—Tomá, abrí la boca.
Ni en sus putas peores pesadillas se hubiese imaginado estar dando de comer a una pendeja a esta altura de su vida. En su cabeza, el Jota tenía otros planes. Otros planes no necesariamente mejores, sino que distintos. Tampoco planes muy ambiciosos. El Jota no era muy de pensar en el futuro. A lo sumo cuando planeaba un choreo, lo mínimo indispensable.
—Si no querés, cagate de hambre, ¡a mí no me importa! —mintió el Jota.
La vida familiar no era así como la especialidad del Jota. No era culpa de él. Lo más cercano a una familia que había tenido eran el Rana y el Pelusa. Pero esas familias de papá, mamá y hermanos sentados alrededor de la fuente de ravioles, nunca. Ni de cerca.
Al Jota le hubiese gustado conocer a su madre. Que su padre no fuera un boludo miserable. Que la mina de su padre no se lo hubiese querido voltear cuando cumplió trece. Que su hermanastra no fuese una hija de puta, literal y figuradamente. Le hubiese gustado tantas cosas…
Pero ahora el Jota, para bien o para mal, estaba solo en este mundo. El Coronel se había encargado de eso. Entrando a los tiros como en las películas, se había encargado el Coronel de dejar al Jota tan solo como siempre se había sentido. Si no fuera por el Rana y el Pelusa… «¿Qué será de la vida del Pelusa?», se preguntaba de vez en cuando. Cada vez menos seguido, se preguntaba el Jota por la vida del Pelusa.
El Jota tenía que cuidar la pendeja hasta las ocho de la noche, después se hacía cargo la Rubia. Y faltaban como tres horas todavía.
—También con esta polenta de mierda… ¡ni queso tiene! —se apiadó el Jota mirando la carita de la mocosa, embarrada en lágrimas y mugre. No se parecía en nada a las fotos.