El Jota no terminó de convertirse en el Cordobés cuando quisieron reclutarlo. No terminó de conocerle los agujeros a la Rubia cuando lo visitaron con todos los honores. No habían pasado ni cinco días desde que había llegado, en uno de esos camiones que transportan pollo había llegado, cuando el puntero se le paró al frente, panza al aire debajo de la remera corta con la cara del general. Se revolcaría en su tumba el general, pero no es culpa de él su cara en las remeras cortas que no llegan a tapar las panzas de los punteros.
—Mirá pibe, la cosa es así —sentenció el gordo.
—¿Así cómo? —desafió el Jota.
—Lo único que pedimos es que nos ayudés a ayudar a la gente de la villa, ¿me entendés?
El Jota entendía perfectamente. Nunca había querido estar metido en la política. Meterse en política es meterse en la droga. Los punteros tienen remeras cortas de diferentes colores con diferentes caras y escudos, pero las panzas de abajo son siempre iguales. Y la plata para llenar esas panzas viene siempre del mismo lado.
Para colmo, en su barrio natal, el Jota había podido ganarse su independencia y zafar de las pecheras. Pero acá en el conurbano todo era diferente. Acá en el conurbano no había mucho espacio para la finta, y el Jota sabía que la cintura no lo iba a sacar de esto.
—Contá conmigo —capituló el Jota.
Al puntero se le pintó una sonrisa en la cara y al Jota se le hizo un nudo en la panza. La viveza del Jota le decía que era necesario tragarse un par de sapos hasta establecerse. Pero eso no los hacía más digeribles. Ni más sabrosos.
—Te vamos a venir a buscar cuando te necesitemos.
El Jota rogó que no fuese más que para llenar colectivos o repartir bolsones. Pero en sus adentros sabía que no iba a tener tanta suerte.