Fyodor de Rashemen
El alba acarició los abetos coronados de nieve y bajo la tenue luz la bruma que flotaba sobre el lago Ashane brilló con un tono rosáceo. En el lado oriental del lago se elevaba una desolada y escarpada colina, con la cima oculta entre espesas nubes, y a los pies de esa colina un joven detuvo su pequeño y resistente caballo. Su poni de las montañas —un animal peludo, de cuerpo redondeado como un tonel y poseedor de tan mal carácter como fuerza— pateó el suelo helado y relinchó irritado.
—Tranquila, Sasha —canturreó su jinete con una voz de bajo profunda y sonora—. Hemos cabalgado toda la noche, pero por fin hemos encontrado el lugar.
El joven aspiró con fuerza el frío aire de la mañana.
—¿No lo sientes? —murmuró—. Aquí se celebró y perdió una batalla extraordinaria. Aquí empezamos.
Dicho esto, Fyodor de Rashemen saltó de su silla. Examinó la colina que tenía ante sí y decidió que tendría que andar. Sasha podría tener aspecto de cabra montesa —excepto en combate, donde parecía talmente un feroz enano de cuatro patas— pero la ladera era demasiado empinada incluso para ella. Así pues, dejó la montura sin atar e inició su marcha monte arriba.
El invierno era muy crudo ese año y la primavera tardaba en llegar. El aire era tan frío que parecía a punto de quebrarse, y la nieve crujía y chirriaba bajo sus botas mientras ascendía. Pero Fyodor se sentía a gusto en aquel clima riguroso; aquélla era su tierra, y había pasado todos y cada uno de sus diecinueve inviernos entre sus fronteras. Rashemen estaba escrito en los amplios y cincelados ángulos de su rostro, en el liso cabello oscuro del color de los árboles sin hojas y en su piel, que mostraba el tono pálido del invierno. Fyodor era un hombre fuerte y medía algo más de metro ochenta. También era una persona sencilla; viajaba cubierto de capas de resistentes prendas campesinas de abrigo y una práctica capa de lana oscura. Sus únicas armas eran una espada sin filo toscamente forjada de algún metal oscuro y un garrote de casi un metro tallado de ligera madera dura como la roca. Ahora utilizaba el garrote como bastón, hundiéndolo en la nieve una y otra vez mientras se arrastraba colina arriba.
Por fin alcanzó la cima, y permaneció allí inmóvil un largo instante, observando su tierra. El lago Ashane y el territorio circundante yacían ante él, claramente visibles a pesar de las nubes que se apiñaban sobre la cumbre montañosa. A su norte se extendía el espeso y antiguo bosque de Ashan. Enormes zonas de terreno aparecían yermas, ya que en los últimos meses cientos de árboles habían caído bajo las hachas de los bárbaros tuiganos. Los invasores habían arrasado grandes extensiones de bosque para construir barcos para su desdichada travesía y Fyodor meneó la cabeza en mudo pesar ante la visión de una nueva herida en el territorio.
Los tuiganos habían invadido su amada Rashemen, dejando dolor y destrucción por todas partes. Él los había combatido y seguiría combatiéndolos aún de no ser por la orden de las Brujas que gobernaban el país. Fyodor había probado su valor en la batalla y había sido despedido con honor. Pero aun así, había sido despedido.
El joven aceptó su destino sin rencor, pues nadie mejor que él conocía el peligro que significaba para quienes lo rodeaban. Sin duda volvería a luchar por Rashemen, pero no se atrevía a hacerlo hasta haber dominado a su enemigo interior. Sólo la visión de aquel lugar que había sido un campo de batalla días atrás inundaba las venas de Fyodor de un familiar y peligroso calorcillo.
Así pues, el muchacho dio la espalda al destrozado paisaje y se enfrentó a la tarea que le aguardaba. Una torre de piedra coronaba la elevación; le dirigió una ojeada y avanzó pesadamente por la nieve en busca de un antiguo pozo. Tras la torre localizó una sencilla pared circular de piedra y supo al instante que había encontrado el origen del extraordinario poder de aquel lugar.
Hincó una rodilla en el suelo para honrar al antiguo y misterioso espíritu que habitaba en aquella lejana ladera. La torre había sido construida en aquel lugar de poder hacía cientos de años y la magia de las Brujas era más potente allí, por lo que un pequeño círculo de ellas podía proteger los límites occidentales de su territorio. Desde aquel lugar se lanzaban las temidas embarcaciones de las Brujas contra todo aquel que se aventurara por el lago Ashane. Sin tripulación y armadas con magia poderosa, las naves atacaban a todos los que osaban navegar por el lago; y con la ayuda del espíritu del lugar, las Brujas podían incluso convocar a los espectros de las aguas: criaturas hechas de vapor que escaldaban lo que tocaban y cuyo aliento era tan caliente que podía derretir el acero elfo. Fyodor había oído tales relatos desde la cuna y ahora estaba a punto de contemplar tales maravillas por sí mismo.
El joven se arrodilló junto al pozo y apartó un poco de nieve. Juntó entre sus dedos un puñado de tierra cubierta de hielo y lo sujetó con fuerza en la mano, y como había esperado —y temido— el recuerdo de lo que había sucedido vino a él.
Vio un círculo de mujeres, vestidas con túnicas negras y máscaras, cuyas yemas de los dedos se tocaban ligeramente mientras cantaban, fundiendo su magia en un poderoso conjuro. Observó con asombro cómo las Brujas convocaban a sus legendarios defensores contra los invasores tuiganos.
A diferencia de las poderosas mujeres que gobernaban Rashemen, o de los Ancianos que enseñaban a los hombres con talento a crear maravillosos objetos mágicos, Fyodor no conocía más magia que la que ardía en sus venas y daba alas a su espada en la batalla. Pero sí poseía un vestigio de la Visión, como sucedía con mucha de su gente. Era un don inestable, tan difícil de gobernar como un sueño, y a menudo Fyodor tenía la impresión de que las visiones le llegaban con la suficiente frecuencia como para resultar molestas. Sin embargo, en lugares de poder como aquél, los acontecimientos, tanto maravillosos como terribles, dejaban ecos perceptibles para aquellos que podían oír.
Mediante el poder de la Visión, el joven contempló cómo las mágicas embarcaciones de las Brujas atacaban las naves construidas a toda prisa por los tuiganos, y oyó cómo aquellas hechiceras ordenaban a las brumas venenosas que cubrieran los lagos e invocaban a las gigantescas tortugas dragones que acechaban bajo las aguas. Los tuiganos perecieron a cientos, a miles.
Todo esto lo vio Fyodor, y sintió una lúgubre satisfacción ante la justicia que las Brujas repartieron. Luego, de improviso, la Visión se desvaneció. Aún en armonía con los ecos de la batalla, el joven percibió la recordada presencia de un nuevo poder, una magia malévola que marchitaba y corrompía todo lo que tocaba. Sin embargo, todo lo que vio fue tan sólo un recuerdo; no existía una imagen que acompañara a la sensación de maldad persistente, nada que pudiera hablarle del final de la batalla.
Fyodor arrojó el puñado de tierra y se puso en pie. Las respuestas que buscaba únicamente podrían hallarse en la torre, y, aunque temía lo que pudiera encontrar, la rodeó en dirección a la solitaria puerta y la abrió de una patada.
Registró rápidamente los niveles inferiores. No había ni rastro del círculo mágico que había vislumbrado. La agonía de la muerte de las mujeres permanecía aún en el aire de la torre encantada, pero las Brujas habían desaparecido. No le sorprendió; incluso en la muerte, la oscura hermandad se ocupaba de los suyos, y sin duda los cuerpos de las difuntas habían sido velozmente transportados por medios mágicos para darles honorable sepultura en la ciudad fortaleza de las Brujas situada allá en el este. No obstante, persistía un misterio: una de aquellas mujeres había poseído un antiguo tesoro mágico, y aquel tesoro no había regresado a las manos de la hermandad. La misión de Fyodor era hallarlo.
El muchacho prosiguió su búsqueda hasta alcanzar la parte superior de la torre. La estancia más alta de cualquier alcázar era por lo general la habitación más segura, el lugar donde se guardarían los tesoros.
La puerta estaba abierta unos centímetros, agotadas al parecer sus mágicas defensas. Fyodor empujó ligeramente la hoja con su garrote y ésta se abrió con un suave crujido.
Inmediatamente se vio asaltado por un hedor terrible: el nauseabundo e inconfundible aroma dulzón de la carroña humana. Se cubrió la nariz con el brazo para protegerla y penetró en la estancia. Caídos por todas partes, en varias fases de descomposición, aparecieron figuras vestidas con túnicas rojas. Algunas se diría que recién fallecidas, otras yacían en humeantes montones putrefactos y unas pocas no eran otra cosa que polvo.
—Magos Rojos —refunfuñó, y empezó a comprender lo que había sucedido.
A pesar de su juventud, Fyodor había pasado años combatiendo a los poderosos enemigos que rodeaban su país. Hasta la llegada de los tuiganos, el adversario más letal de Rashemen había sido Thay, un antiguo país gobernado por los poderosos Magos Rojos, muchos de los cuales usaban la magia para mantener sus miserables vidas mucho más allá de su duración natural; eso explicaría las muchas fases de descomposición.
Pero ¿y las muertes mismas? La respuesta a este aparente enigma era clara para alguien que había crecido a la sombra de Thay. Los Magos Rojos habían formado una alianza con los invasores de Tuigan, pero siempre estaban alerta por si aparecían oportunidades de aumentar su propio poder, y cualquiera de ellos podría haber asesinado tranquilamente a sus camaradas para obtener un beneficio personal. Durante la batalla, esos magos probablemente se habían unido para atacar a las Brujas, mientras las mujeres estaban absortas entonando su conjuro. Tras vencer a sus adversarias en el combate mágico, los magos habían irrumpido en la torre y robado sus tesoros, y a continuación uno de ellos se había vuelto contra el resto y reclamado todos los tesoros de la torre de las Brujas para sí.
Una rápida inspección de la estancia confirmó las sospechas de Fyodor. No había nada de valor: ningún libro de conjuros, ninguno de los famosos anillos y varitas rashemitas, ni un solo recipiente de nada que se pareciera a un componente para hechizos. También los cuerpos de los Magos Rojos habían sido despojados de todos los objetos portadores de magia. El mago superviviente se había llevado los tesoros mágicos de enemigos y aliados.
Sin duda ese mago había huido a un lugar secreto, para estudiar el tesoro robado hasta que llegara el momento en que dominara el suficiente poder para regresar a Thay y acrecentar sus dominios. Mucho antes de que llegara ese día, Fyodor lo habría localizado.
Pero primero tenía una tarea.
El joven arrastró a los magos muertos fuera de la torre. Localizó un peñasco convenientemente abrupto en la parte sur de la colina y arrojó los cadáveres al barranco, abandonándolos allí a merced de los carroñeros. Ni siquiera consideró la posibilidad de dar a los magos una sepultura digna; en su país, el honor había que ganárselo. Una vez que hubo sacado los cuerpos de la torre, Fyodor extrajo agua del antiguo pozo y roció con ella los alrededores de la mancillada torre y cada una de las habitaciones.
Una vez que el sagrado lugar quedó purificado, el muchacho descendió la ladera entre carreras y resbalones. Tenía un largo trecho que recorrer, con tan sólo la promesa de una batalla al final del día con que engatusar a la agotada Sasha para que siguiera adelante. Le resultaba muy conveniente, se dijo Fyodor, que al poni le gustara tanto combatir.
Fyodor y Sasha pasaron el día buscando al mago renegado. Aunque el rashemita era un magnífico rastreador que había cazado de todo, desde rotes salvajes al escurridizo tigre de las nieves, no esperaba en realidad hallar el rastro del mago. La batalla había tenido lugar hacía muchos días y había miles de pisadas enterradas bajo la nieve recién caída; no obstante, recordó una vieja historia y creyó saber a qué lugar de aquel bosque podría haber ido un mago solitario.
Las sombras de la tarde eran alargadas cuando el joven localizó las primeras huellas. Enormes pisadas de pies de tres dedos, como los de una gallina gigante, recorrían el bosque, y las siguió hasta las profundidades del bosque de Ashan. El bosque era distinto allí, silencioso y vigilante. Las sombras eran extrañamente profundas y los elevados abetos cubiertos de nieve parecían murmurar secretos. Fyodor percibía la oscura magia del lugar y Sasha resopló inquieta mientras avanzaba pesadamente por la nieve.
Caía la noche cuando Fyodor encontró lo que buscaba. Desde lo alto de una colina profusamente arbolada, vislumbró un pequeño claro en un valle a sus pies, y en él se alzaba una cuidada cabaña de madera. En muchos aspectos la construcción era una vivienda rashemita bastante corriente: atractiva y confortable, con un grueso tejado de paja y postigos pintados de un color alegre. Sin embargo, al contrario de la mayoría de las cabañas, ésta se alzaba del suelo sobre gigantescas patas de pollo, y la construcción daba vueltas por el claro como si se tratara de un gallo inspeccionando su territorio.
Fyodor saltó del lomo del poni y se aproximó con cautela al claro. Había llegado hasta allí sin ningún plan definido para derrotar al mago, pero por lo general siempre se le ocurría una solución, si meditaba el asunto el tiempo suficiente. Se agazapó para observar y esperar.
Recordó los viejos relatos, cuentos de una vieja bruja que había vivido una vez en una cabaña mágica. En los relatos, la cabaña giraba y danzaba cuando su dueña —o ahora su dueño, supuso Fyodor— dormía a salvo en su interior. En ese momento, la casa daba la impresión de patrullar el claro, y al joven le pareció muy posible que el ocupante no se hallara en su interior. Dejó a Sasha en la ladera de la colina y descendió en dirección a la choza. Quizá fuera arriesgado, pero era más seguro que enfrentarse a la magia de un Mago Rojo, o a las perennes maldiciones de la legendaria bruja.
En la linde del claro se detuvo y empezó a canturrear las palabras de un poema infantil:
Mientras la dueña duerme,
patas de pollo la protege.
Cuando la dueña se aleja,
patas de pollo se levanta.
Cuando la dueña regresa,
patas de pollo entrar la deja.
Stara Baba lanza su conjuro.
Escucha, cabaña, y presta atención.
A la primera nota de la cancioncilla, la cabaña se detuvo como para escuchar, y cuando Fyodor acabó de cantar, la construcción avanzó sin prisa hasta el centro del claro, dobló las patas, y se acomodó igual que lo haría una gallina clueca. La gruesa puerta principal se abrió sola.
El muchacho bendijo en silencio al cuentista del pueblo. Muchas veces se había escabullido hasta la cabaña del anciano para escuchar relatos de sitios lejanos y de magia cotidiana, y para aprender canciones y soñar sueños. Algunos pensaban que los viejos cuentos y canciones eran sólo para entretener a los niños o para ayudar a pasar las largas noches de invierno. Aquellos que habían aprendido a soñar conocían la verdad.
El guerrero desenvainó su espada y caminó cautelosamente hacia la cabaña. En el interior encontró un revoltijo de varias magias. Frascos polvorientos atestaban las estanterías, y hierbas resecas estaban desperdigadas sobre una mesa junto al antiguo mortero utilizado en el pasado para triturar plantas y convertirlas en pociones. En una enorme chimenea de piedra, borboteaba y humeaba un caldero de hierro a pesar de la ausencia de combustible o fuego, haciendo que la casita resultara agradablemente cálida. Pero no se veía ni rastro del tesoro.
—Ahora es el momento de pensar, no de soñar —se regañó Fyodor, acomodándose en la única silla de la habitación—. El mago no se ha llevado todos los tesoros de una torre de las Brujas dentro de un saco.
Escudriñó el cuarto, en busca de algo que estuviera fuera de lugar entre el sencillo mobiliario. Por fin sus ojos se posaron en la pequeña y profusamente tallada caja de madera de la mesa. La levantó y alzó la tapa; la caja estaba vacía, a excepción de algunos objetos sin valor y unas joyas.
Los ojos del joven se iluminaron. Seleccionó un diminuto anillo de oro y lo sacó con cuidado. En cuanto hubo abandonado el borde de la caja, el anillo empezó a aumentar de tamaño y creció rápidamente hasta convertirse en un grueso brazal grabado con símbolos mágicos, lo bastante grande para encajar en el antebrazo de un hombre musculoso. El rashemita dejó caer el objeto al suelo y sacó una blanquecina astilla de madera, que creció hasta transformarse en una varita tallada en madera de fresno y pintada con símbolos de brillantes colores. Fyodor continuó sacando cosas, infatigable, y a cada objeto que sacaba, otro aparecía para ocupar su lugar. El montón de tesoros le llegaba casi a la altura de las rodillas cuando Fyodor halló por fin lo que buscaba.
Era un objeto sin importancia, una diminuta daga de oro, de no más de ocho centímetros de longitud, que colgaba de una fina cadena. La funda del arma estaba tallada con runas de alguna lengua desaparecida hacía mucho, y el metal estaba desgastado y oscurecido por los años. Fyodor se apresuró a colgar la cadena alrededor de su cuello y ocultó el valioso objeto fuera de la vista. Las Brujas no habían hecho promesas, pero habían sugerido que aquel antiguo amuleto podría ser la clave para la liberación del muchacho.
Abandonando el resto del tesoro amontonado en el suelo, el joven rashemita desapareció en la noche. Inmediatamente, la cabaña se alzó y reanudó su deambular.
Fyodor trepó colina arriba a tanta velocidad como pudo, pues deseaba estar lejos del claro cuando regresara el Mago Rojo. Palmeó a Sasha y saltó a la silla, y mientras tiraba de las riendas del poni para marchar, dirigió una última y triunfal mirada en dirección al refugio que el hechicero había tomado prestado.
En aquel instante las sombras de lado opuesto del claro parecieron agitarse y una única y espectral figura surgió de los árboles, seguida por otra. Pronto hubo seis de ellas, de forma humana, pero de cuerpo tan ligero y movimientos tan gráciles que parecían irreales, insustanciales. Despacio, a hurtadillas, las sombras abandonaron el refugio de la oscuridad y se deslizaron al interior del calvero con pasos silenciosos.
Fyodor se encogió y contuvo la respiración, sobresaltado. ¡Elfos oscuros! Había oído muchos relatos espantosos sobre los drows, y de vez en cuando su gente se tropezaba con ellos en las minas más profundas situadas bajo las rocosas colinas de Rashemen. Él jamás había visto uno. Eran hermosos, con sus brillantes ojos rojos y su piel tan oscura que parecía absorber la luz de la luna. También ellos iban de caza y ningún depredador vivo era tan mortífero.
Sin un ruido, Fyodor se deslizó al suelo. Aunque se hallaba lejos del grupo de drows, no quería correr ningún riesgo, pues a los ojos de aquellos seres, el calor desprendido por un hombre y su caballo brillaría con tanta potencia como un faro. Condujo a Sasha tras unas zarzas cubiertas de nieve y se apostó a observar.
Los elfos oscuros acecharon la cabaña que paseaba y sus armas desenvainadas relucieron bajo la tenue luz de la luna. Uno de los drows —un varón delgado de rostro zorruno con una espesa cabellera de pelo cobrizo— se adelantó. Sus manos dibujaron extraños símbolos en el aire mientras canturreaba en una lengua áspera y cortante.
—El bosque está lleno de magos esta noche —murmuró Fyodor con desasosiego.
Contempló cómo los pies del drow abandonaban el suelo y la figura empezaba a flotar hacia arriba, en dirección a la puerta de la cabaña. Mientras permanecía suspendido en el frío y enrarecido aire, el hechicero lanzó otro embrujo, luego alargó la mano hacia el picaporte de la gruesa puerta de madera.
—Pues va a desear no haberlo hecho —comentó el rashemita con una sonrisa maliciosa. La cabaña poseía defensas mágicas, pero sin duda el ausente mago había dispuesto protecciones adicionales alrededor del tesoro que había robado.
El desastre hizo su aparición en alas de aquel pensamiento. Un estallido de luz carmesí centelleó desde la puerta, arrojando hacia atrás por los aires al hechicero drow. Este se estrelló contra un abeto y cayó al suelo. Un montón de nieve se desprendió de las ramas del árbol y cubrió al caído como si se tratara de una gruesa y redonda mortaja, pero ninguno de los otros drows fue en ayuda del hechicero, pues todos los ojos estaban puestos en la enorme puerta de madera que había aparecido de improviso en el centro del claro. Todas las armas se alzaron para combatir.
La puerta se abrió de golpe, y de algún lugar invisible situado al otro lado surgieron altos guerreros de cabeza de perro cubiertos tan sólo con sus propios pellejos peludos. Los gnolls, pues eso es lo que eran, eran enemigos naturales de los elfos, y cayeron sobre los oscuros ladrones con feroces aullidos y espadas centelleantes. Aquellos seres brotaban del mágico portal sin cesar, como si se tratara de abejas enfurecidas saliendo de una colmena. Fyodor contó veinte antes de que el fragor y confusión de la batalla le impidieran seguir con el recuento.
El corazón del joven palpitaba violentamente mientras contemplaba el combate, y no obstante todo lo que había oído decir de los drows se encontró deseando que éstos vencieran. Sólo eran seis elfos oscuros contra criaturas que les doblaban en tamaño y cuadriplicaban en número, pero ¡cómo combatían! Fyodor era un guerrero de una nación de luchadores de renombre y jamás había contemplado tal habilidad con la espada. Contempló con asombro cómo el acero elfo giraba y acuchillaba, mientras los drows danzaban y asestaban estocadas; estudió a los elfos oscuros, cómo luchaban, cómo se movían. Cómo mataban.
Los gnolls caían rápidamente y por un momento pareció como si los drows fueran a triunfar. Entonces el joven oyó un sonido familiar y temido: el seco y sordo batir de alas gigantes y un horripilante y tembloroso grito demasiado ronco para provenir de la garganta de un ser vivo. Los drows también lo oyeron y alzaron la vista al cielo. Sus ojos rojos se abrieron de par en par ante la visión del horror que se abatía sobre ellos.
Sencillamente no existían palabras para describir a las bestias oscuras. Aquellos monstruos volaban, pero no eran como los pájaros. Habían sido seres vivos en una ocasión, pero fueron transformados por la magia de un Mago Rojo y se habían convertido en retorcidas y deformes abominaciones. Fyodor no tenía ni idea de qué clase de animal había sido aquella bestia oscura, pero debió de ser muy grande, pues cuando la criatura descendió como un halcón cayendo en picado, sus alas extendidas ocultaron la luna.
El ser se abalanzó sobre el drow más alto, un varón que luchaba con dos finas espadas. En aquel momento las centelleantes armas de aquel elfo mantenían a raya a tres gnolls, y mientras luchaba danzaba sobre un montón de cadáveres de adversarios, aunque si lo hacía para intimidar a sus enemigos o para enfrentarse a aquellos seres mucho más altos que él cara a cara Fyodor no lo sabía.
Las enormes garras se abrieron de par en par cuando la bestia oscura descendió, pero en el último instante, el drow se hizo a un lado con increíble agilidad, y las monstruosas zarpas se cerraron alrededor de los tres gnolls. La criatura se elevó hacia el cielo con su carga y profirió un grito enojado al darse cuenta de que había sido engañada, al tiempo que dejaba caer a las criaturas. Agitando los brazos con desesperación entre alaridos, los hombres perro se estrellaron contra el suelo. Golpearon con fuerza y quedaron allí tumbados silenciosos y destrozados. Las enormes alas batieron con violencia, inundando el aire con su sordo ritmo a la par que la bestia oscura ascendía para lanzarse en otro ataque en picado.
Pero la bestia oscura no era el único problema de los drows. Un vórtice de diminutos y centelleantes cristales se elevó de la nieve, girando como un torbellino y adquiriendo masa y fuerza por momentos. Con un agudo chasquido, el remolino se detuvo y una criatura de aspecto humano, de dos metros y medio de estatura y robusta como un enano, avanzó entre la nieve en dirección a los elfos oscuros. Fyodor masculló un juramento. Por muy hábiles que fueran los drows, poco podían hacer contra un gólem de hielo.
Efectivamente, las espadas de los elfos oscuros rebotaban inútilmente en el hielo macizo de su nuevo adversario. Un inmenso puño blanco se cerró alrededor de un guerrero y el gólem de hielo alzó al desdichado hacia las alturas. La criatura contempló a su prisionero impasible, sin pestañear ante los golpes que el otro le asestaba una y otra vez. El brazo del elfo oscuro fue perdiendo velocidad y los golpes cayeron con menos fuerza a medida que el sobrenatural frío del puño del gólem absorbía la energía vital del drow. Con total indiferencia, la helada criatura arrojó el cuerpo sin vida a un lado y fue en busca de otra víctima.
Fyodor notó cómo los pelos del cogote se le erizaban y un hormigueo recorrió sus brazos. Bajó los ojos al suelo. La nieve bajo sus pies se había derretido y convertido en lodo.
—No —musitó—. Otra vez no, ahora no.
Luchó contra la creciente oleada de calor y furia, pero era demasiado tarde y lo sabía. Su último pensamiento consciente fue de pesar por Sasha. El feroz poni sin duda se lanzaría al combate junto a él, y no esperaba que su pobre compañera pudiera sobrevivir ante semejantes adversarios.
Entonces, el frenesí combativo se apoderó de él.
Nisstyre se removió y forcejeó bajo su manto de nieve, sintiendo cada uno de sus huesos y músculos doloridos por la caída. No había esperado aquel ataque —su conjuro debiera haber desarmado cualquier trampa de la puerta de la cabaña— pero claro está, jamás se había tropezado con los humanos conocidos como Magos Rojos. Estaría mejor preparado la próxima vez, siempre y cuando sobreviviera.
Finalmente consiguió abrirse paso a arañazos fuera del banco de nieve y aspiró aire profunda y entrecortadamente. Fue entonces cuando vio la aparición que descendía como una tromba de la colina y casi se olvidó de soltar el aliento.
Un humano —o eso supuso Nisstyre— apareció en el calvero. Sus oscuros cabellos se erguían sobre la cabeza como las púas de un erizo enfurecido y su rostro estaba bañado en un intenso calor. El semblante del guerrero refulgía con un tormentoso color rojo tanto en la visión normal como en la infrarroja, pero sin embargo una débil sonrisa desconcertante curvaba sus labios y, mientras descendía vociferando en dirección a la batalla, azotaba el aire con una larga espada de ancha hoja. A primera vista, el recién llegado parecía medir más de dos metros de altura, pero Nisstyre estaba acostumbrado a las ilusiones mágicas y vio más allá de ésta. El hombre en realidad medía menos de metro ochenta y, si bien poseía unos poderosos músculos, no debería haber sido capaz de blandir aquella enorme espada como lo hacía. El arma era ancha, y su filo parecía grueso y embotado, no obstante cada violento mandoble hendía el aire con un poderoso y audible silbido; mediante una magia que el elfo no comprendía, aquel guerrero era mucho más de lo que debiera haber sido.
El hechicero drow se levantó penosamente. Aunque percibía y se sentía ofendido por el extraño poder de aquel humano, su primer pensamiento —y su primer conjuro— debía dirigirse a las amenazas más inmediatas. Una extraña y desagradable criatura con aspecto de dragón descendía en picado, con las mandíbulas abiertas y las garras extendidas, en dirección a su banda de ladrones.
Nisstyre alzó una mano hacia el cielo. Una enorme bola de fuego salió disparada en dirección al monstruo volador, y las dos fuerzas letales chocaron en una explosión que hizo caer la nieve de los árboles y derribó de rodillas al gólem de hielo. La criatura draconiana cayó en barrena al suelo y se estrelló en medio de un estallido de oleosas llamas; luego, con un último y casi agradecido grito, el ser se desprendió de su antinatural vida.
Entre tanto, los tres luchadores drows saltaron sobre el gólem, desportillando y golpeando su helada carne, pero el monstruo los arrojó lejos de sí con la misma facilidad con que un perro se sacude el agua. Se alzó y sus ojos color hielo se posaron en Nisstyre. El gólem empezó a avanzar.
Antes de que el hechicero pudiera usar un conjuro de defensa, el humano saltó los últimos metros de su descenso y atravesó el claro a toda velocidad. Sin prestar atención a los drows que lo rodeaban, se precipitó directamente contra el gólem de hielo. Esquivó un golpe lateral del puño del tamaño de un garrote del ser y, sujetando la empuñadura de su espada con ambas manos, la echó hacia atrás para asestar un tremendo mazazo.
La gruesa hoja negra apareció zumbando y golpeó la cadera de la criatura con un violento retumbo. Por un momento dio la impresión de que el ataque había tenido tan poco efecto como el de los drows, pero enseguida unas ondulantes líneas recorrieron el cuerpo del gólem y descendieron por su pierna. La gigantesca extremidad se desmoronó en forma de fragmentos de hielo y la criatura se vino abajo.
El humano saltó sobre el caído adversario, y la negra espada se alzó y volvió a descender una y otra vez hasta dejar al gólem reducido a un montón de hielo centelleante. Conseguido esto, el humano poseído por la fiebre de la batalla se arrojó sobre el gnoll más próximo y, con un poderoso golpe, seccionó la cabeza de la poderosa criatura.
—Pero la espada carece de filo —masculló Nisstyre, y sus cobrizas cejas se fruncieron consternadas mientras escudriñaba a su inesperado aliado.
El hombre se había lanzado ya sobre un par de gnolls que empuñaban espadas. Uno de los hombres-perro consiguió atravesar la guardia del humano y le abrió una brecha en el muslo. El luchador no titubeó, ni siquiera parpadeó. El sudor corría por el rostro enrojecido del hombre y colgaba en forma de diminutos carámbanos de su mandíbula —aumentando en gran medida su temible aspecto— pero, aun así, cada mandoble era tan potente como el anterior; no se cansaba, no hacía concesiones al dolor. El humano resultaría un formidable adversario y la prudencia dictó a Nisstyre que se ocupara de él de inmediato. Pero, puesto que el hombre descargaba su apetito batallador únicamente sobre los gnolls, el hechicero drow decidió esperar el momento oportuno. No tenía sentido malgastar las vidas de sus propios guerreros, cuando aquel recién llegado parecía estar tan decidido a morir luchando.
Pronto, sólo quedaron dos de los hombres-perro, a los que los cinco drows supervivientes podrían superar con facilidad. La pelea no tardaría en finalizar, y también la utilidad del humano. Nisstyre empezó a echar un rápido vistazo a su repertorio de hechizos para eliminar humanos.
Entonces, como si percibiera que sus defensores no tardarían en ser vencidos, la misma cabaña tomó parte en la batalla.
Corriendo a toda velocidad por el calvero, la choza mágica empezó a perseguir a los drows. Los elfos oscuros eran veloces y ágiles, y podrían haber escapado fácilmente al interior del bosque; pero Nisstyre les advirtió que regresaran. Sus manos extendidas chisporroteaban llenas de magia letal mientras gritaba a sus hombres que se mantuvieran firmes y lucharan, bajo pena de muerte.
Como una gallina enloquecida, la cabaña fue tras los elfos oscuros por todo el claro, pateando y arañando, hasta que finalmente atrapó a uno bajo una enorme pata. Sus uñas arañaron a su presa una y otra vez, dejando largos surcos sanguinolentos cada vez.
El humano cargó y, antes de que Nisstyre pudiera reaccionar, el enajenado guerrero empezó a descargar mandobles contra las patas de ave de la construcción como si fuera un leñador derribando un árbol. Tras dos golpes, la cabaña empezó a tambalearse. Al tercero, una de las patas cedió, y la casa se bamboleó y cayó al suelo. Rodó varias veces y acabó deteniéndose sobre el techo de paja, para yacer patas arriba como si se tratara de un ave muerta con una sola pata. A continuación, ante el horror del hechicero drow, la cabaña se desvaneció ante sus ojos.
Siseando enfurecido, el drow se agachó y recogió un fragmento del gólem de hielo. Escupió las palabras de un conjuro sobre él y lo arrojó contra el guerrero humano, que al instante quedó encerrado de cuello para abajo en una inmovilizadora capa de hielo.
Nisstyre se aproximó despacio a su no deseado aliado.
—Quienquiera que seas, lo que quiera que seas, me has costado una fortuna en libros de conjuros y tesoros —rugió—. ¿Sabes cuánto tiempo he estado siguiendo los pasos de este tres veces maldito Mago Rojo?
Aunque hablaba en perfecto común, la muy utilizada lengua comercial de aquellos territorios, en el rostro del hombre aprisionado no apareció ni un destello de comprensión. La débil sonrisa del humano no se alteró un ápice y sus ojos azules prometieron muerte. El drow comprendió que el ataque mágico había añadido su nombre a la lista de enemigos de aquel extraño guerrero.
—¿Cómo es que luchas de este modo? —inquirió—. ¿Qué magia posees?
El otro no dijo nada, pero Nisstyre no esperaba ni necesitaba realmente una respuesta. Ya la conseguiría.
Arrojó una pizca de polvo amarillo al humano y, de inmediato, un tenue resplandor azulado surgió de un punto situado justo debajo de la clavícula. Los otros drows se habían apiñado a su alrededor para observar y con parte de su mente Nisstyre se dio cuenta de que su hechizo localizador de magia provocaba que todos ellos brillaran en una docena de lugares a medida que las armas mágicas ocultas hasta el momento eran puestas al descubierto. Observó también las miradas de evaluación y desconfianza que intercambiaban ante el veloz y sutil cambio en el equilibrio de poderes entre ellos. Más tarde, él mismo se ocuparía del asunto.
Señaló con el dedo la reluciente daga introducida en el cinturón del más fuerte de sus luchadores.
—Usa eso y atraviesa el hielo. Quiero ese amuleto intacto, pero rompe la cadena si es necesario.
El alto drow sacó su hechizada arma y empezó a desportillar el hielo que cubría el pecho del humano. En una ocasión la hoja resbaló y le produjo una herida; la sonrisa del prisionero siguió imperturbable. Por fin, el drow consiguió sacar el colgante con la daga y rompió la cadena de un violento tirón. A continuación entregó el objeto a Nisstyre, que negó con la cabeza.
—No. Cogedlo y regresad a la Antípoda Oscura. Lo estudiaremos más tarde. Os seguiré en un día o dos; por el momento quiero ver si consigo averiguar adonde, por los Nueve Infiernos, ha ido esa cabaña.
—¿Y el humano?
—Dejadlo —rugió el hechicero—. Que padezca el frío y la intemperie. Morirá demasiado pronto para mi gusto.
El drow lanzó otro hechizo más y un reluciente óvalo hizo su aparición en el calvero; a continuación dio unas cuantas instrucciones más a su capitán y luego desapareció solo en el bosque. Uno a uno, los ladrones drows se introdujeron en el portal, de camino a sus lejanas, y aún más peligrosas, tierras.
Cuando desapareció el último drow y ya no quedó nadie a quien combatir, la furia batalladora que se había apoderado de Fyodor desapareció y el joven se desplomó en su helada prisión, totalmente agotado. Jamás sentía el dolor, el frío o el cansancio de los músculos mientras duraba la batalla. Eso siempre venía después. Había visto a otros enloquecidos morir de agotamiento o por el efecto acumulado de incontables heridas no advertidas. Y aquéllos eran hombres que, a diferencia de él, podían controlar sus furias batalladoras y provocarlas a voluntad. Fyodor se consideraba muy afortunado por haber conseguido vivir diecinueve inviernos.
Sasha, observó con pesar, no había sido tan afortunada. El fiero poni yacía enredado con el cuerpo de un gnoll contra el que había luchado con dientes y cascos, pero las numerosas y finas cuchilladas que marcaban su peludo cuerpo no provenían de la espada de un hombre-perro. Acero drow era lo que había asesinado a Sasha mientras se enfrentaba al gnoll, y por ningún otro motivo aparente que no fuera el placer que los elfos oscuros experimentaban al matar gratuitamente. Una helada y persistente cólera se apoderó del corazón del joven, aunque no era un residuo de la furia del enloquecido, sino la furia natural de un hombre que aborrecía la crueldad y que había sufrido la irracional muerte de una amiga.
Durante un buen rato, Fyodor no fue consciente de otra cosa que no fuera su cólera y su dolor. Luego se dio cuenta de que su prisión de hielo era más delgada. El terrible calor de su furia combativa había derretido gran parte del hielo y podía moverse un poco. La energía batalladora lo había abandonado, pero todavía le quedaba su fuerza natural, agudizada por sus siete años de aprendizaje con el armero del pueblo. Así pues, hinchó los músculos e hizo presión contra la helada prisión.
Transcurrieron unos instantes y nada sucedió, de modo que intentó balancearse a un lado y a otro. Finalmente, el hielo que envolvía sus pies cedió y él se desplomó como un árbol tallado, haciéndose añicos su prisión al golpear contra el suelo. Estaba mojado de pies a cabeza y con heridas producidas por los pedazos de hielo en una docena de sitios, pero por fin estaba libre.
Exhausto pero decidido, Fyodor se puso en pie y recogió sus armas del suelo. Puede que no fuera capaz de responder al hechicero drow mientras lo controlaba su furia batalladora, pero había comprendido cada una de sus palabras. El amuleto que necesitaba iba de camino hacia la Antípoda Oscura.
Avanzó tambaleante hacia la luz cada vez más tenue que marcaba la posición del mágico portal y, sin una vacilación, atravesó el umbral.