Mientras levanto la mano para llamar a la puerta, no puedo evitar acordarme de la última vez que estuve aquí. Por entonces, la profecía y mi papel en ella aún constituían un misterio.
Esta vez, tía Virginia está visiblemente más sorprendida de verme.
—¡Lia! —me coge del brazo, tira de mí para que entre en la habitación y cierra la puerta tras nosotras—. ¿Te encuentras bien? ¿Algo va mal?
Quisiera decirle que, por supuesto, todo va mal. Que Henry está muerto, que no volverá nunca más y que Alice no se detendrá ante nada para traer a la bestia. Pero tía Virginia lo sabe. Repetirlo sería perder un tiempo que no nos podemos permitir el lujo de perder.
Sacudo la cabeza.
—No. Es que yo… —me miro las manos—. Debo marcharme, tía Virginia.
Cuando levanto la vista, se limita a afirmar con la cabeza.
—¿Qué puedo hacer para ayudarte?
Cojo sus manos entre las mías. Son suaves, secas y ligeras como una pluma.
—Ven conmigo.
Me mira a los ojos con una tímida sonrisa antes de estrecharme entre sus brazos.
—Oh, Lia. Ya sabes que nada me gustaría más.
—Entonces dime que lo harás.
Ella dice que no con la cabeza.
—Aún no ha llegado la hora de marcharme.
—Pero Henry está… —casi me dan náuseas esas palabras. Creo que me matarán en cuanto salgan de mi boca. Aun así me empeño en decirlas—. Henry se ha ido, tía Virginia. Ya no te queda nada aquí.
—Está Alice.
—¿Alice? —no puedo ocultar mi sorpresa.
—Sé que es difícil de entender, Lia. Pero le hice una promesa a tu madre. Le prometí que cuidaría de todos sus hijos. No puedo evitar dejar de pensar que ya le he fallado.
Sus ojos se ensombrecen. Sé que está pensando en Henry, pero sus remordimientos y su tristeza solo acrecientan mi enfado.
—¿Alice? ¿Vas a quedarte para cuidar de Alice? ¿Y también la entrenarás para que se convierta en guardiana? ¿Vas a revelarle los secretos de las hermanas para ayudar a su causa?
—Lia —dice con voz calmada; no se trata de una regañina exactamente, aunque sí percibo cierto tono de advertencia—, jamás haría algo así. Yo no puedo ayudar a Alice. No puedo intervenir en sus cosas. Y no voy a entrenarla como guardiana porque no desea desempeñar ese papel. Pero tampoco puedo abandonarla sin más.
Quisiera gritar: «¿Y qué pasa conmigo? ¿Me abandonas para que siga mi propio camino en la profecía sin que nadie me guíe?».
Tía Virginia prosigue como si estuviera respondiéndome:
—Y tampoco te estoy abandonando a ti, querida. Contarás con el apoyo de las llaves y el consejo de las hermanas, y yo me reuniré contigo en cuanto pueda. Tienes mi palabra.
—¿Reunirte conmigo dónde, tía Virginia? —pregunto moviendo la cabeza—. Ni siquiera sé adónde debo ir. Necesito tiempo. Tiempo para perfeccionar mis conocimientos sobre los otros mundos y sobre los dones que apenas controlo aún. Necesito un lugar donde sentirme a salvo, aunque solo sea por un tiempo.
—No te preocupes —posa sus ojos en los míos—. Sé adónde puedes ir. No puedo garantizarte nada, por supuesto, pero es un lugar razonablemente seguro.
—Edmund.
Se me quiebra la voz cuando pronuncio su nombre.
Está sacando brillo al carruaje con largas y lentas pasadas, de espaldas a la entrada de la cochera. Se detiene en cuanto escucha mi voz, la mano aún levantada sobre el reluciente flanco del carruaje, que parece haber sido lustrado constantemente estos tres días desde la muerte de Henry. Cuando se vuelve a mirarme, quisiera que no lo hubiese hecho, pues es tal su pena, su descarnada angustia, que casi me quedo sin aliento.
Me dirijo hacia él y me detengo para poner una mano sobre su hombro.
—Yo… lo siento, Edmund. Lo siento mucho por ti.
Las palabras quedan en suspenso entre nosotros y por un instante me pregunto si no estará terriblemente enfadado. Si alguna vez me perdonará la pérdida del niño al que tanto cariño tenía.
Pero cuando levanta la vista para mirarme, lo hace con la sorpresa y la amabilidad que son tan propias de él. Asiente con la cabeza.
—Gracias. Y yo lo siento por usted.
Dudo antes de pedirle un favor, pues no tengo ningún derecho, ahora menos que nunca. Aun así, debo hacer algo y no puedo llevarlo a cabo sin la ayuda de Edmund.
—Necesito ir al pueblo, Edmund. Yo… necesito ver a James. Y necesito verle esta noche. ¿Me llevarás?
Se han derrumbado las barreras que nos separan. No estoy pidiendo a nuestro criado que me lleve al pueblo. Se lo estoy pidiendo a Edmund. La persona más cercana a un padre que me queda.
Él asiente sin vacilar, echando la mano atrás para coger su sombrero.
—Haré todo lo que me pida, señorita. Cualquier cosa.
Y dicho esto, abre la puerta del carruaje.
La luz que sale de la librería es escasa ante el inminente anochecer. Edmund espera pacientemente y sin moverse junto a la puerta abierta del carruaje, como si supiese lo difíciles que serán los próximos instantes. Tiene intención de concederme el tiempo que necesite.
He intentado practicar lo que debo decir, cómo le explicaré a James la profecía, mi papel en ella y por qué debo marcharme, aunque sea solo por un tiempo. Aun así, nada de lo que he practicado me va a garantizar que James siga queriéndome, de modo que no he decidido nada al respecto. Tendré que hablar con él como pueda, dejando que las cosas sigan su propio curso.
Tras salir del carruaje, camino a toda prisa en dirección a la librería sin percatarme de que Edmund está pegado a mis talones hasta que le oigo hablar:
—La esperaré aquí, señorita.
Se apoya contra la pared que está junto a la puerta de un modo que no admite discusiones y yo sonrío débilmente antes de entrar al calor de la tienda.
Me quedo un instante aspirando el olor de los libros, tratando de retenerlo en la memoria. No sé cuándo volveré. Ya me he ido acostumbrando a estos pequeños instantes de melancolía, estos momentos en los que me doy cuenta de todo lo que voy a dejar atrás. No tiene sentido luchar contra ellos.
—¡Lia! —James sale de detrás de la cortina que separa la trastienda. Viene hacia mí a toda prisa, sus ojos reflejan preocupación—. ¿Qué estás haciendo aquí? ¿Estás bien?
Bajo la vista a mi falda por un instante, preparándome para las difíciles palabras que debo pronunciar. Cuando por fin le miro a los ojos, quisiera echarme en sus brazos, perderme en el consuelo que sé que voy a encontrar en ellos, olvidar lo que nos separa.
—Yo… voy tirando. Supongo que se puede decir que estoy tan bien como cabría esperar.
Trato de sonreír valientemente, aunque no debe resultar muy convincente, pues James se apresura a abrazarme.
—¡Lia…! ¡Oh, Lia! He intentado verte. He ido a verte todos los días. ¿No te lo ha dicho Virginia? —su voz es un feroz susurro en mi pelo.
—Sí. Lo siento, James. Yo… es que no podía hablar con nadie. Con nadie.
Él se echa hacia atrás y sostiene mis hombros mientras estudia mi cara.
—Por supuesto. A cualquiera le pasaría lo mismo. ¿Pero por qué? ¿Por qué has venido hasta aquí? Solo tenías que mandarme un recado y habría ido yo a verte. No deberías haberte molestado en venir con este frío y de noche.
Se asoma por la ventana y parece satisfecho de ver a Edmund apoyado contra la pared de fuera.
Inspiro hondo.
—Tenía… tenía que hablar contigo. Esta noche. Necesitaba preguntarte una cosa.
«Eso es —pienso—. Así. Poco a poco».
—De acuerdo. Pero tienes que entrar en calor, Lia. Ven y siéntate al lado del fuego.
Me coge de la mano, casi tirando de mí para llevarme al calor de la trastienda.
Sacudo la cabeza con los pies firmes en el suelo.
—¡No! —exclamo con más aspereza de lo que pretendía, pero no debo dejar que me arrullen el consuelo del fuego y de la trastienda, pues una vez allí quizás podría desear no marcharme nunca—. No puedo. Eso es, yo… Hablemos aquí, James. Por favor.
Sus ojos parecen oscurecerse por la desesperación de mi voz. Asiente de mala gana, pero cuando comienza a hablar, su tono de voz es tan decidido que no puedo negar la verdad de lo que dice.
—Debes saber que haré por ti cualquier cosa que necesites. Haré por ti todo cuanto esté en mi mano.
Siento su mirada sobre mí mientras me concentro en los libros que están más allá de su hombro. Sus palabras deberían darme consuelo y coraje. Deberían servir para recordarme que James hará cuanto le pida y que me dará cuanto necesite. Pero por alguna razón no lo hacen. De algún modo, su determinación solo parece demostrarme lo que vengo sospechando desde hace ya bastante tiempo para mis adentros: James no dará su brazo a torcer. Insistirá en acompañarme a Londres, al fin del mundo si es necesario, antes que verme marchar sola para ponerme a salvo.
Cuando vuelvo a mirarle a los ojos, lo que digo es la mentira más difícil que jamás llegaré a pronunciar:
—No es… no es nada, la verdad. Solo que me temo que pasará algún tiempo hasta que me encuentre como antes. Hasta que pueda… superar lo que ha sucedido.
El tono de mis palabras se debilita conforme las voy pronunciando hasta terminar en un susurro y descubro que no es una mentira después de todo. Pues sé que jamás volveré a encontrarme como antes.
Él inspira hondo, como aliviado, me sonríe con dulzura y me toma de las manos.
—Nadie pretende que sea de otro modo. Y yo menos que nadie. Te estaré esperando aquí por mucho tiempo que te lleve.
Mientras le devuelvo la sonrisa, me pongo de puntillas para besar su tersa mejilla.
—Gracias, James. Rezo por que sea así.
Me doy media vuelta antes de que pueda cambiar de idea.
—¿Lia?
Cuando me giro, tiene su mano posada en la mejilla, como tratando de retener mi beso para que no salga volando.
—Te quiero —me dice, como si supiera que no va a volver a verme, aunque seguro que no puede saberlo—. Te quiero, Lia.
—Y yo a ti, James —siento un nudo en la garganta al pronunciar estas palabras.
Luego, tras franquear la puerta y cerrarla con decisión detrás de mí, me vuelvo hacia Edmund.
—Gracias, Edmund. Ya he terminado.