La pendeja tenía nombre, por supuesto. Cómo no va a tener. Pero nadie le decía otra cosa que pendeja. Así, impersonal. A propósito, impersonal.
Al Jota le sorprendía que la pendeja fuera una santa. El Jota hubiese esperado lo que todo el mundo espera de una pendeja de dos años. Berrinche, por lo menos, hubiese esperado. Caprichos. Llanto a todo pulmón la noche entera, hubiese esperado. Pero la pendeja era una santa. Apenas un sollozo bajito de vez en cuando. Y eso a pesar del frío, de la compañía de mierda con la que pasaba todo el día, de los mocos, de la tos, de la pis en los pañales. Un sollozo bajito, como no queriendo molestar a nadie.
Al Jota le daba lástima. Le daba lástima que la pendeja ni siquiera pudiera llorar a todo pulmón. Pero era al único que le daba lástima.
Ojitos azules, la pendeja. A quién habrá salido de ojitos azules, había pensado alguna vez el Jota. Pero sabía que no era cosa de él. Ojitos azules y pelo castaño clarito. Ahora mugriento, el pelo castaño clarito.
—Sos linda, hija de puta —le decía bajito el Jota, para que nadie escuche—. Cuando seas grande vas a desparramar vagos con esos ojos…
El Jota la cuidaba hasta las ocho. Después llegaba la Rubia y podía ocuparse de sus propios asuntos. Era el trato que tenían. Y al Jota cada vez le molestaba menos cumplir su parte.