Olor a sangre

El Jota había visto un programa sobre tiburones. En un canal de animales había visto el programa sobre tiburones. En el bar del barrio, cuando no había fútbol, el Jota, el Rana y el Pelusa ponían el canal de animales.

En ese programa el Jota había visto que el tiburón se pone loco cuando huele la sangre. Desde ese momento, matar es todo lo que existe en la primitiva mente del escualo. Al Jota siempre le había parecido una exageración. Se lo había comentado al Rana y al Pelusa, que le parecía una exageración.

—Un chabón el bicho ese —había dicho el Jota. Porque el Jota tenía esa viveza que aleja al rico de la miseria y al pobre del cementerio. Y esa viveza le decía que lo primero era cuidar el pescuezo. Después, si se puede, lo otro. Pero primero cuidar el pescuezo.

Cuando salió de la casa de la Rubia con sangre en las rodillas y seso en la planta de las Nike, el Jota tenía frenesí asesino.

El olor a sangre le perforaba el cerebro. Ya lo había sentido antes, por supuesto. Pero esta vez no era solo carne muerta. El olor a sangre venía de sueños muertos, de proyectos muertos, de inocencias muertas. Inocencia de la pendeja y del Jota por igual. Y este olor a sangre le dolía en las sienes.

Llegó a la posta policial en seis minutos. El olfato lo llevó hasta ahí. No tenía ninguna certeza de que lo que buscaba estuviese dentro, pero el olfato lo llevó a la posta policial donde una vez la Rubia lo había ido a visitar a Santiesteban.

No había nadie de guardia ni bosta por el estilo. En las postas con suerte hay dos o tres canas adentro. Y el Jota, menos vivo que nunca, de esa viveza que él tenía, entró por la puerta con el filo en la mano.

El Jota nunca había tenido necesidad de bajar un cana. Aunque para todo hay una primera vez. Y la primera vez del Jota fue por venganza. Y ni siquiera contra él, el tipo solo tuvo la yeta de estar ahí. El cana gordo y pelado estaba detrás del escritorio mandando un mensajito de texto. No se qué de un asado, a medio terminar, el mensajito. Después del salto del Jota, lleno de sangre el celular. Sin tiempo a nada, el cana gordo y pelado se lleva la mano al cuello y deja caer el celular. Las dos manos al cuello. El filo había ido de punta, entrado y salido en menos de un segundo. Y nada más. El Jota ni se ocupó de rematarlo. Estaba en otra habitación ya cuando el cana gordo y pelado manoteó la reglamentaria con la mano ensangrentada. La manoteó y logró sacarla de la cartuchera. Pero nada más. La dejó caer igual que el celular y volvió a llevar la mano a la garganta. Al pedo. Ya estaba muerto.

El segundo cana de la posta murió en el inodoro. Los pantalones bajos el cana en el baño. Una mano sosteniendo el celular y la otra mano en la pija. Una porno en el celular, de esas bajadas de internet. Anal interracial, la porno en el celular. Las dos manos ocupadas y lejos de la reglamentaria, una papa el segundo cana. El Jota no tenía nada contra este tampoco, pero así es el frenesí. Es un hambre insaciable. El Jota sabía que no acabaría con la muerte del cana que se hacía una paja en el baño de la posta, pero necesitaba matar. Esta vez hubo más saña, porque hubo algo de resistencia. Tres o cuatro tajos, esta vez. Y patadas para mantenerlo a distancia. Por fin el tajo como corresponde y el cana se desploma. A borbotones sale la sangre. A borbotones como la leche del negro de la porno.

Cuando Santiesteban vio salir al Jota por la puerta que da al patio no se inmutó. Por más que el Jota estaba bañado en sangre ajena, no se inmutó. Se extrañó, eso si. Pero totalmente tranquilo.

—¿Qué hacés acá? —preguntó Santiesteban, completamente ajeno a lo que le esperaba.

En el patio de la posta Santiesteban preparaba el fuego para el asado. Con el chaleco puesto y la reglamentaria en la cintura preparaba el fuego para el asado. Ningún boludo Santiesteban.

—¿Qué carajo hacés acá? ¿Te pescaron, boludo? —Santiesteban no tenía ni la menor idea.

Hasta el momento de su muerte, hasta el mismo instante en que esos veintiún gramos se esfuman para siempre, Santiesteban nunca supo lo que la pendeja significaba para el Jota.

¿Si lo hubiese sabido hubiera sido diferente? Tal vez no.

¿Si lo hubiese sabido no habrían terminado los sesos de la pendeja en el contrapiso de la casa de la Rubia? Probablemente si.

Pero tal vez si hubiese sabido lo que la pendeja significaba para el Jota, hubiera entendido por qué estaba de rodillas en la tierra, con la garganta abierta de lado a lado y pis en la boca. Y por qué había lágrimas en los ojos del Jota.