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Shakti

¡T res días! —exclamó enfurecida Shakti Hunzrin y arrojó su jarra de agua contra la puerta de su cuarto.

La delicada pieza de alfarería se hizo añicos con un satisfactorio chasquido y una cascada de polvo y fragmentos, aunque esto no sirvió para mejorar el estado de ánimo de la drow; poco placer podía obtenerse de la destrucción de objetos inanimados. Siguió dando vueltas nerviosamente por la habitación, sintiéndose tan furiosa como un enano sumergido en agua.

La sacerdotisa había malgastado mucho tiempo y varios buenos conjuros observando las idas y venidas de su rival Baenre, pero todo aquel esfuerzo había resultado baldío. La dama matrona, contra toda lógica, había concedido a su querida sobrina permiso para ausentarse. Y ¿para qué? Según todas las noticias, Liriel se había parapetado en su casa. Sin duda la princesita necesitaba tiempo para recuperarse de los rigores padecidos durante cinco día completos de estancia en Arach-Tinilith, decidió Shakti con amargura.

Pero ¿tres días? A ella misma sólo se le habían concedido algunas horas de permiso de vez en cuando, y sólo para ocuparse de cuestiones apremiantes relacionadas con el negocio de su familia.

Súbitamente, la sacerdotisa interrumpió su nervioso paseo. Quizá, reflexionó, unas cuantas horas podrían ser suficientes.

Alisó los pliegues de su túnica y volvió a arreglarse los cabellos con gesto impaciente, pues tenía la costumbre de tirarse de ellos durante sus rabietas. Sus zapatillas trituraron los fragmentos de cerámica rota cuando abandonó con pasos rápidos la habitación para ir en busca de la matrona Zeld.

—¿Por qué necesitas estar fuera unas horas, y por qué razón vienes a mí?

Ambas eran preguntas razonables y Shakti estaba preparada para ellas.

—Es la época de cría de los rotes —explicó la sacerdotisa Hunzrin—. Nadie sabe tanto sobre el asunto como yo. Ni siquiera los mismos rotes —añadió con orgullo.

La maestra Zeld frunció el entrecejo ante la extraña declaración, pero decidió no insistir.

—Pero tú eres una estudiante de duodécimo año, que está próxima a la categoría de gran sacerdotisa. No tengo autoridad sobre ti.

—Pero puedes darme permiso para salir —repuso ella, inclinándose al frente—. Resultaría ventajoso para las dos que yo marchara. Puedo traer información conmigo al regresar.

—Debo admitir que no siento demasiado interés por la vida social del ganado —replicó la maestra con tono mordaz.

La joven sacerdotisa se quedó en silencio, luchando por contener su creciente enojo. No había esperado que la maestra fuera tan difícil. A todas luces la matrona Zeld sentía muy poco afecto por Liriel y no le desagradaría ver a su joven alumna humillada, y si hacerlo podía acarrear problemas a la casa Baenre, mucho mejor.

—¿Puedo hablar con franqueza?

—Eso resultaría reconfortante. —Los labios de Zeld se curvaron en irónico regocijo.

También podía resultar letal, y sabedora de ello, Shakti eligió sus siguientes palabras con cuidado.

—Arach-Tinilith es la fuerza de nuestra ciudad, la gloria de Lloth. Durante incalculables siglos, a los alumnos no se les permitía abandonar la Academia hasta que su adiestramiento había finalizado. Ahora, en estos tiempos turbulentos, cada casa necesita los talentos de que puede disponer, incluidos los de sus miembros más jóvenes. Aun así, el permiso para abandonar la Academia no se concede a la ligera, y no sin perspectiva de obtener un mayor beneficio por ello.

La maestra Zeld escuchaba con atención, oyendo también aquellas palabras que Shakti dejaba sin decir.

—Y estás diciendo que tu necesidad es lo bastante grande para justificar tu salida.

—No tan grande, quizá —contestó la sacerdotisa Hunzrin, inclinando la cabeza en una respetuosa reverencia— como los planes y proyectos de algunas de las casas más importantes.

—Comprendo.

Zeld se recostó en su sillón y estudió a la joven drow. Finalmente, la joven sacerdotisa había dado a conocer sus intenciones y lo había hecho con impresionante sutileza. Desde luego, la maestra Zeld había comprendido los motivos de Shakti desde el principio, y se había hecho de rogar sólo para forzar a la hembra Hunzrin a depositar algunos incentivos en la mesa de negociación. Shakti no era la única que se preguntaba qué intriga tenía en mente la casa Baenre que requería la participación de la hija hechicera de Gomph. Muchos habían intentado descubrirlo —sin provocar las iras de la primera casa— y hasta ahora todos habían fracasado, de modo que tal vez la obstinada joven sacerdotisa llena de odio podría tener más suerte. Si Shakti fracasaba no sería una gran pérdida; pero si tenía éxito, el propio clan de Zeld estaría muy contento de recibir tal información, e incluso ella podría ser recompensada por algo que había llevado a cabo Shakti.

—Tienes mi permiso para salir, siempre y cuando regreses a tiempo para los ritos. Hay otras condiciones, desde luego.

—Naturalmente.

—Me darás un informe completo cuando regreses. No omitas nada.

La joven asintió respetuosamente y se puso en pie para marchar.

—Los Hunzrin han adquirido nuevos animales de cría para revitalizar el rebaño. Planeamos introducir tanto rotes salvajes como el rote de mayor tamaño de la superficie en el rebaño, y esperamos buenos resultados de esa mezcla. Me complacerá traerte una copia de los informes de nacimientos. Esto podría serte de utilidad si alguna vez se cuestiona tu decisión de concederme permiso para ausentarme.

—Tu atención a los detalles resulta encomiable —repuso Zeld con ironía—. Hay una condición más. Si fracasas, esta conversación no ha tenido lugar jamás.

Una lúgubre sonrisa apretó los labios de Shakti. Se comprendían la una a la otra a la perfección, sin que se hubiera pronunciado una sola palabra concreta.

—Comprendo tu reticencia —dijo con suavidad—. La cría del rote no es precisamente un tema de conversación popular. Ya he observado que nadie parece sentir el mismo entusiasmo que siento yo por el tema.

—Ni siquiera los rotes, probablemente.

Pero la joven, en su prisa por marchar, no oyó el malicioso comentario de la maestra, aunque, de todos modos, la joven y seria sacerdotisa no lo habría entendido.

Y esto, se dijo Zeld, ya le convenía. Shakti tenía talento, era tortuosa, trabajadora y totalmente malintencionada. A pesar de lo joven que era, la sacerdotisa Hunzrin desde luego no se perdía nada, y estaba demostrando ser una formidable enemiga. De haber sido bendecida con un poco más de perspectiva, que a menudo se manifestaba bajo la forma de humor negro, habría resultado una joven mucho más peligrosa aún, ya que incluso sin ella era alguien a quien no se debía perder de vista.

Todos los drows, incluidas las poderosas damas de Arach-Tinilith, estaban siempre ojo avizor para detectar posibles rivales.

Era muy propio de Liriel Baenre tener una casa justo frente a la sala de festejos de peor reputación de todo Narbondellyn, se dijo Shakti con amargo desdén. Acomodada en una litera lujosamente acolchada y oculta a la vista por cortinajes que caían por todos lados, apartó ligeramente el grueso terciopelo y atisbo al otro lado de la calle para contemplar el castillo en miniatura de su enemiga.

En la mano sujetaba una piedra de la luna que había hechizado para buscar a su rival, la misma piedra que había acabado, inexplicablemente, en el dormitorio de la maestra Mod’Vensis Tlabbar. Recuperarla no había sido ninguna nimiedad, y en aquel momento la joven lamentaba tanto esfuerzo realizado, ya que la magia de la piedra no podía atravesar el velo de hechizos que ocultaba a Liriel de los ojos de todos. Shakti había probado, también, conjuros clericales, pero Lloth no había respondido a sus súplicas. Fuera cual fuese la maquinación que la casa Baenre tenía en mente, al parecer gozaba del favor de la Señora del Caos.

Aquello dificultaba aún más las cosas, pues la única esperanza de Shakti de obtener acceso al castillo de Liriel era por medios físicos. Sus espías habían informado de que habían visto a la muchacha abandonar el lugar a primeras horas de aquel día, pero ¿quién podía saber cuánto tiempo permanecería fuera? Si la sacerdotisa quería encontrar un modo de entrar, debía hacerlo pronto. La miope muchacha entrecerró los ojos frenética, pero no consiguió ver nada desde aquella distancia que le sirviera de ayuda.

Con un siseo de frustración, Shakti abandonó el establecimiento y atravesó la calle a toda prisa. Como muchos de los drows de Menzoberranzan, viajaba envuelta en su piwafwi, con el rostro oculto en su profunda capucha. De todos modos, era muy consciente de que su robusta figura y característico andar desgarbado hacían que resultara muy llamativa, y no deseaba que la vieran examinando la casa. Una pasada, dos como máximo, fue todo lo que se arriesgó a efectuar.

Al principio no vio nada que pudiera ayudarla. Las casas de aquella ciudad, incluso las de los plebeyos, eran virtuales fortalezas protegidas mediante magia e ingeniosos artilugios ocultos. Hasta donde podía ver, no había modo de entrar. Entonces detectó un movimiento en la, al parecer, piedra maciza de la puerta principal. Una diminuta puerta basculante se abrió hacia arriba y hacia fuera, y la cabeza moteada en rojo y negro de un lagarto asomó por la abertura; la lengua del animal chasqueó al exterior para saborear la brisa y luego la criatura se perdió veloz entre las sombras.

La sacerdotisa sonrió. Por fin había hallado el punto débil en las defensas de su rival. Había oído rumores de que la mimada princesa poseía una colección de mascotas exóticas traídas de lejanas zonas de la Antípoda Oscura, y aquella puerta estaba diseñada sin duda para permitir a la colección de lagartos falderos de Liriel entrar y salir a su gusto.

Era posible que aquella puerta tuviera también salvaguardas mágicas; pero Shakti jamás lo sabría con seguridad a menos que la pusiera a prueba.

De modo que con toda la rapidez de que fue capaz, la sacerdotisa se encaminó a la casa de cierto hechicero, un plebeyo de considerable talento, cuyas habilidades podían contratarse. Desde luego, había sacerdotisas en su familia que manejaban magia clerical más potente que la suya, y dos o tres que podrían ser capaces de lanzar el hechizo necesario; pero aquello significaría invocar a Lloth, una empresa peligrosa en cualquier momento y una insensatez cuando el propósito era un ataque directo contra una hembra Baenre. Además, aquello era una cuestión personal y Shakti no deseaba implicar a su familia. Entre los drows, resultaba mucho menos caro pagar por un servicio que aceptar un favor, ya que el precio para esto último no resultaba jamás exactamente lo que se esperaba.

En una hora, Shakti y su hechicero contratado penetraban subrepticiamente por una puerta trasera en el recinto Hunzrin. La joven condujo a su acompañante a los barracones que alojaban a los soldados del clan y allí seleccionó a un soldado —un prescindible varón, desde luego— y le explicó la tarea que le aguardaba.

—Entrarás en la casa de Liriel Baenre a través de la puerta que utilizan sus lagartos domesticados. Este hechicero te encogerá a una fracción de tu tamaño normal.

—¿De qué tamaño? —osó preguntar el soldado.

Shakti extendió las manos, una sobre la otra, midiendo una distancia de unos quince centímetros entre ambas.

El varón palideció y su rostro se tornó casi azul en la visión del espectro infrarrojo.

—Pero los lagartos…

—Estás armado —le espetó ella—. ¡Los soldados de la casa Hunzrin han sido adiestrados para combatir enemigos mayores que simples lagartos falderos!

El soldado consideró la cólera pintada en el rostro de la sacerdotisa y decidió que lo más seguro sería mantenerse callado y hacer lo que le decía. ¡No importaba que para un drow de quince centímetros, una salamanquesa grande resultara un adversario casi tan espantoso como un dragón!

—Como ordenes, matrona. —Inclinó la cabeza en un gesto de respeto y aceptación, aunque hizo una pausa, para permitir que su intencionado error flotara en el aire como incienso—. Lady Hunzrin —rectificó.

Era una estratagema evidente, una ridícula búsqueda de favor que le habría supuesto un violento bofetón —o algo peor— por parte de la mayoría de las hembras drows. Pero incluso un humilde soldado podía reconocer la ambición, el orgullo, en el rostro de aquella mujer, y el obstinado fervor excepcional incluso entre las drows fanáticas. Shakti oiría sólo el cumplido implícito en las palabras del soldado, y no la burla.

Como había esperado, la joven sacerdotisa recibió su adulación con una sonrisa complacida, para, a continuación, hacer una seña al hechicero, quien entregó al hombre un pequeño frasco.

—Cuando estés a salvo en el interior, bebe esta poción. Invertirá el hechizo y te devolverá a tu tamaño normal —indicó el hechicero.

—Asegúrate de no ser visto —añadió Shakti—. Mata a los criados sólo si es necesario. Una vez que estés seguro de que no seremos descubiertos, puedes dejarme entrar por la puerta trasera. Es casi seguro que las puertas no están protegidas desde el interior.

A una seña de la sacerdotisa, el mago empezó a conjurar su hechizo. Con los ojos cerrados, salmodió las arcanas palabras de un largo y prolongado cántico, realizando en todo momento complicadas gesticulaciones en el aire. Shakti aguardó con tranquilidad durante todo el conjuro, mostrándose paciente por una vez en su vida a pesar de su expectación; teniendo en cuenta el precio del hechizo y la reputación del hombre había esperado cierto espectáculo.

Durante todo el proceso, el soldado se mantuvo en posición de firmes: tenso y estoico. El cántico alcanzó una nota aguda y gimoteante, y el hechicero finalizó el conjuro con un veloz revoloteo de las manos y un breve fogonazo de luz morada.

Una humareda, del mismo extraño tono púrpura que el destello de luz, surgió de las manos extendidas del conjurador, se dirigió directamente al soldado, y lo envolvió de pies a cabeza, como una nube en forma de drow. Al instante la nube empezó a moverse hacia dentro, para condensarse sobre el cuerpo del soldado y presionarlo por todos lados.

Los ojos del varón se desorbitaron cuando la mágica bruma se apretó a su alrededor, y poco a poco, de un modo inexorable, el cuerpo del drow empezó a ceder bajo la presión. Un dolor intenso contorsionó su rostro, y su boca se abrió en un alarido angustiado. El proceso de reducción y los alaridos prosiguieron durante un buen rato.

Shakti se inclinó al frente, con los ojos iluminados por un malsano placer mientras observaba. Finalmente, el soldado alcanzó el tamaño que se acomodaba a sus propósitos, y detuvo al hechicero con un gesto de cabeza. El humo morado se desvaneció al instante y el soldado, ahora lo bastante pequeño como para caber en la palma de la mano de la sacerdotisa, se desplomó sobre el suelo.

—A propósito, esto puede resultar doloroso —mencionó el mago con indiferencia.

La sacerdotisa se dio cuenta de la expresión satisfecha que mostraba el hechicero, del perverso regocijo de sus ojos, y vio la oportunidad escrita allí. Incluso en la venganza, la mujer era una avara administradora, tan astuta como cualquier comerciante de la ciudad.

—Tus honorarios —dijo, entregando al hechicero unas monedas que sumaban un poco menos de la cantidad acordada.

La mujer indicó con una significativa mirada al diminuto drow del suelo, y su única ceja enarcada dio a entender a su interlocutor que ya había sido bien recompensado por el placer que su hechizo le había proporcionado.

El hechicero no discutió su silenciosa lógica; aceptó las monedas que se le ofrecían y, con una última mirada satisfecha a su obra, se perdió en la oscuridad de Menzoberranzan.

Shakti se agachó y levantó al soldado, maravillándose ante lo frágil que resultaba el luchador con aquel tamaño. Podía aplastarlo cerrando los dedos y sólo mediante un supremo esfuerzo consiguió la sacerdotisa no dejarse llevar por el tentador impulso.

En su lugar se prometió un regalo cuando aquello hubiera finalizado: una docena de soldados diminutos, celebrando una batalla a muerte para divertirla. ¡Qué maravilloso, qué divino, resultaría! ¡Qué emocionante, la sensación de poder! Sería como si rozara la misma sombra de Lloth. Algo así era más que una diversión, razonó la joven sacerdotisa; sería un acto de devoción y por el que no le importaría pagar el alto precio de los conjuros del hechicero.

Shakti introdujo al varón en la parte frontal de su túnica. Allí estaría seguro, aferrado a la cadena de la insignia de su casa e introducido en su amplio escote. La satisfacía aquel patente recordatorio del poder que las hembras ejercían sobre los inferiores varones.

Shakti Hunzrin no se andaba con sutilezas.

La sacerdotisa Hunzrin se agachó, con el pretexto de recoger un paquete caído, y subrepticiamente depositó al luchador en miniatura cerca de la puerta principal de Liriel. Como le habían indicado, éste corrió en dirección a la puerta para lagartos y empujó.

Shakti aspiró con fuerza y empezó a alejarse; la rodearía y se acercaría a la mansión por detrás. Si todo salía bien, su diminuto espía le daría acceso al castillo de la joven Baenre, y ella registraría el lugar con rapidez, antes de que su propietaria regresara.

Un sonido se dejó oír a su espalda, un agudo gorjeo como los chillidos de una rata herida. Shakti se detuvo en seco, y lanzó un juramento. Así pues, la diminuta puerta también contenía trampas.

Giró en redondo y contempló con rabia a la pequeña figura que se acercaba a ella tambaleante; la levantó rápidamente del suelo y la acercó a sus ojos. De su cuerpo sobresalía un dardo, como los que los drows usaban en sus pequeñas ballestas, pero teniendo en cuenta su tamaño actual, era como si el luchador hubiera quedado empalado en una lanza de casi un metro. Y le había acertado en el vientre, una de las muertes más lentas y dolorosas.

Shakti volvió a lanzar un juramento, y sus ojos se dirigieron veloces hacia la calle. Una patrulla de drows montados en lagartos se aproximaba, realizando su silenciosa ronda por la ciudad.

—Te preocupaban los lagartos —siseó al pequeño varón—. Sin embargo, si fueras a vivir lo suficiente, te sentirías feliz por haberte tropezado con éste.

Con estas palabras, arrojó al soldado drow en el camino de una de las monturas lagarto que pasaban. La larga y delgada lengua de la criatura se movió veloz y giró alrededor del inesperado bocado, que se tragó tan deprisa que su jinete ni siquiera se dio cuenta de lo que su montura se acababa de comer.

Una vez más Shakti volvió sobre sus pasos en dirección al complejo Hunzrin. Ahora que conocía la naturaleza de las trampas que custodiaban la puerta, enviaría a otro criado, uno mucho más valioso que un soldado varón.

Al cabo de menos de una hora, Shakti cruzaba triunfante la puerta trasera de Liriel, contemplando a la criatura que le había permitido el acceso con una mezcla de orgullo y repugnancia. Su rostro era una espantosa parodia de un semblante drow; de color azul oscuro, con largas orejas puntiagudas que casi parecían cuernos, la cabeza podría haber pertenecido a un habitante del Abismo, mientras que el cuerpo era el de una gruesa serpiente, con casi tres metros de longitud y cubierto de escamas también de color azul oscuro. La balanceante cola de la criatura terminaba en una punta aserrada y venenosa. Era un naga oscuro, una de las criaturas más infrecuentes de la Antípoda Oscura y una aliada valiosa de la casa Hunzrin.

—Paga a Ssasser ahora —susurró el naga con una voz etérea y sibilante, dejando al descubierto los colmillos en una mueca expectante, al tiempo que la larga lengua bífida chasqueaba al exterior—. Terminada servidumbre de Ssasser a la familia Hunzrin.

—Esos no fueron los términos de nuestro acuerdo. Cuando tenga a Liriel Baenre en mi poder, serás libre —le recordó Shakti.

La criatura hizo una mueca amenazadora y luego soltó un tremendo eructo. Sus finos labios se fruncieron y escupió un pequeño dardo a los pies de la sacerdotisa.

—Esto tragó Ssasser, cuando Ssasser puerta atravesó. Era buena trampa. Si Ssasser no saber existencia disparador mágico, Ssasser muerto estaría.

Shakti apartó el dardo de una patada. Entre las innumerables habilidades del naga oscuro se hallaba la capacidad de tragarse virtualmente cualquier cosa sin sufrir daño. Armas, venenos, libros de hechizos; todos quedaban bien almacenados en el órgano interno del ser que permitía a éste transportar cualquier cosa que necesitara. Había que reconocer que atrapar un dardo disparado por una ballesta resultaba bastante extraordinario, pero quedaba claro que el naga había estado a la altura de tal desafío.

—Costó a Ssasser, ya lo creo, el hechizo de invisibilidad —insinuó éste.

—Y recibirás otro, sin ningún coste adicional —prometió la sacerdotisa.

Por encima de todas sus otras armas, el naga era apreciado por su habilidad mágica; pero el alto coste de desarrollar su magia natural a menudo forzaba a los nagas a la servidumbre. Aquella criatura estaba demasiado en deuda para verse libre de la familia Hunzrin en un futuro próximo, de modo que Shakti sintió que podía mostrarse generosa.

Ordenó al ser-serpiente que regresara a la casa Hunzrin y luego empezó a registrar el castillo. El hogar de Liriel era, como ya había esperado, un verdadero antro de relajación, pero como la sacerdotisa Hunzrin no sentía demasiado interés por los lujos, dedicó a la mayor parte de la casa muy poca atención. La habitación que le interesaba era el estudio.

Y en él halló lo que buscaba. Los libros eran algo raro y caro, pero Liriel tenía un buen número de ellos. La mayoría, bellamente encuadernados en preciosas pieles y repujados con elegantes runas drows, estaban pulcramente ordenados en estantes, y Shakti no les dedicó más que una ojeada, pues estaba mucho más interesada en los toscos y estropeados tomos que parecían estar desperdigados por todas partes.

Había libros apilados sobre la mesa de estudio, amontonados contra una pared, repartidos por el suelo. Y ¡qué libros! Muchos de ellos trataban de humanos y de su magia; temas prohibidos en Menzoberranzan.

Llena de regocijo ante su descubrimiento, Shakti apretó uno de los condenatorios volúmenes contra su pecho. Habían muerto drows por ofensas menos graves y la posesión de aquellos libros era suficiente para provocar serios problemas incluso a un miembro de la casa Baenre. Pero aquello no era suficiente para la vengativa joven; quería saber por qué Liriel había buscado aquella información en la superficie.

Nadie corría tales riesgos motivado únicamente por una curiosidad intelectual. ¿Planeaba la casa Baenre otro golpe contra la superficie? ¿O buscaba tal vez una alianza con un grupo de humanos? Si cualquiera de ambas cosas resultaba cierta, la ciudad se rebelaría.

Shakti arrojó el libro a un lado y alargó la mano para coger otro. Al instante se quedó inmóvil cuando una serie de páginas sueltas cayeron del libro que acababa de tirar.

La sacerdotisa se inclinó y recogió una hoja. Era un excelente pergamino vitela, cubierto con una pequeña y bien trazada escritura drow. Incluso sin luz, la miope joven pudo leer la página, ya que estaba escrita en tinta siempre negra, la rara y reluciente tinta utilizada sólo por los hechiceros drows más poderosos y prósperos.

A medida que leía, su excitación iba en aumento. ¡Eran las notas de Liriel Baenre, escritas de su puño y letra! Shakti echó un vistazo a una página tras otra, y lo que fue saliendo a la superficie superaba en mucho sus más siniestros sueños de venganza.

Liriel Baenre había hallado un modo de trasladar sus innatos poderes drow a la superficie. Había encontrado un amuleto, un objeto humano no especificado, que le otorgaba ese poder.

Las páginas cayeron inadvertidas de las manos de Shakti cuando ésta comprendió finalmente la importancia de su descubrimiento. En aquellas hojas leía la condena a muerte de su adversaria, pues la mayoría de los drows de la ciudad matarían tranquilamente por conseguir tal magia. Y luego ¿qué sucedería? Para bien o para mal, algo así podría cambiar a Menzoberranzan para siempre.

Pero ¿cómo, se preguntó Shakti, había conseguido Liriel tal cosa? Con impaciencia, la sacerdotisa cogió un libro tras otro y, por fin, escondido entre las hojas de un volumen particularmente estropeado, encontró lo que buscaba: una factura manuscrita firmada sólo con un tenue y familiar dibujo, que Shakti reconoció como la marca de El Tesoro del Dragón.

Una mueca salvaje crispó el rostro de la joven. Conocía bien la banda comerciante. De hecho, había adquirido un nuevo semental rote a El Tesoro del Dragón, un carnero blanco cuyo compacto tamaño e inusual calidad de la lana lo señalaban como propiedad de la casa Zinard, una familia de la ciudad drow de Ched Nasad. El rote era robado, desde luego, pues los Zinard jamás se habrían deshecho de un animal tan valioso.

Se rumoreaba por todo Menzoberranzan que El Tesoro del Dragón podía proporcionar artículos de contrabando de casi cualquier clase. La banda comerciante protegía los innumerables secretos de sus clientes, pero sin duda Shakti hallaría un modo de hacer hablar a uno de los mercaderes. Poseía tanto talento para la tortura como cualquier drow de Menzoberranzan, y los juramentos de discreción, e incluso el temor a morir a manos del capitán Nisstyre, no significarían gran cosa para el infortunado varón que cayera en sus manos.

Antes de que sonara la campana llamando a los devotos de Lloth a la ceremonia, Shakti había extraído cierta fascinante información a la presa que había elegido. El mercader no había sabido nada sobre Liriel Baenre, pero se había mostrado muy elocuente respecto a su amo.

Nisstyre, al parecer, no era sólo un capitán comerciante. Era un hechicero adiestrado en las escuelas de Ched Nasad, que había huido de la ciudad hacía muchas décadas antes que someterse a la prueba de lectura mental para demostrar su lealtad a Lloth. Shakti se dijo que tal vez ella supiera el motivo.

En sus últimos momentos de agonía, el torturado drow había confesado ser un seguidor de Vhaeraun, el dios drow de la intriga y el latrocinio, y parecía poco probable que un criado se atreviera a seguir a tal dios sin el conocimiento y aquiescencia de su señor. Eso proporcionaba a Shakti una poderosa arma que usar contra Nisstyre, pero curiosamente, la mujer no se sentía inclinada a utilizarla.

El concepto de una deidad rival le fascinaba, si bien jamás había albergado tales pensamientos, sabiendo que era su destino convertirse en sacerdotisa de Lloth. Siempre se había sentido agraviada por ello, pero jamás lo había considerado de otro modo.

Ahora, por primera vez en su vida, Shakti empezó a pasar del descontento a la ambición. La ciudad se encontraba al borde de la anarquía, y por lo tanto, ¿qué mejor momento para destruir el poder de las sacerdotisas de Lloth? Y ¿qué mejor instrumento que una deidad rival? Si ese Vhaeraun poseía poderosos seguidores ocultos en la ciudad, tal vez ella encontraría algo que los persuadiera de presentar batalla al vacilante matriarcado. Lo que resultaba más delicioso aún, una conexión demostrada entre los seguidores de Vhaeraun y la casa Baenre podría muy bien derribar a la primera casa. Liriel no sobreviviría a tal conflicto, desde luego, pero incluso tan agradable perspectiva perdía interés ante el esquema más amplio que iba apareciendo en la mente de Shakti.

La anarquía estaba muy bien, y era necesaria para efectuar un cambio radical en la sociedad de Menzoberranzan, pero alguien tendría que devolver el orden a la ciudad. Shakti se sentía muy segura de su habilidad para la administración, pero también se daba cuenta de que no existía una única persona, una única facción, con fuerza suficiente para recuperar el control. Su familia controlaba gran parte del suministro de alimentos a la ciudad y aquello era una herramienta poderosa; pero ella necesitaría también aliados y vínculos fuertes en el mundo situado fuera de la ciudad, ¿quién mejor para proporcionar ambas cosas que un poderoso capitán de comerciantes que también era un hechicero?

Y respecto a eso, ¿quién mejor para arrebatar Menzoberranzan de las manos de Lloth que Vhaeraun, el dios drow de los ladrones?

La mujer asintió. En algún momento, no muy lejano, haría una visita a ese Nisstyre.