Todos le decían «el Cordobés».
Porteños burros, no les daba el seso para nada más. Podrían haberle puesto un apodo acorde a sus habilidades. Habilidades de las que el Jota no fanfarroneaba, pero que todos conocían. En Córdoba, poner apodo es un arte muy serio, que se aprende en la calle y se perfecciona con amigos. En el conurbano le faltan el respeto a ese arte. Porque el Jota podría haber sido «puma», «ninja», «cirujano» o hasta «carnicero». Pero no, para todos en el sur del conurbano era «el Cordobés». Le bastó abrir la boca para que el apodo se le pegara como la mugre.
En realidad, al Jota le importaba un pito cómo le digan. Desde que llegó en un camión de esos que cargan pollos, no le dijo a nadie su verdadero nombre, ni a nadie contó su historia. Así que si querían llamarlo así, mejor. Total, el Jota se cagaba en todo y en todos. Es lo que aprendió en la ciudad que le dio el acento y las cicatrices. Aprendió muchas otras cosas en la ciudad que le dio el acento y las cicatrices. Pero principalmente a cagarse en todo y en todos. Eso le salía muy bien.