Rocío

El Jota cumplía su parte del trato. Cuidaba a la pendeja hasta las ocho, después se encargaba la Rubia. Pero hasta las ocho, la pendeja era suya. Y después de la primera semana, el Jota comenzó a encariñarse mal con la pendeja. Al fin y al cabo, esa cosita chiquita de ojos azules no tenía la culpa de nada. El Jota no sabía mucho de ninguna cosa, pero lo poco que sabía de la vida lo hacía ser considerado. Cualidad extraña, trabajando de lo que trabaja el Jota, ser considerado. Pero no podía dejar de pensar en ella, en todo lo que le faltaba a la pobre. Y de a poco se le metió una idea en la cabeza. Se le metió de a poco, pero profundo. La pendeja no tenía la culpa de tener los padres que tenía, ni de haber nacido en el conurbano, ni de haber conocido a Santiesteban. Y si había justicia en este mundo, el Jota se iba a encargar de sacarla de esta vida de mierda que tenía, alejarla del destino de mierda que le prometía sus circunstancias. Y el Jota empezó por lo básico, haciendo lo que siempre le habían dicho que no hiciese.

—Hola Rocío, ¿tenés hambre, hermosa?