—¿Estás segura de que está aquí?

Luisa me entrega la fotografía de mi madre tras haberla sacado de la habitación de papá. Me he visto forzada a permanecer en el sofá cuando Sonia me ha informado de que uno de los desgraciados efectos secundarios de realizar un largo y difícil viaje por el plano astral es la debilidad en los miembros. Por si eso no bastara, la cabeza me palpita, lo cual hace que vuelva a sentir lástima por los sufrimientos de la vida de Sonia como espiritista. Aunque nadie lo haya dicho abiertamente, la oscuridad que asoma tras los vidrios de las ventanas nos está advirtiendo de que el tiempo corre en nuestra contra. Tía Virginia estará de vuelta en cualquier momento con Alice y Henry.

—No del todo, aunque bastante, dadas las circunstancias.

Contemplo la imagen de mi madre. Su mirada no es menos intensa en la foto en blanco y negro y yo la recuerdo vibrante durante nuestro breve encuentro en el otro mundo.

—¿Quieres que lo haga yo? —pregunta Sonia con delicadeza.

—No. Lo haré yo —digo sacudiendo la cabeza.

Le doy la vuelta a la foto y la deposito boca abajo sobre mi regazo. La delgada pletina de metal de la parte de atrás sale con facilidad de su sitio, permitiéndome despegar la delgada pieza de madera del marco. Al principio pienso que no hay nada allí. Puedo ver el reverso de la foto y estoy a punto de quitarla también cuando algo capta mi atención en una esquina del marco, entre el cristal y el metal decorado.

Al levantar el marco para acercármelo a la cara interviene Luisa.

—¿Qué pasa? ¿Hay algo ahí?

—No estoy segura…

Pero no me lleva mucho tiempo comprobar que, en efecto, hay algo. Tiro de ello con dedos temblorosos, aunque no sabría decir si me tiemblan a causa de los nervios, del miedo o debido a mi reciente visita a los otros mundos.

—¡Es tan pequeño! —dice Sonia—. ¡Seguro que no es la lista!

No es más que un pedacito de papel, un minúsculo trozo arrancado sin duda de otro más grande, aunque a mí no me defrauda tanto como había imaginado. Hasta ahora es lo más cerca que hemos estado de la lista. Y aunque ya no está escondida allí, tal como la dejó mi padre, de una cosa estoy segura: antes sí lo estaba.

Sonia y Luisa están tan calladas como yo. La decepción se puede oír en el silencio de nuestras respiraciones, en la ausencia de palabras. Soy yo quien por fin se decide a hablar, quien finalmente rompe con una palabra el pesado silencio de la biblioteca.

—Alice.

Camino de un lado a otro de mi habitación tratando de ordenar mis pensamientos antes de enfrentarme a Alice. No he podido hacerlo entre tanto bullicio, mientras tía Virginia y Henry repartían sus compras y rememoraban las anécdotas de su jornada. Solo he tenido tiempo de encontrarme con la mordaz mirada de Alice antes de que se retirara a su habitación. Después hemos estado cenando, un tenso aunque gran acontecimiento, pues aún hay huéspedes en la casa, pese a que el día de Acción de Gracias en realidad ya ha pasado.

Luisa y Sonia se han ofrecido a acompañarme cuando me enfrente a mi hermana, pero esta parte de la profecía, esta parte de la batalla me corresponde a mí. He estado aguardando toda la tarde, cada vez más furiosa.

Alice, trabajando del lado de las almas, que querrían verme muerta.

Alice, exponiéndome a sufrir daños al deshacer el hechizo de mi madre.

Alice, apoderándose de la lista.

Cuando todo el mundo ha ido a acostarse, estoy más que preparada para recuperar la lista, así que salgo de mi habitación con paso decidido, pero no tan silencioso como debiera dada la hora que es. Al llegar a su puerta llamo con los nudillos, aunque la abro antes de que me responda. No tendrá ocasión de negarme la entrada.

Su rostro muestra un gesto de auténtica sorpresa que jamás había visto en ella. Su mano sale volando hacia su pecho, su boca forma una O de desconcierto.

—¡Lia! ¿Qué…?

Me dirijo con paso firme hacia ella y por primera vez en todos estos años que llevamos siendo hermanas, en todos estos años que hemos sido amigas y confidentes, mi hermana parece asustada de mí.

—Dámela, Alice.

Extiendo la mano, esperando que comprenda que no pienso marcharme sin la lista de nombres, pues es mi pasaje a la libertad.

Ella sacude la cabeza, haciendo una buena demostración de falsa confusión.

—No sé… no sé a qué te refieres.

—Sí… que… lo… sabes, Alice —digo abriendo mucho los ojos—. La tienes tú. La has robado de la habitación de papá.

Se endereza con los ojos resplandecientes, su expresión atemorizada se desvanece tras su propia indignación.

—Lia, te digo que no tengo eso que tú crees que está en mi poder. Pero, por lo que veo, debe ser muy importante para ti. Casi desearía tenerlo ahora, sea lo que sea —sus ojos vuelven a mostrar el brillo siniestro que siempre me hace temer lo que hará o dirá a continuación. Cuando prosigue, entiendo por qué—. Especialmente porque tú tienes una cosa que es mía.

Durante unos instantes nos contemplamos mutuamente, escuchando en el silencio de la habitación nuestra respiración tranquila. No tengo intención de confirmar que el cuchillo está en mi poder, ni tampoco tengo intención de devolvérselo. Así que me empeño en calmar mi voz para que no se note.

—Devuélvemela, Alice.

Ella inclina la cabeza y me mira fijamente sin inmutarse.

—Aún no sé a lo que te refieres.

La desesperación me va a hacer perder los papeles. Ella sabe a lo que me refiero. De eso estoy segura. Aunque no me queda más remedio que explicárselo detalladamente, a menos que quiera quedarme en la habitación de Alice dedicada a los juegos de palabras toda la noche.

—La lista. La lista de papá con los nombres. Estaba en su mesilla de noche, detrás de la foto de mamá. Y ha desaparecido.

Alice se da la vuelta, camina despreocupadamente en dirección a su cómoda y se quita las horquillas del pelo mientras me mira en el espejo de su tocador.

—Ah… Ya veo. Por fin te has dado cuenta de la importancia de las llaves —se da la vuelta y aplaude como si estuviese en el teatro—. Bien por ti, Lia. Estarás orgullosa. Sin embargo, yo no tengo la lista. Claro que la quería. Incluso fui a la habitación de papá para recuperarla. Miré detrás de la foto de mamá, pero la lista tampoco estaba allí.

No puedo ocultar la confusión que delata mi rostro.

—¿Pero cómo lo sabías? ¿Cómo sabías dónde estaba mientras que yo no conseguía dar con el lugar donde la escondió papá?

Se echa a reír estrepitosamente, mostrando auténtica diversión.

—¡Oh, Lia! Aún no lo entiendes, ¿verdad? —vuelve a girarse para ponerse frente a mí, haciendo rebotar sus largos cabellos sobre sus hombros en una cascada de rizos—. No necesito a papá para que me cuente cosas. Hace mucho que comprendí que yo no le interesaba nada mientras tuviera a su preciosa Lia. No, no le necesité en este mundo y tampoco le necesito ahora que está en el otro. No necesito a Virginia. Y tampoco te necesito a ti. Yo tengo mis propios métodos para averiguar cosas. Lo único que siento es no haber encontrado la lista a tiempo.

—¿Qué quieres decir? ¿Que la encontraste demasiado tarde?

Suelta un suspiro, como si estuviese explicándole algo muy simple a un niño pequeño.

—El marco solo contenía el retrato de nuestra querida madre —sus palabras están llenas de sarcasmo—. Yo sabía que la lista había estado allí alguna vez, así que simplemente asumí que la habrías encontrado y escondido en algún sitio.

Teniéndola de frente, no se me ocurre nada que decir. Mi rabia ha sido sustituida por un profundo e inquietante desconcierto. Si yo no tengo la lista…, si de verdad Alice no la tiene…

¿A quién más puede serle útil una cosa tan secreta y peligrosa?

«El ángel, guardado solo por un tenue velo protector, frágil y mundano, que se rasga fácilmente».

Abro mis ojos a las palabras, susurradas desde algún remoto lugar de mi inconsciente. He estado durmiendo de forma intermitente y he tenido multitud de sueños que por una vez adivino que no son más que eso. Sueños. Me despierto, aunque no con la respuesta que necesito, sino con esas palabras tan familiares resonando en mi mente: «El ángel, guardado solo por un tenue velo protector. Guardado solo por un tenue velo protector. Guardado solo por… Velo protector… protector… protector…».

Las palabras se repiten como en uno de los discos rayados del gramófono de mi padre.

Como si alguien estuviese tratando de decirme algo.

Y luego están las palabras entrecortadas que mi padre pronunció a través de los mundos: «Henry es cuanto queda del velo…».

De pronto sé lo que significan.