Arach-Tinilith
¡H ay que hacer algo con esa mocosa Baenre! —vociferó Zeld Mizzrym.
La sacerdotisa temblaba de cólera y bajo los pliegues negros y morados de su túnica su pecho se elevaba y descendía con rítmica indignación.
La matrona Triel Baenre se recostó en su sillón y estudió a la maestra a cargo de las alumnas de primer año. Su enarcada ceja advertía a la enojada drow que se anduviera con cuidado.
—¿De qué se ha acusado a mi sobrina esta vez? —preguntó, recalcando intencionadamente el parentesco.
—Más travesuras —rechinó Zeld, que al parecer estaba demasiado enojada para percibir el retintín—. Esta mañana Shakti Hunzrin encontró un campo de hongos creciendo bajo su cama, sobre el fertilizante apropiado, añadiría yo.
Triel suspiró. Liriel llevaba menos de tres días dentro del recinto en forma de araña, y ya se la suponía autora de casi una docena de pequeñas travesuras. Era muy buena, Triel tenía que reconocérselo, pero temía que la joven fuera demasiado lejos. Una bromista menos hábil habría sido atrapada ya en plena acción, y algún día Liriel también daría un paso en falso. Triel tenía planes para la talentosa muchacha, planes que no incluían convertirla en una estatua de ébano para enseñar a las otras alumnas los méritos de observar el decoro.
—¿Puedes demostrar que Liriel estuvo involucrada? —preguntó con frialdad.
—No, supongo que no —respondió la maestra, tras una vacilación—. Pero Shakti se mantiene inflexible en sus acusaciones y tiene el derecho a acusar y censurar a una alumna más joven.
Triel volvió a suspirar. No era raro que las sacerdotisas novicias desarrollaran entre ellas rivalidades académicas, venganzas personales y odios. De hecho, tales cosas resultaban un excelente adiestramiento para la vida fuera de la Academia y pocas veces se reprimían. Pero aquello empezaba a convertirse en un problema. Si bien Shakti Hunzrin no era la única víctima de Liriel, empezaba a convertirse en su blanco predilecto. No es que a nadie le importara, pues la familia de Shakti no era un poder importante, e incluso algunos de los plebeyos acaudalados miraban por encima del hombro la ocupación de la familia Hunzrin, considerando con pedantería que los nobles granjeros eran poco más que destripaterrones encumbrados. Shakti tampoco ayudaba, con su omnipresente tridente y sus interminables y aburridos monólogos sobre el cuidado y la cría de los rotes. Por añadidura, la joven Hunzrin carecía por completo de sentido del humor, era vengativa con sus semejantes y despiadadamente depravada en su trato con criados y alumnos más jóvenes. Las humillantes bromas que se le habían gastado habían saldado una docena de cuentas pendientes y proporcionado a Liriel gran número de silenciosos aplausos. En resumen, la vida en Arach-Tinilith no había resultado nada aburrida.
Justo la noche anterior, el servicio religioso se había visto alterado cuando Shakti —una alumna diligente y laboriosa que se aproximaba lentamente a la categoría de gran sacerdotisa— se había aproximado al altar para ofrecer el sacrificio nocturno. El tridente mágico de la drow había seguido a la joven, con las puntas moviéndose en una maliciosamente exacta imitación de sus característicos andares contorneantes. Liriel había negado cualquier participación, desde luego, pero Triel no se dejó engañar; aunque no había gran cosa que la matrona pudiera hacer al respecto, pues por extraño que pareciera, Lloth no se había sentido molesta. Parecía que incluso a una diosa maligna le gustaba un poco de humor negro de vez en cuando. Con el tiempo la caprichosa Reina Araña se cansaría sin duda de las payasadas de la joven drow, pero por el momento la picara muchacha era una novedad, y disfrutaba del pleno favor de Lloth.
—Servimos a la diosa del caos —indicó la madre matrona.
—Lloth sea alabada —salmodió la maestra instintivamente—. ¡Pero no tardará en llegar el día en que esa criatura malcriada vaya demasiado lejos!
—Y cuando ese día llegue, Lloth me transmitirá sus instrucciones —gruñó Triel—. ¡Ocúpate de no atreverte a hablar allí donde la Reina Araña no lo hace!
Los ojos de Zeld se abrieron de par en par al darse cuenta de hasta qué punto se había propasado y se dejó caer en una profunda reverencia.
—Te pido tu perdón y el de Lloth —murmuró, y sus dedos se movieron instintivamente para realizar el rito de súplica destinado a evitar caer en desgracia ante la Reina Araña.
—¿Qué tal progresa Liriel en sus estudios? —inquirió la otra, cortando en seco la plegaria de la maestra.
—En algunas cosas sumamente bien —admitió ésta. Su voz era más tranquila ahora y elegía sus palabras con mayor cuidado—. Posee una misteriosa habilidad para aprender y memorizar conjuros. Se rumorea que ha sido adiestrada como hechicera.
Zeld expresó aquel comentario con la inflexión correspondiente a una pregunta, pero Triel sólo respondió con una fría mirada penetrante.
—¿Estáis dejando que avance a su propio ritmo como ordené?
—Lo hacemos, dama matrona. Se ha puesto a prueba a la joven cuidadosamente y hemos descubierto que está lista para avanzar en distintas áreas de estudio. Muestra una sorprendente aptitud para los viajes mágicos. Hoy ha empezado a estudiar los planos inferiores con la clase de duodécimo año. A la velocidad con que aprende, podría ser capaz de convocar a criaturas pequeñas, tal vez incluso andar por los planos, antes de finalizar su primer año. Sin embargo —advirtió Zeld—, liriel resulta vergonzosamente ignorante en muchas áreas, muy por debajo de los patrones aceptables incluso para una novicia de primer año. Su educación académica ha sido lamentablemente descuidada. No conoce nada de la gran historia de Menzoberranzan, y apenas algo sobre el culto a la Reina Araña. Y si bien comprende el protocolo bastante bien, no tiene ni idea de cómo comportarse entre las filas del clero de Lloth.
—Es tarea vuestra llenar esos huecos —indicó la matrona con frialdad—. Si es cierto que Liriel ha encontrado tiempo para hacer travesuras, entonces eso significa que no se la mantiene debidamente ocupada.
Zeld se quedó rígida, pero sabía muy bien que no debía discutir con la poderosa Triel.
—Tienes mi palabra. La casa Baenre obtendrá otra gran sacerdotisa en un tiempo récord.
—Excelente. Quiero que me mantengáis informada de las actividades de Liriel.
—Oh, estoy segura de que tendrás conocimiento de ellas —repuso la otra en tono seco—. Recuerda que la han puesto en una clase de duodécimo año para estudiar el viaje por los planos. Durante al menos parte del día, Liriel y Shakti Hunzrin serán compañeras de clase.
En la intimidad de su dormitorio, Shakti Hunzrin arrojó su pérfido tridente contra la pared. El impacto del arma y su ruidoso descenso quedaron ahogados por los alaridos rabiosos de la sacerdotisa.
Los siguientes objetos que salieron volando fueron las ropas de la drow. De una forma u otra, sus prendas habían quedado impregnadas del olor del estiércol de rote y la enfurecida mujer las desgarró y lanzó lejos. Fue hacia él baño con pasos lentos y olfateó el agua de la jarra. Al menos eso no había quedado contaminado con el olor, se dijo sombría, y, tras verter un poco de agua en la palangana, empezó a frotarse el cuerpo con una esponja.
En la mente de Shakti no existía la menor duda de quién era responsable de aquel último ultraje. Recordaba la incredulidad y rabia en los ojos de Liriel cuando había ordenado a la nueva alumna que le sirviera durante el desayuno. Shakti había estado en su derecho al hacerlo, sin embargo la joven drow le había negado abierta y descaradamente el respeto que se había ganado durante doce años de duro trabajo en aquella prisión con forma de araña. Y lo que era aún peor, ¡la muy descarada no había sido castigada por ello!
Un ejemplo más, se dijo con amargura, de lo mal gobernada que estaba la ciudad. Las sacerdotisas fijaban las normas y las violaban a voluntad. A los ojos de Shakti, Liriel podía hacer todo lo que se le antojara sólo por el nombre que había heredado. Una Baenre no podía hacer nada mal, por lo que parecía, ni siquiera después de que la vieja matrona hubiera conducido a Menzoberranzan casi a la ruina. Pero fuera lo que fuese lo que los últimos dos días hubieran traído, al menos habían dado a Shakti algo en lo que centrar su rabia, su resentimiento y su frustración. Todo lo que iba mal en Menzoberranzan tenía finalmente un nombre.
Shakti odiaba a Liriel Baenre, y la pureza y fuerza de esa emoción sobrepasaba cualquier cosa que la joven sacerdotisa hubiera experimentado antes. Odiaba a Liriel por haber nacido dentro de la familia real, y por toda la confusión provocada por el largo reinado y la desastrosa guerra de su abuela. Odiaba a la muchacha por su belleza y su instantánea popularidad dentro de la Academia. La odiaba también por su agudo ingenio; siempre que la joven drow andaba por ahí, Shakti tenía la sensación de que se estaba contando alguna gracia de la que ella no se enteraba, y lo que era peor aún, se sentía segura de que ella era el blanco de esa agudeza. Odiaba a la muchacha por su agilidad mental y la facilidad con que aprendía cosas que debieran haberle llevado años de arduo trabajo; pero más que nada, Shakti odiaba a Liriel por la libertad de que había disfrutado durante quince años. A ella le habían obligado a entrar en la Academia al inicio de la pubertad. ¿Por qué había que tratar de un modo distinto a una Baenre? Por todas esas injusticias, se juró la sacerdotisa Hunzrin, Liriel Baenre pagaría muy caro.
La elfa oscura se vistió y armó rápidamente, luego se escabulló por los sinuosos corredores que conducían al dormitorio de las alumnas de primer año. A Liriel, claro está, se le había dado su propia habitación a pesar de que la mayoría de las sacerdotisas tenían que convivir en parejas o tríos hasta su quinto año de estudio. Todas las alumnas de primer año estaban en clase, una lección de varias horas sobre las atrocidades cometidas contra los drows por otros elfos, seguida de la acostumbrada exhortación a extender la gloria de Lloth conquistando primero la Antípoda Oscura y luego exterminando todas las otras razas de elfos. Era un magnífico discurso, se dijo Shakti con amargura y del que, como de costumbre, las sacerdotisas que poseían el poder hacían caso omiso. Cuando Menzoberranzan había ido finalmente a la guerra, lo había hecho contra una lejana colmena de zánganos enanos y ¿qué tenía que ver aquel desastroso intento con el Primer y Segundo Preceptos de Lloth? Menos que nada, rezongó para sí Shakti. Pero aunque no sirviera para nada más, al menos la sesión de adoctrinamiento le concedería la soledad que necesitaba para la tarea que la aguardaba.
Lo que la mujer pensaba hacer era muy arriesgado, pero no estaba de humor para considerar sutilezas. Localizó la habitación de Liriel, luego lanzó un sencillo conjuro para crear una esfera de silencio a su alrededor y, tras lanzar una veloz mirada a sus espaldas, apuntó con su tridente a la puerta. Fuego mágico brotó de las puntas del arma y el portal de piedra se hizo añicos sin emitir el menor sonido; tras apartar a manotazos el polvo y el humo, Shakti penetró en el aposento.
Su rival no había escatimado gastos en lo relativo a comodidades, observó con amargura la sacerdotisa, pues la habitación de la muchacha no era precisamente la celda sobria y funcional de una novicia. El estrecho camastro había sido reemplazado por una cama flotante cubierta de almohadones de seda; una enorme cómoda dorada ocupaba una pared y una mesa baja de estudio estaba equipada con candelabros de plata y toda una provisión de caras velas de sebo. Magníficas obras de arte colgaban de las paredes y los pies de Shakti se hundieron profundamente en una alfombra de incalculable valor mientras avanzaba hacia el cincelado armario. Abrió violentamente la puerta y empezó a examinar las ropas guardadas en su interior. Las túnicas negras ribeteadas de rojo de una novicia colgaban apretujadas contra una pared del armario; la mayor parte del espacio lo ocupaban trajes de fiesta, escandalosas prendas de ropa interior y camisones, y frívolos zapatos de baile.
Shakti arrugó la nariz. No era extraño que le hubieran dado su propia habitación. Sólo con que a la mitad de aquellas ropas se les diera el uso para el que aparentemente estaban destinadas, ninguna compañera de habitación podría dormir o estudiar.
Pero lo que resultó más interesante para la sacerdotisa fueron las prendas de viaje, las resistentes botas y la colección de corazas y armas dispuestas en un ordenado montón. Era concebible que Liriel pudiera hallar tiempo y oportunidades para lucir sus ropas de fiesta sin abandonar Tier Breche, pero aquel equipo era más apropiado para una patrulla por la Antípoda Oscura que para una orgía estudiantil. Sí, era cierto que los alumnos tenían más libertad para abandonar la Academia actualmente, pero también estaba claro que a Liriel se le hacía pasar por Arach-Tinilith con desesperada, casi indecente precipitación. La casa Baenre necesitaba grandes sacerdotisas para reconstruir su poder, o acabaría cayendo de su encumbrada posición de mando, y Shakti dudaba seriamente de que la matrona Triel fuera a aprobar que su preciosa sobrina abandonara Arach-Tinilith por cualquier motivo.
Por primera vez en casi tres días, los labios de la sacerdotisa se curvaron en una sonrisa. Por fin, disponía de un arma que usar contra su nueva adversaria. Tal vez tardaría algún tiempo en pescar a Liriel, pero ahora sabía qué esperar.
Sin duda era imposible, se dijo Liriel en tono cansado, que una drow pudiera morir de aburrimiento, pues el hecho de que estuviera sentada en aquella silla, todavía viva y respirando tras escuchar cuatro horas de rimbombante e incoherente diatriba era amplia prueba de ello.
Para su asombro, las otras sacerdotisas novicias parecían sentirse conmovidas por la conferencia. Murmullos de excitado asentimiento, e incluso algún grito ocasional de «¡Lloth sea alabada!» resonaban en la sala de conferencias. Tal vez las otras mujeres sabían disimular mejor, pero Liriel lo dudaba e incluso, de ser cierto, no deseaba agudizar sus aptitudes dramáticas añadiendo sus propias exclamaciones a los coros generales. Se las apañó para tragarse cada uno de los sarcásticos comentarios que le venían a la mente y eso en sí mismo era una sincera ofrenda de respeto a Lloth. Tal comedimiento resultaba dolorosamente antinatural en la joven.
No obstante, la Academia no era tan mala como había temido. Se le había permitido traer unas cuantas sencillas pertenencias de su casa y tenía acceso ilimitado a la maravillosa biblioteca de libros y pergaminos de hechizos de Arach-Tinilith. Ansiaba explorar, también, los mágicos tesoros de Sorcere, pero tuvo el buen sentido de dejar aquel desafío para otra ocasión. Aparte de las conferencias como en la que en aquellos momentos languidecía, Liriel encontraba las lecciones fascinantes. La magia clerical resultaba especialmente intrigante y quedó claro de inmediato que se hallaba muy por delante de sus compañeras de clase en tal habilidad. Los conjuros mismos eran muy parecidos a los que había lanzado en sus primeros pocos años de estudio como maga, con una importante diferencia: su éxito dependía del favor de Lloth.
Liriel había oído el nombre de la diosa toda su vida, pero la Reina Araña jamás había sido real para ella. Sin embargo, el conjuro de su primer hechizo clerical había cambiado aquello al instante y de un modo espectacular. La joven drow había hecho magia durante años, utilizando sus propios talentos innatos y la ágil mente que se enrollaba alrededor de complicados hechizos como si los engullera de una pieza. Mediante duro trabajo, un buen adiestramiento y montones de dinero despilfarrados en libros y componentes para hechizos, se había convertido en una maga aceptable. Pero ahora, cuando lanzó su primer conjuro clerical, invocó a Lloth y la diosa había respondido.
Aquel momento fue un acontecimiento divino para Liriel. La joven no estaba acostumbrada a depender de nadie y desde sus primeros años había comprendido que en realidad no había nadie allí para ella. Tomaba lo que se le ofrecía, pero en todo aquello que realmente importaba, iba sola y lo sabía. ¡Ahora, de repente, gozaba de la atención de una diosa!
Liriel conocía bien la reputación de Lloth y el destino de aquellos que perdían el favor de la Señora del Caos. Quizás ésta se volvería también contra ella algún día; pero por ahora, Liriel sentía gratitud, incluso un esbozo de afecto, por la Reina Araña. La traición, si llegaba, no sería nada nuevo para ella, de modo que rezó una silenciosa plegaria e hizo todo lo posible por desconectarse de la voz estridente y ampulosa de la maestra. Lloth tendría que leer su corazón y comprender.
La conferencia acabó por fin. Nada tan penoso podía durar eternamente, observó la joven en tono burlón, y abandonó veloz la sala con una nada decorosa precipitación. La siguiente lección fue mucho más de su gusto: el estudio de los planos inferiores. Tal vez no era libre para explorar la Antípoda Oscura o pasear por la ciudad en compañía de sus juerguistas camaradas, pero estaba aprendiendo a examinar otros mundos. ¡Y allí había un gran potencial!
Liriel juró que exploraría por los planos aquel mismo año. Tenía mucho que aprender antes de que fuera posible, pero el proceso era una parte del viaje.
Así pues, mientras sus compañeras de primer año iban a tomar su comida del mediodía, ella regresó presurosa a su habitación para recoger sus rollos de pergamino y su cuenco de visión. Era un recipiente redondo y negro, y perfectamente liso, y serviría hasta que pudiera hacerse con otro creado más a su gusto. Había un excelente artesano en el barrio Hacinas que podía tallar un cuenco de una única pieza de obsidiana y engastarlo en un soporte de plata grabado con runas y escenas de honra a Lloth. Por un momento Liriel se preguntó qué podría suceder si se dejara tal cuenco en la guarida de Zz’Pzora durante un tiempo para que absorbiera la magia de la Antípoda Oscura. Sus ojos bailaron al pensar en qué criaturas podría convocar y qué travesuras podrían realizar juntas.
Entonces la joven drow vio su puerta reventada y su alegre estado de ánimo se disipó como un fuego fatuo agotado. Se aproximó con cautela, lista para lanzar una esfera de oscuridad alrededor de cualquiera que pudiera encontrar, pues aquello haría ir más despacio al intruso y le daría unas décimas de segundo para meditar sobre su siguiente acción. Si bien el planteamiento «mátalos a todos y deja que Lloth los clasifique» funcionaba a la perfección en todas partes, la Academia poseía su propia jerarquía y una telaraña de intrigas que ella no comprendía por completo aún. No sería sensato, por ejemplo, atacar a alguien que registrara su habitación siguiendo órdenes de la maestra Zeld.
Liriel se ahorró la necesidad de atacar, ya que encontró la estancia vacía. Un débil y revelador aroma flotaba aún en el aire y sus labios se curvaron en una dura sonrisita. Podrían pasar todavía algunos días antes de que Shakti Hunzrin se diera cuenta de que era ella precisamente el origen del acre olor. Gracias a un sortilegio preparado especialmente para ella, aquella miserable especie de rote exudaría el hedor a estiércol por todos sus poros hasta que Liriel se cansara del juego y eliminara el hechizo. Entre tanto, aquel invisible rastro a abono le proporcionaba una divertida forma de seguir de cerca las idas y venidas de su adversaria.
Lo primero que hizo la joven fue dirigirse a su arcón de libros. Con gran alivio por su parte, comprobó que la cerradura seguía intacta. Shakti había estado más interesada en curiosear en su armario. Una imagen de la corpulenta sacerdotisa paseándose vestida con algunas de sus galas más atrevidas pasó por la mente de Liriel y ésta lanzó una sonora carcajada.
Se calmó bruscamente y examinó los daños. En teoría, debería informar a la maestra Zeld sobre la intrusión y hacer que la Academia reparara la puerta de inmediato. Sin embargo, eso daría pie a una investigación, y algunas cosas era mejor dejarlas sin aclarar, ya que incluso aunque quisiera denunciar a Shakti, hacerlo podría concentrar una excesiva atención en sus recientes actividades. No, había decidido que haría algo mejor.
Liriel descendió a toda prisa a las cocinas a reclutar algo de mano de obra y, mientras se encaminaba a las estancias con aspecto de mazmorras de los niveles inferiores, reflexionó sobre su reciente racha de travesuras. En un rincón de su mente, la joven reconocía ser una privilegiada a la que se consentían muchas cosas y que había llevado una vida muy distinta de la que conocían muchas drows de Menzoberranzan. Pero su afortunada existencia había finalizado y las diabluras habían sido un último —y tenía que admitir que peligroso— intento de negar esa realidad. El descarado ataque de Shakti indicaba que había ido demasiado lejos. Liriel no tenía intención de iniciar una guerra y decidió actuar con más discreción a partir de ese momento. Había visto las estatuas de obsidiana del patio de la Academia —lo único que quedaba de estudiantes que habían dado un paso en falso— y no deseaba unirse a ellas.
La hora de la comida del mediodía había pasado y las subterráneas cocinas estaban tranquilas. Allí, hundida hasta los codos en un enorme recipiente de agua jabonosa, había una ogresa. La criatura tenía dos veces el tamaño de la delgada drow y parecía hecha para inspirar una repugnancia teñida de temor; los músculos se hinchaban bajo la correosa piel de la ogresa, y unos colmillos afilados se alzaban al exterior desde su mandíbula inferior. El rostro del ser mostraba una hosca expresión de odio. Vestida tan sólo con un delantal de cuero, la sirvienta atacaba las cacerolas con una ferocidad que sugería una venganza mortal contra la suciedad.
Bandejas de pescado crudo cortado en rodajas descansaban sobre una mesa, listas para ser condimentadas y servidas en la cena. La drow eligió un bocado atrayente y se lo metió en la boca, luego dedicó una sonrisa de camaradería a la otra ocupante de la cocina.
—Chirank, tengo otro trabajo para ti.
—Si Chirank hace trabajo, ¿qué das tú esta vez? —inquirió la otra con un ronco gruñido, al tiempo que se le iluminaba el rostro.
Liriel le mostró una gran moneda de oro. La ogresa agarró la moneda con una zarpa llena de jabón y la mordió con fuerza; luego contempló las profundas marcas de dientes con satisfacción y gruñó alegremente.
Al comprobar que el trato se había cerrado, la drow dio un paso al frente.
—¿Recuerdas dónde está mi habitación?… Estupendo. Hubo una especie de batalla y necesito que alguien lo limpie todo enseguida.
—¿Mucha sangre? ¿Cadáveres drows? —preguntó Chirank esperanzada.
—Esta vez no —respondió la elfa oscura en tono seco—. Lo único que se necesita es un poco de limpieza general. Luego está la pequeña cuestión de la puerta desaparecida.
—Chirank no llevar —protestó la ogresa, poniéndose a la defensiva.
—Claro que no. Pero ¿podrías si quisieras?
La ogresa se encogió de hombros y sus ojos de bestia adoptaron una expresión cautelosa.
—¿Recuerdas la habitación en la que pusiste el estiércol de rote? —Liriel se acercó un paso—. Quiero que vayas allí, robes la puerta, y la cuelgues en mi dintel. También tendrás que reemplazar la cerradura.
—Difícil de hacer —repuso Chirank.
La elfa alzó otras dos monedas.
—Tú y yo sabemos que puedes forzar cerraduras con la misma rapidez que cualquier halfling. Nadie te verá, lo prometo.
—¿Harás que Chirank vuelva a tener aspecto de drow? —inquirió la ogresa con una mezcla de temor y fascinación.
Liriel lo meditó. No era una mala idea. Aunque Chirank era una esclava doméstica y se la podía enviar tranquilamente a los alojamientos de las alumnas para hacer algún que otro recado, su presencia podría atraer una atención no deseada. De modo que la joven conjuró rápidamente la ilusión que hacía que la enorme criatura pareciera una delicada elfa vestida con la ondulante túnica de una gran sacerdotisa; luego frunció los labios y observó el efecto general.
—Sujeta esa cuchara de allí —sugirió, señalando un largo cucharón de metal que se secaba en un escurreplatos.
En cuanto la ogresa hizo lo que le ordenaba, Liriel moldeó el conjuro para obtener una segunda ilusión y el cucharón de Chirank se convirtió en el látigo de cabeza de serpiente que tanto gustaba a las sacerdotisas. Este resultaba particularmente espantoso, con cuatro cabezas que se retorcían enfurecidas y un mango en forma de hueso ahumado. La ogresa lanzó un alarido y soltó el látigo, que cayó al suelo de piedra con un metálico tintineo.
—¿Oyes eso? No es más que un cucharón —la tranquilizó la joven—. Si llevas eso y además andas deprisa, nadie permanecerá cerca de ti el tiempo suficiente para darse cuenta que no reconoce el rostro que llevas.
El razonamiento de la drow tenía sentido. Todo el mundo en la Academia, desde los esclavos más humildes a los alumnos más aventajados, evitaba a una enfurecida gran sacerdotisa con un látigo en la mano. Chirank se inclinó y recogió con cuidado el ondulante látigo; luego lo golpeó contra su recipiente de lavar un par de veces para asegurarse de que no era en realidad otra cosa que un cucharón inofensivo. Finalmente asintió, a todas luces impresionada.
—Tú tienes esta magia, ¿por qué necesitas a Chirank? —preguntó con toda la razón del mundo—. Esa drow Shakti te temerá, si esta magia usas.
—Digamos que prefiero pasar desapercibida —contestó Liriel.
La ogresa gruñó, comprendiendo. Ella sabía muy bien lo sensato que era mantenerse fuera de la vista todo lo posible, pero, aun así, haría todo lo que la pequeña drow le pidiera, esta vez y cualquier otra. Aquella drow la trataba como a una hermana de manada. No confiaban la una en la otra, pero trabajaban juntas para robar y por venganza, y aquello era lo más cerca del hogar que Chirank conseguiría volver a estar jamás. Y con el oro que la elfa oscura le daba podría hacer entrar una daga clandestinamente. A los ogros no se les permitía manejar ninguna clase de utensilios afilados, y por un buen motivo. Chirank era una esclava y sin duda pasaría el resto de sus días trabajando para las sacerdotisas elfas oscuras, pero cuando muriera lo haría con una muerte de ogro y su cuerpo quedaría cubierto con la sangre de muchos drows.
La ogresa sonrió con tal ferocidad que sus colmillos perforaron la mágica ilusión y brillaron sobre su rostro de drow.
—Hora de hacer una incursión —gruñó alegremente.