Superclásico

El Gordo paró la Hilux y tocó bocina. No necesitaba nada más. El Jota se subió y vio algo raro. La cara del general no estaba en las remeras. No había ninguna cara en las remeras. Había azul y oro. Al Jota le corrió un escalofrío cuando el Gordo le tiró una camiseta. Si algo odiaba el Jota más que a River, era a Boca. El Jota la agarró y miró al Gordo. Con bronca miró al Gordo.

—Me estás jodiendo… —dijo el Jota. Pero el Gordo le hizo saber que no jodía. Ni abrió la boca el Gordo, pero le hizo saber que no jodía.

El Jota se calzó la seis de Boca y arrancaron.

Domingo soleado de Octubre. La tarde estaba hermosa para el parkour. O para tomar mate con criollos de La Celeste. O para ir al Cheateau a ver a Talleres. Pero nada de eso. Así que el Jota puteaba bajito, todo el trayecto desde la villa hasta Belgrano. Puteaba bajito hasta que escuchó de boca del Gordo el plan para esa tarde. Ahí empezó a putear más alto, el Jota.

—Tenés que bajar un tipo, cortarlo todo, hacerlo ver como una pelea de barras, ¿viste?

El Jota dedujo que no era por ser hincha de River que se la tenían jurada al tipo. Pero qué podía hacer él para negarse. Para negarse tenía que cargarse al Gordo y sus dos secuaces. Las matemáticas eran simples, hasta para el Jota. Así que se quedó en el molde.

Cuando estuvo saltando en medio de La Doce, pieles con pieles otra vez sin buscarlo, por obligación pieles con pieles, no por gusto, el Jota pensó que el encargo era para la salida. Y por un momento el Jota se olvidó del encargo, y se olvidó de que odiaba a Boca, y de que odiaba a River, y disfrutó de ese rito pagano y alienante que es el superclásico. Embotados los ojos y los oídos, como en un trance, el Jota salta y canta, canciones que conoce canta, cambiando Talleres por Boca canta, las pieles con pieles, contra pieles, sobre pieles. Sesenta mil almas que dejaron afuera sus pequeñeces y son gigantes en el trance del superclásico. Solo algunas entraron con sus pequeñeces, con sus agendas que no tienen que ver con el fútbol, con sus mezquindades que no tienen que ver con la pelota. El Gordo y sus secuaces. Y el Jota por obligación.

El cero a cero parece inevitable. Lo saben los jugadores y lo sabe la gente en las tribunas. El Jota no lo sabe, quiere un gol. De cualquiera el gol. No le importa pero quiere un gol. Y en la emoción de querer un gol, de cualquiera el gol, no siente la mano en el hombro del Gordo. No escucha la voz que dice «es aquel». Y el Gordo lo tiene que zamarrear al Jota para sacarlo del trance y devolverlo a la realidad de pequeñeces y mezquindades. El Jota escucha la segunda vez. Mira. No es de River el que va a palmar. Está con ellos en La Doce, vestido de azul y oro como ellos. El Jota lo mira al tipo y después al Gordo. El Gordo mira a sus secuaces, un empujón, avalancha, pieles contra pieles hacia abajo, el Jota sale disparado hacia el tipo, sale filo, va y viene.

La Hilux vuelve al conurbano. Dentro de la Hilux el Jota que cumplió su parte. Y el Gordo, contento con el Jota que cumplió su parte. El Jota no quiere saber, no le interesa. El bostero que se desangró camino al hospital tal vez le debía plata al Gordo. Tal vez estaba queriendo vender merca en el territorio del Gordo. Tal vez estaba haciendo mucho ruido para otras caras que sonreían desde los afiches. Al Jota no le importa. Al Jota le importa que lo dejen en la casa de la Rubia y no lo pasen a buscar por un buen rato.