía que ser irlandés y católico.
Tyrone:
No pienso discutir contigo. Sólo te he dicho que apagues la luz de la entrada.
Edmund:
Ya te he oído, pero por mí, se puede quedar encendida.
Tyrone:
¡No te pongas insolente! ¿Vas a obedecerme o no?
Edmund:
¡No! Apágala tú, so tacaño.
Tyrone (Furioso y amenazador):
¡Escúchame! Te he aguantado muchas cosas porque, a veces, he creído que tantas locuras sólo se pueden hacer si se está mal de la cabeza. Te las he excusado y jamás te he levantado la mano. Pero siempre hay una gota que colma el vaso. O me obedeces y apagas la luz o, a pesar de los años que tienes, te doy una bofetada que… (Repentinamente recuerda la enfermedad de Edmund y de inmediato aparece arrepentido y avergonzado.) ¡Perdóname, muchacho! Había olvidado que… No deberías hacerme perder la paciencia.
Edmund (También avergonzado):
Olvídalo, papá. Yo también lo siento. No tengo derecho a portarme así. Es que estoy un poco trompa. Voy a apagar la luz.
Tyrone:
No. Déjalo. (Bruscamente se pone en pie un poco torpemente y empieza a encender las bombillas de la lámpara con aire de autocompasión, infantilmente teatral.) ¡Encendamos todas! ¡Que brillen! ¡Que se vayan al cuerno! ¡Si voy a acabar en un asilo, cuanto antes mejor! (Acaba de encender las luces.)
Edmund (Le ha estado observando sonriente y ahora le hace un gesto que denota buen humor. En broma):
¡Estupendo final, papá! (Ríe.) Eres maravilloso.
Tyrone (Se sienta, algo avergonzado, y gruñe lastimeramente):
¡Eso! Ríete de un viejo loco ¡El pobre idiota! De todas formas, mi telón caerá en un asilo, ¡y no estoy de broma! (Al ver que Edmund todavía sonríe, cambia de tema.) Bueno, bueno. No discutamos. Tú, que tienes cerebro, aunque haces todo lo posible para demostrar lo contrario, antes o después aprenderás lo que vale un dólar. No como ese condenado vagabundo que tienes por hermano. Ya me he dado por vencido. Nunca tendrá sentido común. Por cierto, ¿dónde está?
Edmund:
¡Y yo qué sé!
Tyrone:
Creía que habías vuelto a buscarle.
Edmund:
No. Me fui a dar un paseo por la playa. No le he visto desde esta tarde.
Tyrone:
Claro, si te repartiste con él, como un idiota, el dinero que te di…
Edmund:
Por supuesto que me lo repartí. Siempre que él ha tenido algo, lo ha compartido conmigo.
Tyrone:
Entonces no hace falta ser adivino para saber que está en el burdel.
Edmund:
¿Y qué? ¿Por qué no iba a ir?
Tyrone (Con desdén):
Claro, ¿por qué, no? Allí es donde mejor está. Porque si alguna vez piensa en otra cosa que no sea en whisky y putas, yo me iba a llevar una sorpresa.
Edmund:
¡Vamos, papá! Si empiezas con eso, me largo. (Empieza aponerse en pie.)
Tyrone (Conciliador):
Bueno, bueno, me callaré. Bien sabe Dios que a mí tampoco me gusta hablar del tema. ¿Nos tomamos un trago?
Edmund:
Eso es otra cosa.
Tyrone (Le pasa la botella, mecánicamente):
No debería dejarte. Ya has bebido bastante.
Edmund (Se sirve bastante. Un poco ebrio):
Bastante no es suficiente. (Le devuelve la botella.)
Tyrone:
Es suficiente en tu estado.
Edmund:
¡Olvídate de mi estado! (Levanta su vaso.) ¡A tu salud!
Tyrone:
¡A la tuya! (Beben.) Si has estado paseando por la playa debes estar helado con tanta humedad.
Edmund:
Bueno, me dejé caer por la taberna a la ida y a la vuelta.
Tyrone:
No hace noche para salir a pasear.
Edmund:
Me encanta la niebla, justo lo que me apetecía. (Parece estar más achispado.)
Tyrone:
Deberías tener sentido común y no arriesgarte a…
Edmund:
¡Al cuerno el sentido común! Todos estamos locos. ¿Qué falta hace el sentido común? (Con sorna, cita a Dowson.)
El llanto y la risa no perduran
el amor, el odio y el deseo,
pienso yo, nos abandonan
al traspasar el umbral.
Los días de vino y rosas no perduran.
En un brumoso sueño
fugazmente percibimos un difuso sendero
que se pierde dentro de un sueño.
(Con la mirada perdida ante sí.) La niebla estaba tal y como yo esperaba. Desde la mitad del jardín ya no se veía la casa. No parecía estar aquí. Ni las otras casas de la carretera. Sólo se distinguían unos metros de camino. No había ni un alma. Todo parecía irreal. Nada era como es. Eso es lo que yo quería…, encontrarme solo conmigo mismo en otro mundo donde la verdad es incierta y la vida retrocede ante sí. Más allá del puerto, cuando la carretera se desliza paralela a la playa, incluso dejé de sentir que estaba en tierra firme. La niebla y el agua se entremezclaban de tal manera que me parecía caminar por el fondo del mar. Como si me hubiera ahogado. Como si fuera un espectro en el interior de otro espectro inmerso en una gloriosa paz. (Observa que su padre le mira fijamente con una mezcla de preocuparían, irritación y disgusto. Hace una mueca burlona.) No me mires como si me hubiera vuelto loco. Lo que digo tiene sentido. ¿Por qué tengo que ver la vida tal como es si puedo evitarlo? Es lo que sucede con las Gorgonas: si las miras de frente te conviertes en piedra. O como con Pan: su visión te produce la muerte y te conviertes en un espectro para el resto de tu vida.
Tyrone (Impresionado, pero sin dejar de sentir nuevamente cierta repulsión):
Tendrás alma de poeta, pero un alma bien macabra. (Fuerza una sonrisa.) ¡Al infierno tu pesimismo! Ya estoy bastante deprimido. (Suspira.) ¿Por qué no recuerdas a Shakespeare y te olvidas de esos poetastros? Él te enseñaría a expresar tus sentimientos, porque dijo todo lo que merece la pena saber. (Cita, utilizando su hermosa voz) «Estamos hechos de sueños y un sueño circunda nuestras vidas».
Edmund (Irónico):
¡Estupendo! ¡Precioso! Pero eso no es lo que yo quería decir. Estamos hechos de estiércol, así que bebamos para olvidar. Eso es lo que yo creo.
Tyrone (Asqueado):
¡Ag! Guárdate esas ideas. No debería haberte invitado a un trago.
Edmund:
¡Buena la he cogido! ¡Y tú tampoco lo haces mal! (Le guiña un ojo con cariño.) ¡Aunque no hayas tenido que suspender ni una sola función! (Agresivo.) ¿Qué hay de malo en emborracharse? ¿No es lo que queríamos? No disimulemos, papá. Esta noche, no… Sabemos muy bien lo que estamos intentando olvidar. (Apresuradamente.) Pero más vale no hablar de ello. Ya no sirve para nada.
Tyrone (Resignado):
No, Lo único que podemos hacer es volver a resignarnos.
Edmund:
O emborracharnos para olvidar. (Recita —y lo hace bien— irónico, pero apasionadamente a Baudelaire.) «Siempre has de estar embriagado. Lo demás carece de importancia: esto es lo único importante. Si no deseas sentir el horrible peso del tiempo sobre tus hombros, aplastándote contra la tierra, no dejes de estar ebrio. ¿Qué beber? Vino, poesía, virtud… Según lo desees. Pero embriágate. Y si alguna vez despiertas en las escaleras de un palacio, en la verde ladera de un camino o en la angustiosa soledad de tu habitación y te sientes abandonado por la embriaguez, pregunta al viento, a las olas, a las estrellas, a los pájaros, al reloj, a cualquier cosa que levante el vuelo, suspire, se mezcla, cante o hable, pregunta qué hora es. Y viento, ola, estrella, pájaro o reloj te contestará: «¡Es hora de embriagarse! ¡Embriágate si no quieres ser un mártir esclavizado por el tiempo! ¡No dejes de estar ebrio! A tu placer, de vino, de poesía, o de virtud». (Provoca a su padre con un gesto.)
Tyrone (Con socarronería):
Yo que tú no me preocuparía de la virtud. (Asqueado.) ¡Puaf! ¡No son más que bobadas morbosas! Lo poco de verdad que has dicho ya lo escribió Shakespeare; claro que con mucha más grandeza. (Elogioso.) Pero recitar lo haces bien. ¿Quién ha escrito eso?
Edmund:
Baudelaire.
Tyrone:
¿Y ese quién es?
Edmund:
También tiene un poema sobre Jamie y la Gran Esperanza Blanca.
Tyrone:
¿Sobre ese borracho? ¡Quiera Dios que pierda el último tranvía y tenga que quedarse en el pueblo!
Edmund (Le ignora y continúa):
Aunque fuera francés, jamás estuviese en Broadway y muriese antes de que naciera Jamie, le conocía muy bien. A él y a su Nueva York. (Recita el Epílogo de Baudelaire.)
Con el corazón en paz ascendí al presidio
desde cuya torre la ciudad se vislumbra:
hospitales, burdeles, prisiones e infiernos
en los que el mal germina cual flor.
Tú sabes, Satán, señor de mi angustia,
que no por vanas lágrimas ascendí a esa hora,
sino que, libertino decrépito y triste,
por libar el placer de la enorme ramera
cuya infernal belleza me hace rejuvenecer.
¡Ya si duermes de pesados vapores saciada,
saturada del día o, hermosa, te ocultas
tras el dorado encaje del velado atardecer,
te amo, infame ciudad. Las rameras y
los condenados disfrutan placeres
que los seres vulgares nunca comprenderán!
Tyrone (Disgustado y molesto):
¡Porquerías macabras! ¿De dónde has sacado esos gustos literarios? ¡Porquerías, despecho y pesimismo! Supongo que ése será otro ateo. Cuando niegas a Dios, niegas la esperanza. Ése es tu problema. Si te pusieras de rodillas…
Edmund (Como si no le hubiera oído. Con sorna):
¿No te parece una buena semblanza de Jamie? Acosado por sí mismo y por el whisky, escondido en un hotel de Broadway con alguna puta gorda —porque le gustan gordas— mientras le recita «Cynara» de Dowson… (Recita burlón, pero emocionado.)
Su cálido corazón sobre el mío toda la noche sentí latir. Toda una noche de amor durmió entre mis brazos. Ciertamente eran dulces los besos de su boca comprada. Mas yo, desolado y enfermo de una antigua pasión, desperté a la realidad de un gris amanecer: A mi manera, Cynara, te he sido fiel…
(Con sorna.) ¡Y la pobre y gorda reina del cabaret sin entender ni una palabra, pero sospechando que la están insultando! ¡Jamie, incapaz de ser fiel a una sola mujer en toda su vida y sin haber conocido jamás a una Cynara, allí tumbado sintiéndose superior, mientras disfruta de placeres «que los vulgares nunca comprenderán»! (Ríe.) ¡Está como una cabra! ¡Como una verdadera cabra!
Tyrone (Desconcertado. Con voz aguardentosa):
¡Sí, qué locura! Si rezarais… Cuando se niega a Dios, se rechaza la cordura.
Edmund (Ignorándolo):
Pero ¿quién soy yo para sentirme superior? Yo he hecho lo mismo. No estoy más loco que Dowson, en medio de su resaca de absenta, inspirado por una tabernera estúpida que creía que se trataba de un pobre loco y que le mandó a paseo para casarse con un camarero. ¡Cynara! (Ríe. Luego, sereno, con verdadera compasión.) ¡Pobre Dowson! El alcohol y la tuberculosis acabaron con él. (Se estremece, y durante un segundo parece asustado y angustiado. Luego utiliza la ironía como autodefensa.) Quizás sería mejor cambiar de tema.
Tyrone (Embotado):
¡Vaya gustos que tienes para elegir escritores! ¡Esa dichosa biblioteca que tienes! (Señala la pequeña librería del fondo.) Voltaire, Rousseau, Schopenhauer, Nietzsche, Ibsen… ¡Ateos, locos, idiotas! ¿Y los poetas? Ese Dowson y ese Baudelaire… Swinburne, Oscar Wilde, Whitman, Poe… ¡Putañeros y degenerados! ¡Puaf! ¡Cuando pienso en las tres colecciones de Shakespeare que tengo ahí (señala con la cabeza a la librería grande) y que puedes leer…!
Edmund (Provocador):
Pues dicen que ése también empinaba el codo…
Tyrone:
¡Mienten! ¡Claro que le gustaría echar un trago de vez en cuando! Como a todo el mundo. Pero no bebía tanto como para que se le embotase el cerebro y ponerse a escribir porquerías y cosas macabras. No le compares con esos que tienes ahí. (Señala haría la librería pequeña.) ¡Ese asqueroso de Zola! ¡Y el drogadicto de Dante Gabriel Rossetti!… (Se estremece y parece preocupado.)
Edmund (Secamente y a la defensiva):
Mejor será que cambiemos de tema. (Pausa.) Además, no puedes acusarme de no haber leído a Shakespeare. ¿No te acuerdas de que una vez apostaste cinco dólares a que no me aprendía un papel en una semana, igual que tú hacías en los buenos tiempos? Pues me aprendí Macbeth al pie de la letra. Tú me dabas las entradas.
Tyrone (Con aprobación):
Es verdad. (Sonríe afectuosamente y suspira.) Aquello fue terrible, ver cómo asesinabas el texto. No hacía más que pensar que debía haberte pagado con tal de que no me lo recitaras. (Chasquea la lengua y Edmund le hace un gesto. De repente se sobresalta al oír un ruido en el piso superior. Con temor.) ¿Has oído? Está por ahí. Yo creía que se habría ido a la cama.
Edmund:
¡Olvídalo! ¿Qué te parece otro trago? (Extiende la mano y coge la botella, se sirve una copa y se la pasa a su padre. Mientras, Tyrone se sirve, simulando despreocupación.) ¿Cuándo subió mamá a acostarse?
Tyrone:
Nada más irte tú. No quiso cenar. ¿Por qué saliste huyendo?
Edmund:
Por nada. (Bruscamente levanta su vaso.) Bueno, a tu salud.
Tyrone (Mecánicamente):
A la tuya, muchacho. (Beben. Tyrone escucha atentamente los ruidos procedentes del piso de arriba. Con temor.) ¡No hace más que moverse! ¡Espero que no se le ocurra bajar!
Edmund (Pensativo):
¡Ojalá no! Ya sólo será un espectro perdido en su propio pasado… (Hace una pausa, angustiado.) …Antes de que yo naciera…
Tyrone:
Pero ¿no ves que a mí me hace lo mismo? Parece que la única época feliz que haya conocido fuera en casa de su padre. O rezando o tocando el piano en su colegio. Desde luego, antes de conocerme a mí. (Su amargura, se mezcla con los celos y el resentimiento.) Ya te he dicho que no hay que fiarse de sus recuerdos. Su casa tan maravillosa era de lo más corriente. Su padre no era el gran caballero irlandés, noble y generoso, que ella dice. Era una persona agradable y un buen conversador. A mí me gustaba y yo le gustaba a él. Vivía bien gracias a su negocio de ultramarinos. Pero tenía sus debilidades. Ella se mete conmigo porque bebo, pero olvida que él también lo hacía. Cierto que no probó una gota hasta que tuvo cuarenta años, pero a partir de entonces bien se desquitó. Se convirtió en un asiduo bebedor de champán. Lo peor. Pero eso era parte de su «posse». Sólo bebía champán. Bueno, pues bien pronto acabó con él. El champán y la tuberculosis… (Se detiene sintiéndose culpable ante su hijo.)
Edmund (Mordaz):
No hay forma de evitar los temas desagradables ¿verdad?
Tyrone (Suspira resignado):
No. (Intenta mostrarse campechano.) ¿Qué tal si echamos un par de manitas a las cartas, muchacho?
Edmund:
Bueno.
Tyrone (Barajando sin mucha soltura):
No podemos cerrar el quiosco hasta que llegue Jamie. El último tranvía… Pero espero que lo pierda… Además, no quiero subir hasta que ella se duerma.
Edmund:
Ni yo tampoco.
Tyrone (Continúa barajando distraídamente):
Como te iba diciendo, no puedes tomar lo que dice al pie de la letra. Como eso del piano y de ser concertista. Se lo metieron las monjas en la cabeza. Era su favorita porque era muy religiosa. Esas santas mujeres son unas ingenuas, la verdad. No se dan cuenta de que entre todas las que, más o menos, tocan bien, ni una sola llega a dar conciertos. No es que tu madre tocara mal. Lo hacía bien para su edad, pero no por eso hay que dar por sentado que iba a…
Edmund (Cortante):
¿Por qué no repartes si vamos a jugar?
Tyrone:
¿Qué? Ah sí, ya voy… (Reparte sin pensar en lo que hace.) Y eso de que iba a meterse monja… Es lo peor de todo. Tu madre era una de las chicas más guapas que he visto. Y ella también lo sabía. A pesar de su timidez y de tanto sonrojarse, era una presumida y una coqueta, que Dios la bendiga. No estaba hecha para renunciar al mundo, sino llena de salud, de buen humor y de ganas de enamorarse.
Edmund:
¡Papá, por amor de Dios! ¡Haz el favor de coger tus cartas!
Tyrone (Las levanta, desanimado:)
A ver que tenemos aquí… (Ambos miran sus cartas sin prestarles atención. Se sobresaltan. Tyrone susurra.)
Tyrone:
¡Escucha!
Edmund:
¡Está bajando la escalera!
Tyrone (Apresuradamente):
Vamos a jugar. Haz como que no te has dado cuenta y volverá a subir.
Edmund (Mirando haría el salón. Aliviado):
No la veo. Debe haber vuelto a subir.
Tyrone:
¡Gracias a Dios!
Edmund:
La verdad es que habría sido terrible tener que verla tal y como debe estar ahora. (Con amargo dolor.) Lo peor es tener que aceptar que se aisle detrás de un muro. Es como si se ocultara dentro de una muralla de niebla para perderse tras ella. ¡Y deliberadamente, eso es lo malo! ¡Hay algo en ella que la impulsa a huir de nosotros, a librarse de nuestra presencia, a olvidar que existimos! ¡Es como si, a pesar de amarnos, también nos odiara!
Tyrone (Le reprocha dulcemente):
Vamos, vamos, muchacho… Ella no tiene la culpa. Es ese maldito veneno.
Edmund (Con amargura):
Sí, pero lo usa con ese fin… Por lo menos, esta vez ha sido con ese fin. (Bruscamente.) Me toca a mí, ¿no? (Echa una carta.)
Tyrone (jugando mecánicamente. Le reprocha con dulzura):
Tu enfermedad la ha hecho preocuparse demasiado, diga lo que diga. No seas tan duro con ella. Recuerda que no es responsable. Cuando ese maldito veneno se apodera de uno…
Edmund (Su rostro se endurece y se queda mirando a su padre acusadoramente):
¿Y por qué empezó a tomarlo? ¡Sé muy bien que ella no tiene la culpa! ¡Sé quién la tiene! ¡Tú! ¡Tu maldita tacañería! ¡Si te hubieras gastado el dinero en un buen médico cuando se puso tan enferma al nacer yo, no se habría enterado de que existe la morfina! Pero, claro, llamaste a un medicucho de hotel que, para que no te dieras cuenta de su ignorancia, ¡tiró por el camino de en medio sin importarle lo que sucedería después! ¡Pero, claro, sus honorarios no eran altos! Otra de tus gangas…
Tyrone (Dolido y enfadado):
¡Cállate! ¿Cómo te atreves a hablar de lo que no sabes? (Intenta controlarse.) Tienes que ponerte en mi lugar, muchacho. ¿Cómo iba a saber yo que se trataba de esa clase de médico? Tenía buena fama y…
Edmund:
¡Entre los borrachos que vivían en el hotel, supongo!
Tyrone:
¡Mentira! Le pedí al propietario del hotel que me recomendase el mejor…
Edmund:
¡Sí, claro! Mientras le hablabas del asilo y de que te convendría uno que no cobrase mucho. ¡Conozco tus trucos! ¡Vaya si los conozco después de lo que he visto esta tarde!
Tyrone (Culpable y a la defensiva):
¿Qué ha pasado esta tarde?
Edmund:
Ya no tiene importancia. ¡Estamos hablando de mamá! Y te estoy diciendo, que a pesar de lo que digas, tu tacañería tuvo la culpa.
Tyrone:
¡Y yo te digo que es mentira! Cierra la boca ahora mismo o…
Edmund (Ignorándole):
¿Por qué no la enviaste a un sanatorio para que la tratasen cuando te diste cuenta de que era una adicta a la morfina, eh? Pues te lo voy a decir; porque eso habría significado gastarte más dinero. Me juego lo que quieras a que dijiste que el mejor remedio era la fuerza de voluntad. Y eso es lo que sigues creyendo en el fondo de tu corazón, a pesar de lo que han dicho los médicos, que son los que verdaderamente saben de qué va la cosa.
Tyrone:
¡Más mentiras! Ahora lo comprendo muy bien. Pero ¿qué podía haber hecho yo entonces? ¡Ni sabía lo que era la morfina! Pasaron muchos años hasta que me di cuenta de que algo iba mal. Creía que nunca iba a ponerse bien. ¿Que por qué no la envié a que la pusieran en tratamiento, dices? (Amargamente.) ¿Es que acaso no la he enviado ya? Me he gastado miles de dólares en hospitales. Una pérdida de dinero, porque ¿para qué le han servido? Siempre vuelve a empezar.
Edmund:
¡Porque tú nunca le has dado motivos para desear mantenerse alejada de ello! Ni siquiera le has dado un hogar, aparte de este caserón destartalado en un pueblo que odia y que te has negado a adecentar para hacerlo habitable. Pero, eso sí, ¡tú sigues comprando fincas y creyendo en esas historias que te cuenta cualquier golfo que dice tener una mina de oro, o de plata o de cualquier cosa que te suene a dinero rápido! ¡Tú que la has arrastrado de acá para allá, una noche aquí y otra allí, temporada tras temporada, sin que pudiera hablar con nadie, esperándote noche tras noche en hoteluchos sucios hasta que llegabas con una buena trompa después de que hubieran cerrado todos los bares! ¡Cono, no es de extrañar que no quisiera curarse! ¡Cuando lo pienso, odio hasta el aire que respiras!
Tyrone (Dolido):
¡Edmund! (Furioso.) ¿Cómo te atreves a hablar así a tu padre, insolente? ¡Después de todo lo que he hecho por ti!
Edmund:
¡Ya hablaremos después de lo que has hecho por mí!
Tyrone (De nuevo con aspecto culpable, le ignora):
¿Quieres dejar de repetir esas absurdas acusaciones que tu madre sólo hace cuando el veneno se ha apoderado de ella? Nunca la he arrastrado, como tu dices, en contra de su voluntad. Es natural que quisiera que ella viniera conmigo. La amaba. Y ella me acompañaba porque también me amaba y quería estar conmigo. Ésa es la única verdad, diga lo que diga cuando se encuentra fuera de sí. Además no tenía por qué haberse sentido sola. Siempre podría haber hablado con los miembros de mi compañía. Además tenía a sus hijos. Yo insistía en que lleváramos una niñera, a pesar del dinero que me costaba.
Edmund (Con amargura):
Ya. Tu único rasgo de generosidad. Pero la verdad es que tenías celos de nosotros porque nos prestaba mucha atención y querías que nos quitaran de en medio. ¡Otro error! Si me hubiera cuidado ella, se habría distraído y a lo mejor habría podido dejar de…
Tyrone (Dominado por el rencor):
Si quieres insistir en juzgar las cosas por lo que ella dice, reconocerás que si no hubieras nacido… (Se detiene avergonzado.)
Edmund (Repentinamente agotado y con aspecto lamentable):
Claro. Ya sé que eso es lo que ella cree, papá.
Tyrone (Intentando hacer las paces):
¡No, no lo cree! Te quiere todo lo que una madre puede querer a un hijo. Te lo he recordado porque me has puesto de tan mal humor con tu manía de sacar a relucir el pasado y diciendo que me odias…
Edmund (Resignado):
Lo siento, papá. No era mi intención. (De repente sonríe, bromeando, palpablemente borracho.) Me pasa como a mamá. No puedo evitar que me gustes a pesar de todo.
Tyrone (Le hace un gesto):
Yo podría decir lo mismo de ti. No eres como para estar orgulloso, pero, al fin y al cabo, eres mi hijo. (Los dos sonríen un poco borrachos, pero mostrándose verdadero afecto. Tyrone cambia de tema.) ¿Qué pasa con las cartas? ¿A quién le toca?
Edmund:
Creo que a mí. (Tyrone echa una carta. Edmund la recoge y vuelven a olvidarse del juego.)
Tyrone:
No debes permitir que las malas noticias que te han dado hoy te depriman. Los dos médicos me han asegurado que, si haces lo que te dicen en ese sitio donde vas a ir, dentro de seis meses o, como mucho, un año, estarás curado.
Edmund (El rostro de nuevo endurecido):
No me hagas reír. No te lo crees ni tú.
Tyrone (Con demasiada vehemencia):
¡Claro que me lo creo! ¿Por qué no iba a creerlo si Hardy y el especialista me han…?
Edmund:
Lo que crees es que me voy a morir.
Tyrone:
¡Eso no es cierto! ¡Estás loco!
Edmund (Todavía más amargamente):
Así que ¿para qué gastar dinero? Por eso me vas a mandar a un sanatorio de beneficencia.
Tyrone (Culpable y confuso):
¡Qué beneficencia ni qué ocho cuartos! Que yo sepa, vas a ir al Sanatorio de Hilltown, y los dos médicos han dicho que es el que más te conviene.
Edmund (Hundido):
El que más te conviene a ti. Prácticamente no te va a costar nada. O casi nada. ¡No me mientas, papá! Tú sabes muy bien que el Sanatorio de Hilltown es una institución de caridad. Jamie sospechaba que ibas a irle a Hardy con el cuento del asilo y le sacó la verdad.
Tyrone (Furioso):
¡Ese borracho! Se ha dedicado a hablarte mal de mí desde que eras así de pequeño.
Edmund:
¡Así que es verdad!
Tyrone:
No es como tú crees. ¿Qué hay de malo en que sea una institución pública? El estado tiene los medios necesarios para hacer sanatorios mucho mejores que cualquier institución privada. ¿Por qué no iba a aprovecharme de ello? Estoy en mi derecho. Y tú en el tuyo. Somos residentes en este estado ¿no? Como terrateniente, pago mis buenos impuestos y ayudo a su mantenimiento.
Edmund (Con amarga ironía):
Tus propiedades valen medio millón de dólares…
Tyrone:
¡Mentira! Todo está hipotecado.
Edmund:
Pues tanto Hardy como el especialista sabían bien lo que valen. Me gustaría saber lo que pensarán de ti después de haberte visto allí, lamentándote de que vas a acabar en el asilo, insinuando que lo que querías es que me llevasen a una institución de caridad.
Tyrone:
¡Falso! Lo único que les dije fue que no puedo permitirme enviarte a un sanatorio para millonarios porque no tengo dinero. ¡Ésa es la verdad!
Edmund:
Por eso te fuiste luego a ver a McGuire para que te estafase con otra finca. (Tyrone empieza a negarlo.) ¡No me mientas! Nos lo encontramos en el bar del hotel después de que estuvo contigo. Jamie empezó a tomarle el pelo con que te timaba y bien que se reía McGuire.
Tyrone (Débilmente, miente):
Si dijo que… es un embustero…
Edmund:
¡No mientas! (Con intensidad.) ¡Por Dios, papá, que desde que me embarqué y me vi solo y comprendí lo que es trabajar como una mula por un jornal indecente, y estar sin blanca y morirte de hambre y tener que dormir en el banco de un parque porque no tienes a dónde ir, he estado intentando respetarte porque me di cuenta de lo que habías pasado de niño! He intentado pasar muchas cosas por alto. ¡Dios, en esta casa, o pasas las cosas por alto o te vuelves loco! He intentado justificarme ante mí mismo las guarradas que os he hecho. He intentado comprender por qué mamá dice que, cuando hay dinero por medio, no puedes evitar comportarte como lo haces. ¡Pero, por Dios, que esto es demasiado! Me dan ganas de vomitar. No por la forma asquerosa en que me estás tratando. ¡Me importa un carajo! Yo te he tratado igual más de una vez. ¡Pero que, a costa de la tuberculosis de tu hijo, toda la ciudad se entere de que eres un viejo roñoso y no te importe!… ¿Es que no te das cuenta de que Hardy va a ir contándolo por ahí y se va a enterar todo el mundo? Papá, coño, ¿es que no te queda orgullo ni amor propio? (Dominado por la ira.) ¡Pero no creas que te voy a dejar salirte con la tuya! ¡No pienso ir a ese sanatorio estatal para que te ahorres unos cuantos dólares y luego los inviertas en más tierras de mierda! ¡Asqueroso tacaño! (Se atraganta, la voz le tiembla de rabia y luego sufre un ataque de tos.)
Tyrone (Hundido en la silla al verse atacado. Tartamudea con más arrepentimiento que ira):
¡Tranquilízate! ¡No digas esas cosas! ¡Estás borracho! No te lo tendré en cuenta. Vamos, muchacho, no tosas. ¡Hay que ver cómo te has puesto por nada! ¿Quién ha dicho que tengas que ir a Hilltown? Puedes ir donde te apetezca. Me importa un rábano lo que cueste. Lo único que me importa es que te pongas bien. Y no me llames roñoso sólo porque no quiera que los médicos me desplumen creyendo que soy millonario. (Edmund ha dejado de toser. Parece enfermo y debilitado. Su padre le mira asustado.) Pareces encontrarte débil, muchacho. Más vale que tomes algo.
Edmund (Toma la botella y llena su vaso. Débilmente):
Gracias. (Vacía el vaso de un trago.)
Tyrone (Se llena el vaso y acaba la botella. Bebe. Inclina la cabeza y mira torpemente las cartas que hay sobre la mesa. Indiferente):
¿A quién le toca? (Continúa en el mismo tono, sin mostrar resentimiento.) ¡Que soy un viejo roñoso! Bueno, quizás tengas razón. A lo mejor no puedo evitarlo a pesar de que, desde que tuve algo, me he pasado la vida tirando el dinero en los bares para invitar a la gente o prestándoselo a unos gorrones que sabía muy bien no me lo iban a devolver. (Con el labio caído hace un gesto de desprecio.) ¡Claro, que eso era cuando yo estaba lleno de whisky en un bar! No me pasa lo mismo cuando estoy sereno y en mi casa. En mi casa fue donde aprendí el valor de un dólar y cogí miedo a ir al asilo. Desde entonces he tenido una suerte increíble. Aunque siempre he estado temiendo que las cosas cambiasen y me quedara sin nada. Pero, cuanto más tierras tienes, más seguro te sientes. A lo mejor no es lógico, pero así es. Si quiebra un banco, te quedas sin dinero, pero la tierra siempre está bajo tus pies. (Repentinamente adopta un aire de superioridad.) ¿Dices que has comprendido lo que yo pasé de pequeño, eh? ¡Una mierda! ¿Cómo ibas a darte cuenta? Tú has tenido todo, niñeras, colegios, universidad… aunque ahí duraste poco. Has tenido ropa, comida… Bueno, ya sé que pasaste una mala temporada teniendo que mancharte las manos para ganarte la vida, lejos de casa y sin blanca en un país extraño. Y te respeto por ello. Pero para ti sólo era una experiencia romántica. Un juego.
Edmund (Sarcástico):
Sí, sobre todo cuando intenté suicidarme en el bar de Jimmie el Cura.
Tyrone:
Estabas loco. Ningún hijo mío podría… Estabas borracho.
Edmund:
Estaba perfectamente sereno. Ése es el problema. Que pensé demasiado.
Tyrone (Con brusquedad agudizada por el alcohol):
¡No empieces a decir otra vez esas cosas macabras y ateas! No pienso escucharte. Lo que quería es dejarte bien claro que… (Con desprecio.) ¡Tú qué vas a saber lo que cuesta ganar un dólar! Cuando yo tenía diez años, mi padre abandonó a mi madre y se marchó a morir a Irlanda. Lo que le sucedió pronto, bien que se lo merecía, y espero que se esté asando en el infierno. Confundió con azúcar el veneno para las ratas. O con harina o no sé qué… La gente decía que no fue por error, pero es mentira. En mi familia nadie…
Edmund:
Pues yo no diría que fue por error.
Tyrone:
¡Y dale con ponerse macabro! Eso te lo habrá metido tu hermano en la cabeza. Siempre tiene que creer lo peor. Pero no importa. Mi madre se quedó sola, una extranjera en tierra extraña, con cuatro niños pequeños: yo, una hermana un poco mayor y dos más pequeños. Mis dos hermanos mayores se habían marchado a otro sitio. No podían hacer nada para ayudarnos. Ya tenían bastante con intentar sobrevivir. Nuestra pobreza no tenía un carajo de romántica. Nos echaron dos veces de aquella casucha que llamábamos nuestro hogar y tiraron a la calle las pocas cosas que tenía mi madre, mientras mis hermanas y mi madre lloraban. Yo también lloraba, aunque intentaba no hacerlo porque era el hombre de la familia. ¡A los diez años! Se acabó la escuela. Me puse a trabajar doce horas al día en un taller de cerrajería para aprender a hacer limas. Un establo asqueroso era aquel sitio. La lluvia entraba por el tejado, en verano te achicharrabas y en invierno no había estufa, así que, con el frío, no se sentían las manos. La poca luz que había entraba por dos ventanucos tan sucios que, cuando estaba nublado, casi tenía que doblarme en dos para poder ver las malditas limas. ¡Y tú vienes a hablarme de trabajar! ¿Cuánto dirás que me pagaban? Cincuenta centavos por semana. ¡Es cierto! ¡Cincuenta centavos por semana! Mi pobre madre se pasaba el día lavando y fregando en las casas de los yanquis, mi hermana mayor era costurera y las dos pequeñas llevaban la casa. Nunca íbamos suficientemente abrigados ni comíamos lo necesario. Recuerdo que una vez, sería el día de Acción de Gracias o en Navidad, uno de aquellos yanquis le dio a mi madre una propina de un dólar y se lo gastó todo en comida para nosotros. No olvidaré que mientras nos abrazaba y nos besaba decía con el rostro anegado en lágrimas «¡Loado sea Dios porque ha permitido que, por una vez, ninguno tengamos que quedarnos con hambre!». (Se seca los ojos.) Era una mujer valiente, dulce y admirable. ¡La más valiente y admirable de todas!
Edmund (Conmovido):
Sí, debió serlo.
Tyrone:
Su único temor era ponerse enferma y acabar su vida en un asilo. (Hace una pausa. Luego añade sarcástico.) Fue entonces cuando me convertí en un tacaño. Un dólar entonces valía mucho. Y cuando se recibe una lección así, es difícil olvidarla. Tienes que ir buscando gangas. Perdóname si es eso lo que he hecho con esto del sanatorio estatal. Los médicos me dijeron que era un buen sitio. Créeme, Edmund. Te juro que no pensaba obligarte a ir allí si no querías. (Vehemente.) ¡Escoge el que más te guste! ¡Sin importar lo que cueste! Siempre y cuando no sea demasiado para mi bolsillo, claro. (Al oír esta puntualización, los labios de Edmund hacen una mueca. Ya no muestra resentimiento. Su padre continúa en tono indiferente.) El especialista también me recomendó otro sanatorio. Uno de los mejores del país. Lo ha construido un grupo de millonarios para beneficio de los trabajadores de sus empresas. Tú tendrás derecho a ir como residente en este Estado. Como contribuyen con mucho dinero, no resulta demasiado caro. Sólo son siete dólares semanales, pero, de hecho, el tratamiento vale diez veces más. (Con premura.) Pero que quede claro que no quiero obligarte a nada. Sencillamente, estoy repitiéndote lo que me han dicho.
Edmund (Ocultando una sonrisa, como de pasada):
Ya lo sé. Me parece bien. Allí iré. Arreglado. (Repentinamente vuelve aparecer desasosegado. Con resignación.) Además, ya me importa un bledo. ¡Olvidémoslo! (Cambiando de tema.) ¿Y nuestra partida? ¿Quién juega?
Tyrone (Mecánicamente):
No sé. Creo que yo. No, tú. (Edmund tira una carta. Su padre la coge. Cuando va a tirar vuelve a olvidarse del juego.) Sí, es posible que la vida haya sido demasiado dura conmigo para enseñarme lo que vale un dólar. Porque, como consecuencia, arruiné mi carrera de actor. (Tristemente.) Nunca he querido admitirlo, muchacho, pero esta noche me siento tan hundido que ya nada me importa, así que para qué seguir fingiendo. Aquella maldita obra cuyos derechos compré por casi nada y que luego fue éxito tan grande —y de taquilla también— acabó con mi carrera al proporcionarme una fortuna de una forma tan sencilla. No quería hacer ninguna otra obra, así que cuando quise darme cuenta, el papel me había tiranizado. Entonces intenté hacer otras, pero era demasiado tarde. Me habían identificado con el papel y el público no me quería ver en ningún otro. No les faltaba razón. Después de tantos años repitiéndolo, sin molestarme en aprender otro, sin trabajar en serio, perdí el talento que tenía al principio. ¡Cada temporada me caían entre treinta y cinco y cuarenta mil dólares con sólo poner la mano! Era una tentación demasiado grande. Pero antes de comprar los derechos de esa obra yo era considerado una de las mayores promesas del teatro americano. Claro que había trabajado como un burro. Dejé mi empleo en el taller y empecé a hacer papelitos sin importancia sólo porque me encantaba el teatro. Estaba lleno de ambición. Leía todas las obras que se escribían. Estudié a Shakespeare como si fuera la Biblia. A base de estudio, conseguí perder aquel acento irlandés tan fuerte que tenía. Me encantaba Shakespeare. Habría participado en cualquiera de sus obras sólo por el placer de sentirme inmerso en su poesía. Y lo hacía bien. Me inspiraba. De no haberlo dejado, me habría convertido en un gran actor clásico. Seguro. Una noche, cuando en 1874 Edwin Booth vino a Chicago para hacer el papel de Bruto con la compañía en la que yo estaba, yo hice Casio. Y a la noche siguiente él hizo Casio y yo Bruto. Luego hice Otelo, cuando él hizo Yago… La primera noche que yo hice Otelo, Booth le dijo a nuestro representante «Ese joven hace Otelo mejor que yo». (Con orgullo.) ¡Lo decía Booth, el mejor actor de todos los tiempos! ¡Y era verdad! Yo sólo tenía veintisiete años. Cuando lo pienso ahora, me doy cuenta de que aquella noche fue el punto culminante de mi carrera. ¡Había logrado lo que quería! Durante unos años continué ascendiendo, lleno de ambición. Me casé con tu madre. Pregúntale cómo era yo en aquella época. Su amor fue un incentivo más para continuar luchando. Pero unos años después mi buena mala suerte me hizo tropezar con lo que se convertiría en mi fortuna. Al principio sólo pensé que se trataba de un estupendo papel romántico que me vendría como anillo al dedo. Pero, desde el principio, fue tal éxito de taquilla que… Ahora era la vida quien me ganaba la partida. ¡Treinta y cinco o cuarenta mil de beneficio neto por temporada! Una fortuna en aquella época… Incluso ahora. (Con amargura.) No sé qué coño querría comprar que mereciese el haber… Bueno, no importa. Ya es demasiado tarde para lamentarse. (Mira sus cartas distraído.) Me toca a mí, ¿no?
Edmund (Conmovido, mira comprensivo a su padre. Lentamente):
Me alegro de que me lo hayas contado, papá. Ahora te conozco mucho mejor.
Tyrone (Sonriendo vagamente):
Creo que habría sido mejor que no te hubiera contado nada. A lo mejor sólo he conseguido que todavía me desprecies más. No es la mejor manera de demostrarte el valor del dinero. (Como si esta frase hubiera dado lugar a su habitual asociarían de ideas, mira la lámpara con desaprobación.) Toda esta luz me hace daño a la vista. No te importa que la apague ¿verdad? No hacen falta tantas bombillas encendidas, así que para qué vamos a regalar dinero a la compañía eléctrica.
Edmund (Controlando las ganas de reírse. De buen humor):
Claro que no. Apágalas.
Tyrone (Se levanta pesadamente e inseguro se pone en pie. Sus pensamientos vuelven hacia el tema anterior):
No. No sé que era lo que esperaba conseguir. (Afloja una bombilla.) Te juro solemnemente, Edmund, que no me importaría no tener ni un acre de tierra a mi nombre, ni un penique en el Banco… (Afloja otra bombilla.) …Y que acabaría feliz mis días en un asilo si ahora pudiera decir que fui el gran actor que todos esperaban. (Afloja la tercera bombilla dejando sólo encendida la pantalla que hay sobre la mesa y vuelve a sentarse pesadamente. Edmund no puede contener una carcajada irónica. Tyrone se siente dolido.) ¿De qué coño te ríes?
Edmund:
De ti no, papá. De la vida. Es una locura.
Tyrone (Gruñe entre dientes):
¡Ya empezamos con tus cosas siniestras! No hay nada malo en la vida. Somos nosotros quienes… (Cita.) «El problema, querido Bruto, no está en las estrellas, sino en nosotros, sus esclavos.» (Hace una pausa. Tristemente). ¡Las alabanzas que Booth hizo de mi Otelo! Obligué al representante a que me escribiera sus palabras exactas. Las llevé durante muchos años en mi cartera. Solía leerlas de vez en cuando hasta que ya no pude soportar lo mal que me hacían sentir. ¿Dónde estarán ahora? Por aquí. Recuerdo que las guardé con mucho cuidado…
Edmund (Sarcástico):
A lo mejor están en un baúl del desván con el traje de novia de mamá. (Al ver que su padre le mira fijamente, añade rápidamente.) Bueno, ¿vamos a jugar de una vez o no? (Toma la carta que había echado su padre y empieza. Juegan durante unos momentos, como si jugasen mecánicamente al ajedrez, Tyrone se detiene a oír un ruido en el piso superior.)
Tyrone:
Todavía está por ahí. Sabe Dios cuando se acostará.
Edmund:
¡Caray, papá, déjala en paz! (Extiende la mano y se sirve un trago. Tyrone empieza a protestar, pero acaba por callarse. Edmund bebe. Deja el vaso sobre la mesa. Cambia de expresión. Cuando empieza a hablar, lo hace como si pretendiera escudarse deliberadamente en la embriaguez y la sensiblería.) Sí. Está sobre nosotros. Más allá de nosotros. Un espectro amenazando con un pasado, que nosotros intentamos olvidar mientras agudizamos los oídos en busca del más leve sonido y la niebla gotea desde el tejado como el compás de un viejo y delirante reloj… Como las lágrimas de una ramera tendida sobre una mesa anegada de cerveza en cualquier antro de mala muerte. (Ríe sentimental.) No está mal, ¿eh? Es mío, no de Baudelaire. ¡En serio! (Hablador por el alcohol.) Me has contado tus recuerdos más imborrables. ¿Quieres que te cuente los míos? Todos están relacionados con el mar. Escucha. Estaba enrolado en la tripulación del Squarehead, rumbo a Buenos Aires, había luna llena y soplaban los alisios. Aquel cascarón haría unos catorce nudos. Yo estaba tumbado en la cofa mirando hacia proa, mientras el agua se deshacía en espuma bajo mi cuerpo. Los mástiles, arbolados de velas blancas que resplandecían bajo la luz de la luna, se elevaban sobre mí. Me emborraché con su belleza y su melodioso ritmo y, por un instante, me sentí perdido…, se me escapaba la vida. ¡Me encontraba libre! ¡Me disolví en el mar, pasé a formar parte de las blancas velas y de la espuma ondulante, me convertí en luz de luna, en barco, en cielo estrellado! Carecía de pasado y de futuro. Era parte integrante de aquella paz, de aquella unidad… Y, rebosante de salvaje alegría, me sentía más allá de mi propia vida, de la vida en la tierra, ¡me encontraba en la Vida!… Era parte del propio Dios, si quieres. Otra vez sucedió cuando trabajaba en la American Line. Estaba en la cofa, haciendo la guardia del amanecer. Esta vez el mar se encontraba en calma. Sólo se percibía un suave balanceo. Los pasajeros dormían y no había nadie de la tripulación a la vista. Las chimeneas despedían un humo negro. Dejé de prestar atención a la guardia y empecé a soñar, perdido en mi soledad, libre y distante, mientras observaba cómo la aurora ascendía sobre el mar y el cielo, que dormían enlazados, cubriéndolos como un sueño de color. Entonces llegó el instante de éxtasis y libertad. ¡Era la paz, el final de la búsqueda, el último puerto, la alegría de ver superadas las mezquinas ambiciones, los tristes deseos y los dolorosos sueños humanos! Luego, ha vuelto a sucederme otras veces: nadando en una playa solitaria, lejos de la orilla, tumbado sobre la arena… he vuelto a tener la misma sensación. Yo constituía parte del sol, de la arena cálida, flotaba como un alga mecida entre las rocas… Los éxtasis de los santos han debido ser algo así. Como si una mano invisible levantara el velo que cubre las cosas. Las ves durante un segundo y, una vez descubierto su secreto, pasas a formar parte de ese mismo secreto. ¡Todo tiene sentido durante un segundo! Luego vuelve a descender el velo y te quedas solo, de nuevo perdido entre la niebla, errante, sin rumbo… (Hace una mueca.) ¡Qué gran error haber nacido hombre cuando podría haber sido una gaviota o un pez! ¡Siempre seré un extraño sin hogar, sin esperanza y sin amor, siempre un vagabundo, un poco enamorado de la muerte!
Tyrone (Le mira impresionado):
Desde luego, tienes madera de poeta. (Protesta desasosegado.) ¡Pero eso de que no tienes hogar y de que amas la muerte no son más que tus habituales estupideces macabras!
Edmund (Con sorna):
¡Madera de poeta! No. Me temo que más bien soy como esos tipos que fuman sin tragarse el humo. Sería incapaz de escribir lo que acabo de contarte. Me ha salido a trompicones, tartamudeando. Y eso es lo único, lo que seguiré haciendo, balbucear. Si sigo vivo, claro… Bueno, por lo menos, será poesía realista. Nosotros, los hijos de la niebla, sólo sabemos balbucear. (Pausa. Ambos se sobresaltan al escuchar un ruido en el exterior, como si alguien hubiera tropezado en los escalones y hubiera caído en el suelo. Edmund hace un gesto.) Vaya, el hermano ausente. Debe haberla cogido buena.
Tyrone (Endureciendo el gesto):
¡Ese borracho! ¡Mala suerte, ha cogido el último tranvía! (Se pone en pie.) Mételo en la cama, Edmund. Voy a salir al porche. Cuando está borracho tiene una lengua de víbora y no quiero perder los estribos.
(Sale por la puerta que da al porche lateral mientras la puerta principal se cierra de golpe detrás de Jamie. Edmund observa divertido a Jamie, que aparece haciendo eses. Entra Jamie. Está muy borracho y casi no puede tenerse en pie. Tiene la mirada vidriosa, la cara abotargada y la boca entreabierta con una sonrisa burlona. Se le traba la lengua.)
Jamie (Apoyado en el quicio de la puerta para no caerse. En alta voz):
¡Ah de la casa!
Edmund (Rápidamente):
¡No grites!
Jamie (La guiña un ojo):
¡Ah! ¡Hola, chico! (Con gran seriedad.) Estoy como una cuba.
Edmund (Secamente):
Gracias por contarme tu gran secreto.
Jamie (Burlón):
Es verdad. ¡Vaya una noticia!, ¿no? (Se inclina para sacudirse los pantalones.) He tenido un grave tropiezo. Los escalones han querido atacarme. Se han querido aprovechar de la niebla para tenderme una trampa. Deberíamos poner un faro en el jardín. Tampoco es que aquí haya mucha luz. (De mal humor.) Pero, bueno, ¿es que estamos en la funeraria? Vamos a encender un poquito la luz. (Se acerca a la mesa recitando a Kipling.)
¡Vado del río Kabul,
vado del río Kabul en la noche!
Sigue las estacas que guían tus pasos
para cruzar el vado del río Kabul en la noche.
(Dificultosamente consigue encender las tres bombillas de la lámpara.)
Jamie:
Así está mejor. ¡Que el viejo Gaspar se vaya al carajo! ¿Dónde está ese viejo tacaño?
Edmund:
En el porche.
Jamie:
¡No querrá que vivamos en las tinieblas del infierno! (Se fija en la botella llena de whisky.) ¡Vaya! ¿Es que tengo delirium tremens? (Se inclina torpemente y la coge.) Pues no. Es de verdad. ¿Qué le pasa al viejo esta noche? Debe estar medio lelo para dejarse esto aquí. No dejes escapar la ocasión. Ésa es la clave de mi éxito. (Se sirve una buena cantidad.)
Edmund:
Tal como estás, te vas a caer redondo.
Jamie:
Habló la voz de la experiencia. Corta el rollo, chico. Todavía estás en pañales. (Se sienta en una silla mientras sostiene el vaso con cuidado.)
Edmund:
Bueno, por mí, puedes seguir… Como si acabas K. O.
Jamie:
Eso es lo malo. No puedo. Llevo dentro suficiente alcohol como para dormirla durante unos cuantos días, pero no me hace efecto. Bueno, quién sabe. (Bebe.)
Edmund:
Pásame la botella. Yo también necesito un trago.
Jamie (Con repentina preocupación fraternal, sujetando la botella):
Ni hablar. Delante de mí no. Acuérdate de lo que te ha dicho el médico. A lo mejor, a nadie le importa que te mueras, pero a mí sí. Mi hermanito. Con lo que yo te quiero, chico. Lo demás me da igual. Sólo me quedas tú. (Acerca la botella haría sí.) Nada de alcohol. Tendrás que pasar sobre mi cadáver.
(Se percibe una verdadera sinceridad bajo la actitud sentimental que le provoca el alcohol.)
Edmund (Irritable):
Corta el rollo.
Jamie (Se siente dolido y se le endurece el rostro):
¿Con que no te importa lo que te diga, eh? Sólo son tonterías de borracho. (Le pasa la botella.) Bueno, si quieres matarte, por mí…
Edmund (Se da cuenta de que le ha molestado. Afectuoso):
Claro que sé que te preocupas por mí, Jamie. Voy a dejar de beber. Pero mañana. Hoy han pasado demasiadas cosas. (Se sirve un trago.) Salud.
Jamie (Por un instante parece estar sobrio. Le mira compasivo):
Ya lo sé, chico. ¡Vaya día que has tenido! (Cínico.) Seguro que el viejo Gaspar te ha dejado beber. ¿No te ha regalado una caja de whisky para que te la lleves a ese sanatorio para deshauciados que te ha buscado? Cuanto antes la palmes, menos le cuesta. (Con odio y desprecio.) ¡Tenemos un padre que es un canalla! Hay que verlo para creerlo.
Edmund (A la defensiva):
Bueno, papá no es tan malo si te pones a pensarlo… ¡Y métete tus gracias donde te quepan!
Jamie (Cínico):
¿Te ha hecho el numerito de las lágrimas, eh? Pues te ha tomado el pelo. Pero a mí no me engaña. Ya no. (Lentamente.) Aunque hay una cosa que a veces me da pena. Pero se lo merece. Sólo él tiene la culpa. (Apresuradamente.) ¡A hacer puñetas! (Coge la botella y se sirve otra copa, dando la impresión de estar otra vez borracho.) Parece que la estoy cogiendo. Ésta me tumba. ¿Le has dicho al viejo Gaspar que le saqué a Hardy que ese sanatorio es una institución benéfica?
Edmund (Pesaroso):
Sí. Le he dicho que no pensaba ir. Pero ya está todo arreglado. Dice que podré ir donde se me antoje. (Sin resentimiento, añade sonriendo.) Dentro de un limite, claro.
Jamie (Imitando a su padre):
Claro, muchacho. Dentro de un límite. (Burlón.) O sea, a otro sitio igual de cochambroso. Si ya te digo que el papel que mejor le va es el de Gaspar, el viejo usurero de Las Campanas.
Edmund (Irritado):
¡Cállate, coño! Te he oído esa historia de Gaspar más de un millón de veces.
Jamie (Se encoge de hombros. Con voz pastosa):
Bueno, bueno, como quieras… Allá tú. Es tu vida. Y nunca mejor dicho.
Edmund (Cambia de tema):
¿Qué has estado haciendo en el pueblo? ¿Has estado en casa de Mamie Bums?
Jamie (Muy borracho, asiente con la cabeza):
Claro. ¿Dónde si no iba a encontrar la adecuada compañía femenina? Y amor. No te olvides del amor. ¿Que serían los hombres sin el amor de una mujer? Pájaros sin alas.
Edmund (Chasquea la lengua, dejándose llevar por el alcohol):
Estás como una cabra.
Jamie (Cita «El Burdel» de Oscar Wilde.)
Entonces, volviéndome hacia mi amada, dije: «Los muertos bailan con los muertos,
el polvo danza entre el polvo.»
Pero ella… ella oyó el violín
y, abandonándome, entró:
el amor entró en casa de la lujuria.
Entonces repentinamente la melodía se quebró
los bailarines cesaron en su vals…
Jamie (Se detiene, con la voz pastosa):
No es del todo apropiado. Si ha llegado el amor, yo no me he dado cuenta. A lo mejor se trata de un amor fantasma. (Pausa.) ¿A que no sabes a cuál de las vampiresas de Mamie elegí para que me bendijera con su amor? Pues a Violeta la Gorda.
Edmund (Ríe embriagado):
¡No me digas! ¡Vaya gusto! ¡Pero si pesa una tonelada! ¿Por qué? ¿Para reírte?
Jamie:
Nada de bromas. Iba muy en serio. Cuando llegué al antro de Mamie, sentía mucha pena de mí mismo y de todos los inútiles de este puñetero mundo. Me hacía falta echar una buena llorada en un pecho maternal. Ya sabes cómo se siente uno cuando la coges triste. Nada más abrirme la puerta, Mamie empezó a contarme sus penas. Que si las cosas le iban fatal y que si iba a tener que poner a Violeta la Gorda en la puta calle. No les gusta a los clientes. Lo único que sabe hacer es tocar el piano. Pero a Vi le ha dado ahora por emborracharse y ya ni siquiera toca, así que no gana ni para comer, y aunque sea una buena chica y a Mamie le da mucha pena porque no sabe cómo cono va a ganarse la vida, los negocios son los negocios y no puede dejar que su casa se convierta en un asilo para putas gordas. Bueno, pues me dio lástima de Violeta la Gorda y le solté dos pavos para que me permitiera el placer de acompañarla arriba. Sin malas intenciones, ojo. Una cosa es que me gusten gordas, pero no tanto. Sólo quería hablar un poco de las infinitas miserias de este mundo.
Edmund (Ríe entre dientes):
¡Pobre Vi! Seguro que empezaste a recitarle a Kipling, a Swinburne y a Dowson y le dedicaste eso de «Siempre, Cynara, te he sido fiel a mi manera…»
Jamie (Hace un gesto):
¡Claro! ¡Con la curda llorona que llevaba! Ella se lo tomó bien un rato. Pero luego se cabreó. Creía que yo estaba cachondeándome y empezó a chillarme. Que si ella valía más que un borracho que le daba por la poesía y tal. Y se puso a llorar. Así que no tuve más remedio que decirle que la quería porque las gordas son mi tipo y tuve que demostrárselo. Se quedó convencida y, cuando me fui, me dio un beso y me dijo que estaba loca por mí. Lloramos un poco más al despedirnos y todo quedó muy bien. Sólo que Mamie Burns debe creer que he perdido un tornillo.
Edmund (Cita burlón):
Las rameras y los condenados
disfrutan placeres que
los seres vulgares nunca comprenderán.
Jamie (Asiente con la cabeza. Se le traba la lengua al hablar):
¡Exactamente! Me lo he pasado de miedo. Deberías haber venido conmigo, chico. Mamie Burns me preguntó por ti. Siente que estés enfermo. De verdad. (Hace una pausa. Como si estuviese en un escenario.) ¡Esta noche he abierto los ojos hacia la gran, carrera que me aguarda! ¡Dejaré libres los escenarios para que sean ocupados por las focas malabaristas, o sea, la encarnación del más puro arte! ¡Utilizaré mi talento natural allí donde mejor se aprecie y lograré llegar a la cima del éxito! ¡Me convertiré en el amante de la mujer gorda del circo Barnum! (Edmund ríe. Jamie muestra un arrogante desdén.) ¡Uf! ¿Te imaginas aplastado por una gorda de esas en una casa de putas de pueblo? ¡Yo! ¡Que he tenido rendidas a mis pies a las más hermosas mujeres de Broadway! (Cita a Kliping, «Sestina de Tramp Rojal»):
En general, he probado todo,
los felices caminos que dominan la tierra…
(Melancólico.) No sirve. Los caminos felices son una mierda. Los buenos son los difíciles. Y así estoy yo, en ningún sitio. Igual que todos, aunque esos mamones no quieran admitirlo.
Edmund (Burlón):
¡Como no cortes, acabas llorando…!
Jamie (Se sobresalta y se queda mirando a su hermano con hostilidad. Con voz pastosa):
¡No te pases! (Con brusquedad.) Tienes razón. ¡Al cuerno los lloros! Violeta la Gorda es una buena chica. Me alegro de haberme quedado con ella. Caridad cristiana. Le he curado su tristeza. Deberías haberte venido, chico. Para olvidar tus problemas. ¡Mira que volver a casa para pensar en lo que ya no tiene remedio! ¡Se acabó! Ya no hay solución… (Se detiene dando cabezadas, con los ojos medio cerrados. De repente levanta la mirada, se le endurece el rostro y cita burlón.)
Si me colgasen en la más alta colina,
madre querida, madre querida,
sé que tu amor me acompañaría…
Edmund (Violentamente):
¡Cállate!
Jamie (Cruel, con la voz impregnada de odio, pero en tono burlón):
¿Dónde está la loca? ¿Durmiendo?
(Edmund se estremece como si le hubieran abofeteado. Su rostro parece enfermo y dolorido. Lleno de rabia se pone en pie de un salto.)
Edmund:
¡Hijo de puta!
(Le da a su hermano un puñetazo en el rostro. Durante un segundo, Jamie parece que va a devolvérselo, pero de repente se da cuenta con asombro de lo que ha dicho y vuelve a sentarse desmadejado.)
Jamie (Apenado):
Gracias, chico. Me lo tenía merecido. No sé qué me ha pasado… El whisky. Ya sabes como soy.
Edmund (Calmado):
No dirías lo que has dicho a no ser que… ¡Joder, Jamie, aunque estés como una cuba no tienes ningún derecho! (Hace una pausa. Apenado.) Siento haberte atizado. Tú y yo no… (Se hunde en el sillón.)
Jamie (Secamente):
Vale. Me lo he merecido. Es que tengo una lengua… Me la debería cortar. (Oculta el rostro entre las manos. Con resignación.) Creo que todo es porque estoy muy jodido. Creía que mamá esta vez iba a… Creía que ya lo había dejado. Ella dice que siempre tengo que pensar lo peor, pero esta vez no era así. Todo lo contrario. (Le tiembla la voz) Será que no la puedo perdonar… todavía. Significaba mucho para mí. Me decía a mí mismo «Si ella lo puede dejar, yo también podré». (Empieza a sollozar y lo peor es que su llanto parece sincero, no lágrimas de borracho.)
Edmund (A punto de llorar también):
¿Es que crees que no sé cómo te sientes, Jamie? ¡Cállate!
Jamie (Intentando controlarse):
Yo sabía lo de mamá desde mucho antes que tú. Nunca olvidaré el día en que me di cuenta. La pesqué con la jeringuilla en la mano. Hasta entonces creía que solamente se pinchaban las putas. (Hace una pausa.) Y luego lo de tu tuberculosis. Me ha hecho polvo. Tú eres mucho más que un hermano para mí. Eres el único amigo que tengo. Te quiero tanto que haría cualquier cosa por ti.
Edmund (Se inclina y le da unos golpecitos de consuelo en el hombro):
Ya lo sé, Jamie.
Jamie (Ha dejado de llorar y deja caer las manos del rostro. Con una extraña amargura):
Pero con todo lo que habrás oído decir a mamá y al viejo Gaspar de mi mala leche, no me extrañaría que pensases que, como papá ya está viejo y no puede durar mucho y tú te vas a morir y mamá y yo heredaríamos todo, yo estoy esperando que…
Edmund (Indignado):
¡Cállate, imbécil! ¿Cómo se te ha metido en la cabeza que…? (Se queda mirando a su hermano acusadoramente.) ¡Eso es lo que quiero saber! ¿Cómo se te ha metido eso en la cabeza?
Jamie (Confuso, parece estar otra vez borracho):
¡No seas imbécil! Pues eso. Como siempre pienso lo peor… (Parece resentido.) ¿Pero es que vas a acusarme a mí? ¡No te pases de listo! Sé de la vida mucho más que tú. No creas que porque hayas leído tantos libros vas a engañarme. ¡No eres más que un niño grande! ¡El nene de mamá y de papá! ¡La gran esperanza de la familia! ¡Vaya humos que te has estado dando estos días! ¿Y a cuento de qué? ¡Por un par de poemas y por trabajar en un periodicucho de pueblo! ¡Era mucho mejor lo que yo escribía en la revista de la Universidad! ¡Despierta, que no eres nadie! No te dejes engañar por lo que estos paletos digan sobre tu futuro. (Repentinamente cambia de tono y parece contrito. Edmund ha vuelto el rostro intentando ignorar la andanada.) Caramba, chico, perdona. No me hagas caso. Ya sabes que no lo siento así. Estoy muy orgulloso de lo que escribes. (Insistentemente.) ¿Cómo no iba a estar orgulloso? Joder, aunque sólo fuera por egoísmo. Me echas buena fama. Además, yo he sido quien te ha criado. ¿Quién te ha enseñado todo lo que hay que saber de las mujeres para no acabar metiendo la pata y en un buen lío? ¿Y quién fue el primero que te dijo que leyeras poesía? ¿Quién te recomendó a Swinburne? ¡Yo! Y, como yo quería ser escritor, pues te metí en la cabeza que tú ibas a ser escritor. ¡Cono, claro que eres más que un hermano para mí! ¡Si te he hecho yo! ¡Eres mi Frankestein!
(Ahora parece arrogantemente divertido. Edmund está disfrutando con ello.)
Edmund:
Vale. Soy tu Frankestein. Celebrémoslo. (Ríe.) ¡Estás como una cabra!
Jamie (Con voz pastosa):
Yo me voy a tomar una copa, pero tú ni hablar. Tengo que cuidarte. (Se inclina haría adelante y afectuosamente toma la mano de su hermano.) No te preocupes del asunto del sanatorio. ¡Joder, si podrás salir enseguida! En seis meses estarás en la calle. Y, a lo mejor, ni siquiera tienes tuberculosis. Los médicos son una panda de farsantes. A mí me dijeron hace unos años que si no dejaba de beber la iba a palmar y aquí me tienes. Son unos criminales. Con tal de llevarse la pasta… Estoy convencido de que en eso del sanatorio estatal hay algún chanchullo político. Seguro que los médicos se llevan una pasta por cada paciente que mandan allí.
Edmund (Divertido, a su pesar):
¡Eres el colmo! ¡El Día del Juicio Final andarás por ahí diciendo que todo estaba amañado!
Jamie:
Pues no iba a dejar de tener razón. Si untas al Juez, te absuelven, pero si no tienes pasta, a la puta mierda. (Hace una mueca después de decir esta blasfemia y Edmund no puede contener la risa. Jamie continúa.) «Por lo tanto, llénate bien la bolsa». Es lo mejor que puedes hacer. (Burlón.) ¡La clave del éxito! ¡Mírame a mí! (Suelta la mano de Edmund para servirse un trago y se lo bebe. Mira a su hermano con verdadero afecto, vuelve a cogerle la mano y reanuda el diálogo con voz pastosa, pero llena de convincente sinceridad.) Mira, chico, te vas a marchar y a lo mejor no tenemos ocasión de hablar. O a lo mejor luego no estoy tan borracho como para decírtelo. Así que tiene que ser ahora. Es algo que tenía que haberte dicho hace ya tiempo… Por tu bien. (Se detiene luchando consigo mismo. Edmund le mira fijamente, impresionado e intranquilo. Jamie rompe a hablar.) No son chorradas de borracho. «In vino veritas», dicen. Yo que tú me lo tomaría en serio. Tengo que prevenirte contra… mí. Mamá y papá tienen razón. Soy un mal ejemplo. Y lo peor es que lo hago a propósito.
Edmund (Incómodo):
¡Cállate, no quiero oírte decir que…!
Jamie:
¡Cállate, chico! ¡Deliberadamente he hecho todo lo que he podido para que fueras un inútil! Por lo menos, han sido una de cal y otra de arena. Hay algo en mí que odia la vida. Quería ser tu maestro, que aprendieses de mis errores. Por lo menos eso creía yo a veces. Pero no es así. Hacía que mis errores no parecieran tan graves. Hacía que pareciera romántico emborracharse. Hacía que las putas parecieran fascinantes vampiresas en vez de pobres mujerzuelas enfermas y estúpidas, que es lo que son. Me burlaba del trabajo. No quería que las cosas te fueran bien porque entonces yo todavía parecería peor a tu lado. Quería que fueras un fracasado. Siempre te he tenido envidia. ¡El niñito de mamá, el preferido de papá! (Mira a Edmund con creciente animadversión.) Además, mamá empezó a drogarse cuando naciste tú. Ya sé que no tienes la culpa, pero es igual, ¡vete a hacer puñetas, te odio…!
Edmund (Casi asustado):
¡Jamie! ¡Cállate! ¡Estás loco!
Jamie:
Pero no creas. Te quiero mucho más de lo que te odio. El haberte dicho esto es buena prueba de ello. Porque a lo mejor acabas odiándome y eres lo único que tengo. Pero no quería soltarte todo esto, no quería haber ido tan lejos. No sé que me ha pasado. Lo que quería decirte es que espero que todo te salga bien. Pero con cuidado, porque voy a intentar que fracases. No puedo evitarlo. Me odio a mí mismo. Tengo que vengarme. De todos. Especialmente de ti. Oscar Wilde en La Prisión de Reading no sabía lo que decía. Aquel tipo ya estaba muerto y tenía, por tanto, que dar muerte a lo que más amaba. Como debe ser. Por eso, lo que ha muerto en mí desea que no te pongas bien. ¡Incluso a lo mejor me alegro de que mamá haya vuelto a recaer! ¡Necesito compañía para no ser el único cadáver de la casa! (Suelta una risita angustiosa.)
Edmund:
¡Jamie, joder, estás volviéndome loco!
Jamie:
Si te paras a pensar, verás que tengo razón. Piénsalo cuando estés en el sanatorio. Hazte a la idea de que tienes que olvidarme, que no existo, que me he muerto. Dile a la gente «Yo tenía un hermano, pero murió». Y cuando vuelvas, búscame. Te recibiré con los brazos abiertos y, en cuanto te descuides, ¡zas!, puñalada por la espalda.
Edmund:
¡Cállate. No pienso seguir escuchándote!
Jamie (Como si no le hubiera oído):
Pero no me olvides. Recuerda que te lo he advertido… por tu bien. Créeme. No hay mayor amor que el de quien salva a su propio hermano de sí mismo. (Muy ebrio, dando cabezadas.) Ya está. Me siento mucho mejor ahora. Me he confesado. Pero tú me absolverás. ¿No, chico? Eres un tipo estupendo. Claro que lo eres. Como que te he hecho yo. Tienes que ponerte bien. No te irás a morir, ¿eh? Eres lo único que me queda. Que Dios te bendiga, chico. (Los ojos se le cierran. En un susurro.) La última copa me ha dejado K. O.
(Aunque parece estar completamente dormido, no es así. Edmund angustiado oculta el rostro entre las manos. Tyrone entra desde el porche por la puerta corredera sin hacer ruido, con el batín húmedo a causa de la niebla y el cuello levantado para protegerse la garganta. Hay en su rostro una expresión mezcla de disgusto y lástima. Edmund no advierte que ha entrado.)
Tyrone (En voz baja):
Gracias a Dios que se ha dormido. (Edmund levanta la mirada sobresaltado.) Creía que nunca iba a dejar de hablar. (Se baja el cuello de la bata.) Más vale que le dejemos dormirla. (Edmund permanece silencioso. Tyrone le observa y luego continúa.) He oído lo último que ha dicho. Ya te lo había advertido. Espero que, ahora que lo has oído de sus propios labios, te des por enterado. (Edmund parece no haberle oído. Tyrone, conmiseratívo, añade.) Tampoco vayas a tomártelo muy a pecho, muchacho. Le encanta hacerse el malo cuando está borracho. Te aprecia. Es lo único que le queda de bueno. (Inclina la cabeza para mirar a Jamie con amarga tristeza.) ¡Vaya espectáculo que he tenido que presenciar! ¡Mi primogénito, quien yo esperaba llevara mi nombre con honor y dignidad, quien tenía un futuro tan brillante!
Edmund (Apenado):
¿Quieres callarte, papá?
Tyrone (Se sirve un trago):
¡Un inútil! ¡Un alcohólico que no sirve para nada!
(Bebe. Jamie, inquieto al notar la presencia de su padre, intenta salir de su torpor. Abre los ojos e intenta mirar a su padre. Tyrone da un paso hacia atrás a la defensiva, mientras se le endurece el rostro.)
Jamie (Le señala con el dedo y recita con énfasis dramático):
Ha llegado Clarence, el falso, huidizo y perjuro Clarence, que me apuñaló en los campos de Tewksbury. Apoderaos de él, Furias, y llevadlo al tormento. (Resentido.) ¿Qué coño miras? (Con sorna cita a Rosseti.)
Mira mi rostro. Me llamo Podría-haber-sido.
También me llamo No-más, Demasiado Tarde, Adiós.
Tyrone:
Lo sé muy bien y sabe Dios que no quiero oírte.
Edmund:
¡Papá! ¡Déjalo!
Jamie (Burlón):
Se me ha ocurrido una gran idea, papá. ¿Por qué no repones Las Campanas esta temporada? Hay un papel que podrías hacer hasta sin maquillarte. El del viejo Gaspar, el usurero. (Tyrone se da la vuelta intentando controlarse.)
Edmund:
¡Cállate, Jamie!
Jamie (Burlón):
Afirmo que Edwin Booth no tuvo ocasión de dar una representación la mitad de buena que la que hace una foca amaestrada en un circo. Las focas son inteligentes y honradas. No se dedican a dar lecciones sobre Arte Dramático. Saben que son unas pobres desgraciadas y sólo quieren ganarse su sardina diaria.
Tyrone (Herido, se vuelve furioso):
¡Borracho!
Edmund:
¡Papá! ¿Es que quieres que, por vuestras peleas, baje mamá? ¡Duérmete, Jamie! ¡Ya has dicho suficientes burradas! (Tyrone se vuelve.)
Jamie (Con voz pastosa):
Bueno, chico. No quiero peleas. Tengo un sueño del carajo.
(Cierra los ojos dando cabezadas. Tyrone se acerca a la mesa y se sienta después de volver la silla para no ver a Jamie. Inmediatamente parece somnoliento.)
Tyrone (Fatigado):
¡Ojalá se acueste para que yo también pueda irme a la cama! ¡Estoy molido! Ya no me puedo quedar toda la noche en pie como hacía antes. Estoy viejo… viejo y acabado. (Da un enorme bostezo.) Se me cierran los ojos. Creo que voy a echar una cabezadita ¿Y tú, Edmund? A ver si mientras tanto…
(Se calla. Se le cierran los ojos, entreabre la boca y comienza a respirar pesadamente. Edmund se sienta en tensión. Se sobresalta al oír un ruido y dirige la mirada hada el salón. Luego se sienta a la espera, con los ojos muy abiertos y aferrado a los brazos del sillón. Repentinamente se encienden las luces del salón y un momento más tarde alguien empieza a tocar el piano al comienzo de uno de los valses más sencillos de Chopin, torpemente, como una colegiala que lo tocara por vez primera. Tyrone parece despertarse completamente con el temor dibujado en su rostro, mientras que Jamie se sobresalta y abre los ojos. Por un momento escuchan paralizados. La música cesa tan súbitamente como empezó y Mary aparece en la puerta. Sobre el camisón lleva una bata de color azul celeste, y en los pies unas delicadas chinelas con pompones. En su rostro, más pálido que nunca, los ojos negros parecen enormes. Brillan como el azabache. Extrañamente, su rostro parece muy joven, como si se le hubieran borrado las marcas de la experiencia. Es como una máscara de mármol que representase la inocencia juvenil. Sus labios esbozan una tímida sonrisa. Lleva recogidos los blancos cabellos en dos trenzas que caen sobre su pecho. Sobre un brazo lleva colgando descuidadamente un vestido de novia antiguo, de satén y encaje, que arrastra por el suelo, como si hubiese olvidado que lo lleva. Al llegar al umbral, parece dudar y permanece mirando hada la habitación con el ceño fruncido como si fuera a buscar algo y hubiera olvidado de qué se trataba. Ellos la miran fijamente, pero no les presta más atención que a los objetos que hay en la habitación, muebles, ventanas, cosas que le resultan familiares y que acepta automáticamente como si estuviesen en su sitio normal, pero sin prestarles demasiada atención.)
Jamie (Rompe el silencio, con amargura y burlón, a la defensiva):
La escena de la locura. ¡Entra Ofelia!
(Tanto su padre como su hermano se vuelven furiosos. Edmund, más rápido, le abofetea en la boca con el envés de la mano.)
Tyrone (Le tiembla la voz a causa de la ira reprimida):
¡Bien hecho, Edmund! ¡Traidor! ¡A su propia madre!
Jamie (Balbucea sintiéndose culpable, sin resentimiento):
¡Está bien, chico! Me lo merecía. Pero ya te he dicho como esperaba… (Se cubre el rostro con las manos y empieza a sollozar.)
Tyrone:
¡Mañana te echo a la calle a patadas! (Pero los sollozos de Jamie le desarman, se vuelve y le toma por el hombro, sacudiéndole suavemente.) ¡Jamie, por amor de Dios, cállate!
(Entonces habla Mary, lo que vuelve a dejarlos paralizados mientras la miran fijamente. No ha prestado ninguna atención al incidente, como si fuera parte del ambiente familiar de la habitación, un telón de fondo que no le preocupa. Cuando habla, lo hace como para sí misma, no para los demás.)
Mary:
¡Qué mal toco ahora! Me falta práctica. La Hermana Teresa se va a enfadar muchísimo. Me va a decir que no es justo que mi padre se gaste tanto dinero en clases particulares. Tiene razón, porque es tan bueno, tan generoso y está tan orgulloso de mí… De ahora en adelante voy a ensayar todos los días. Pero a mis manos les ha debido ocurrir algo espantoso. Tengo los dedos tan rígidos… (Levanta las manos y las mira incrédula y asustada.) Tengo los nudillos hinchados. ¡Qué feas! Voy a ir a la enfermería a ver qué me dice la Hermana Marta. (Dulcemente sonríe mostrando confianza y afecto.) Ya es vieja y está un poco chiflada, pero no por eso la quiero menos. Además, tiene unas medicinas en su armarito que curan todo. Me dará algo para que me ponga en las manos y dirá que en cuanto rece a la Santísima Virgen se me pondrán bien. (Se olvida de las manos y entra en la habitación arrastrando el traje de novia. Mira a su alrededor distraídamente, mientras vuelve a fruncir la frente.) Vamos a ver. ¿Qué estaba buscando? Es terrible lo despistada que me he vuelto. Siempre estoy soñando y, claro, se me olvida todo.
Tyrone (En voz baja):
¿Qué es eso que lleva, Edmund?
Edmund (Resignado):
Supongo que su vestido de novia.
Tyrone:
¡Dios mío! (Se pone en pie interponiéndose en su camino. Angustiado.) ¡Mary! ¿Es que no tienes bastante con…? (Se controla. En tono persuasivo.) Ven, dámelo. ¿No ves que, si lo pisas, se va a romper y además se ensuciará si lo arrastras por el suelo? Luego te daría pena.
(Ella le deja cogerlo, mirándole como si no le reconociera, sin mostrar ni afecto ni animosidad.)
Mary (Con la tímida corrección de una muchachita bien educada para con un caballero anciano que le presta ayuda):
Gracias. Es usted muy amable. (Mira su traje de novia con una mezcla de asombro e interés.) Es un vestido de novia. Es precioso ¿verdad? (Una sombra cruza por su rostro y parece ligeramente intranquila.) ¡Ah, ya me acuerdo! Lo he encontrado en un baúl del desván. Pero no sé para qué lo quería buscar. Voy a ser monja, bueno, si encuentro lo que… (Mira alrededor de la habitación con el ceño fruncido.) ¿Qué estaré buscando? Sé que es algo que he perdido. (Se separa de Tyrone, como si simplemente fuera un obstáculo en su camino.)
Tyrone (Desesperanzado):
¡Mary! (Pero no consigue llegar hasta ella, que parece no oírle. Se da por vencido, encerrándose en sí mismo, sereno y sobrio, sin poder protegerse ya con el alcohol. Se hunde en su sillón, abrazado al traje de novia, dulcemente protector.)
Jamie (Se descubre el rostro, con los ojos a la altura de la mesa. Repentinamente también parece sobrio. Con resignación):
No sirve de nada, papá. (Recita «La despedida» de Swinburne, correctamente, con un tono de amarga tristeza.)
Despidámonos. Ella no lo notará
vayamos hacia el mar, como los vientos,
henchidos de arena y espuma. ¿Qué podemos hacer?
Nada podemos, pues así son las cosas,
y el mundo amargo como una lágrima.
Y estas cosas, aunque las intentes mostrar,
ella no las conocerá.
Mary (Mirando a su alrededor):
Algo que echo mucho de menos. No puede haberse perdido. (Empieza a moverse detrás de la silla de Jamie)
Jamie (Se vuelve y la mira a los ojos sin poder evitar exclamar):
¡Mamá! (Ella no parece haberlo oído. Jamie retira la mirada.) ¡Mierda! ¡No sirve de nada! (Continúa recitando con creciente amargura.)
Marchemos, canciones, mías. Ella no nos escuchará.
Marchemos juntos sin temor.
Quedamos ya en silencio, ya no es tiempo de cantar
ya no queda nada de los viejos tiempos queridos.
Ni a ti ni a mí nos ama como la amamos.
No; aunque, como ángeles cantemos a su oído,
ella no nos escuchará.
Mary (Mirando a su alrededor):
¡Es algo que necesito! Recuerdo que, cuando todavía no lo había perdido, no tenía miedo ni me sentía sola. No puede haberse perdido para siempre. Me moriría. Porque ya no tendría esperanzas de… (Parece una sonámbula. Sale por detrás de la silla a Jamie y se dirige hacia adelante, a la izquierda, pasando por detrás de Edmund.)
Edmund (Impulsivamente se vuelve y la coge del brazo. Suplicante, parece un niño herido):
¡Mamá! ¡No es un catarro de verano! ¡Tengo tuberculosis!
Mary (Por un momento parece afectada. Tiembla y su expresión muestra terror. Exclama distraída, como para sí):
¡No! (E instantáneamente vuelve a alejarse. Murmura suave, pero fríamente.) ¡No debes tocarme! No debes abrazarme. No está bien. Voy a ser monja.
(Jamie suelta el brazo de su madre que se dirige hacia la izquierda, hacia el extremo del sofá que se encuentra bajo las ventanas se sienta, mirando hacia delante, con las manos cruzadas en su regazo, en la actitud de una colegiala.)
Jamie (Mira a Edmund con una mezcla de piedad y envidia):
¡Imbécil! ¡No sirve para nada! (Continúa recitando a Swinburne.)
Marchemos, marchemos, no nos verá. Cantemos juntos una vez más. Seguramente también ella recordando días y canciones que fueron, se volverá hacia nosotros suspirando. Mas nosotros de aquí marcharemos, como si nunca hubiéramos estado. No. Y aunque al verme todos me compadezcan, ella no me verá.
Tyrone (Intentando salir de su estupefacción sin esperanza):
¡Somos idiotas! No deberíamos hacerle ningún caso. Es ese veneno. Aunque nunca la había visto tan hundida como hoy. (Malhumorado.) Pásame la botella, Jamie. ¡Y deja de recitar esos malditos poemas! ¡En mi casa no los pienso tolerar!
(Jamie le pasa la botella. Se sirve un trago sin soltar el vestido de novia que descansa sobre sus rodillas y lo sujeta cuidadosamente con el otro brazo. Luego le devuelve la botella. Jamie se sirve y se la pasa a Edmund, quien también lo hace. Tyrone levanta su vaso y sus hijos le imitan mecánicamente, pero, antes de que puedan beber, Mary rompe a hablar y dejan los vasos sobre la mesa, como si se hubieran olvidado de ellos.)
Mary (Con la mirada perdida soñadoramente, su rostro parece extraordinariamente joven e inocente. Sus labios muestran una tímida sonrisa mientras, en voz alta, habla consigo misma):
He estado hablando con la Madre Isabel. Es tan simpática y tan buena. Una santa. La quiero muchísimo. A lo mejor es pecado, pero la quiero más que a mi propia madre. Es tan comprensiva. A veces no hace falta ni hablar. Esos ojos tan azules que tiene te llegan directamente al corazón. No puedes tener secretos con ella. No se la puede engañar aunque se quiera. (Yergue la cabeza con un gesto rebelde.) Bueno, pero esta vez no ha sido tan comprensiva. Le he dicho que quería meterme monja, que estaba muy segura de mi vocación, que le había pedido a la Virgen María que me iluminase y me hiciera merecedora de ello. Le he dicho a la Madre que, cuando estaba rezando en la capilla de la Virgen de Lourdes que hay en la islita del lago, tuve una visión. Le he dicho que estaba completamente segura de que la Virgen Santísima me había sonreído y me había dado su bendición. Pero la Madre Isabel me ha dicho que no era suficiente, que tenía que demostrarle que aquello no era producto de mi imaginación. Dice que, si estoy tan segura, no me importará someterme a una prueba. Cuando salga del colegio me iré a mi casa y llevaré la vida de una chica normal, yendo a fiestas y a bailes y divirtiéndome. Y si, después de dos o tres años, sigo estando igual de segura, podré volver a verla y hablaremos. (Indignada.) ¡Nunca creí que la santa Madre me daría semejantes consejos! La verdad es que me quedé de piedra. Le dije que haría lo que me dijese, aunque sabía que era una pérdida de tiempo. Después de haber hablado con ella, me sentí muy confundida, así que me fui a la capilla y le recé a la Virgen para que me diera paz, porque sabía que Ella iba a escuchar mis oraciones y siempre me amará y me preservará de los peligros que me acechen mientras yo tenga fe en Ella. (Hace una pausa y su rostro se cubre de inquietud. Se pasa una mano por la frente como si quisiera aclarar sus pensamientos. Vagamente.) Todo esto pasó durante el invierno del último año en el colegio. Luego, en primavera, me pasó algo. Ah, sí, ya me acuerdo… Me enamoré de James Tyrone y fui feliz durante algún tiempo…
(Se queda mirando al varío como en un triste sueño. Tyrone se remueve en su sillón. Edmund y Jamie permanecen inmóviles.)
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