Me quedo escuchando un momento antes de cerrar la puerta con cuidado tras de mí y salir al frío de la noche. Quiero escuchar el silencio de mi hogar, el único hogar que he conocido, antes de cometer este último acto de traición. He sido lo bastante precavida como para ponerme las botas antes de salir. Tienen un aspecto extraño vistas a la luz de la luna y asomando por debajo de mi delicado camisón blanco.

Mis sentidos se agudizan mientras asciendo la ladera del risco sobre el lago. El aire es frío y limpio, y el inminente perfume invernal mucho más nítido para mí que hace apenas unos días.

Trato de no pensar. No quiero pensar en mi madre. No quiero pensar en Alice, en la terrible combinación de odio y amor que mostró en la orilla del río.

Pero, ante todo, no quiero pensar en Henry.

Tengo que detenerme para recuperar el aliento cuando llego a la cima de la colina. Aún siento debilidad en las piernas por el tiempo que pasé en el río. Cuando por fin consigo respirar sin sentir pinchazos de dolor en el pecho, continúo hasta el borde del risco. Incluso ahora resulta difícil no maravillarse ante la belleza del lago. ¿Cómo negar el precioso destello de sus aguas? No es tan mal sitio para morir y durante un malsano instante de claridad casi comprendo por qué lo escogió mi madre.

Lentamente arrastro los pies hasta el borde, más y más cerca, hasta que los dedos de mis pies casi quedan fuera de la superficie rocosa. El viento me barre el pelo de la cara y hace que susurren las hojas de los árboles que están a mi espalda. Pienso que aquí siento a mi madre más que nunca. Me pregunto si ella estaría en el mismo lugar en el que estoy yo ahora, si vería mecerse estas mismas aguas. Por primera vez en mi vida sé con certeza que estoy vinculada a ella, que ella y yo formamos una unidad con todas y cada una de las demás hermanas.

Pero les he fallado a esas hermanas. Mi padre se pasó más de una década confeccionando la lista que nos habría de dar la libertad, y he fallado incluso con tal ayuda, mucho mayor de la que ninguna hermana anterior hubo recibido. La lista ha desaparecido y con ella cualquier esperanza de encontrar las llaves, de terminar con la profecía. Comenzar de nuevo llevaría años, durante los cuales correrían peligro las vidas de Sonia y de Luisa. Años en los que yo sería constante objeto del tormento de las almas. Años durante los cuales no me estaría siquiera permitido caer en la paz del sueño sin miedo a dejar entrar a la bestia para que destruyera el mundo.

Y, además, está Henry. Si yo hubiese nacido deseando desempeñar mi papel en la profecía, Alice no hubiese acorralado a Henry en el río para apoderarse de la lista. En otra vida, en otro mundo, quizás Alice y yo podríamos haber intervenido en la profecía con un propósito común. En lugar de eso, Henry se convirtió en un simple peón de este cruel juego.

«Cuida de Henry, Lia». Las palabras de mi madre rebotan en las paredes de mi cerebro hasta hacerme derramar lágrimas, al principio pocas, luego las suficientes para humedecer el cuello de mi camisón. Lloro al viento, deseando abandonarme, abrir los brazos y caer. Pero, entonces, ella me habla de nuevo.

«No hay ningún error, Lia».

Lloro aún más fuerte.

—No quiero ser yo —les grito a las aguas que se encuentran abajo—. ¿Por qué tengo que ser yo?

Las aguas no contestan, pero el viento sí. Se levanta de golpe y me empuja hacia atrás dando tumbos, hasta que me dejo caer en el suelo a cierta distancia del borde del risco.

El viento se calma, no poco a poco, sino de repente. Las hojas de los árboles se quedan calladas, el único sonido es el jadeo de mi trabajosa respiración. Permanezco allí sentada durante un tiempo sin sentir el frío, pese a que mi aliento forma una nube blanca cada vez que lo exhalo.

No va a concluir tan rápida y fácilmente mi papel en una profecía que comenzó tantos años atrás. Tras limpiarme las lágrimas de la cara, me pongo en pie y me alejo del lago sin mirar una sola vez atrás.

El cielo azul se está burlando de mí, una broma cruel que me gasta Dios precisamente en este día.

El entierro de Henry no es lluvioso y gris como el de papá. El sol nos calienta las espaldas y los pájaros cantan como si se alegraran de que Henry esté con su padre y con su madre. Y no me cabe la menor duda de que ahí es donde está. No me cabe la menor duda de que está paseando con ellos, riendo bajo aquel cielo aterciopelado. Pero eso no lo hace más fácil de soportar.

Mientras el reverendo recita el vigésimo tercer salmo, noto la mirada de Alice al otro lado de la tumba, aunque no voy a mirarla. No he vuelto a mirarla a los ojos desde el momento en que me sacó del río. De hecho, creo que no he mirado a nadie desde entonces, aunque Sonia y Luisa y, por supuesto, James han venido a verme varias veces. Me sienta fatal pedirles que se marchen, pero apenas puedo soportar mi propio dolor por la muerte de Henry. No podría verlo reflejado y multiplicado en los ojos de los que me rodean.

—Cenizas a las cenizas, polvo al polvo —dice el reverendo.

Tía Virginia da un paso adelante, abre el puño sobre el hoyo en el suelo y deja caer tierra en la tumba de Henry. Tiene el rostro demacrado y pálido. Si hay alguien que conozca mi dolor, es tía Virginia.

En varias ocasiones he empezado a hablarle acerca de los últimos momentos en el río con Alice y Henry, pero algo me advierte que no debo pronunciar esas palabras en voz alta. En parte, porque sin pruebas ni testigos no cabe duda de que la versión de Alice y la mía serán distintas. Pero también hay algo más: la expresión ausente en los ojos de tía Virginia, comprender que ni siquiera ella es capaz de soportar tanto. Y si he de ser honesta, aunque solo sea conmigo misma, una dolorosa y violenta rabia me está consumiendo por dentro. Una rabia que buscará venganza llegada la ocasión.

A mi modo.

Aparto la mirada mientras Alice se encamina hacia la tumba, levanta la mano y con un ruido sordo deja caer tierra sobre el pequeño ataúd de Henry.

Tía Virginia se me queda mirando, pero digo que no con la cabeza. No quiero tener nada que ver con ninguna de las partículas de tierra que van a enterrar a Henry en el suelo al lado de mi padre y de mi madre. Ya bastante tengo con soportar mi parte de culpa.

Es más que suficiente.

Mi tía asiente con la cabeza y dirige al reverendo un gesto silencioso que él parece comprender. Cierra su Biblia y le dirige a ella unas pocas palabras antes de hacer un gesto afirmativo con la cabeza y murmurarnos algo ininteligible a Alice y a mí. Apenas puedo soportar su presencia, su figura vestida de negro, tan llena de muerte y desesperación. Asiento y giro la cabeza, agradeciendo que se marche enseguida.

—Vamos, Lia. Volvamos a casa —tía Virginia está a mis espaldas, con una mano sobre mi brazo. Noto su preocupación, aunque no consigo levantar la vista hacia ella.

Solo puedo decir que no con la cabeza.

—No puedes quedarte aquí todo el día, Lia.

Tengo que tragar saliva para usar la voz que hace tanto que no ejercito.

—Iré dentro de un rato.

Se queda dudando antes de asentir a mi lado.

—De acuerdo. Pero no tardes demasiado, Lia.

Se marcha y Alice sigue sus pasos. Ahora solo estamos Edmund y yo. Edmund permanece en silencio con el sombrero en la mano, mientras las lágrimas se derraman por su rostro de líneas ásperas como si fuera un niño. Su presencia me consuela y siento que no son necesarias las palabras.

Me quedo contemplando el vacío en el que el cuerpo de mi hermano reposará eternamente. Me aterroriza y me entristece abandonar en esta tierra su sonrisa de niño y sus brillantes ojos. Esta tierra que se enfriará y se endurecerá conforme avance el invierno, antes de que vuelvan a brotar unas flores silvestres que yo no veré porque no estaré aquí.

Trato de imaginármelo, de ver la tumba de Henry cubierta de flores violetas. De retenerla en la memoria para evocarla cuando me encuentre lejos de ella. Y luego me despido.

A pesar de lo agotada que estoy, la noche del entierro de Henry me resulta imposible dormir. Aunque no es mi pena lo que me mantiene despierta. Es otra cosa, algo que me ronda por la cabeza. Sé que es importante, aunque no sé cómo ni por qué.

Lo que escucho en mi mente es una historia de mi infancia. La historia que mi padre utilizó como prueba de su identidad cuando habló a través de Sonia, antes de que la bestia comenzase a hablar en su lugar. La recuerdo. Recuerdo a Henry tratando de comportarse con valentía, aunque incapaz de esconder las lágrimas que caían de sus ojos cuando su pequeño barco desapareció río abajo. Recuerdo a Alice, que no quería que construyese la desafortunada balsa, ni siquiera quería que lo intentase. Y me recuerdo a mí misma sudando, sintiéndome pesada y torpe embutida en mi mandil, claveteando descuidadamente los tablones desiguales, porque no podíamos quedarnos allí viendo llorar a Henry mientras su juguete preferido desaparecía de nuestro alcance.

Es el recuerdo de Henry el que me lleva a su cuarto. Sus ojos, su rostro, su radiante sonrisa. Tal vez necesite tan solo estar cerca de él una última vez antes de marcharme.

El silencio reina en su habitación, sus cosas están tal como él las dejó. Cierro la puerta tras de mí, deseando pasar a solas este último momento con mi hermano. Me siento en el borde de su cama y cojo su almohada. Aún conserva su olor. El olor de los libros —la casa era su refugio y su prisión— y el débil aroma dulzón de sus pequeños y pegajosos dedos de niño. La aprieto con tal fuerza contra mi pecho que temo no poder respirar.

Devuelvo la almohada a su cama, le doy la vuelta y la aliso como solía hacer cuando Henry era más pequeño y le arropaba o le leía un cuento antes de dormir. Me dirijo hacia la estantería, a Henry le encantaban las buenas historias, al igual que a papá y a mí. Hay muchos libros allí, todos los que me gustaban de niña y algunos más. Atrae mi atención el lomo de La isla del tesoro y recuerdo lo que le entusiasmaba a mi hermano la historia cuando a veces la leíamos juntos. Lo saco de la estantería y disfruto de su peso en mi mano, del tacto del cuero viejo.

El libro es como lo recordaba, lleno de grabados que ilustran diversas escenas de la historia. En una de ellas, los hombres están trabajando en la playa, cavando para desenterrar el tesoro, y eso es lo que despierta mis recuerdos.

«Papá me dijo que la pusiese a salvo. Para ti, Lia».

Mi mente pretende rehusar la posibilidad, pero el corazón ya me ha dado un vuelco y me pregunto si mis pensamientos a la deriva quizás no vayan tan a la deriva después de todo.

Examino la estantería. Sé que está aquí desde que Henry perdió su barquito en el río. Al principio no lo veo. Alguien lo ha empujado hasta el fondo, entre el extremo de un libro y el interior del estante. Pero sé que lo he encontrado cuando mis ojos se encienden ante esa particular sombra de un rojo tan vivo aun después de todos estos años.

Al ponerme de puntillas para coger la caja de vidrio, me acuerdo de las horas que trabajó papá con Henry para construir la réplica. Papá, a quien usar sus manos no le interesaba realmente más que para sostener sus preciados libros, se pasó días y días con la cabeza inclinada sobre la de Henry, claveteando las minúsculas piezas de madera. Lo pintó con los colores exactos del barco original de mi hermano y luego se lo llevó al vidriero para que lo metiera en una caja de cristal, herméticamente cerrada, de modo que Henry conservara para siempre un recuerdo de su querido juguete.

Noto el tacto frío y suave del vidrio en mi mano y trato de separarlo de la base sobre la que descansa el barco. Está perfectamente sellado y, aunque una parte de mí se avergüenza de desmontar la maqueta de Henry, otra más poderosa presiente que precisamente para eso he llegado hasta aquí.

Al darle la vuelta a la caja en mis manos, me fijo en que hay un número limitado de sitios donde buscar, de modo que me centro en la base de madera. Es cuadrada y con un acabado en laca negra. Tiro de ella con más fuerza, pero aun así no se separa del envoltorio de vidrio. La profundidad de la base me da que pensar. Con al menos tres pulgadas de altura, parece demasiado grande para sustentar un barco tan pequeño. Claro que podría haberse construido así simplemente para colocar el barco de Henry en un lugar de honor, un tributo de mi padre a su único hijo.

O podría estar ocultando algo.

Mientras sujeto firmemente con la mano la parte superior del vidrio, examino el extremo inferior de la base en busca de un saliente, una lengüeta, algo de lo que poder tirar. Como no da resultado, intento hacer que gire, aunque enseguida me doy cuenta de lo ridículo que es girar algo cuadrado. Sus ángulos perfectos, su trazado de líneas limpias sugieren algo más simple, más elemental, y cuando coloco los pulgares en el mismo borde y empujo, la fina pieza de madera de la base se desliza sin esfuerzo alguno, como si todo este tiempo hubiese estado esperándome solo a mí.

El papel doblado que se encuentra en la pequeña cavidad hace que contenga la respiración. Se me eriza el vello de los brazos y de la nuca. Las manos me tiemblan con tanta violencia que regreso a la cama, extraigo el papel y deposito la caja de vidrio sobre la colcha.

Por mucho que piense que estaba en lo cierto, cuando veo los nombres, no puedo por menos que sentirme impresionada por mi hermano pequeño. Se extienden por la página como una columna de hormigas, uno detrás de otro.

Sonia Sorrensen

Londres, Inglaterra

Elena Castilla

Barcelona, España

Luisa Torelli

Roma, Italia

Philip Randall, investigador

Avenida Highgrove 428, Londres, Inglaterra

Me dejo caer sobre la cama sacudiendo la cabeza. Después de todo, él no la tenía. El papel arrugado en su mano no era más que eso, un trozo de papel, seguramente en blanco o lleno de nombres falsos. Quizás tenía pensado arrojarlo al río para que Alice no siguiera buscándolo. Quizás pensara entregarle una lista falsa para embarcarla en un viaje sin fin. Cualquiera que fuese su propósito, su regalo me permitirá continuar con la profecía, terminar con ella sin más demora. Me pregunto si el nombre que figura al final de la lista es el de la persona a quien mi padre confió la búsqueda de las llaves.

Y ahora lo sé: solo tres de ellas fueron identificadas antes de la muerte de mi padre.

Tres, no cuatro.

Aun así, es un comienzo.