25

El tesoro del dragón

En una caverna enterrada muy por debajo de las calles de Puerto de la Calavera, el sacerdote drow Henge daba vueltas por la habitación donde Nisstyre yacía en un estupor parecido a la muerte. El hechicero había mejorado un poco desde la noche en que había sido misteriosamente fulminado, y cada día, desde entonces, Henge lo había vigilado de mala gana.

No era él el único que vigilaba. En ocasiones el sacerdote percibía una inquietante y malévola presencia, un ansia maligna, tras el rubí incrustado en la frente del drow. Alguien, en alguna parte, había venido a través de la joya y derribado a su capitán. Si el ataque hubiera sido limpio y certero, Henge se habría sentido encantado; pero aquella persistente vigilia se estaba tornando insoportable. Las naves de El Tesoro del Dragón estaban cargadas y listas para navegar hacia el lejano sur, pero sólo el reservado Nisstyre conocía la identidad de sus contactos allí. No se podía hacer otra cosa más que aguardar, y los elfos oscuros no eran famosos por su paciencia.

La puerta del aposento del hechicero se abrió de par en par, y un drow alto penetró con rápidas zancadas en la habitación. Henge examinó el rostro tatuado del elfo, el parche sobre un ojo y la lívida cicatriz que cruzaba su garganta.

—Ah, Gorlist. Aquí estás por fin. El pendiente regenerador cumplió su cometido, por lo que veo. Tus heridas parecen estar curándose bien.

—¡Pero no sin cicatrices! —refunfuñó él con expresión torva.

—Sí, estás reuniendo una buena colección —comentó Henge—, pero si se tiene en cuenta la ubicación de esa herida de la garganta, yo diría que deberías considerarte afortunado por haber salido tan bien parado. Supongo que eso indica que la moza sigue viva.

Gorlist hizo caso omiso de las pullas del clérigo. Agarró la bolsa de viaje de Nisstyre de la mesilla de noche, rebuscó en su interior y sacó un pequeño frasco carmesí en forma de llama de vela.

—Dale esto. Esos drows entrometidos de El Paseo están haciendo indagaciones en Puerto de la Calavera. Si hay problemas, necesitaremos un hechicero.

—¡Esta poción es más probable que mate que cure! —se resistió el sacerdote—. Deberías saberlo mejor que nadie.

—Sobreviví. Puede que él también. No tienes que preocuparte si rompes tu vínculo de sangre ni temer un castigo si el hechicero muere —indicó Gorlist tajante, sacando a colación el auténtico motivo oculto tras la vacilación del otro—. Nisstyre es mi progenitor; tengo el derecho de ordenar el modo en que sea tratado. Quedas absuelto de toda responsabilidad.

Henge se encogió de hombros y destapó el frasco. Era hora de que Nisstyre se reuniera con El Tesoro del Dragón, y observar su doloroso viaje de vuelta resultaría muy entretenido. Si algo de la agonía de la curación viajaba por el rubí hacia su invisible observador, muchísimo mejor.

En las guarniciones y arsenal del Templo del Paseo, en las calles y rincones ocultos de Puerto de la Calavera, los seguidores de Eilistraee se preparaban para el combate. Al principio, Liriel no se sintió impresionada por las fuerzas de Qilué Veladorn, pues la guardia del templo y los halflings que se denominaban a sí mismos Protectores del Canto ascendían a menos de sesenta. En Menzoberranzan la mayoría de las casas nobles menores poseían varias veces esa cantidad de soldados, respaldados por la magia de hechiceros y grandes sacerdotisas. Cierto era que cada sacerdotisa de la Doncella Oscura estaba adiestrada en el uso de la espada, pero los llamados Elegidos de Eilistraee no tenían esclavos que usar como carne de cañón ni armas mágicas de destrucción, y virtualmente ningún hechizo ofensivo clerical. Los Elegidos confiaban en su diosa, en su habilidad con las armas, y los unos en los otros. Era, en opinión de Liriel, una receta para el desastre.

Sin embargo, mientras observaba los preparativos, la joven drow empezó a comprender el auténtico poder que estaba en juego. Cada persona del templo era totalmente fiel a Qilué y estaba concentrada por completo en la tarea que les aguardaba. No se dedicaba la menor energía a intrigas mezquinas; nadie parecía preocuparse por aumentar su posición e influencia. Cada sacerdotisa tenía su papel y lo desempeñaba bien, con la mirada puesta en un objetivo más importante.

Para Liriel, aquello fue una revelación. Ella misma empezaba a adaptarse a su alianza con Fyodor. Desde su primer encuentro, pese a las enormes e innumerables diferencias, se había sentido atraída por el espíritu afín que existía entre ellos. Aquello que Fyodor llamaba amistad resultaba una paradoja sorprendente: cada uno daba y ninguno perdía. Por el contrario, juntos, los amigos se alzaban para convertirse en más que la suma de sus energías individuales. Aquello contradecía todo lo que Liriel había aprendido o experimentado jamás, pero empezaba a aceptarlo como cierto, y esbozándose en el lejano horizonte de su mente, mientras observaba cómo los Elegidos se preparaban, estaba la posibilidad de que algo parecido a la amistad pudiera existir a mayor escala. La joven drow no tenía palabras para algo así, pero sospechaba que aquel descubrimiento podría también ser parte de su viaje, podría convertirse en parte de la runa que estaba creando con cada día que pasaba.

Entre tanto, Liriel se preparaba para el combate a su manera. El templo poseía una pequeña biblioteca de pergaminos y libros de conjuros, y la joven hechicera memorizó varios hechizos que podrían resultar útiles. También pasó un tiempo estudiando con detenimiento su libro sobre runas, en busca de un modo de adaptar el hechizo que había concebido para almacenar su magia de la Antípoda Oscura en el amuleto Viajero del Viento.

Después de dos días de frenética actividad, Elkantar, el consorte drow de Qilué y también el comandante de los Protectores, los reunieron a todos en la sala del consejo del templo. Los espías que habían sido enviados por todo Puerto de la Calavera para reunir información sobre las actividades de El Tesoro del Dragón fueron los primeros en hablar.

—A Nisstyre no se le ha visto desde el día en que su banda entró en el puerto. Se dice que está enfermo y permanece en la fortaleza de los comerciantes —informó un soldado drow.

—Eso explicaría mis noticias —añadió un fornido y bien armado halfling—. Los comerciantes de El Tesoro del Dragón tienen dos naves en el muelle. Llevan ya días listos para zarpar. Parece que esperan algo.

—O a alguien —intervino un humano de rostro sombrío—. El lugarteniente de Nisstyre, un guerrero drow tatuado llamado Gorlist, fue visto entrando en Puerto de la Calavera justo hoy. Ha representado a Nisstyre en otros viajes comerciales, de modo que podrían zarpar hoy.

Liriel y Fyodor intercambiaron una mirada de consternación.

—¡Pero tú lo mataste! —protestó el rashemita.

—Bueno, parece ser que no salió bien —repuso Liriel, alzando las manos exasperada.

—Tenemos problemas más importantes —proclamó una voz de jovencita.

Era Iljrene, una diminuta y melosa sacerdotisa con aspecto de muñeca. Con sus elegantes trajes y rizos plateados, la delicada drow parecía la más improbable de los maestros de batallas. No obstante, con su primera palabra captó la atención de todos los presentes en la estancia.

—Se ha confirmado que un dragón de las profundidades, bajo la forma de un drow, pasea entre los comerciantes de El Tesoro del Dragón.

Un murmullo de desaliento recorrió la habitación.

—No tenemos fuerzas suficientes para combatir a un adversario así. ¿Cómo podemos luchar contra un dragón? —dijo Elkantar, consternado.

De improviso Liriel recordó una promesa que había hecho no hacía mucho, sin darle demasiada importancia ni pensar realmente en cumplirla. Con una astuta sonrisa, se volvió hacia el comandante.

—Dadme dos horas ¡y os mostraré cómo hacerlo! Fyodor, necesito el libro de conjuros que has estado llevando por mí, y Qilué, ¿podría tener acceso al almacén del templo de componentes para hechizos? Necesito adaptar un hechizo conocido para crear un nuevo portal dimensional. Ello me ahorrará un viaje de vuelta a la Antípoda Oscura.

—¡La Antípoda Oscura! —La gran sacerdotisa se inclinó al frente y clavó una mirada penetrante en la joven—. Creo que deberías explicarte.

La muchacha sonrió ante la expresión preocupada de Qilué.

—¿Qué mejor modo existe de combatir a un dragón —dijo con ironía— que otro dragón?

La ciudad de Puerto de la Calavera era un centro comercial totalmente distinto a cualquiera de los que florecían bajo la luz del sol. Allí, en cavernas situadas muy por debajo de los puertos y calles de Aguas Profundas —más profundas incluso que el fondo del mar— comerciantes de docenas de razas se reunían para ejercer su oficio. A ninguna raza, sin importar lo poderosa o rapaz que fuera, se le negaba el acceso a los muelles de la ciudad, y ningún cargamento era considerado ilegal, inmoral o arriesgado. Las normas de «terreno seguro» convertían en posible el comercio entre enemigos; sin embargo, la intriga, incluso la guerra abierta a pequeña escala, formaba parte de la vida diaria. Pocos ciudadanos de Puerto de la Calavera se dedicaban a intervenir en las disputas de otros. En el caso de las razas más mortíferas —como los contempladores, los ilitas y los drows—, los residentes de la ciudad no tenían la menor objeción en mirar a otra parte. Y si dos hembras drows —una de las cuales era una elfa de piel color púrpura y nariz respingona con unos ojos redondos, levemente reptilianos— querían darse el gusto de corretear por las tabernas, nadie, se sentía impelido a hacer comentarios al respecto.

—Ve más despacio, Zip —advirtió Liriel a su compañera, atrapando la muñeca color púrpura mientras la copa se hallaba aún al sur de los labios de la hembra. La drow púrpura había consumido vino suficiente para acabar con todo un batallón de enanos, y Liriel no deseaba dejar a una hembra de dragón borracha suelta por Puerto de la Calavera.

Zz’Pzora frunció los labios enojada, pero el centelleo de sus ojos redondos no disminuyó en absoluto. La hembra de dragón con aspecto de drow se lo estaba pasando en grande en aquella maravillosa cloaca de ciudad. Espléndidamente ataviada con un vestido y joyas que le había prestado Iljrene, y provista de monedas que le permitían adquirir una sorprendente variedad de potentes libaciones, la hembra de dragón era libre de deambular a voluntad por entre razas que, en la Antípoda Oscura, o bien habrían huido de ella o intentado destruirla. El dragón de las profundidades —transformado por la extraña magia de la Antípoda Oscura, que lo había maldecido con dos cabezas y personalidades contrapuestas— había vivido la mayor parte de su vida en forzado aislamiento, y cuando el mensaje mágico de Liriel llegó a la gruta de Zz’Pzora, la frívola personalidad de la cabeza izquierda de la criatura no desperdició la oportunidad de mezclarse con otras razas en aventuras y festejos; por su parte la cabeza derecha, más tradicional y práctica, mantuvo la mirada puesta en la prometida parte del tesoro de otro dragón. En las horas siguientes a su salida al Paseo por el portal de Liriel, las dos voces del ser habían hablado como una sola, e incluso la forma drow de Zz’Pzora, que lucía una única cabeza, parecía simbolizar la rara unidad de mente y propósito de la criatura.

En aquel momento, la hembra de dragón y la drow estaban recostadas sobre divanes manchados de cerveza en una taberna desvencijada conocida como La Gárgola Risueña. Haciendo honor a su nombre, el figón exhibía docenas de horribles estatuas aladas de piedra, posadas en cada uno de los dinteles y vigas; aunque Liriel sospechaba que cualquiera de ellas podía emprender el vuelo a voluntad. Si se tenía en cuenta el calibre de los clientes, la joven casi lo consideraría una mejora. La taberna estaba atestada de elfos oscuros de toscos modales: plebeyos, antiguos soldados, gentuza de toda ralea.

Zz’Pzora señaló con su copa a uno de varios drows que estaban de pie cerca de la chimenea.

—Es ése; el que llaman Pharx. Mira sus ojos.

Liriel miró de reojo. Los ojos del varón eran rojos, como los de casi todos los drows, pero cuando la luz de las llamas dieron en ellos de cierta forma, pudo ver que las rojas órbitas estaban cortadas por verticales pupilas reptilianas.

—De acuerdo, ése es. Ahora ¿qué?

La hembra de dragón con aspecto de drow respondió con una sonrisa rapaz.

—Ahora voy a trabar amistad con el caballero. —Engulló el resto de su bebida y se alzó de la mesa.

—Lleva esta gema contigo —indicó Liriel, sujetándole el brazo—. Si consigues penetrar en la guarida del dragón, déjala allí.

—Oh, lo conseguiré —repuso Zz’Pzora en tono malicioso—. ¿En qué otro sitio tendríamos el espacio y la seguridad necesarios para recuperar nuestro aspecto auténtico? ¡Púrpura o no, soy lo mejor que hay en la ciudad! No te molestes en esperarme levantada. —La drow-dragón alisó los pliegues de su traje prestado y se escabulló a través de la sala.

Ciertamente, el «drow» llamado Pharx pareció encantado con las nada sutiles insinuaciones de Zz’Pzora, y al poco rato, los dos desaparecían por una de las puertas que ocupaban la pared trasera de La Gárgola Risueña. Liriel permaneció en la taberna durante un tiempo para vigilar a los elfos oscuros que habían estado con Phrax, tomando nota de cuántos eran y qué armas llevaban. Cuando estuvo segura de no poder averiguar nada más, regresó al Paseo para estudiar conjuros de combate.

Mucho más tarde, una Zz’Pzora pagada de sí misma y saciada transmitió su informe a una asamblea de los Elegidos.

—Hay un túnel secreto que conduce de La Gárgola Risueña a la guarida de Pharx. Es pequeño, apenas lo bastante grande para que un elfo se arrastre por él, pero más que cómodo para un dragón de las profundidades bajo la forma de una serpiente. Pharx tiene un hogar delicioso. Me ofreció una visita a las cavernas. —Zz’Pzora sonrió y admiró su manicura—. Hacía mucho tiempo que no disfrutaba de la compañía de otro dragón.

—Los detalles de vuestro encuentro, por muy divertidos que sean, deberán aguardar otro momento —dijo Iljrene con su voz de niña pequeña; la maestra de batallas extendió una hoja de pergamino sobre la mesa y alargó un cálamo a la drow-dragón—. Dibuja.

Ni siquiera un dragón era inmune al poder oculto tras las melodiosas órdenes de la sacerdotisa; Zz’Pzora obedeció sin discutir. El complejo que esbozó resultaba impresionante. A la izquierda de la guarida de Pharx había una serie de túneles que conducían a tres estancias principales. La más profunda y mejor protegida era la sala del tesoro, una caverna inmensa repleta de riquezas que Pharx había reunido a través de los siglos, así como de los huesos de aquellos que habían querido hacer suya una parte del tesoro. Por encima de aquel lugar había dos cuevas más pequeñas que servían a los comerciantes como alojamiento y almacén; otros dos túneles conducían fuera de la zona de los comerciantes, uno ascendía en dirección a los muelles y el otro, una ruta de huida, descendía sinuoso hasta alguna mazmorra aún más profunda.

—Enviaremos dos patrullas a atacar las naves mercantes —anunció Iljrene, tras estudiar el dibujo unos instantes—. Eso atraerá a sus luchadores hacia arriba, por este túnel. Cuando el camino quede libre, Liriel abrirá un portal a la sala del tesoro, luego encontrará y se enfrentará al hechicero.

—No debería ir sola —protestó Fyodor—. ¿Y si quedan hombres armados?

—Eso no es probable. La gente de Nisstyre no tiene motivos para sospechar que conocemos la localización de su fortaleza —razonó Iljrene—. No verán otra cosa que el ataque a las naves. Transportan esclavos, entre otros cargamentos, y saben que esto por sí solo es suficiente para despertar la ira de la Doncella Oscura.

—Y ¿por qué debería él apostar hombres armados, viviendo allí un dragón? —añadió Elkantar, inclinándose muy cerca del hombro de la maestra de las batallas para estudiar el dibujo.

—Exactamente —coincidió ésta—. Lo que nos lleva al dragón. Zz’Pzora, te asegurarás de que Pharx permanezca en su cubil. Mantenlo ocupado, en combate o en lo que sea, hasta que el camino quede despejado y lleguen nuestras fuerzas.

La hembra de dragón con aspecto de drow miró de pies a cabeza el exquisito vestido plateado de la sacerdotisa con franca codicia.

—Préstame ese vestido, muchachita, y trato hecho.

—De acuerdo. Liriel, ¿estás preparada para enfrentarte a Nisstyre?

—Me sentiría mejor si tuviera el amuleto —respondió la joven hechicera con una sombría sonrisa—, pero estoy todo lo preparada que se puede estar. ¿Dejaste mi gema en la sala del tesoro de Pharx, Zip?

—Sí, y casi me muero al hacerlo —refunfuñó la personalidad de la cabeza derecha del reptil, emergiendo por un instante para llorar el tesoro que había escapado de entre sus dedos de color púrpura—. ¡Un zafiro negro!

—¿Qué queréis que haga yo? —inquirió Fyodor.

El joven guerrero había pasado los últimos días observando con atención los preparativos. Lo que vio lo tranquilizó en gran manera, pues los dedicados comandantes drows le recordaban a los Colmillos de Rashemen, los astutos caudillos que defendían su diminuto país contra adversarios mucho más poderosos. No obstante, no estaba seguro de su lugar en todo aquello.

—Desde luego nos iría muy bien tu espada, sin embargo es mejor que permanezcas en el templo, lejos de la batalla. Si el frenesí combativo se apoderara de ti, ¿podrías diferenciar a un drow de otro? —repuso Elkantar.

El rashemita no podía rebatir este argumento, pero sus ojos azules reflejaron su frustración mientras escuchaba cómo los drows planeaban cada etapa de su ataque. Nunca, ni siquiera en todos los meses transcurridos desde que la magia de su furia de bersérker se torció, se había sentido Fyodor tan impotente. Registró su depósito de antiguos relatos, con la esperanza de encontrar la respuesta allí; pero la inspiración, cuando por fin llegó, no consiguió tranquilizar su ánimo.

Cuando la reunión finalizó y los presentes se desperdigaron con el fin de prepararse para la batalla, el joven hizo una seña a uno de ellos para que fuera con él a un pasillo apartado. Mientras exponía los términos de su oferta, en su mente resonó la advertencia de un viejo proverbio rashemita: «Quien hace tratos con un dragón o es un loco o un cadáver».

Los barcos de El Tesoro del Dragón estaban bien custodiados, pues al estar completamente cargados y amarrados al muelle, presentaban un blanco tentador. Mercenarios drows recorrían los muelles, y arqueros elfos oscuros vigilaban desde los castillos de popa y torres de vigía de las naves que esperaban. Los comerciantes de El Tesoro del Dragón no ignoraban que los drows de Eilistraee habían mostrado un vivo interés por sus negocios, y no tuvieron que pensar mucho para comprender el motivo. Apiñada en la bodega de uno de los barcos había una veintena de niños drows: varones que nadie quería que alcanzarían un buen precio como esclavos en las lejanas ciudades del sur. Las sacerdotisas de la Doncella Oscura veían con malos ojos tales cosas y eran lo bastante estúpidas para intentar un rescate. Hasta el momento, habían demostrado un admirable comedimiento, pero no había forma de pronosticar lo que pudieran hacer las drows del Templo del Paseo.

No lejos de las naves, muy por debajo de la superficie de las fétidas aguas, Iljrene y diez de sus compañeras sacerdotisas se aferraban al rocoso lecho marino y aguardaban. Según la hembra de dragón de las profundidades de Liriel, el túnel procedente de la fortaleza de los comerciantes finalizaba allí, en la roca maciza del suelo del puerto. Cada miembro de El Tesoro del Dragón llevaba un colgante mágico que le permitía atravesar el rocoso muro a voluntad, y la tarea de Iljrene era hacerse con unos cuantos de aquellos colgantes.

Armadas con espadas cortas y un hechizo que les permitía respirar bajo el agua durante un corto período de tiempo, las sacerdotisas aguardaban impacientes, aguzando los oídos para captar los sonidos del combate en la superficie. Iljrene confiaba en Elkantar —era su comandante y ella había luchado bajo sus órdenes durante casi un siglo— pero aquella tarea precisaba una coordinación perfecta. Si la patrulla de Elkantar no atacaba pronto, las sacerdotisas ocultas se quedarían sin aire. Sin embargo no podían salir a la superficie, pues hacerlo alertaría a los mercenarios de El Tesoro del Dragón y pondrían en peligro a la fuerza del comandante; así pues, Iljrene obligó a sus pensamientos a mantener una fría calma, y aguardó el momento adecuado.

Bajo el mando de Elkantar, una patrulla doble de Protectores nadó en dirección a los barcos amarrados. Habían venido desde las Cuevas Marinas, descendiendo por los portales acuosos que transportaban barcos al oculto fondeadero de Puerto de la Calavera, y desde las oscuras aguas situadas más allá de los muelles. Sus hombres chapotearon con sigilo en dirección a las naves: una veintena de drows, con las plateadas cabezas cubiertas por ceñidas capuchas oscuras, seis hombres y un halfling. Todos aventureros rescatados por las sacerdotisas de Eilistraee y que habían jurado servir a la Doncella Oscura.

Mientras nadaba, Elkantar evaluó las fuerzas dispuestas contra su grupo. Al menos una docena de bien armados mercenarios drows patrullaba los muelles, y un número igual recorría las cubiertas de cada uno de los dos barcos. Sus filas estaban respaldadas por minotauros y letales arqueros elfos oscuros. La batalla tendría un alto precio, pero Elkantar no reconsideró ni por un momento su línea de acción; pues Qilué Veladorn no era tan sólo su consorte, sino su señora. Le había jurado lealtad; haría de buen grado cualquier cosa —incluso morir— por ella. Pero aquella tarea la habría hecho a pesar de todo. Los largos años se difuminaron mientras el drow recordaba otro navío similar. En aquella ocasión, Elkantar había estado encadenado en la bodega: un joven adiestrado como guerrero, nacido noble pero demasiado rebelde para el gusto de su madre matrona. Lo que había soportado durante su esclavitud, y cómo había conseguido escapar finalmente, pesaba con fuerza sobre él en aquel momento.

Pero había llegado la hora de actuar, no de recordar.

La proa del barco más próximo apuntaba fuera de los muelles y era la zona menos custodiada. Un solitario minotauro paseaba por la cubierta del castillo de proa. Elkantar alzó un pequeño arpón en forma de ballesta y apuntó; el proyectil voló en silencio hacia su blanco, arrastrando con él una casi invisible cuerda de hilo de araña. La afilada arma se hundió en el enorme pecho del hombre-toro, y la criatura cayó muerta al instante, desplomándose contra la barandilla, con la cabeza balanceándose sobre el agua. A los ojos de cualquiera, parecía como si se tratara de un marinero mareado que reconsideraba su última comida.

Elkantar nadó hasta el barco y tiró de la cuerda; ésta aguantó, y él trepó por el curvado casco hasta el castillo de proa. Usando el cuerpo del minotauro como escudo, se izó por encima de la barandilla. La alarma se dio al instante, y una flecha pasó rauda desde la torre de vigía, sin darle a él pero hundiéndose con un carnoso golpe sordo en el minotauro que se hallaba sin vida. Elkantar devolvió el ataque con un pequeño arco, lanzando a toda velocidad un dardo tras otro en dirección al arquero.

Entre tanto, su banda había encontrado una red de cuerdas junto a las naves y había trepado a las cubiertas. Los guardias de las naves se apresuraron a presentar batalla, y los drows que custodiaban los muelles corrieron por las planchas para entrar en las naves, desenvainando sus armas mientras lo hacían. Las espadas entrechocaron mientras los elfos oscuros combatían entre sí.

Los Elegidos podrían haber contenido a los luchadores, pero los arqueros que ocupaban los puestos de vigía eliminaban a los valientes invasores uno tras otro. Elkantar contempló, impotente, cómo una flecha alcanzaba a uno de sus hombres en la garganta, y se volvió hacia su segundo —un halfling alto de aspecto lúgubre que lo había seguido por la maroma— y señaló en dirección al puesto de vigía. El halfling asintió y se dejó caer sobre una rodilla tras el cuerpo protector del minotauro, para lanzar una flecha tras otra en dirección al mástil, hasta dejar totalmente inmovilizado al diestro arquero.

Mientras, un pequeño grupo de sacerdotisas seguían a Qilué por las oscuras aguas. Una de ellas, sostenida fuera del agua por dos de sus hermanas, consiguió arrojar una soga alrededor del bauprés. Qilué fue la primera en subir, trepando con agilidad por la cuerda para saltar a continuación al castillo de proa de la nave.

El espectáculo que apareció ante sus ojos la dejó sin habla. Elkantar, su amado, corría con acrobática gracia subiendo por una soga que ascendía casi en vertical desde el castillo de popa a la punta superior del mástil. Llevaba el cuchillo en la mano, y estaba claro que intentaba acabar con el molesto arquero. Era la clase de plan arriesgado y valeroso que había llegado a esperar siempre de su consorte, y, considerando la lluvia de flechas que caía con furia alrededor del mástil, muy bien podría ser el último que llevara a cabo.

La sacerdotisa vivió un instante de desesperación. Había amado y perdido demasiado a menudo en sus muchos siglos de vida; no podía soportar perder también a Elkantar. Pero no era ella quien podía hacer tales elecciones; de modo que Qilué desenvainó su silbante espada y la mantuvo en alto, tomando fuerzas mientras el silbido del arma —los misteriosos y obsesivos tonos de una soprano elfa entremezclados con la llamada del cuerno de caza de Eilistraee— hicieron su aparición.

El mágico sonido galvanizó a las sacerdotisas que la seguían. Cinco espadas más centellearon en la débil luz, uniéndose en un coro que resonaba puro y enérgico por encima del estrépito de la batalla y los alaridos de los moribundos.

Muy por debajo de la batalla a bordo de las naves, Iljrene y sus sacerdotisas se aferraban al suelo del puerto y observaban el oculto portal. De improviso, unos mercenarios drows, respondiendo sin duda a una llamada procedente de los asediados barcos, surgieron veloces de la piedra maciza. Los luchadores drows ascendieron hacia la superficie, con la atención fija en las oscuras formas de los navíos.

Iljrene contó con atención mientras treinta elfos oscuros pasaban raudos junto a su escondite de camino a la batalla. De toda la información que sus espías habían reunido, no parecía muy probable que quedaran más de cuarenta drows en la fortaleza. Los últimos diez, por lo tanto, eran sus objetivos. Cuando éstos hubieron pasado, la maestra de las batallas asintió con la cabeza, y cada sacerdotisa nadó rápidamente en dirección al blanco que había elegido. Las mujeres atacaron por detrás, cada una rebanando la garganta de un drow y liberando el colgante mágico de un solo golpe. Iljrene no tenía nada en contra de tales tácticas; se trataba de una emboscada, no un duelo de honor.

Triunfantes, las sacerdotisas descendieron nadando hasta el portal y, sujetando con fuerza los colgantes, las diez se lanzaron a través de la mágica puerta invisible. Rodaron, empapadas y jadeantes por falta de aire, sobre un túnel cuyo suelo era de roca viva.

Justo delante de unos cuarenta varones armados que llegaban a la carrera.

Los recién llegados se detuvieron en seco, sobresaltados por la inesperada aparición de las fuerzas del Paseo. Iljrene se incorporó de un salto y blandió una espada, aprovechando la sorpresa del enemigo para obtener un poco de tiempo para sus igualmente anonadadas sacerdotisas.

Cuatro a uno, se dijo sombría mientras se enfrentaba al varón más próximo. Desde luego, el estrecho túnel proporcionaba a las mujeres una cierta ventaja —no más de cuatro podían combatir a la vez— pero los mercenarios podían reemplazar a sus bajas tan rápido como caían. Mientras lanzaba mandobles y danzaba, la diminuta guerrera decidió reducir la desigualdad tanto como pudiera antes de que otra sacerdotisa se viera obligada a sustituirla.

Monedas de oro, una montaña de ellas, se removieron bajo los pies de Liriel. Armas mágicas, estatuas, jarrones de valor incalculable y exquisitos instrumentos musicales estaban amontonados alrededor de la base de la dorada colina tachonada de piedras preciosas. La drow dejó escapar un largo y silencioso suspiro de alivio; había penetrado en la sala de El Tesoro del Dragón.

La joven se inclinó y recogió un reluciente zafiro negro que había a sus pies, la gema que Zz’Pzora había colocado allí. Hechizada con el conjuro apropiado, el zafiro había sido el ingrediente final para abrir el portal al interior del baluarte de Nisstyre. Pero Liriel no se detuvo a saborear su triunfo y descendió con cautela del montón de riquezas, resbalando sobre las movedizas monedas a cada paso. Por lo general el más ligero alboroto en el tesoro de un dragón atraía a la maligna criatura rugiendo enfurecida para presentar batalla; pero los sonidos que provenían del cubil de Pharx sugerían que Zz’Pzora se ocupaba de la tarea asignada con inhabitual energía y entusiasmo. El dragón macho se hallaba perfectamente entretenido.

Puesto que no quería correr demasiados riesgos con la caprichosa Zz’Pzora, Liriel marchó a toda prisa por los túneles que conducían a los alojamientos de los comerciantes. En las alturas, ahogados por la piedra, oía los débiles sonidos de la batalla, pero los pasillos se hallaban desiertos. Entonces, por debajo de una de las puertas de piedra cerradas, detectó un hilillo de luz. Se aproximó con sigilo y abrió la puerta en silencio.

En un pequeño aposento se hallaba sentado el hechicero de cabellos cobrizos, envuelto en un chal y estudiando el Viajero del Viento a la luz de una única vela.

—¿Has tenido suerte? —inquirió Liriel, burlona.

Nisstyre se sobresaltó al oír el sonido de su voz y se volvió. Estaba más delgado que la última vez que lo había visto, y sus ojos negros ardían en su rostro ojeroso. El rubí incrustado en la frente llameaba con enfurecida luz roja.

—¿Cómo funciona? —exigió él, esgrimiendo el amuleto—. ¡Sus secretos no se rinden ante la magia drow!

—Te ofreceré amablemente una demostración —le desafió ella—. ¡Dame el amuleto, luego ponme a prueba en combate!

—No deseo hacerte daño.

—¿Tienes miedo de intentarlo? —se mofó Liriel.

El hechicero lanzó un bufido y alzó la mano izquierda. El anillo de oro y ónice que había pertenecido a Kharza-kzad Xorlarrin centelleó bajo la luz de la vela.

—Vencí a tu tutor. ¿Puede hacerlo mejor una estudiante?

Liriel se encogió de hombros.

—Míralo de esta forma: deseas información, y el único modo de obtenerla de mí es matándome y conversando con mi espíritu.

La gema de la frente de Nisstyre volvió a llamear, con más fuerza esta vez. El drow hizo una mueca, y su rostro se crispó de dolor y frustración. Arrojó el amuleto a Liriel, derribando accidentalmente la vela y sumiendo la estancia en una total oscuridad.

—¡Muy bien, lucharé contra ella! —gritó—. ¡Observa si debes hacerlo, pero por todos los dioses, muérdete la maldita lengua!

Liriel contempló con atención al hechicero; éste no hablaba con ella, sino con alguien que no resultaba visible. Alguien que podía oír lo que ella decía, tal vez ver lo que hacía; alguien que quería verla muerta. Su mirada se movió veloz hacia el rubí en forma de ojo de la frente de Nisstyre, y un plan empezó a formarse en su mente.

Se inclinó veloz y levantó del suelo el amuleto del Viajero del Viento. La magia drow capturada en su interior —la propia esencia mágica de la muchacha— fluyó por su cuerpo en una dichosa oleada de poder. Los conjuros de magia drow danzaron listos para ser utilizados en su mente; fuegos fatuos y oscuridad competían por un puesto en las puntas de sus dedos. Por primera vez en muchos días Liriel se sintió completa. Depositó un rápido beso sobre la diminuta funda dorada y se colgó el amuleto al cuello. Luego, con un veloz movimiento de la mano, lanzó la primera de sus armas mágicas contra Nisstyre.

Una pulsación de chisporroteante energía negra salió disparada en dirección al hechicero; pero Nisstyre fue aún más rápido. Desapareció, y el proyectil mágico pasó a través de lo que quedaba de la sombra de su sombra calórica para estallar contra la pared opuesta.

En aquel momento, las paredes de la habitación empezaron a estremecerse, y aparecieron grietas en el techo, que se extendían como ramas de árboles. El suelo bajo los pies de Liriel se combó y tembló con fuerza, y los ojos de la drow zumbaron con un apagado retumbo que sonó como si la misma piedra aullara de dolor.

El primer impulso de la joven fue dejarse llevar por el terror y por un abrumador deseo de huir. Sólo en una ocasión anterior había visto un temblor así, pero toda su vida había oído historias de los desastres que ocurrían cuando la tierra se movía. Patrullas perdidas, túneles derrumbados, ciudades enteras enterradas. Los drows, que pasaban la mayor parte de sus vidas atrapados bajo toneladas de roca, no temían a nada tanto como a aquello.

Entonces la muchacha recordó el amuleto y sus poderes restituidos, y conjurando su habilidad para levitar, se alzó por encima del tembloroso suelo y flotó veloz y con calma en dirección a la puerta. Salió justo cuando el techo se desplomaba. Las piedras cayeron con un rugido atronador, lanzando una nube de polvo al pasillo vacío.

Pero fuera de la estancia de Nisstyre, todo estaba tranquilo e inmóvil, y Liriel aspiró una profunda y tranquilizadora bocanada de aire. El «terremoto» había sido un ataque mágico, limitado a aquella única habitación. Aplaudió en silencio al hechicero por su estrategia —el ataque estaba calculado para acobardar por completo a un adversario drow— mientras regresaba a la sala del tesoro. Pues ¿qué otro emplazamiento podía elegir su contrincante para una batalla de conjuros? ¿Y qué mejor guerrero para cubrirle las espaldas que un dragón? El hechicero contaba con la ventaja de una abrumadora superioridad. No podía saber que un segundo dragón había entrado a tomar parte en la refriega.

Sin embargo, mientras Liriel recorría veloz los silenciosos pasillos, sentía pocas esperanzas de que Zz’Pzora pudiera igualar el tanteo. Hasta ahora la mutante hembra de dragón se había mostrado útil, pero la joven sabía que la criatura podía volverse traicionera en cualquier momento. Su alianza se había formado sobre el supuesto de que no se podía confiar en ninguna de las dos, y para su pesar, Liriel conocía al ser tan bien como se conocía a sí misma.

Incluso en su debilitado estado, Nisstyre resultaba un adversario formidable. En cuanto penetró en la sala del tesoro, la joven drow se vio zarandeada por el aleteo de alas gigantescas. Liriel se dejó caer al suelo y rodó, alzándose con un puñado de cuchillos arrojadizos en la mano. Lanzó tres de las armas al murciélago gigante —un cazador de la noche, el mayor y más mortífero de los murciélagos de la Antípoda Oscura— antes de darse cuenta de que la criatura no era más que una ilusión. El auténtico peligro vino de unos cincuenta pasos más allá. Encaramado en el montón de monedas de oro, Nisstyre alzó despacio una varita y apuntó hacia ella.

—He reconsiderado tu oferta —ronroneó la joven, adoptando una pose seductora—. Si todavía deseas una consorte, me sentiré honrada de aceptar.

Como había esperado, el ojo de rubí de la frente del otro llameó con repentino fulgor. La mano del hechicero vaciló, y él drow zigzagueó con paso inseguro como azotado por la fuerza de la cólera del invisible observador.

—Todavía tengo el mapa que me diste —mintió Liriel con dulzura—. En unos pocos días podemos estar juntos en tu fortaleza del bosque. Podemos compartir el amuleto, como prometiste. ¡Piensa en el poder que podemos manejar juntos! Y tal como prometí, te ayudaré a deshacerte de eso otro. —Señaló el rubí, que a estas alturas vibraba casi de rabia.

—Ella miente —musitó Nisstyre, con el rostro crispado por un dolor insoportable—. Sí, sí… demostraré mi lealtad. —Alzó de nuevo la varita y apuntó hacia abajo en dirección a su blanco.

Pero la joven había ido en busca de un arma propia: un hechizo letal y exclusivamente drow que jamás había puesto en práctica. Agarró un diente de un montón de huesos de enanos y lo lanzó contra el hechicero. Al instante, la mano estirada de su adversario se estremeció y se convirtió en una garra flexionada y deforme. Su varita cayó entre las monedas, pero la atención de Nisstyre estaba totalmente absorta en su espantosa metamorfosis. El pulgar se encogió para convertirse en una cabeza redondeada con una codiciosa boca en forma de pinza; los dedos se alargaron, luego se dividieron por la mitad para convertirse en ocho apéndices delgados y peludos. Lo que había sido la diestra mano de un hechicero era ahora una peluda araña negra que, pensando sólo en su hambre y en lo que precisaba, se retorció en dirección al brazo de su anfitrión y empezó a alimentarse. Por un instante, Nisstyre, horrorizado y paralizado por el dolor, se limitó a contemplar con fijeza cómo la araña asesina se iba comiendo su propio brazo; a continuación empezó a tartamudear una salmodia que disiparía el mortífero hechizo y le devolvería la mano… aunque no la carne que había sido devorada.

Liriel, entre tanto, buscó su siguiente arma. Conocía aquella varita —era una de las que Kharza había fabricado— y sabía cuál sería el próximo ataque de su adversario. Escarbó frenética por entre los tesoros amontonados. Zz’Pzora había dicho que había un espejo: ¿había mentido el traicionero reptil?

Curado ya, Nisstyre se inclinó, y resbaló varios metros por el dorado montón mientras intentaba hacerse con su varita. Consiguió agarrarla con la mano ilesa y apuntó hacia Liriel. Una llamarada, más ardiente que el aliento de un dragón rojo, salió disparada en dirección a la joven elfa oscura.

En ese momento, la drow localizó lo que buscaba. Sus dedos se cerraron sobre el dorado marco, y agarró el espejo para alzarlo ante ella a cierta distancia; luego cerró los ojos y volvió la cabeza para apartarla de la abrasadora luz. El hechizo de aliento de dragón golpeó el plateado cristal y rebotó en dirección al que lo había lanzado.

Los ojos negros del hechicero se desorbitaron de puro pánico mientras el fuego mágico chocaba contra las monedas de oro que tenía a los pies. El metal se fundió al instante, y Nisstyre se hundió profundamente en la borboteante masa derretida. Sus alaridos, mientras padecía la agonía que había pensado para Liriel, eran espantosos.

Los resultados de un ataque con aliento de dragón eran espectaculares pero breves, y en cuestión de poco tiempo, el montón de oro se había enfriado lo suficiente como para soportar el peso de la joven. Ésta trepó a lo alto de la acumulación de riquezas y se inclinó para contemplar al moribundo hechicero atrapado allí. El ojo de rubí parecía estar emergiendo de su frente, y su fulgor se apagaba al mismo ritmo que se agotaba la energía vital del hechicero; Liriel arrancó la gema y sonrió a su cada vez más tenue luz, como si lo hiciera ante el rostro del invisible observador.

—Has perdido —sentenció y, dicho esto, arrojó la inerte gema al montón.

Arrastrándose sobre el vientre, Fyodor se deslizó por el túnel que zigzagueaba por entre roca maciza en dirección a la madriguera del dragón. Zz’Pzora le había precedido bajo la forma de una enorme serpiente púrpura. Había resultado muy curioso contemplar cómo la drow color púrpura se transformaba en una serpiente; pero su aspecto corriente resultaría sin duda más aterrador aún. Fyodor, a pesar de todo lo que había viajado y de sus muchos años combatiendo, nunca había visto a un dragón. No eran tan abundantes en aquellos días como lo eran en los antiguos relatos, y él muy pronto vería, no a una, sino a dos de aquellas criaturas. A una de ellas, había jurado matarla; la otra había jurado matarlo a él.

No era la muerte que la mayoría de bersérkers rashemitas elegirían para sí mismos, pero Fyodor estaba contento con su destino. A pesar de hallarse lejos de su amada tierra, moriría en combate y con honor. Era suficiente.

Por fin llegó al final del tortuoso trayecto. Más allá del túnel se hallaba el cubil del dragón, una caverna enorme hendida por afiladas estalactitas con aspecto de colmillos y atestadas con los huesos de las últimas comidas de Pharx. En el interior del lugar había dos dragones enroscados en reptiliano abrazo. Uno de ellos era sin lugar a dudas Zz’Pzora: una hermosa criatura con dos cabezas, escamas de un tono púrpura irisado y alas enormes del color de la amatista. Era enorme, medía al menos quince metros desde la punta de la cola hasta sus dos hocicos gemelos, pero fue Pharx quien dejó sin aliento a Fyodor; el dragón macho tenía al menos el doble del tamaño de Zz’Pzora, iba acorazado con escamas de un oscuro color castaño y armado con dientes grandes como dagas y zarpas que recordaban curvas cimitarras. Aquélla, comprendió Fyodor anonadado, era la criatura que había jurado ayudar a matar.

Un débil siseo llegó procedente de un lejano túnel, y luego los alaridos de una agonía mortal. Pharx alzó la testa al instante, como un podenco gigante que olfatea la brisa.

—Mi oro —masculló la criatura con voz retumbante, y se desenredó de la hembra de dragón púrpura para echar a correr en dirección al túnel dando bandazos, con la cabeza gacha para evitar el bajo techo—. ¡Mi oro se funde! ¡Debemos protegerlo!

Cuando el dragón se acercó a su escondite, Fyodor saltó al interior de la cueva y desenvainó la espada, blandiéndola con todas sus fuerzas para golpear a la criatura entre los ojos. Pharx se detuvo en seco, sacudiendo la testa y resoplando sorprendido. La espada de filo embotado no había conseguido abrirse paso a través de la coraza del animal, pero por un instante el dragón quedó aturdido y bizqueó.

Zz’Pzora aprovechó la oportunidad. Desplegó las alas y saltó sobre Pharx como un halcón sobre su presa. Sus zarpas encontraron un punto de agarre en las placas verticales de la coraza del vientre del macho, y sus alas envolvieron su lomo cubierto de púas. Las dos cabezas descendieron en dirección a la garganta de la bestia. Nada, excepto los dientes de un dragón, podía perforar las protecciones de tales criaturas, y Pharx, no obstante su enorme tamaño, no conseguía sacudirse de encima a la hembra, a pesar de ser ésta más pequeña. Podría haber apartado una cabeza pero no dos; de modo que, enzarzados en un letal abrazo, las gigantescas criaturas se debatieron y rodaron por el suelo. El macho agujereó las alas de Zz’Pzora, luego las desgarró con su puntiaguda coraza, pero ella siguió aferrada a él, rechinando los dientes y con las dos cabezas sacudiéndose con violencia mientras intentaba arrancar las escamas de su oponente.

Fyodor describió círculos alrededor de la titánica batalla, al acecho de una oportunidad para atacar, pero las dos criaturas estaban tan enredadas entre sí que no podía golpear a una sin dañar a la otra. Finalmente, la cola de Pharx se revolvió hacia fuera, lejos de la aferrada Zz’Pzora, y el rashemita saltó, golpeando con fuerza el apéndice recubierto de escamas. No era mucho, pero tal vez distraería a la bestia y serviría de alguna ayuda a la hembra de dragón.

Las inmensas fauces del ser se abrieron en un rugido de cólera y dolor que sacudió la caverna. A continuación, el reptil bajó las fauces en dirección al lomo de Zz’Pzora y exhaló profundamente. Una perniciosa bruma roja brotó de las fauces del dragón, para aferrarse al lomo de la hembra y derretir toda escama que tocaba como si se tratara de nieve bajo una lluvia de primavera. Las dos cabezas de la criatura chillaron, y Zz’Pzora soltó la garganta de su adversario.

El rashemita atacó entonces, lanzando la espada al frente. Su negra hoja se hincó con fuerza en uno de los agujeros que los dientes de Zz’Pzora habían perforado, y empujó con fuerza hasta que la espada chocó con el hueso. Fyodor sujetó la empuñadura con ambas manos y lanzó su peso a un lado, torciendo la hoja en un letal arco a través de la garganta de Pharx. La sangre empezó a brotar de las fauces de la criatura, sofocando el extraño fuego que corroía las escamas de su adversaria.

La hembra se separó de su moribundo compañero, y el feroz júbilo combativo brilló en sus cuatro ojos.

—Vamos —tronó, abandonando la caverna con paso vacilante—. Liriel está ahí dentro. ¡No tiene sentido dejar que se divierta ella sola!

Despacio y pagando un alto precio, Iljrene y sus fuerzas descendieron por el túnel en dirección a la sala del tesoro. La diminuta sacerdotisa había recibido más de una herida, y sus ropas estaban empapadas con una mezcla de agua marina y sangre. No obstante, no vaciló ni pareció sentir dolor cuando la herían o cuando una de sus sacerdotisas caía. Tenía una misión y la cumpliría. Una vez que asaltaran la nave y rescataran a los niños drows, Qilué conduciría al grupo a la fortaleza de los comerciantes, e Iljrene planeaba asegurarse de que no se encontraran en abrumadora desventaja.

Liriel alzó la mirada cuando Zz’Pzora se introdujo, agachada, en la sala del tesoro.

—Acabaste con el hechicero, por lo que veo —comentó la cabeza izquierda con voz pastosa—. Pharx también está muerto.

—Hacemos un buen equipo, Zip —sonrió la drow.

—Claro que sí —coincidieron al unísono las dos cabezas; la criatura pareció estar a punto de decir algo más, pero su cabeza izquierda se inclinó, luego cayó, balanceándose inerte sobre sus purpúreas escamas manchadas de sangre.

—Me lo temía —dijo la cabeza derecha mirando al suelo con una mueca, y a continuación la hembra se desplomó, de cara, sobre el montón de oro.

Los ojos de Liriel se abrieron de par en par al contemplar la terrible herida del lomo de Zz’Pzora. Las escamas se habían fundido, y la carne parecía devorada por un ácido corrosivo. La drow corrió hacia ella y levantó la cabeza inerte de su amiga.

—Maldita sea, Zip —se lamentó.

Un destello de luz regresó a los ojos de la cabeza izquierda.

—Mi vida ha durado más de veinte mil días —dijo la hembra de dragón, y su voz sonó satisfecha—. Este fue el mejor de todos ellos. —Con estas palabras, la mitad de Zz’Pzora murió.

La cabeza derecha se agitó y alzó de la dorada montaña.

—Un consejo —añadió la hembra en una voz que se debilitaba por momentos—. No confíes en ese humano tuyo. ¡Es un completo imbécil! Me ofreció acompañarme a la guarida de Pharx y ayudarme en el combate si era necesario. A cambio, ofreció dejar que lo matara en el caso que alzara la espada contra cualquiera de los drows de Qilué. ¡A eso se llama una situación en la que todos ganan! —La cabeza derecha sonrió de oreja a oreja, y no en dirección a Liriel—. Ahora estás sola. —Tras decir esto, los ojos del reptil se tornaron vidriosos al tiempo que la cabeza derecha se sumía junto a su compañera en la oscuridad.

Durante un buen rato, Liriel permaneció sentada y acunando la enorme cabeza en su regazo. Muy a menudo había considerado el alto precio que había que pagar por la confianza y la amistad, pero jamás se le había ocurrido que aquel precio se le pudiera exigir a otro. Entonces el sonido del combate aumentó de tono, abriéndose paso por entre el dolor y el pesar de la joven, y Liriel se dio cuenta de que las fuerzas de Iljrene sí habían encontrado resistencia.

La drow depositó con cuidado la cabeza de Zz’Pzora en el suelo y se puso en pie. Dio un paso atrás, al encontrarse cara a cara con Fyodor, y de improviso las últimas y amistosas palabras de la hembra de dragón cobraron sentido.

—¡Sal de aquí! —aulló, empujándolo hacia el túnel—. ¡Tozudo y estúpido… humano!

—Es demasiado tarde —repuso él en tono de desesperación.

La mirada del joven se volvió hacia el enfrentamiento que se aproximaba, y su mano se cerró sobre la empuñadura de su espada, y ante los ojos de Liriel, pareció aumentar en peso y poder. La furia empezaba a dominarlo, y sin duda aquélla iba a ser la última vez.

Los dedos de Liriel se crisparon alrededor del Viajero del Viento, y durante un último instante, saboreó su herencia drow.

—¡El ritual para provocar la furia combativa! ¡Hazlo! —ordenó.

Fyodor le dedicó una mirada sobresaltada, pero estaba demasiado fuera de su propio control para poner en duda la orden. Las Brujas mandaban sobre los bersérkers rashemitas, y hacía tiempo que él había aceptado a Liriel como wychlaran. De modo que elevó su propia voz profunda de bajo en una canción, cantando en la lengua de su tierra el himno del inminente combate.

Entre tanto, la drow abrió el amuleto, y cogió rápidamente el frasco del mágicamente destilado jhuild que Fyodor llevaba en su faja. Hizo girar a toda prisa la parte superior del amuleto, a continuación destapó el frasco con los dientes y finalmente lo vertió con cuidado sobre la diminuta funda. Liriel no tenía ni idea de si el ritual sería suficiente para almacenar y controlar la magia del bersérker. Si funcionaba, sería de modo temporal, pero al menos permitiría a Fyodor seguir vivo y también a aquellos drows que habría matado en su frenesí. Nadie más, se juró con ferocidad Liriel, pagaría por las elecciones que ella había hecho.

De improviso, la canción de Fyodor se detuvo, y los ojos del rashemita se tornaron opacos y vacíos. Liriel lo sostuvo mientras caía, sin preocuparse de si el precioso frasco de jhuild iba a parar con un tintineo entre el tesoro. Los oscuros cabellos de la nuca del joven estaban separados por una profunda cuchillada, y por entre la veloz hemorragia Liriel pudo distinguir el hueso.

Alzó la mirada. Por encima de ellos se hallaba Gorlist, con una espada ensangrentada en la mano.

—Tu turno —anunció con lúgubre satisfacción.

Una fría cólera corrió por el cuerpo de la muchacha drow, haciendo a un lado su pena.

—Cuerpo a cuerpo —desafió, y el luchador asintió con una sonrisa afectada.

Con movimientos cuidadosos y deliberados, Liriel tapó el amuleto, encerrando perfectamente su magia de la Antípoda Oscura allí; luego se puso en pie y sacó su daga. Los dos drows cruzaron armas con un tintineo y dio comienzo el letal duelo.

Liriel comprendió al instante que la maestría de Gorlist era muy superior a la suya, y en un principio apenas si pudo contener sus enfurecidas y martilleantes cuchilladas. El varón era más alto, más pesado y tenía más experiencia; pero las horas de entrenamiento de la muchacha se hicieron notar y luchó con más habilidad de la que creía poseer. Sin embargo, sabía que no podía derrotar en combate a su adversario. Su única posibilidad era ser más lista que él.

Por el rabillo del ojo, vio cómo Qilué atravesaba el portal, seguida por sus sacerdotisas. Ellas no la vieron, ni oyeron los sonidos del feroz duelo por encima del clamor del combate que empezaba a penetrar en aquellos instantes en la sala del tesoro. Las drows desenvainaron las cantarínas espadas y se precipitaron hacia la entrada del túnel para interceptar a los mercenarios que Iljrene conducía inexorablemente hacia abajo.

De repente, Liriel supo qué debía hacer. Despacio, con premeditación, dejó que Gorlist la fuera empujando hacia atrás en dirección al invisible portal que conducía a las naves de El Tesoro del Dragón. La presencia de Qilué allí significaba que los navíos habían sido puestos a buen recaudo, ofreciendo seguridad y un modo de escapar.

Cuando llegó al portal, la drow fingió dar un traspié, y Gorlist, con expresión triunfal, se abalanzó al frente para asestar el golpe definitivo. Veloz como el pensamiento, la joven levitó en el aire, giró, lanzó al luchador por el portal de una patada. Gorlist desapareció como si no hubiera existido jamás.

Liriel, todavía mágicamente suspendida, lanzó el hechizo que cerraría el portal y encerraría en el exterior a su adversario. Una vez hecho eso, flotó hasta el suelo y paseó una veloz mirada por la caverna. Unos cuantos comerciantes aún combatían, pero la mayoría habían caído ante las cantarínas espadas de las sacerdotisas de la Doncella Oscura. Por fin era libre de ir junto a Fyodor.

Corrió hasta él, se inclinó y descubrió que todavía respiraba. Sus brazos rodearon a su amigo, y su brillante cabeza se hundió al frente en las plegarias más sinceras de toda su vida. Sus súplicas no nombraban a la diosa, pero Liriel no tenía duda de quién escuchaba y prestaba atención.

Fue así como la encontró Qilué. La sacerdotisa posó una mano sobre el hombro de la muchacha, y Liriel alzó los ojos, indecisa sobre lo que la otra podría hacer ahora que la batalla había finalizado. Sujetó con fuerza el Viajero del Viento, y sus ojos dorados brillaron desafiantes.

—Nisstyre está muerto, los seguidores de Vhaeraun derrotados. El Viajero del Viento es de Fyodor y mío ahora. ¡Nos lo hemos ganado! —rugió.

La sacerdotisa sonrió a la feroz muchacha drow.

—Aún no —dijo Qilué—, pero sospecho que, con el tiempo, lo conseguiréis.