Escapar de la cana es fácil. Más por esos pasillitos de barro abajo y madera a los lados que son las villas del conurbano. Pero escapar de cinco o seis pendejos paqueados no es tan fácil. Panzas vacías y piernas fibrosas, como las de él, los pendejos. Encima en el conurbano, cualquiera anda de fierro. Regalan las balas, parece, en el conurbano. Así que el Jota corría a todo lo que daban las patas largas, resbalando en cada esquina, rebotando contra los tablones que hacían de paredes, contra las chapas que hacían de paredes, contra una que otra vieja acostumbrada a las corridas por esos pasillos.
El Jota sabía que correr en un laberinto tiene un solo final, atrapado en algún lado. Entonces corría con un solo objetivo: separar a los perseguidores. De a cinco o seis, con fierro en la mano y balas gratis, no es pelea. Pero de a uno es otra cosa. De a uno, el filo del Jota es más rápido que cualquier treinta y ocho.
Cuando uno de los pendejos encontró a otro que el Jota había abierto de oreja a oreja, se paró en seco y miró para todos lados. Ni rastros del Jota ni de sus compañeros. Se dio cuenta del problema y llamó a los otros. A los gritos los llamó. Por sus apodos los llamó. Nada. Al trotecito encontró el segundo, también abierto de oreja a oreja dos o tres curvas más adelante. No necesitó ver más para darse cuenta. Otra vez gritó los apodos de los que supuestamente seguían vivos. Nada. Los pendejos paqueados, a veces, tienen un segundo de lucidez. En ese segundo de lucidez decidió pegar media vuelta y sobrevivir otro día.