Época de confusión
Sin prestar atención a los gritos de dolor procedentes del otro extremo del aposento de la torre, Nisstyre separó las gruesas cortinas y contempló el mercado. Los ojos del elfo oscuro, negros e inescrutables en la tenue luz de la estancia, barrieron con una mirada comedida y calculadora la escena que se desarrollaba abajo.
El Bazar era uno de los lugares más concurridos de todo Menzoberranzan, y tan bien custodiado como la fortaleza de cualquier matrona. Aquel día incluso se veían más soldados de lo normal, que se dedicaban a mantener la paz con brutal eficacia. Como capitán del grupo de comerciantes llamado El Tesoro del Dragón, Nisstyre apreciaba la diligencia con que se patrullaba el mercado, ya que protegía el comercio local. Aquel día, sin embargo, la aguda vista de Nisstyre detectaba también oportunidades de otra clase.
Los labios del mercader drow se curvaron mientras observaba cómo un par de hombres armados se llevaba a rastras el cuerpo de un buhonero calishita. La ofensa del humano había sido leve: se había mostrado demasiado vehemente en sus negociaciones, y su cliente drow había dirimido la cuestión con una daga envenenada. Por lo general los compradores aceptaban tal regateo como el juego que era; pero, en la actualidad, los irritables drows eran como yesca que aguardaba la más leve chispa.
Para el observador ocasional, el ajetreo del mercado podía parecer bastante normal, pues ciertas mercancías se vendían magníficamente; de hecho, la demanda de alimentos básicos, armas y componentes para hechizos era casi frenética. Nisstyre había visto días de mercado como éste muchas veces, por lo general en la superficie, cuando la gente se preparaba para un invierno particularmente crudo o esperaba un asedio. A juzgar por lo que veía, los drows de Menzoberranzan se estaban preparando claramente para algo, y dudaba de que supieran qué podría ser ese algo, aunque reconocía su desasosiego y pensaba sacar partido.
Sus contactos en el mundo exterior le llamaban El Zorro, y a Nisstyre le encantaba el apodo, pues se parecía bastante al feroz animal, con su rostro negro de facciones afiladas, las orejas elegantemente puntiagudas, y una original melena de cabellos cobrizos; además poseía toda la astucia de su homónimo. A diferencia de la mayoría de los drows, él no llevaba armas y además no era demasiado experto en su uso. Sus armas eran su mente —que era ágil y traicionera como la espada de un guerrero drow— y su magia.
En una ocasión, muchos años atrás, Nisstyre había vivido en Ched Nasad, una ciudad muy parecida a Menzoberranzan. Aunque había sido un mago que prometía mucho, la sociedad matriarcal y la tiranía de Lloth puso límites a sus ambiciones, límites que no pensaba aceptar. Por ese motivo había abandonado la ciudad y descubierto un talento para el comercio, mediante el cual no tardó en abrirse paso hasta la jefatura de su propio grupo de comerciantes. Sus extensos intereses comerciales le proporcionaron riqueza, pero no el poder que ansiaba. Eso le había llegado como un regalo divino, y la divinidad en cuestión era Vhaeraun, el dios drow del robo y la intriga. Nisstyre había adoptado las directrices de su dios —establecer una presencia y poder drow en el mundo de la superficie— de todo corazón; pues una vez que quedara instituido ese reino, él, Nisstyre, planeaba servir a Vhaeraun como rey. Pero primero tenía que reclutar a sus súbditos —que también lo serían del dios— entre los drows descontentos.
En aquellos tiempos, el descontento imperaba. Los innumerables informadores de Nisstyre, y también sus propios ojos, así se lo indicaban. Los drows de Menzoberranzan se tambaleaban por culpa del desbaratamiento de la magia durante la Época de Tumultos, y de su derrota a manos de los enanos de Mithril Hall. Habían marchado a la guerra llenos de confianza en la matrona Baenre y su visión inspirada por Lloth de conquista y gloria, y habían fracasado por completo, rechazados por una alianza variopinta formada por enanos y humanos —todos ellos seres de categoría inferior— y por la cruel luz del amanecer. Como consecuencia del fracaso, los estupefactos drows se sintieron traicionados, a la deriva, y profundamente asustados. Los poderes que los habían gobernado tan despiadadamente habían mantenido al mismo tiempo a la ciudad protegida de los peligros de la salvaje Antípoda Oscura.
Pero ¿qué quedaba de aquellos poderes dirigentes? La anciana matrona Baenre que había dirigido la ciudad durante siglos, se había equivocado al buscar una guerra en la superficie y había pagado su error con la vida, al tiempo que varias de las casas más poderosas quedaban sumidas en una profunda agitación. En condiciones normales, a la mayoría de los habitantes de la ciudad le importaría muy poco cuál de las ocho casas ocupaba el consejo regente. Ahora, sin embargo, la inminente lucha por el poder los amenazaba a todos por igual. Muchos temían que la debilitada y aturdida ciudad resultara vulnerable a un ataque, procedente tal vez de la cercana comunidad ilita, o quizá de otra ciudad drow.
En opinión de Nisstyre, esos temores no eran infundados. Por lo menos la mitad de los veinte mil drows de Menzoberranzan había marchado sobre Mithril Hall, y nadie sabía con seguridad cuántos habían regresado. Pocas casas proporcionaban jamás una relación exacta de sus ejércitos privados, y nadie quería admitir una disminución en sus efectivos durante aquella época de confusión.
No era ningún secreto que varios de los más poderosos maestros de armas de la ciudad —los generales de los ejércitos particulares de las casas— estaban muertos o habían desaparecido. Ni tampoco se limitaban las bajas a los soldados profesionales del lugar, ya que cientos de habitantes corrientes habían servido como soldados de infantería, y tan sólo unas pocas docenas habían regresado para reincorporarse a sus tareas. Para aumentar más el problema estaban las tremendas pérdidas de vidas entre las razas que servían a los drows de Menzoberranzan como esclavos. Kobolds, minotauros y razas goblins habían sido reclutados como carne de cañón para la batalla, y caído a millares bajo las hachas de los enanos de Mithril Hall y las espadas y flechas de sus aliados. Las tareas que estos esclavos habían realizado quedaban ahora sin hacer.
Otras culturas podrían aunar mano de obra y aptitudes para llenar el vacío, pero tal cosa estaba más allá de los prejuicios de los orgullosos drows. La categoría social lo era todo, y nadie estaba dispuesto a dejar a un lado una posición duramente adquirida por el bien común. Los habitantes de Menzoberranzan no pudieron unirse para ganar la guerra, y no lo harían ahora para superar sus consecuencias.
Y en eso, reflexionó Nisstyre, radicaba también su propio problema. A aquellos elfos oscuros sólo los motivaba la promesa de un beneficio personal. Posición, poder: ésos eran los señuelos necesarios para persuadir a los orgullosos drows a salir a la luz, pues si bien la vida era dura en la Antípoda Oscura, y Menzoberranzan se enfrentaba a un nuevo y aterrador caos, la mayoría de los drows no veía otra opción. Lo único que el mundo exterior ofrecía era la derrota, la deshonra y el abrasador horror que era el sol.
El comerciante dejó caer la cortina con un profundo suspiro y se dio la vuelta para contemplar un espectáculo de naturaleza muy distinta. Un drow del sexo masculino, un plebeyo de mediana edad y aspecto corriente, estaba sujeto con cadenas a una pesada silla de piedra. A su alrededor crepitaba una esfera de pálida luz verdosa, y sobre él se alzaba otro drow vestido de negro que permanecía en pie, salmodiando, con los ojos cerrados y las manos extendidas. Magia clerical fluía de cada uno de los dedos del elfo oscuro, chisporroteando como negros rayos al interior del drow encadenado. El prisionero se retorcía de dolor mientras su torturador —un sacerdote de Vhaeraun, patrón de los ladrones— saqueaba sus recuerdos y le robaba los secretos.
Finalmente el sacerdote asintió, satisfecho. La esfera de luz se disipó con un leve chasquido, y el prisionero se dejó caer contra las cadenas, gimiendo en una mezcla de dolor y alivio.
Un trato curioso, tal vez, para un informador de confianza, pero Nisstyre no tenía dónde elegir. El precio de una confianza mal depositada era alto. En Menzoberranzan, todo aquel sospechoso de venerar a cualquier otro dios que no fuera Lloth era ejecutado sumariamente, por lo que todos los que seguían a otros dioses, o a ninguno, se guardaban prudentemente sus opiniones para sí.
No obstante ahora, con su ciudad sumida en la confusión y sus suposiciones más básicas bajo sospecha, había unos cuantos drows que osaban murmurar el nombre de Vhaeraun, y que soñaban con una vida libre de las limitaciones de Menzoberranzan. Era a estos drows a quienes Nisstyre buscaba discretamente. Algunos eran como aquel elfo torturado, cuyo odio al dominio matriarcal era tan intenso que estaría dispuesto a soportar cualquier cosa con tal de ver su fin. Pero la mayoría de sus congéneres requerían más. Algo que pudiera erradicar recuerdos amargos y ofrecer oportunidades para obtener posición social y poder más allá de aquello de lo que disfrutaban ahora.
Con el tiempo, se juró Nisstyre, hallaría lo que se necesitaba para persuadir a los habitantes de la ciudad para que adoptaran su causa. Al fin y al cabo, El Tesoro del Dragón era famoso por proporcionar cualquier cosa sin preocuparse por su coste.
Menzoberranzan no era el único territorio que luchaba contra los conflictos y la guerra. Muy lejos, en un territorio escarpado de colinas y bosques en el extremo oriental de Faerun, los habitantes de Rashemen conocían su propia época de agitación. La magia —la fuerza que gobernaba y protegía su tierra— recientemente había empezado a actuar de forma defectuosa. Antiguos dioses y héroes que llevaban mucho tiempo muertos habían paseado por la región, y una nación de soñadores se había visto atormentada por extrañas pesadillas y arrebatos frenéticos estando despiertos. Y lo que era más peligroso, las defensas místicas creadas por la magia de las Brujas gobernantes habían fallado, y los ojos de muchos enemigos se volvieron de nuevo hacia Rashemen.
De todos los guerreros del lugar, tal vez ninguno había sentido aquel trastorno tanto como Fyodor. Era un hombre joven, agradable, que había mostrado una mano firme en la herrería del forjador de espadas y un valor constante en la batalla. Era un trabajador incansable, pero según todos los relatos un poco soñador incluso para los criterios rashemitas. Fyodor poseía tanta facilidad para cantar o contar una historia como cualquier bardo errante, y su profunda y resonante voz de bajo a menudo se dejaba oír por encima del tintineo del martillo mientras trabajaba. Como la mayoría de sus compatriotas, apreciaba los sencillos placeres de la vida y aceptaba sus dificultades con resignada calma. Su amable naturaleza y pronta sonrisa no parecían encajar con su temible reputación; Rashemen era célebre por la fuerza y violencia de sus guerreros enloquecidos, entre los cuales Fyodor era un campeón.
Los afamados luchadores de la ciudad utilizaban un ritual mágico poco conocido para provocar sus furias combativas, y por alguna peculiaridad del destino, una parte extraviada de esa magia se liberó y fue a alojarse en el joven Fyodor, que se había convertido en un enloquecido nato, capaz de sumirse en un increíble frenesí combativo a voluntad. En un principio, su nueva habilidad había sido recibida como un don del cielo, y cuando las hordas tuiganas penetraron en el territorio desde las estepas orientales, Fyodor se mantuvo firme junto a sus camaradas enloquecidos y combatió con ferocidad sin par.
Todo habría ido bien de no ser por otra reliquia de la época de la magia corrupta. Fyodor, el soñador, siguió viéndose atacado por las pesadillas que habían atormentado a tantos rashemitas durante la Época de Tumultos. No contó esto a nadie, pues muchos de los suyos —simples campesinos en su mayoría— abrigaban supersticiones profundamente inculcadas respecto a sueños y veían en todas las visiones nocturnas producto de la cerveza significados concretos y presagios de muerte. Fyodor creía saber lo que eran y lo que no eran los sueños.
Sin embargo, aquella noche no se sentía tan seguro. Salió de una pesadilla y se encontró sentado muy tieso en su jergón, con el corazón latiendo apresuradamente y el cuerpo empapado de sudor. Intentó sin éxito volverse a dormir, pues volvería a enfrentarse a los tuigan por la mañana y necesitaría todas sus energías. Había luchado y combatido bien, o al menos eso le habían dicho; sus camaradas habían brindado con sus frascos en su honor y alardeado sobre la cantidad de bárbaros que habían caído bajo la negra espada de Fyodor. Este, por su parte, no recordaba gran cosa de la batalla. Cada vez que combatía recordaba menos cosas sobre la lucha, y eso le preocupaba. Puede que ése fuera el motivo de que aquella pesadilla lo atormentara tanto.
En ella se había encontrado en un espeso bosque, al que al parecer había ido a parar en la confusa secuela de un arrebato de furia combativa. Sus brazos, rostro y cuerpo estaban cubiertos de dolorosos arañazos, y tenía un vago recuerdo de un juguetón enfrentamiento con su compañero, un medio salvaje tigre de las nieves. En su sueño, Fyodor comprendió finalmente que el juego debía de haber despertado su frenesí guerrero y, aunque no conseguía recordar el resultado de la batalla, su espada estaba cubierta hasta la empuñadura de sangre aún caliente.
Ya despierto, Fyodor supo que el sueño, aunque perturbador, no era ninguna profecía de un combate futuro. Era cierto que había domesticado a un tigre de las nieves en una ocasión, pero eso había sido muchos años atrás, y se habían separado en paz cuando la criatura salvaje regresó al lugar al que pertenecía. Pero el sueño lo obsesionaba, pues en él leía su mayor temor: ¿llegaría un momento en que la furia lo dominaría por completo? ¿Sería capaz, presa de un enloquecido frenesí, de destruir no sólo a sus enemigos sino a aquellos a quienes amaba?
Una y otra vez, Fyodor vio cómo la luz se apagaba en los dorados ojos del felino, y por mucho que lo intentaba, no conseguía desterrar la imagen, o rechazar el temor de que aquello pudiera llegar a suceder.
Y mientras aguardaba la luz del alba, sintió el insoportable peso del destino sobre sus jóvenes hombros y se preguntó si tal vez el sueño no contendría una profecía.
Shakti Hunzrin se dejó caer aún más en la proa del pequeño bote y contempló con fijeza a los dos jóvenes que se esforzaban con los remos. Eran sus hermanos, príncipes pajes cuyos nombres sólo recordaba de vez en cuando. Los tres hermanos drows se dirigían a la isla de Rothe, un islote cubierto de musgo en el corazón del lago Donigarten. La casa Hunzrin estaba a cargo de la mayor parte de la agricultura de la ciudad, aparte del rebaño de rotes que guardaba la isla, y las responsabilidades de la familia de Shakti se habían cuadriplicado en la tumultuosa secuela de la guerra.
No obstante, el humor de la elfa oscura era sombrío al contemplar a sus hermanos, jóvenes sin casta armados únicamente con cuchillos y tridentes. Viajar con tan escasa escolta no sólo era peligroso, sino insultante, y Shakti Hunzrin estaba siempre alerta para detectar cualquier insulto, por insignificante que fuera.
El bote chocó contra el muelle de piedra, devolviendo violentamente los pensamientos de la drow a la realidad. Se puso en pie, apartando de un manotazo las manos de sus indignos escoltas y saltó de la embarcación sin ayuda. Donigarten podría hallarse fuera de las rutas frecuentadas por la mayoría de drows, pero allí Shakti estaba en su elemento y al mando, y permaneció sobre el estrecho muelle unos instantes, con la cabeza echada hacia atrás, para admirar la fortaleza en miniatura de lo alto.
Los aposentos del capataz se alzaban unos treinta metros sobre su cabeza, tallados en la piedra maciza que se elevaba en forma de pared vertical desde el agua. El bote de Shakti había atracado en el único punto de desembarco válido del lugar: una diminuta ensenada que carecía de las afiladas y desgarradoras rocas que rodeaban el resto de la isla. El único modo de abandonar la isla era a través de la fortaleza de piedra y el único camino para descender al muelle era una estrecha escalera tallada en la pared de roca. Las aguas alrededor de la isla eran profundas y frías, totalmente negras a excepción de algún ocasional y tenue resplandor procedente de las criaturas que habitaban las estancadas profundidades. De vez en cuando, alguien intentaba nadar en aquellas aguas, pero hasta el momento, nadie había sobrevivido al intento.
Shakti hizo caso omiso de los escalones y flotó con facilidad hacia lo alto, en dirección a la puerta de la fortaleza. El corto vuelo no tan sólo le proporcionaba una entrada más impresionante, sino que tenía un propósito práctico. Los orgullosos drows, con su amor por la belleza, no permitían que los niños imperfectos sobrevivieran y carecían de excesiva paciencia para con aquellos que desarrollaban defectos físicos durante su vida. Shakti era corta de vista y se tomaba grandes molestias para ocultarlo; temía perder pie en la traicionera escalera, y no estaba segura de qué sería peor: si la caída por la fuerte pendiente o tener que explicar por que había tropezado.
La capataz, una mujer perteneciente a una rama de menor categoría del árbol genealógico de los Hunzrin, hizo una profunda reverencia cuando Shakti penetró en la enorme habitación central. La recién llegada, se sintió hasta cierto punto apaciguada por aquella muestra de respeto y satisfecha de observar que sus hermanos se colocaban en posición de guardia a cada lado de la entrada, como si ella fuera ya una respetada matrona.
Depositó a un lado su única arma —una horca de tres dientes con un delgado mango tallado con runas— y se encaminó a la ventana situada al otro extremo de la habitación. La escena que contempló al otro lado no resultó alentadora. Los campos de musgo y líquenes habían sufrido un pastoreo demasiado intensivo y el sistema de riego estaba obstruido y descuidado. Los rotes deambulaban sin rumbo, paciendo aquí y allá en el exiguo forraje. Sus pelajes, por lo general largos y espesos, aparecían harapientos y sin brillo, y Shakti comprendió consternada que no habría demasiada lana cuando llegara el momento de esquilar a los animales. Más preocupante aún era la total oscuridad que envolvía los pastos.
—¿Cuántos han nacido hasta ahora durante esta estación? —espetó al tiempo que se desprendía de su piwafwi. Uno de sus hermanos dio un salto al frente para recoger la reluciente capa.
—Once —respondió la capataz en tono lúgubre—. Dos de ellos nacieron muertos.
La sacerdotisa asintió; la respuesta no era inesperada. Los rotes eran criaturas mágicas que llamaban a sus futuras parejas con tenues luces parpadeantes. En aquella época del año, los rituales de apareamiento de los animales deberían haber iluminado con su resplandor toda la isla, pero los desatendidos animales estaban demasiado débiles y apáticos para ocuparse de tales cuestiones.
Pero ¿qué otra cosa podría haber esperado? La mayoría de orcos y goblins que cuidaban los rebaños de rotes habían sido reclutados como carne de cañón para la guerra, sin que nadie se preocupara de las lógicas consecuencias que ello tendría. Eran cosas que las sacerdotisas gobernantes no tenían en cuenta, esperando que la carne y el queso aparecieran en sus mesas como por arte de magia. En su jactancioso orgullo, no comprendían que algunas cosas no sólo necesitan magia, sino administración.
Esto Shakti lo comprendía, y de esto podía ocuparse. Se sentó tras una enorme mesa y alargó la mano para coger el libro mayor que contenía los registros de las crías. Una aguda y agradable sensación expectante aceleró sus dedos mientras pasaba las hojas. Mantener aquel libro de anotaciones había sido su responsabilidad antes de que la enviaran a la Academia, y nadie en la ciudad sabía más que ella sobre la cría de rotes. Tal vez nadie compartía su entusiasmo por el tema, pero desde luego los drows sí disfrutaban con la deliciosa carne, quesos y lana que su pericia producía.
Una ojeada a la última página redujo tanto su orgullo como su entusiasmo, pues durante sus años de ausencia, los registros se habían escrito con una letra menuda y débil. Shakti lanzó un juramento, entrecerrando los ojos hasta convertirlos en diminutas rendijas en un intento de leer la negligente escritura, y su estado de ánimo no mejoró con la lectura.
Durante su exilio en Arach-Tinilith, estudiando para el sacerdocio y rindiendo pleitesía a las damas de la Academia, el rebaño había quedado terriblemente desatendido. Los rotes estaban muy adaptados a la vida en la isla y una cría cuidadosamente supervisada era esencial.
Farfullando maldiciones, la joven pasó las hojas hasta el final del libro, donde debían estar los registros de las existencias de esclavos. Estos eran considerablemente menos pormenorizados; en opinión de Shakti, los goblins podían hacer lo que les viniera en gana siempre y cuando sus esfuerzos produjeran suficientes esclavos nuevos. Pero según los registros, la tasa de nacimientos entre los, por lo general, prolíficos seres resultaba peligrosamente baja, y eso ella no podía permitírselo. La casa Hunzrin podría adquirir más esclavos mediante compras o capturas, pero esas cosas precisaban tiempo y dinero.
—¿Cuántos goblins quedan? —inquirió en tono fatigado mientras se daba un masaje en las doloridas sienes.
—Unos cuarenta —respondió la encargada.
—¿Eso es todo? —La cabeza de Shakti se alzó con una violenta sacudida como tensada por una cuerda—. ¿Pastores o criadores?
—Más o menos mitad y mitad, pero todos los goblins han estado pastoreando. Para mantener el orden se ha trasladado a todos los esclavos a la cabaña principal.
Aquellas noticias eran aún peores, pues significaban que los goblins carecían del tiempo y la intimidad necesarios para procrear. Aunque no es qué aquellas criaturas necesitaran mucho de ambas cosas, se dijo la sacerdotisa con repugnancia, al tiempo que regresaba al estudio del libro. De nuevo, maldijo el destino que la había alejado del trabajo que amaba; aunque por lo menos la guerra había conseguido una cosa: las normas que mantenían a los alumnos aislados en la Academia se habían relajado, pues muchos de los jóvenes luchadores, hechiceros y sacerdotisas eran necesarios en sus hogares. Los estudiantes tenían una inaudita libertad para ir y venir, y los permisos para marchar no eran difíciles de obtener de los aturdidos maestros.
Entonces un drow vestido con las toscas ropas de un jornalero irrumpió en la habitación. Cerró de un portazo la pesada puerta a su espalda y corrió el pasador.
—¡Los goblins se están sublevando! —gritó.
La voz resultaba familiar a la mujer; pertenecía a un apuesto varón con el que había tenido algún ocasional devaneo. Reconoció el tono: una agradable mezcla de temor e incredulidad. El tenue aroma a cobre de su sangre flotó hasta ella, y también eso le resultó familiar. Pero los gratos recuerdos se registraron sólo en los márgenes de sus pensamientos; sus preocupaciones estaban puestas en el rebaño y sus ojos miopes siguieron fijos en la página.
—Sí, desde luego que sí —asintió distraídamente.
El hombre retrocedió un paso, boquiabierto por la sorpresa. Sabía muy bien que Shakti Hunzrin era capaz de un gran número de cosas, pero el humor no se contaba entre ellas. Por un instante, incluso la conmoción provocada por el levantamiento goblin palideció, pero una segunda mirada al semblante malhumorado y bizqueante de Shakti convenció al drow de su error.
El recién llegado dejó de lado su momentánea sorpresa y se acercó al escritorio. Colocó violentamente el brazo cerca de los ojos de la mujer, para que la miope sacerdotisa pudiera distinguir las señales de colmillos goblins, y las largas marcas rojas de sus zarpas.
—Los goblins se están sublevando —repitió.
Por fin, consiguió captar su atención.
—¿Habéis avisado a la guardia de la ciudad? —inquirió ella.
—Lo hemos hecho —respondió él, tras una vacilación excesivamente larga.
—¿Y? ¿Qué dijeron?
—Donigarten tiene sus propias defensas —citó el drow con voz apagada.
Shakti profirió una carcajada. Traducido, aquello significaba que las matronas gobernantes tenían asuntos más importantes en que pensar que la pérdida de unos cuantos esclavos goblins o el sacrificio prematuro de algunos de los rotes. El resto de la ciudad estaba a salvo de cualquier acción desagradable que pudiera suceder en la isla, ya que la única forma de escapar de Donigarten era mediante embarcación, y el único bote estaba amarrado, atracado detrás de la oficina. Lo que significaba, claro está, que los goblins atacarían aquella habitación en la que se hallaban.
La sacerdotisa agarró su tridente mágico —el arma elegida por la familia Hunzrin— y aceptó su destino con un sombrío gesto de asentimiento. Las cosas habían llegado a aquel extremo: los nobles de las casas se veían obligados a combatir contra sus propios esclavos.
De inmediato se oyeron unos arañazos en la entrada, el sonido de los goblins escarbando la piedra con las afiladas uñas de sus menudos dedos. Los príncipes Hunzrin se colocaron a ambos lados de su hermana y alzaron sus inmaculadas armas; pero Shakti no tenía la menor intención de aguardar a los pequeños monstruos. Jamás se le había ocurrido la idea de huir, pues había que atender al rebaño de rotes, y eso era lo que pensaba hacer.
Así pues, la mujer apuntó con el tridente a la puerta, apoyó el arma contra su cadera, y se cubrió los ojos con la mano libre, mientras las púas escupían magia. Tres hileras de blancas llamas salieron disparadas hacia la puerta y la pesada losa de piedra estalló proyectando una lluvia de fragmentos, en medio de un rugido atronador.
Durante unos instantes todo fue una confusión de luz cegadora, gritos de dolor y humo cargado de olor a carne chamuscada. Luego los goblins supervivientes se reorganizaron y avanzaron. Media docena de criaturas se precipitó al interior de la estancia, empuñando toscas armas fabricadas con huesos y cuernos de rotes sujetos entre sí con tendones secos.
El hermano más joven de Shakti saltó al frente, con el tridente extendido ante sí, y atravesó al goblin más cercano, al que arrojó por encima del hombro como si se tratara de una palada de paja. La malherida criatura voló por los aires, agitando los brazos y aullando, hasta salir por la ventana posterior. Se oyó un largo gemido cada vez más apagado mientras caía en dirección a los luminosos animales que aguardaban abajo, y el siguiente sonido que les llegó fue un chapoteo seguido por un silencio total. Unas sonrisas salvajes crisparon los rostros de los hermanos Hunzrin, y ambos cayeron sobre los goblins restantes, con las armas centelleando en el aire mientras recogían su lúgubre cosecha.
Shakti se mantuvo aparte y dejó que los muchachos se divirtieran. Cuando finalizó el primer embate de goblins, fue a colocarse en el umbral de la reventada puerta para recibir a la siguiente oleada. Una hembra larguirucha de piel amarillenta fue la primera en llegar y, empuñando en alto una daga de hueso, se lanzó sobre la drow que la aguardaba. Shakti esquivó el ataque, lanzó su arma al frente y atravesó el brazo alzado de su atacante.
A una palabra de la sacerdotisa, unos rayos mágicos iluminaron las púas del arma y se introdujeron veloces en el cuerpo de la goblin. Con la primera sacudida, la feroz mueca de la esclava se convirtió en una casi cómica expresión de sorpresa. Lacios mechones de pelo se irguieron y retorcieron alrededor de su cabeza como las serpientes de una medusa, y el cuerpo flaco de la goblin se estremeció convulsivamente. Los rayos siguieron fluyendo sin pausa, y aunque la criatura aulló y gimió presa de dolor, no consiguió liberarse del tridente de Shakti. Otro goblin aferró la muñeca de la aprisionada esclava —aunque no quedaba muy claro si era para rescatar a su compañera o para robarle el arma— y también éste quedó retenido por el letal flujo de energía. Otros dos goblins que intentaban abrirse paso junto a la aullante pareja, quedaron atrapados en la cadena de magia maligna.
Con experta facilidad, Shakti mantuvo el control del arma y su magia. Unos pocos goblins consiguieron burlar la barrera de energía chisporroteante y carne abrasada, pero fueron rápidamente ensartados por los hermanos Hunzrin y arrojados a las criaturas que aguardaban silenciosas en el suelo.
Por fin dejaron de llegar goblins, y Shakti arrancó el tridente de la carne carbonizada de su primera víctima. La cadena de cuerpos se desplomó en una humeante pila. La drow pasó por encima de los cadáveres y atravesó la puerta, sosteniendo ante ella como una lanza el arma aún reluciente.
Quedaban unos pocos goblins —¡demasiado pocos!— que se alejaban lentamente, encogidos sobre sí mismos. Una furia asesina se apoderó del corazón de la sacerdotisa al inspeccionar a su repugnante adversario, y sólo con dificultad se abstuvo de volver a atacar. Los goblins estaban delgados, agotados, y no en mejor forma que el ganado, y la naturaleza práctica de la drow reconoció que los esclavos podrían no haber visto más opción que rebelarse. Sin embargo, cuando Shakti habló, fue la necesidad, no la compasión, la que dominó sus palabras.
—Está claro —empezó a decir en tono frío y calmado— que no hay esclavos suficientes para ocuparse del rebaño. Pero ¿qué habéis ganado con este estúpido ataque? ¿Cuánto más duro no tendréis que trabajar ahora que habéis reducido tontamente vuestro número? Pero tened esto en cuenta: el rebaño de rotes es lo primero y todos vosotros regresaréis a vuestros deberes inmediatamente. Se adquirirán nuevos esclavos y todas las mujeres goblins que críen recibirán comida extra y prerrogativas de descanso; entre tanto os atendréis a un estricto programa de trabajo. —Sopesó el arma horca significativamente—. Ahora marchad.
Los goblins supervivientes dieron media vuelta y salieron corriendo. La sacerdotisa se volvió hacia sus hermanos. Los ojos de los jóvenes centelleaban excitados por la emoción de su primera batalla y ella sabía exactamente cómo agudizar aquella chispa.
—La patrulla de luchadores de Tier Breche debería haber detenido esta insignificante rebelión antes de que llegara tan lejos. Si alguno de ellos sigue vivo, no tiene derecho a estarlo. Tú, Bazherd. Toma mi tridente y encabeza la búsqueda.
El joven dio un salto al frente para hacerse con la poderosa arma mágica, y los labios de Shakti esbozaron una sonrisa al entregarla; cualquier golpe contra la Academia drow la complacía. No tenía nada en contra de Tier Breche en general, y normalmente admitía que las academias preparaban bastante bien a luchadores y hechiceros. Pero las nobles eran enviadas a la escuela clerical, y el resentimiento que la mujer sentía por su suerte era profundo e implacable. Claro que se convertiría en una sacerdotisa, pues aquélla era la senda que conducía al poder en Menzoberranzan; pero si se presentaba otro camino para llegar a él, Shakti Hunzrin sería la primera en usarlo.
A la hora fijada, todos los hechiceros de Menzoberranzan dignos de tal nombre se escabulleron hasta un punto secreto para responder a una convocatoria sin precedentes. Uno a uno, cada asistente tomó un frasco que lucía el símbolo de la casa Baenre, rompió el precinto y contempló cómo surgía una neblina que adoptaba la forma de un reluciente portal. Uno a uno, los hechiceros drows atravesaron aquellos portales mágicos y cada uno apareció en la misma sala enorme y lujosamente amueblada, tal vez en alguna parte de Menzoberranzan, o tal vez en algún plano distante. Todos los presentes sabían con certeza que se trataba de la sala de audiencias de Gomph Baenre, y no podían hacer otra cosa que presentarse. Incluso la casa Xorlarrin, famosa por su poderío mágico, estaba allí en nutrida representación. Siete hechiceros Xorlarrin eran maestros en Sorcere, la escuela de magia; los siete estaban sentados muy inquietos en los fastuosos sillones que se les habían facilitado.
Mientras aguardaban al archimago de la ciudad, los reunidos se contemplaban mutuamente con receloso interés. Algunos no se habían visto desde su época de preparación en Sorcere, ya que los hechiceros atesoraban sus secretos mágicos para servir al poder y prestigio de sus propias casas. La posición lo era todo, incluso entre los magos de la ciudad. Las relucientes insignias de las casas quedaban bien a la vista, y aquellos cuya herencia no les concedía el derecho a tal exhibición se contentaban con joyas hechizadas. Cientos de piedras preciosas parpadeaban a la tenue luz de la estancia, sus colores reflejados en los relucientes pliegues negros de las capas piwafwi que todos vestían. Algunos de los presentes iban acompañados por sus espíritus protectores: arañas gigantes, murciélagos subterráneos, bestias modificadas mágicamente, incluso trasgos u otras criaturas del Abismo. La enorme sala se llenó con rapidez y, sin embargo, el silencio sólo pareció agudizarse a medida que cada hechicero penetraba en la estancia.
Cuando el último asiento fue ocupado, Gomph Baenre se materializó de la nada en el centro de la habitación. Como de costumbre, el drow iba vestido con la magnífica capa del archimago, una piwafwi con innumerables bolsillos que según se decía estaban llenos de más tesoros mágicos y armas de los que la mayoría de hechiceros drows podía contemplar durante toda una vida. Su cinturón exhibía sin tapujos dos varitas mágicas, y nadie ponía en duda que muchas más debían estar ocultas por toda su persona. No obstante, las armas más poderosas de Gomph eran sus hermosas y afiladas manos —tan diestras en tejer conjuros mortales— y la brillante mente que lo había conducido a la cima del poder mágico… y condenado a una vida de descontento. En muchas otras culturas, alguien así sería rey. Y de todos los hechiceros de Menzoberranzan, sólo Gomph tenía el poder de convocar una reunión de aquella clase.
—No es la costumbre que los hechiceros de esta ciudad se reúnan en un único lugar —empezó Gomph, dando voz a los pensamientos de todos los presentes—. Cada uno de nosotros sirve a los intereses de su propia casa, según el juicio de su madre matrona. Así es como debe ser —añadió categórico, y se detuvo, enarcando una única ceja, tal vez para sazonar su afirmación con un toque de ironía.
—Sin embargo, tales alianzas no son desconocidas. La ciudad de Sshamath está gobernada por una coalición de hechiceros drows. Nosotros sin duda podríamos hacer lo mismo en Menzoberranzan si surge la necesidad.
Murmullos que iban desde el entusiasmo al horror inundaron la mágica estancia. Gomph alzó una mano, un sencillo gesto que ordenó —y recibió— un instantáneo silencio.
—Si surge la necesidad —repitió con severidad—. El consejo regente se ocupará de los problemas de la ciudad. Nuestra labor es esperar y observar.
Volvió a hacer una pausa y todos los presentes captaron el silencioso mensaje. El consejo regente —las madres matronas de las ocho casas más poderosas— apenas era algo más que un recuerdo; la matrona Baenre, la drow más poderosa de la ciudad, ya no existía. Triel, la mayor de sus hijas supervivientes, asumiría el mando de la casa Baenre, pero era joven y tendría que enfrentarse a aspirantes al puesto. Recientemente, la casa que ocupaba el tercer puesto había sido totalmente destruida por criaturas del Abismo, pero no antes de que su renegada cabecilla hubiera asesinado a la matrona y a la heredera de la cuarta casa. Auro’pol Dyrr, que gobernaba la quinta casa, había caído durante la guerra. Puesto que una sucesión ordenada era una rareza, cada una de estas casas podría verse asolada por conflictos internos antes de que las nuevas matronas se hicieran finalmente con el poder. Estas matronas tendrían que enfrentarse entonces a desafíos procedentes de todas partes, pues pocas veces en la larga historia de Menzoberranzan habían quedado vacantes a la vez tantos puestos en el consejo, y al menos se podía contar con que una docena de casas iría a la guerra en un intento de mejorar su posición social. En conjunto, la lucha por restablecer el consejo regente podía durar años; años de los que la inestable ciudad no disponía.
—Conocéis los problemas a que se enfrenta Menzoberranzan tan bien como yo —prosiguió Gomph con suavidad—. Si la ciudad cae en la anarquía, nosotros los hechiceros puede que seamos su mejor posibilidad de supervivencia. Debemos estar preparados para asumir el poder.
O hacernos con él.
Estas palabras quedaron sin pronunciar, pero cada uno de los drows de la habitación las oyó y tomó buena nota de ellas.