10

Pasión viajera

Liriel realizó su viaje de vuelta a través de la Antípoda Oscura sin más incidentes, tomando una serie encadenada de portales mágicos que la transportaron sin pausa en dirección a Menzoberranzan. Su último conjuro la llevó a la Torre de los Hechizos Xorlarrin. En cuanto salió por el portal, Kharza-kzad saltó sobre ella. El hechicero sujetó a su alumna por los hombros y la expresión de su rostro sugería que no estaba muy seguro de si debía abrazarla o zarandearla hasta que le castañetearan los dientes.

—¿Dónde has estado durante tanto tiempo? —exigió saber—. La Muerte Negra de Narbondel hace mucho que tuvo lugar… ¡se aproxima el nuevo día! ¡He estado aquí todo el tiempo desde que te fuiste, dando vueltas, loco casi de preocupación!

—La Muerte Negra de Narbondel —repitió ella en voz baja, apartando distraídamente las manos del hechicero. En el mundo de la superficie, eso significaría medianoche. El amanecer no tardaría en llegar al claro del bosque, ¡y ella no estaría allí para verlo!

Por otra parte, no se había dado cuenta de que había transcurrido tanto tiempo y no deseaba estar fuera de la Academia cuando el hechizo que oscurecía la piedra de visión de Shakti Hunzrin se disipara. Existía siempre la posibilidad de que la sacerdotisa pudiera convencer a la maestra Zeld de que la habían engañado, de que otra persona había enviado unos ojos fisgones al dormitorio de Mod’Vensis Tlabhar. Liriel sabía perfectamente que la lista de sospechosas sería muy corta.

—Escucha, Kharza, tengo que regresar a Arach-Tinilith. Hablaremos más tarde.

—¿Eso es todo? ¿Es eso todo lo que tienes que contarme? Después de todo lo que he pasado, del terrible riesgo, la preocupación, las horas sin dormir, lo mínimo que podrías hacer sería…

Liriel penetró en el portal, dejando al hechicero protestando y farfullando a su espalda. Una vez sola en la silenciosa oscuridad de su propia habitación, la joven pensó que Kharza olvidaría su ira más tarde o más temprano. Más temprano, si no tenía quién le escuchara. El hechicero tendría mayores preocupaciones si se descubría que la había ayudado a escabullirse de la Academia para correr una aventura no autorizada, por lo que era mejor para ambos que regresara de inmediato. De este modo, si Zeld y su secuaz drow decidían asaltar la habitación de Liriel, encontrarían a su supuesta bromista sentada ante su mesa de estudio, trabajando con ahínco entre su montaña de libros y pergaminos con toda la diligencia de un enano en una mina de mithril.

La joven se desprendió de su equipo de viaje y se vistió con la túnica negra con ribetes rojos de una sacerdotisa novicia lo más rápido que pudo. Encendió una vela de las usadas para el estudio y colocó unos cuantos cabos consumidos junto a ella, luego arrojó varios libros y pergaminos al suelo junto a la mesa. El efecto sugería una larga y frenética sesión de estudio. Liriel asintió satisfecha y se sentó ante su escritorio. Ahora lo único que le quedaba por hacer era aprenderse realmente algo de todo aquello.

Sin embargo, por mucho que lo intentó, la joven no consiguió concentrarse en los hechizos que, en otras circunstancias, habrían captado su ávida atención. Los detalles de su aventura seguían regresando a ella: las maravillosas luces del cielo nocturno, la reconfortante fuerza de los enormes árboles, las extrañas costumbres de las sacerdotisas de la Doncella Oscura y el peculiar encuentro con el humano. Casi resultaba demasiado para que pudiera digerirlo.

En particular, no dejaba de recordar el relato del humano, que jugueteaba en su mente como una insistente melodía recordada. A Liriel le había gustado el inesperado y tortuoso giro del final de la historia. Era la clase de cuento que haría las delicias de la mayoría de los drows, si tuvieran éstos costumbre de contar y escuchar relatos. El significado de la historia, no obstante, la desconcertaba. Cuando el humano le había ofrecido su relato, ella había tenido curiosidad, pensando que la narración de cuentos era una costumbre peculiar de los humanos, tal vez similar a los malévolos combates verbales tan queridos de los drows. Pero no, la historia del humano estaba demasiado bien elegida, era demasiado parecida a lo que más tarde había ocurrido.

Al igual que el campesino que salvó al lobo de los cazadores, Liriel hizo lo mismo con aquel hombre al acudir en su ayuda contra los murciélagos subterráneos. Según los parámetros drows, ella estaba en su derecho a considerar que su vida le pertenecía a cambio, pues se hacían esclavos con justificaciones mucho más peregrinas. Por ejemplo, ninguna.

Pero «Los viejos favores se olvidan enseguida», le había dicho el joven en su historia, y luego procedió a engañarla y a recuperar por la fuerza su libertad. ¿Se estaba disculpando de antemano por su duplicidad o quizás advirtiéndole de sus intenciones? ¡De ser ése el caso, el hombre poseía un sentido del juego limpio peligrosamente superdesarrollado!, se dijo Liriel con un toque de humor negro.

Algo que también inquietaba a la muchacha era que el relato del hombre era en muchas cosas similar a los que había leído en su libro de antiguas tradiciones humanas. ¿Contaban tales historias todos los humanos? ¿Era la narración de cuentos un don natural de la humanidad, o tal vez una forma de arte que alimentaban y desarrollaban? Le parecía increíble que una raza con una esperanza de vida tan corta, que siempre había creído que era sumamente inferior a la de los drows, pudiera poseer unas costumbres tan intrigantes.

Existía otra posibilidad, más interesante incluso, y de nuevo estaba relacionada con las similitudes entre el relato del hombre y las historias de su libro. Él se había llamado a sí mismo Fyodor de Rashemen. La joven no tenía ni idea de dónde podía estar aquello; pero tal vez los intrépidos viajeros rus habían extendido su cultura y su magia hasta el país del hombre de ojos azules. A lo mejor la costumbre rashemita de la dajemma, la tradición que enviaba a los jóvenes en un viaje de exploración, era un recuerdo de los inquietos antepasados de Fyodor.

Tal vez. El problema era que Liriel jamás lo sabría con seguridad. En Rashemen podían animar a sus jóvenes a viajar y explorar libremente, pero los drows de Menzoberranzan tenían otras opiniones.

Con un suspiro, Liriel apartó el pergamino que había estado fingiendo leer. Sin preocuparse en desprenderse de su túnica, se arrojó sobre la cama para echar una cabezada. Necesitaría el descanso para enfrentarse al día que le esperaba, ya que sería un día difícil al no estar preparada convenientemente para sus lecciones. Ni siquiera la agradable perspectiva de enterarse de los detalles de la conspiración fracasada de Shakti consiguió animarla.

El nuevo día se aproximaba y los sonidos de los que madrugaban penetraron en su habitación, pero el sueño no visitó a la joven drow. La realidad de su situación se le hacía cada vez más patente, con todos sus desagradables requisitos. El viaje a la superficie había resultado emocionante y peligroso, pero había corrido un enorme riesgo. Y ¿para qué? Estaría atrapada en Arach-Tinilith durante unos cuantos años. Desde el instante en que la verja en forma de telaraña de la Academia se había cerrado tras ella, Liriel había intentado negar su destino y al hacerlo se había arriesgado mucho. Si quería sobrevivir en aquel lugar sombrío y depravado, tendría que renunciar a sus travesuras y poner freno a su oscuro sentido del humor. Aquello ya significaría un gran esfuerzo, pero sabía en su interior que también tenía que resignarse a abandonar su sueño de correr múltiples aventuras en lugares lejanos.

Después de esa noche, claro.

Mientras se acurrucaba en sus almohadas de seda, la elfa oscura sabía que le esperaba una noche más sin dormir; aunque después de esa noche, se dedicaría por completo a sus estudios clericales. Haría las paces con la maestra Zeld y se aplicaría al estudio con una devoción que avergonzaría incluso a la piadosa y obstinada Sos’Umptu. Se convertiría en gran sacerdotisa en tiempo récord, y en un honor para la casa Baenre. Después de esa noche.

«Por favor, Lloth —oró en silencio mientras se sumía en un sueño ligero—. Por favor, concédeme sólo una noche más».

Por primera vez en días, la esperanza espoleó los pasos de Fyodor, pues tras unas horas de búsqueda, encontró el túnel que la drow había mencionado. Había una pequeña caverna salpicada de rocas con un hilillo de agua en el fondo, y más allá, un sendero se curvaba en empinada ascensión para desaparecer en un agujero de la rocosa pared. Si algo encajaba con el nombre túnel de la Hondonada Seca era eso.

Bajó deslizándose por el interior del barranco y cruzó con un chapoteo el poco profundo arroyo. Como sospechaba, el agujero era la entrada a un túnel. El camino era muy empinado y el estrecho túnel serpenteaba hacia arriba en una espiral cerrada, pero el joven lo subió casi a la carrera en dirección a la luz del sol.

Regresaría a la Antípoda Oscura, pues había prometido buscar el amuleto y eso haría mientras viviera. De todos modos, la idea de una breve tregua levantó su ánimo. No se había dado cuenta hasta este momento, en que la huida estaba a mano, de lo opresiva que era la Antípoda Oscura. Robaba la esperanza; incomunicaba el espíritu.

Sin embargo, Fyodor recordaba la exuberancia de la risa de la joven drow, la ávida curiosidad de sus ojos dorados. Era alguien que vivía con intensidad y despreocupación, no un superviviente sin alma, aunque eso no impedía que el joven se preguntara qué clase de ser podía desarrollarse en un lugar tan oscuro y maligno. Fyodor había conocido dificultades y peligros toda su vida, y sobrevivir durante aquellos últimos días había puesto a prueba sus energías y su valor. No podía ni imaginar lo que la Antípoda Oscura haría a los que pasaban toda su vida en sus profundidades. La muchacha elfa poseía una belleza incomparable, y era tan valiente y capaz en el combate como cualquier doncella de Rashemen, pero era, de un modo claro e inconfundible, una drow. Lo que eso significaba, Fyodor sencillamente no lo sabía.

De nuevo el joven luchador se recordó que debía mantenerse alerta, que aquella tierra sombría y peligrosa no era lugar para los soñadores; pero mientras trepaba por el empinado sendero, la oscura muchacha lo acompañó en cada uno de sus pasos.

El tiempo en Arach-Tinilith viajaba a su propio ritmo y Liriel estaba segura de que al menos habían transcurrido dos o tres días durante el adoctrinamiento de la mañana. Bendijo en silencio las incontables y vigorosas fiestas de toda una noche de duración a las que había asistido durante todos aquellos años. Sin aquella preparación, jamás habría desarrollado la energía necesaria para permanecer despierta en aquellos momentos, aunque a pesar de ello, podía notar que sus ojos se ponían vidriosos mientras su maestra divagaba sin pausa. Liriel esperó que la mujer confundiera su expresión aturdida con una atención profunda.

Incluso la clase sobre los planos inferiores resultó decepcionante. La maestra conjuró un portal de visión a Tarterus que, en opinión de Liriel, ni siquiera resultaba un lugar interesante que visitar. Era un lugar de brumas grises y desesperación sin sentido. Las sinuosas sendas no parecían conducir a ninguna parte y los horrores alados con cara de perro que habitaban el lugar eran encarnaciones banales del mal. Volaban, aullaban y hacían pedazos a todo desgraciado que se aventurara por sus oscuros reinos. Resultaba todo soporíferamente previsible.

Tampoco le proporcionó la sesión ninguna distracción personal. Shakti estaba allí, hosca y reservada, pero gozando todavía del favor de la maestra allí presente. Daba la impresión de que su fracaso había quedado oculto. Al parecer, Shakti había resistido el impulso de correr a las autoridades con la noticia de la supuesta deserción de la joven Baenre, y esto fastidió a la joven —había esperado avergonzar a su adversaria—; pero también hacía que se sintiera impresionada por la paciencia y resolución de su enemiga. La sacerdotisa Hunzrin era obstinada, dispuesta a acechar a su presa todo el tiempo necesario para descubrir algo suficientemente condenatorio. Shakti empezaba a convertirse en una contrincante digna. Paciente como una araña, la sacerdotisa Hunzrin estaría allí vigilante, siempre atenta, a la espera de que su enemiga diera un paso en falso. Tal información no contribuyó a mejorar el estado de ánimo de Liriel.

La tarde no prometía ser mucho mejor, pues una vez más la joven tenía que enfrentarse a las consecuencias de su poco convencional infancia. A todo drow se le exigía seguir un adiestramiento en el manejo de las armas, cualquiera que fuera su clase social o su sexo. Liriel era letal con cualquier cosa que se pudiera lanzar, y siempre había encontrado que tal destreza era suficiente para sus necesidades; por desgracia, boleadoras, hondas y arañas arrojadizas no formaban parte del repertorio clásico de una mujer noble. Cuando los drows entraban en la Academia se esperaba de ellos habilidad tanto con la espada como con el arma drow por excelencia: una diminuta ballesta usada para lanzar dardos envenenados. El arco no era un problema. —Liriel podía acertar a todo lo que apuntara— pero jamás había sentido un gran interés por el arte de la esgrima, aunque, como iba a aprender aquel día, el interés era opcional; la destreza, obligatoria.

Su maestro en el manejo de la espada era uno de los alumnos más antiguos de Melee-Magthere. Un varón robusto y muy poco atractivo de una familia poco importante, que parecía moverse alternativamente entre el fastidio por tener que preparar a una sacerdotisa de primer año y la satisfacción de tener la posibilidad de dar órdenes a una hembra de la casa Baenre.

—Te tiembla la muñeca —reprendió—. ¡Sólo dos horas de práctica y ya empiezas a cansarte!

—No estoy acostumbrada a sujetar una espada —se defendió Liriel, y bajó el brazo de modo que la punta de la pesada espada se apoyó sobre el suelo de la sala de entrenamiento.

—Eso salta a la vista —repuso él, sarcástico—. He visto a simples niños que pueden luchar mejor. ¿Qué has estado haciendo todos estos años?

Ella se echó hacia atrás un mechón de pelo y le dedicó una fría sonrisa.

—Pregunta por ahí. ¿Cómo dijiste que te llamabas?

—Dargathan Srune’lett.

—La casa Srune’lett —reflexionó Liriel, contemplando a la rechoncha figura de pies a cabeza—. Sí, ahora que lo mencionas, detecto el parecido familiar.

El varón hizo una mueca, y su rostro se encendió hasta adoptar un rojo lívido. La gente a menudo se refería a las sacerdotisas Srune’lett como las «hermanas gordas» —no en su presencia, desde luego— y muchos miembros del clan, tanto varones como hembras, carecían de la ágil y esbelta figura que era el ideal drow. Al parecer, Dargathan se mostraba bastante susceptible al respecto. El drow alzó su arma describiendo un lento y amenazador arco.

—En guardia —rugió.

Liriel lo miró cara a cara y levantó su excesivamente pesada arma. Antes de que sus agotados músculos pudieran reaccionar, el otro atacó, y la hoja desgarró su túnica en un corte diagonal que iba desde el hombro a la cintura. La joven bajó la mirada para contemplar, incrédula, la plateada franja de cota de malla que quedó al descubierto.

La muchacha miró con ojos asesinos a su contrincante y sostuvo su burlona mirada durante un buen rato. Luego saltó sobre él, dirigiendo la espada hacia su corazón. El otro desvió con facilidad la estocada y retrocedió con un veloz movimiento que contradecía su desgarbado aspecto físico.

—En guardia —repitió Dargathan, con aire de suficiencia—. Practica tu postura. Todavía dejas al descubierto demasiadas partes del cuerpo ante tu enemigo. Recuerda, pie izquierdo atrás, hombro izquierdo atrás. Reduce el blanco.

Liriel apretó los dientes e hizo lo que se le decía. Una y otra vez, el drow le obligó a practicar la postura, le instruyó en las estocadas y paradas simples de la lucha con una sola espada. Puede que Dargathan no luciera la figura musculosa y la deslumbrante brillantez que caracterizaban a los mejores luchadores drows, pero a medida que transcurrían las horas Liriel tuvo que admitir que era un profesor aceptable. El varón replicaba cada uno de sus movimientos, demostrando paso a paso las habilidades que un luchador podría obtener mediante años de laborioso estudio y entrenamiento. Según los patrones de la mayoría de las razas, la joven era una luchadora competente, pero se esperaba mucho más de un drow. A medida que la sesión avanzaba, ella fue reformulando el concepto que tenía de la esgrima y comprendió lo poco que realmente sabía de aquel arte. También descubrió que le dolían todos los músculos, huesos y tendones del cuerpo.

—Eso será suficiente por ahora —dijo finalmente Dargathan—. Hay dos principios fundamentales en el arte de la espada: aprende las cuestiones básicas y prepárate para lo inesperado. Ya hemos empezado con lo primero. Con un trabajo duro y una excelente instrucción, aún haremos algo contigo.

Tras esa afirmación cargada de vanidad y autocomplacencia, el varón envainó su espada y atravesó a grandes zancadas la sala de entrenamiento. Liriel aguardó hasta que llegó a la puerta y luego lo llamó por su nombre.

Dargathan se volvió justo a tiempo de ver a su alumna sosteniendo la espada como una jabalina lista para ser disparada, en alto y hacia atrás por encima de su hombro. Los ojos de la muchacha brillaban con una luz peligrosa cuando arrojó el arma directamente hacia él. La espada voló veloz y certera, y la hoja se encajó con fuerza en la rendija entre la jamba de la puerta y la pared; estremeciéndose por el impacto, apenas a unos centímetros del rostro desencajado del drow.

—Muchísimas gracias por la lección, mi excelentísimo instructor —dijo ella con dulzura, con las manos en las caderas y la postura burlonamente femenina—. Pero tal vez la próxima vez deberíamos dedicar la clase a la preparación para lo inesperado.

Para subrayar aún más sus palabras, sacó sus boleadoras de un bolsillo oculto y empezó a hacerlas girar por encima de la cabeza. El varón dio media vuelta y huyó de la estancia, abandonado por completo su aire de superioridad.

Era posible, observó para sí Liriel mientras volvía a ocultar su arma favorita, disfrutar de un poco de diversión de cuando en cuando incluso en Arach-Tinilith.

En cuanto la ceremonia nocturna terminó, Liriel regresó apresuradamente a su habitación. Nada, ni siquiera el ardiente entumecimiento provocado por la agotadora sesión de esgrima, podía disuadirla de emprender su último viaje a la superficie. Para su último paseo secreto al exterior, no serviría ningún otro destino.

Liriel se vistió y armó con rapidez. Observó al hacerlo que su piwafwi había perdido un poco de su lustre y que su pisada llevando las hechizadas botas elfas era un poco menos silenciosa. Le sorprendió que una visita de una hora a la superficie pudiera reducir de tal modo su magia drow. ¿Cómo, se preguntó, lo harían las sacerdotisas de Eilistraee para sobrevivir? ¿Cuánta de su magia, de su herencia, habían abandonado para bailar bajo la luz de la luna? ¿Eran drows todavía o simplemente elfas de piel oscura? Aquéllas eran sólo algunas de las preguntas que deseaba hacer a las sacerdotisas de la Doncella Oscura.

La joven hechicera estudió a toda prisa los conjuros que necesitaría, luego hizo aparecer el portal que la conduciría al estudio de Kharza —kzad. Esperaba que su tutor estuviera ya dormido para ahorrarse así sus interminables preguntas; pero ante su sorpresa, unas furiosas voces masculinas surgían de los aposentos privados del hechicero. Su natural curiosidad le instaba a investigar; Kharza era un tipo tan solitario que la presencia de otro elfo oscuro en su refugio debía indicar algo realmente importante.

Pero la luz de la luna la reclamaba con una llamada demasiado poderosa para no hacerle caso, y una vez más se introdujo en el torbellino del túnel que conducía al claro del bosque.

De nuevo se encontró de rodillas aferrada al suelo, y de nuevo recibió el sorprendente impacto del brillante color verde que la rodeaba por todas partes. Volvió a oír la música de las elfas oscuras, las misteriosas y entretejidas melodías que le resultaban tan familiares. Desde luego, en la Antípoda Oscura, esa clase de música no se tocaría con un arpa, pues los drows consideraban que ese instrumento era soso y perturbador. Pero allí, bajo la luz de la luna, los delicados tonos argentinos del arpa sonaban apropiados.

Liriel se encaminó rápidamente hacia la música. El sonido era más fácil de seguir esta vez, pues previo la peculiar trayectoria lineal que la música tomaba al aire libre, y la siguió directamente hasta el calvero de la Doncella Oscura. Aquel mundo era tan diferente. La joven estaba acostumbrada a rastrear sonidos que eran filtrados a través de capas de magia, que resonaban y reverberaban por un laberinto de piedra. Allí, el origen de cualquier sonido solitario podría ser más fácil de discernir, sin embargo el esfuerzo que requería para sus oídos era mucho mayor.

Los oscuros pasadizos de la Antípoda Oscura, la atestada caverna que contenía Menzoberranzan… aunque lejos de ser silenciosos, aquellos lugares estaban envueltos en una quietud siniestra. Allí todo era una alegre algarabía, en la que diminutos insectos inofensivos chirriaban a su alrededor y gordos lagartos de agua entonaban sus cantos. También los árboles cantaban con un susurrante rumor de hojas agitadas por el viento. Los sonidos de aquella tierra iluminada por las estrellas eran igual que sus colores: demasiado intensos, demasiado variados. Aquel mundo ponía a prueba los sentidos en modos que incluso la vital Liriel no había imaginado posibles, pues allí cada uno de sus nervios parecía hallarse a flor de piel. Jamás se había sentido tan pequeña, tan abrumada.

Jamás se había sentido tan viva.

Liriel atravesó el dédalo de verde y marrón en dirección al claro iluminado por la luz de la hoguera y allí encontró a las sacerdotisas de Eilistraee ataviadas con vestidos plateados y tomando sorbos de unos tazones de humeante y aromática cocción. Isolda Veladorn alzó la mirada al acercarse la joven y le hizo una seña para que se acercara.

—Me alegro de que regreses esta noche, hermanita —saludó en tono gozoso al tiempo que se ponía en pie para darle la bienvenida—. Tenemos otro visitante, alguien que está impaciente por conocerte.

Otra drow se levantó para ir a colocarse junto a Isolda. Liriel lanzó una exclamación, y las extrañas historias de la Época de Tumultos se convirtieron al instante en aterradoramente reales. Se murmuraba que Lloth había recorrido las calles de Menzoberranzan bajo la forma de una drow alta y de una belleza extrema y, por lo tanto, aquella mujer desconocida no podía ser otra que la misma Eilistraee.

La drow medía más de metro ochenta de estatura y un resplandor plateado la envolvía como si hubiera capturado la luz de la luna. Una melena del color de la plata hilada le llegaba casi hasta los pies y su ondulante túnica parpadeaba con luz propia; incluso los ojos eran plateados, más grandes que los de la mayoría de los drows y enmarcados por unas gruesas y pálidas pestañas. Tenía la piel tan oscura como la de Liriel, y ésta brillaba con soberbio tono negro en el resplandor que la envolvía.

Asombrada y temerosa, la joven cayó de rodillas. Había dudado de la existencia de cualquier diosa que no fuera Lloth, y ahora su incontrovertida fe en la Reina Araña significaría su muerte. Su mano se deslizó hacia el sagrado símbolo que colgaba de su cuello, y que la señalaba como una seguidora de Lloth, una sacerdotisa novicia de la Señora del Caos. En su tierra, todo el que invocara cualquier deidad que no fuera Lloth era ejecutado sumariamente, y ella no tenía la menor duda de cuál sería su destino ahora a manos de Eilistraee.

La sonrisa de Isolda se quebró ante la extraña reacción de la muchacha, pero enseguida comprendió el motivo y la consternación inundó su rostro. Se adelantó veloz e hizo poner en pie a la joven drow.

—Liriel, no tienes por qué tener miedo. Ésta es mi madre, Qilué Veladorn. Es una sacerdotisa de la Doncella Oscura, como todas nosotras.

La alta drow sonrió, y la mirada de sus ojos plateados tranquilizó a la muchacha.

—He oído que eres una viajera, Liriel Baenre. También yo estoy lejos del hogar que elegí. Únete a nosotras si lo deseas, y tal vez nosotras, las vagabundas, podamos intercambiar historias de tierras lejanas.

Liriel se seguía sintiendo aturdida, pero también atraída por la calidez y el encanto de la otra, y permitió que Isolda la condujera junto a la fogata. Durante un tiempo se contentó con permanecer sentada, tomar sorbos de su tazón de vino caliente especiado y escuchar cómo charlaban las otras mujeres. Las sacerdotisas trataban a Qilué con gran deferencia y estaban llenas de preguntas sobre su trabajo en el templo del Paseo. La natural curiosidad de Liriel no le permitió permanecer callada mucho tiempo.

—¿Dónde está ese templo? ¿Está también en este bosque?

—No. El Paseo se encuentra cerca de Puerto de la Calavera, un lugar que no tiene nada en común con este pacífico calvero.

—Puerto de la Calavera —dijo Liriel, pensativa. El sonido de aquel nombre resultaba intrigante, seducía la imaginación con insinuaciones de aventuras peligrosas y la promesa del mar abierto—. ¿Dónde se halla ese lugar?

—Es una ciudad subterránea, muy parecida a tu Menzoberranzan, y se halla oculta muy por debajo de la gran ciudad costera de Aguas Profundas. La mayoría de los habitantes de Aguas Profundas no saben gran cosa sobre los territorios situados bajo sus pies, y no muchos se aventuran por sus profundidades. De los que se atreven, pocos sobreviven. Es un lugar peligroso, sin leyes. —La voz de Qilué era sombría y su hermoso rostro se entristeció al hablar.

—Si pensáis así, ¿por qué permanecéis allí? —preguntó la joven.

—Se nos necesita —se limitó a responder ella.

Aquello era demasiado sencillo para que Liriel lo comprendiera. La habían educado para examinarlo todo en busca de distintas capas de significado y motivación, y le parecía que debía existir algo más de lo que Qilué admitía. ¿Se parecía Puerto de la Calavera a la Antípoda Oscura en que los drows no podían permanecer mucho tiempo lejos de él sin perder sus poderes?

—¿No podéis conjurar magia en la superficie? —se le escapó.

—Sí, desde luego. —Qilué pareció sorprendida—. La Doncella Oscura escucha y contesta a sus Elegidas dondequiera que estén.

Liriel asintió pensativa. De lo que las sacerdotisas hablaban era de magia clerical, desde luego, que era muy diferente de los poderes innatos que ella había poseído desde la infancia. De todos modos, era algo. Se preguntó si Lloth podría escucharla, tan lejos de las capillas de Menzoberranzan, y su mano se acercó despacio al símbolo de la Reina Araña, al tiempo que pronunciaba en silencio las palabras de un hechiza clerical que le permitiría leer los pensamientos de aquella regia drow.

No le llegó ni un atisbo, ni un susurro. El hechizo no funcionó; la plegaria quedó sin respuesta. En las Tierras de la Luz, se hallaba realmente sola.

Alzó la mirada y se encontró con los bondadosos ojos de Qilué fijos en ella.

—Isolda me dice que eres una hechicera experta, con muchos conjuros de portales a tu disposición. Así que, dime, ¿cuál es tu próximo destino?

—Este será mi último viaje a la superficie en muchos años —admitió Liriel con voz entristecida—. Se supone que no puedo abandonar Arach-Tinilith hasta que haya finalizado mi preparación. Hasta ahora he tenido suerte, pero me atraparán tarde o temprano. Los míos, diciéndolo con suavidad, no lo aprobarían.

—Comprendo. ¿Y su aprobación es tan importante para ti?

—Mi supervivencia es importante para mí —replicó ella sin rodeos.

—Tienes otras opciones —dijo Qilué, tras permanecer en silencio unos instantes.

—Bailar a la luz de la luna —replicó ella con amargura—. Eso está muy bien, pero luego ¿qué? ¿Qué pasará cuando amanezca? Seré odiada y cazada por todo humano y elfo que ande bajo el sol, sin disponer siquiera de la magia más elemental para que me proteja.

Tomó un pico de su piwafwi en la mano y sacudió la reluciente capa ante los ojos de la mujer.

—Mira esto: pierde brillo por momentos. Tan lejos de los poderes de la Antípoda Oscura, su magia se desvanece. En mi tierra puedo andar silenciosa e invisible. Aquí resultaría vulnerable, visible a todos los ojos. Mis armas, mi coraza, mis componentes para hechizos… todo lo disolvería el sol.

—No estarías desamparada —intervino Isolda—. Tienes una espada.

—¡No me lo recuerdes! —Liriel lanzó un gemido y se sujetó los doloridos músculos del brazo con el que empuñaba la espada—. De modo que lo que me estás diciendo es que tendría que depender de la menor de mis habilidades para sobrevivir. Gracias, pero no.

—Aprenderías nuevas costumbres —siguió Isolda.

—¡Eso es lo que temo! —repuso ella con pasión—. No lo comprendéis. No puedo abandonar mi patrimonio. ¡No puedo olvidar la cultura drow, o perder mi magia innata, o renunciar a todo lo que he aprendido en tres décadas de estudio de la magia de los elfos oscuros! Tal vez eso os pueda parecer sólo una colección de costumbres y poderes y hechizos, pero es lo que soy.

—Déjala, Isolda —la reprimió suavemente Qilué, posando una mano sobre el hombro de su hija—. Todos debemos seguir el sendero que se nos marca. —Y a Liriel dijo—: Has venido aquí a aprender. Puesto que el tiempo que puedes quedarte con nosotras es corto, ¿por qué no nos preguntas aquello que desees saber?

El comportamiento directo y considerado de la mujer de más edad cogió a la joven por sorpresa, pero como jamás había dejado escapar una oportunidad, preguntó sobre Rashemen y las costumbres de aquel país.

—Rashemen se halla muy al este de aquí —empezó a decir Qilué—. Está gobernada por Brujas, mujeres sabias que controlan una magia muy poco conocida y poderosa. Una de mis hermanas estudió con ellas durante un tiempo. —Hizo una pausa, y una leve sonrisa curvó sus labios—. Muchos la llamaban Bruja, pero pocos comprendían el porqué.

—¿Las Brujas de Rashemen enseñarían a una drow tales conocimientos? —inquirió ella, incrédula—. ¿Son esos humanos unos idiotas rematados?

En Menzoberranzan, los secretos mágicos se atesoraban con sumo cuidado y se compartían a regañadientes. No se trataba simplemente de una cuestión de avaricia, sino de supervivencia, ya que cualquier arma entregada a otro drow sería usada, casi con toda seguridad, contra el donante.

—Enseñaron a mi hermana —respondió la sacerdotisa con cuidadoso hincapié— sabiendo que no tenían nada que temer de ella. ¿Cuál es tu interés en ese país?

—En la Antípoda Oscura me tropecé con un varón humano. Se llamó a sí mismo Fyodor de Rashemen y me contó que estaba llevando a cabo una dajemma, un viaje de exploración.

—Esa es su costumbre —asintió Qilué—, pero me sorprende que uno de ellos fuera a aventurarse a las tierras de Abajo. Las gentes de Rashemen son por lo general intrépidas, pero no desperdician su vida.

—Entonces es que no habéis conocido a Fyodor —replicó ella—. Parecía decidido a hacer precisamente eso. Dime, ¿conocéis a un pueblo llamado los rus?

—Esa gente existió hace muchos siglos. —La sacerdotisa aceptó el veloz cambio de tema sin comentarios—. A través de los años mezclaron su sangre con la de gentes de muchas tierras y se han perdido muchas cosas de su lengua y costumbres. Las viejas costumbres se mantienen con más fuerza en la isla de Ruathym.

—¿Llegaron los rus a Rashemen?

La sacerdotisa lo meditó unos instantes.

—No estoy segura pero creo recordar que hace tiempo, antes de que los bosques y ríos de Anauroch se convirtieran en polvo, Rashemen fue invadida y colonizada por una raza de bárbaros de alta mar que viajaron tierra adentro todo lo que les permitieron los ríos. Jamás he establecido una conexión entre ambos, pero ahora que pienso en la cuestión me doy cuenta que las antiguas magias de estos dos países tienen mucho en común.

»De esta magia sé muy poco —añadió, alzando una mano para anticiparse a la siguiente pregunta de Liriel—. Lo único que sé es que ambas culturas están muy ligadas a sus respectivas tierras. Las dos extraen magia de lugares sagrados, así como de los espíritus que residen en ellos.

La muchacha asintió. Sabía muy bien que la Antípoda Oscura poseía sus propios lugares de poder, y era eso, puede que más que otra cosa, lo que la ataba a las tierras de allí abajo, pues la oscura magia de su gente se nutría en gran medida de las extrañas radiaciones del lugar.

—Las Brujas gobiernan su país, de modo que deben permanecer dentro de sus fronteras —razonó. Liriel—. Pero ¿qué pasa con los rus, que viajaban constantemente? No parece muy probable que dejaran tal poder atrás.

—Sobre los rus, no lo sé —admitió la sacerdotisa—. A juzgar por los antiguos relatos, yo diría que la mayoría de esos piratas dependían más de la espada y el hacha que de la magia. Pero las Brujas pueden viajar y lo hacen, aunque no es frecuente. Mi hermana habló de un objeto incomparable, un antiguo amuleto que podía almacenar la magia de tales lugares en el caso de que las Brujas tuvieran que abandonar el país.

—Un amuleto —repitió la joven, pensando en la diminuta daga de oro que había vislumbrado en la mente de Fyodor—. ¿Sabes qué aspecto tiene?

—Oh, sí. Mi hermana lo llevó durante un tiempo, hace muchos años. Viajero del Viento, lo llamó ella. Es una diminuta daga dentro de una funda con runas grabadas.

—¿Cómo funciona? —siguió preguntando Liriel con toda la indiferencia de que fue capaz, mientras se esforzaba por ocultar su nerviosismo.

—No conozco todos los detalles —explicó la drow de más edad—. Syluné, mi hermana, me contó que el amuleto almacena magia de los lugares de poder, pero sólo de modo temporal. Pocas Brujas abandonan su país durante mucho tiempo, de modo que eso es suficiente para ellas. Pero la leyenda indica que el Viajero del Viento puede convertir tales poderes en permanentes. ¿Cómo?, no lo sé. Ese conocimiento se ha perdido.

Tal vez sí, tal vez no, observó Liriel en silencio. Su ágil mente saltaba de una posibilidad a otra, tejiendo los dispares hilos hasta formar un nuevo y hasta ahora insospechado conjunto. Si los viajeros rus habían colonizado Rashemen, el Viajero del Viento podría muy bien haber sido obra suya. Si así era, entonces la magia de las runas era la llave para acceder al poder del amuleto, y si el objeto que Fyodor buscaba era realmente el Viajero del Viento, entonces aquel antiguo artilugio se encontraba en algún lugar de la Antípoda Oscura. Si ella conseguía encontrarlo, tal vez podría adaptarlo para guardar su propia magia. Y ¿por qué no? Los poderes mágicos inherentes a los drows y la magia de la mayoría de los objetos que creaban se verían aumentados por las radiaciones características de la Antípoda Oscura. ¿No era aquello una especie de centro de magia?

Demasiadas condiciones. Tenían que darse demasiados supuestos, pero en su excitación Liriel no se dejó desanimar. Por primera vez, su sueño de viajar y explorar en las Tierras de la Luz parecía al alcance de su mano. Algunas drows —como esas sacerdotisas— podrían abandonar lo que era su herencia y abandonar a la Señora del Caos, pero ella no podía hacerlo. Amaba la salvaje belleza de la Antípoda Oscura, y aunque anhelaba correr aventuras en el mundo situado más allá, quería regresar a su hogar. Si pudiera encontrar ese amuleto y poner a prueba sus poderes, podría existir un modo para ella de salir a la superficie entera, fijando sus propias condiciones: silenciosa, imprevisible, misteriosa, poderosa, llena de magia, letal. Como una drow.

Llevaba por un impulso, la joven alargó los brazos y abrazó a la regia mujer.

—Tengo que marchar ahora, ¡pero no puedo expresaros lo que esta visita ha significado para mí!

Qilué contempló el rostro excitado de la muchacha y los brillantes ojos dorados durante unos momentos.

—El templo del Paseo —repitió con suavidad—. Recuerda ese nombre, por si algún día lo necesitas.