—¡Dale Cordobés, acabá de una vez! La Rubia no le tenía paciencia. La Rubia acababa en cinco o seis minutos y se aburría de tenerlo al Jota arriba. Y el Jota, en cambio, tenía pila para rato. Quería todas las posiciones, como con la gringa. Quería por la boca y el culo, como con la gringa. Quería acabar en las tetas, como con la gringa. Pero Mica había una sola; y estaba lejos. No solo en kilómetros, lejos la gringa.
—Date vuelta —ordenó el Jota.
La Rubia lo empujó con el pie y lo mandó de jeta al suelo.
—Andate a cagar, Cordobés. ¿Qué te pensás que soy? Encima que no te cobro… salí de acá, ¿querés?
La Rubia estaba acostumbrada a tratar con tipos como el Jota. Por sus colchones habían pasado mil como él. Y no les tenía miedo. Mujeres como la Rubia no tienen miedo. Se cansaron de tener miedo y ya no les calienta terminar en una zanja, con un cuchillo en las tripas. Es lo que hay para ellas.
El Jota se paró de un salto y quedó mirándola ponerse el jogging. Sin bombacha, el jogging. El Jota desnudo y con el forro en la erección. Sin decir palabra se quedó mirándola. La Rubia lo miró de reojo, desnudo y con el forro todavía en la erección.
—La puta madre, Cordobés. Vení que te bajo eso…
La Rubia le tenía muy poca paciencia al Jota. Pero sabía que no se podía dejar a un tipo con la leche adentro.