El encargo

Santiesteban y el Jota no eran más que el antes y el ahora en la concha de la Rubia. Santiesteban no estaba celoso. Ni mucho menos, una boludez estar celoso de la concha de la Rubia. No eran más que eso, entonces, Santiesteban y el Jota. Y gracias a eso, comenzaron a trabajar juntos.

Santiesteban ponía el dónde y el cuándo. El Jota ponía el cómo y el parkour. Y después el Judío. Y después la tarasca que no dura nada en el conurbano. Cuanto más miseria, menos dura la tarasca. El Jota nunca pudo entender eso.

Santiesteban, que sabía del modus operandi del Jota, hacía encargos acordes. Ningún boludo, Santiesteban, habíamos dicho. Plata, documentos y joyas. Nada que no entre en los bolsillos o una mochila pequeña. Todos los encargos fueron así. Todos menos uno.

—Necesito que te ocupés de un trabajito especial —había dicho Santiesteban—. Esta vez la Rubia te espera a la salida.

Al Jota le pareció muy raro. Casi dice que no el Jota. Casi lo manda a la mierda a Santiesteban y al puto encargo. Pero Santiesteban le ofreció muy buena plata sin pasar por el Judío. Y la plata nunca sobra en el conurbano.