Salto.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco segundos en el aire.
Aterrizaje.
Los músculos de las piernas se comprimen como un resorte. Las rodillas son una maravilla de la evolución. Todo en el cuerpo del Jota está hecho para volar de un techo al otro. La parte inferior para saltar. La parte superior para trepar.
El día está hermoso para el parkour. Así le dicen los chetitos a lo que él hace. El Jota no sabe el nombre, pero sabe hacerlo.
Salto.
Uno, dos, tres segundos en el aire.
Las manos se aferran a la cornisa y las nike se pegan de punta en los ladrillos.
Los brazos fibrosos. Los dedos como garras. Casi como si fuese parte del mismo movimiento, las piernas se tensan. Con el envión es suficiente para columpiarse, subir y caer de pie sobre la terraza. Y correr de nuevo. Rápido como un felino. El aire fresco de la tarde en la cara. El corazón a mil. La sangre a presión alimenta brazos, manos, piernas, pies, cerebro. Una milésima de segundo para decidir si subir o bajar, si izquierda o derecha. Un error y el Jota termina hecho puré en la vereda. Es instinto. No puede ser otra cosa.
Salto.
Uno, dos. Otro salto. Uno, dos, tres. Otro salto. Uno, dos, tres, cuatro segundos.
Aterrizaje de cuclillas y roll.
Los chetitos lo hacen por diversión. Lo graban y lo suben a youtube. El Jota lo hace para no terminar con un agujero en la cabeza.
La bala le silba en el oído y se estampa en el murito de ladrillos que sostiene un tanque de agua.
—¡Mierda! —murmura el Jota entre dientes.
Por eso chorea solo plata, joyas y cosas que pueda llevar en el bolsillo. Porque necesita las manos libres.
Salto.
Uno, dos, tres, cuatro, cinco…
El sol en la cara, el viento en el pelo. El día está hermoso para el parkour.