Riesgo laboral

El Jota estaba preparado para casi todo en su trabajo. Conocía muy bien, después de tanto tiempo, los riesgos laborales. Tajos, balazos, piñas de esas que vuelan tres dientes. Hasta calcularle mal al salto y partirse el marote contra el suelo. Marote duro el del Jota, pero no irrompible. Pero nada lo había preparado para enterrarse un clavo herrumbrado en la planta del pie. Hasta el fondo, el clavo. Muy herrumbrado y mugriento, encima. El hijo de puta traspasó las Nike como si nada y el Jota terminó tropezando con la madera donde estaba clavado. No estuvo mucho tiempo dentro de la humanidad del Jota, diez, quizás quince segundos. El Jota se lo extirpó rápidamente, pero no por eso logró evitar la mueca de espanto.

Tétanos.

Y nada más. Solo esa palabra ocupó la mente del Jota en ese momento. No podía pensar en otra cosa.

¡Tétanos!

El horror le apretó el pecho y por unos segundos no logró ni ponerse de pie. Las historias que escuchó de chico en boca del abuelo del Pelusa se le amontonaron en el cerebro. Las imágenes que tan vívidamente esos relatos habían evocado en la mente infantil de un Jota de doce o trece años, regresaron para atormentarlo hasta el límite de la paranoia.

Es ilógico, si alguien lo piensa fríamente, tenerle más miedo a un clavo en el pie que a una bala en el pecho o un tajo en el cuello. Pero en realidad a lo que se teme es a lo desconocido. Balas y tajos eran cotidianos para el Jota, en su cuerpo o en otros cercanos. Pero el mito de aquella enfermedad maldita que curvaba hombre fuertes como caballos hasta que las mandíbulas se quebraban por causa de la presión era terrible.

El Jota hizo sangrar la herida todo lo que pudo en el momento. Sangre negra le pareció, mezclada con la mugre del pie. Y se las arregló para llegar hasta la casa de la Rubia olvidándose del dolor agudo que empezaba en la herida y le llegaba a la cintura.

—No seás cagón Cordobés, no pasa nada —la Rubia nunca entendería, de todas formas.

Le lavó la herida con jabón azul para la ropa y mucha agua. Un puntito de morondanga, cuando limpia, la herida. Pero para el Jota no significaba más que la puerta de entrada para el tétanos. La Rubia le faltó el respeto a ese pensamiento y tapó el agujerito con una curita.

—¿A dónde vas, Cordobés? ¿Qué carajo te pasa?

El Jota llegó al puesto de salud de la villa sin importarle ser reconocido. Primero lo primero, pensó, librarse del tétanos. Después se preocuparía si se corre la bola de que el Cordobés andaba mariconeando con una pinchadura en el pie. Porque no hay nada peor que perder el respeto de unos y el miedo de otros. Un boludo, inmediatamente, pasás a ser. Pero primero lo primero. Después lidiaría con el chusmerío.

Entró y no vio a nadie por ningún lado. Palmeó las manos. Nada. Se fijó detrás de unas puertas vaivén. Después volvió al ingreso. Volvió a golpear las manos. Por esas mismas puertas vaivén se asomó una mina con guardapolvo celeste. Lo miró de arriba a abajo.

—¿Qué querés? —fue todo lo que dijo.

El Jota balbuceó atolondradamente sus intenciones alternando de vez en cuando el relato de cómo se había herido.

—Inyecciones solo con prescripción médica… —lo interrumpió la mina e intentó volverse por el pasillo por donde había aparecido.

No llegó a hacer dos pasos cuando el Jota ya la tenía agarrada por el cuello y con el filo apoyado en el cachete, a milímetros del ojo derecho.

—¿Me estás cargando, no? —habló el Jota, incrédulo—. Me ponés la antitetánica o vas a tener que buscarte alguien que te cosa la cara, culiada.

Habiendo dejado bien en claro la situación, empujó a la mina del guardapolvo celeste hacia adentro. La mina, en realidad, mucho no se asustó. Medio que estaba acostumbrada, parece.

Sin decir palabra fue hasta un gabinete, sacó una jeringa y colocó la aguja. Ante la mirada atenta del Jota sacó un frasquito y llenó la jeringa. Hizo todo el circo de dejar salir unas gotitas y le ordenó al Jota darse vuelta.

El Jota se acercó a ella y le apoyó nuevamente el filo en la cara.

—En la pierna —ordenó—. Y si me duele te rajo.

El Jota salió del puesto de salud mucho más tranquilo. Tan tranquilo que pudo, por primera vez, notar el dolor en la planta del pie. La herida no dejaba de ser un agujerito de morondanga, pero bien que dolía la muy culiada.

En el dispensario, la mina del guardapolvo celeste quemaba la aguja y tiraba al tacho de basura la jeringa y el frasquito vacío de penicilina.

—¡Espero que seas alérgico, hijo de puta!