Dejó de ser el Cordobés en cuanto bajó la Panamericana para entrar en la Ruta 9. Volvió a ser el Jota, el flaco de zapatillas sogueadas nacido y criado a cuadras de la Cañada. Y todo el camino de vuelta, recostado en el asiento de un Ford Focus nuevito, se alegró de dejar el conurbano y volver a su ciudad. Cómodo para la mierda el Ford Focus, no se lo hubiese imaginado. A sus anchas y para él solito el Ford Focus.
Había cosas que hacer al llegar a Córdoba. Había que reconstruir relaciones, valiosas para el Jota. Había que volver a ser el que era antes de irse. Y no sabía cuánto le iba a costar eso.
Mirando el techo tapizado, con los brazos detrás de la cabeza, el Jota pensaba en el Pelusa. Lo extrañaba al guacho. Lo extrañaba mucho. El Jota también pensaba, pero poco y rápidamente, en los peligros que lo habían hecho irse. Esperaba que hubiese pasado el tiempo suficiente. No había pasado mucho, pero esperaba que fuese suficiente para que las cosas se hubiesen calmado un poco. No sabía, no podía saber, de las extrañas coincidencias que se dan una ciudad tan chica como Córdoba. Pero no quería pensar en eso. Quería pensar en volver a la cancha a ver a Talleres. En comerse un asado con mollejas con el Pelusa. En dormir en la casa de la vieja del Rana y que lo despierten con matecocido y pan criollo. Y en volver al trabajo.
Había levantado un fangote de la casa del Judío, pero no iba a durar para siempre. Tenía que volver al trabajo. Ya había empezado a gastar, no le quedó otra. Había gastado en su viaje en el Ford Focus. No era mucho, pero ya había dos fajos menos. Al chofer del camión mosquito lo adornó con dos mil pesos. Era caro, pero lo valía. Nadie se enteraba, la policía no lo controlaba y el Ford Focus era cómodo para la mierda para dormir.