—Vos te lo buscaste, boludo —dijo Santiesteban y colgó el teléfono.
Lo que vino después el Jota lo supo por la Rubia. El Jota no estaba. Por eso pasó. Si el Jota estaba no pasaba. Pero el Jota no estaba.
Y cuando el Jota llegó y la Rubia le contó, el Jota cayó de rodillas.
¿Cómo es que un tipo duro como el Jota, acostumbrado a abrir a tipos de oreja a oreja, se cae de rodillas al enterarse?
Llorando cayó de rodillas el Jota. Espuma en la boca de la bronca. Los puños cerrados, las uñas clavadas en las palmas. Estaba de rodillas el Jota cuando supo que lo que se venía era distinto a todo lo que había hecho. Lo supo y lo aceptó. Ni cuando vengó la muerte del Rana había sentido lo que sentía en ese momento. El Rana, después de todo, sabía dónde estaba metido. Pero en cuanto escuchó las pocas palabras con las que la Rubia contó la historia y pudo poner entendimiento a lo que los ojos veían, no pudo pensar en nada más. Las rodillas en el suelo, sobre la sangre que empezaba a ponerse pegajosa. Por primera vez el Jota sintió que perdía el control ante la rabia. Y alguien iba a pagar por eso.