Muevo la cabeza tratando de sacudirme de encima esa certeza, pero la verdad es innegable. No me han traído aquí las almas, sino mi propio miedo…, mis propios pensamientos.

«Los pensamientos son poderosos, Lia. Especialmente en los otros mundos».

La evocación de la voz de Sonia me saca de mi estupor. Cierro los ojos y pienso en la imagen de mi padre. Vacío mi mente de todo lo demás.

«Papá, papá, papá».

Me elevo, el paisaje helado a mis pies comienza a distanciarse. Al ascender, veo los rostros, tantos rostros atrapados bajo el hielo que se extienden hasta donde me alcanza la vista. Una multitud de almas desterradas y paralizadas para toda la eternidad.

Y entonces regreso al torbellino. Regreso a la oscuridad.

Cuando abro los ojos, floto por encima de la hierba húmeda por el rocío. Sé que estoy cerca de Birchwood, en un plano paralelo de otro mundo, aunque no hay más que campos y árboles en todas direcciones. Está anocheciendo y al mirar al cielo me doy cuenta de que no se trata de ese cielo gris bajo el que Alice formuló sus amenazas, sino del cielo de intenso y oscuro color violeta de mi primer viaje sobre el mar.

Reconozco el alto roble que da sombra al claro junto al río. Cuando era niña, mi padre me traía aquí a menudo para leerme libros en verano a la sombra del frondoso gigante. Poso los pies sobre la hierba.

No tengo miedo.

Mientras camino hacia el árbol, siento una enorme expectación, como si me esperase algo maravilloso que ni siquiera me atrevo a insinuar. Cuando salen del bosque, comprendo por qué.

Mi padre parece más joven de lo que yo le recordaba, pero mi madre está tal como me la imaginaba, una esposa y madre joven. Su risa me llega a través del suave viento mientras se acercan cogidos de la mano. Ella mira a papá con adoración. Me siento una intrusa, como si este momento solo les perteneciese a ellos. Aunque eso solo dura un segundo. En cuanto me ven, una sonrisa ilumina sus rostros.

Al momento los tengo frente a mí. Me arrojo a los brazos de papá.

—¡Papá! ¿Eres tú? —mi voz queda amortiguada por la hombrera de su abrigo.

Nos envuelve su estrepitosa carcajada, que reverbera a través de su pecho.

—¡Pues claro que soy yo, cariño! ¿Quién si no iba a estar paseando cogido del brazo de tu encantadora madre?

La mención de mi madre me recuerda que, después de todo, papá y yo no estamos solos.

—Mamá, no… no puedo creerlo. No puedo creer que seas tú.

Ella sonríe, ladeando la cabeza en un gesto que me recuerda a tía Virginia y un poco a Alice.

—Tenía que venir. Al parecer, nos necesitas ahora más que nunca —la preocupación tiñe su mirada.

Hago un gesto afirmativo con la cabeza.

—He venido para informarme sobre la profecía y sobre el lugar que me corresponde en ella. Debo encontrar la lista de los nombres, pero no sé dónde la ocultó papá —vuelvo el rostro hacia él—. ¿Cuando hablamos a través de Sonia…, a través… de la mediadora de los espíritus, eras tú? —recuerdo las palabras que empleó mientras Sonia estaba en trance.

Titubea antes de asentir con la cabeza.

—Intenté decirte lo de la lista, pero no te oía con claridad. Y entonces vino él.

Sus palabras hacen que me estremezca, pese a que el viento es tan agradable como antes.

—Sí.

—Me vi obligado a marcharme si no quería arriesgarme a ser retenido y conducido al Vacío. Estaría allí ahora de no ser por el poder de tu madre. Intervino cuando las almas trataban de desterrarme allí. Desde entonces no hemos dejado de huir de ellas.

Se vuelve a mirarla, rodea sus hombros con un brazo y la atrae hacia él en un gesto de profunda ternura que me provoca un nudo en la garganta.

—Sabía que me necesitabas —dice dirigiéndose a mí—. Por eso aún no he cruzado… no hemos cruzado ninguno de los dos —echa una ojeada a su alrededor y baja la voz—. Han corrido la voz por los otros mundos, Lia. Si alguien te ve, debe detenerte. Todos temen a Samael, y su ejército se asegura de que los espíritus más débiles hagan lo que pide. Tienen espías por todos los rincones. Nosotros tenemos aliados… que nos ayudarán si pueden, pero no es posible retener a las almas por mucho tiempo. Ni tú estás a salvo aquí ni nosotros.

—Entonces tendremos que darnos prisa —respiro hondo—. Papá, dime dónde está la lista para que pueda encontrar a las otras llaves.

Él se inclina hacia delante, acerca sus labios a mi oído y susurra:

—La dejé al cuidado de mi amada. En mi habitación.

Trato de descifrar sus palabras mientras recuerdo nuestra búsqueda por su habitación.

—Pero he…

Levanta una mano como para impedirme que siga hablando. Mientras posa un dedo sobre sus labios, mira a nuestro alrededor. Entiendo lo que quiere decirme; puede que nos estén espiando incluso ahora mismo.

Sacudo la cabeza, tratando de decirle que la lista no está allí. Que he mirado y remirado, pero que aún no la he encontrado.

Sin embargo, él afirma insistentemente con la cabeza, como diciendo: «Sí. Está allí. Tienes que volver a mirar».

Repito mentalmente sus palabras: «La dejé al cuidado de mi amada… En mi habitación». De pronto se me aparece la imagen, como si siempre hubiese estado allí. Le miro a los ojos y digo que sí con la cabeza, sintiendo el placer de la esperanza.

Él levanta la vista cuando el cielo empieza a oscurecerse, lanzando sombras sobre nosotros donde antes no había ninguna.

—Debemos irnos, Lia. Se nos acaba el tiempo.

Se me encoge el corazón al pensar que van a marcharse. En contra de mis deseos me he acostumbrado a la responsabilidad de mi cometido en la profecía, a prescindir del reconfortante abrazo de mi padre, de su mano firme. Pero estar de nuevo con mis padres, aunque haya sido tan solo por unos instantes, me ha recordado todo cuanto he perdido.

—No quiero marcharme. Quiero quedarme con vosotros —no me avergüenza parecer una cría.

Mi madre da un paso adelante para abrazarme.

—Lia —respira sobre mi pelo y yo olfateo el olor a jazmín en su cuello—, siento haberte dejado esta carga. Pero tú eres el ángel, la hermana que puede terminar con la profecía para siempre. Y así debe ser, por mucho que deseemos que sea de otro modo. Debías ser tú, Lia. No hay ningún error. Nunca lo ha habido. Las hermanas llevan tiempos inmemoriales esperando tu llegada.

Quisiera renegar de sus palabras aun después de todo lo que he visto. Pero tan solo encierran la verdad. Así que asiento y la miro fijamente a esos ojos tan parecidos a los que veo cada mañana cuando me miro en el espejo del lavabo de mi cuarto. Asiento para decirle que lo entiendo. Que acepto mi deber en la profecía, el deber que ella me ha traspasado. Que no tengo miedo.

Papá levanta la vista al cielo. Aún está azul, pero de nuevo el viento es frío y advierte vagamente del peligro.

Me mira con pena.

—Debemos marcharnos.

Yo levanto la barbilla.

—Sí —le digo y asiento con la cabeza, percatándome de que es inútil tratar de retenerlos conmigo.

Ahora parecen menos vívidos, menos presentes que hace apenas unos instantes.

Mi madre me abraza por última vez.

—Desde el principio supe que eras tú, aunque vi algo en tus ojos, algo que me daba esperanza. Lo que más siento es no haber sido lo suficientemente fuerte como para luchar por ti.

—Recuerda, mamá —le digo sacudiendo la cabeza—. No hay ningún error.

Ella sonríe a través de las lágrimas y se inclina para besarme en la mejilla.

—Ningún error, ángel mío.

Ambos se dan la vuelta para marcharse, mucho más deprisa de lo que yo quisiera. Mi madre se vuelve una vez más, con su rostro nublado por la preocupación.

—Cuida de Henry, Lia. ¿Lo harás?

No espera a que responda. De todos modos, yo asiento y grito tras ellos:

—Os quiero. Os quiero a los dos.

Es cuanto llego a decir. Luego desaparecen.

Me embarga la emoción al emprender el viaje en dirección a Birchwood. Siento una enorme pena por despedirme de mi padre y de mi madre, pero también una gran felicidad, que me llena de tal forma que siento como si su amor me impulsase a través del cielo.

Me sorprende el control que he logrado en los otros mundos en tan corto plazo, la nueva seguridad que siento en la dirección y la velocidad a la que vuelo.

Aunque eso es antes del distante crujido que surge del cielo a mis espaldas.

Comienza con una vibración y estoy segura de que el suelo se agita pese a que no lo estoy tocando. Le sigue un ruido sordo proveniente de la tierra, como si fuera a abrirse a causa de esa fuerza inmensa y atronadora que se me viene encima.

Más adelante percibo algo. Estoy casi segura de que es Birchwood, pero cuando miro atrás veo una inmensa y negra multitud de almas rugientes que vienen hacia mí. Desde lejos semejan una nube de insectos zumbadores, pero sé que estarán aquí en cualquier momento y ahuyentarlas no va a ser tarea fácil.

El reclamo de Birchwood, del hogar y de la seguridad es poderoso, aunque no confío en poder huir de las almas. Tras haber tomado la única decisión que me ofrece alguna esperanza de escapar, me detengo en pleno vuelo y me imagino a mí misma suspendida por encima del suelo hasta que me encuentro haciendo eso precisamente.

Y luego me quedo a la espera, observando cómo crece la nube, cómo se oscurece y aumenta su ruido mientras se dirige hacia mí. Debería enfrentarme a ellas aquí, en los cielos de su propio mundo. Me gustaría decir que no siento miedo, que permanezco firme y resuelta frente a las almas. Aunque sería una falsedad, pues ¿cómo no voy a sentir miedo ante la rugiente legión que se me viene encima? No, estoy más que asustada. Estoy tan aterrorizada que me echo a temblar, incluso con mi cuerpo astral. Pero permanezco firme, procurando quedarme quieta.

Lo que he planeado no es muy inteligente, pero es todo cuanto tengo, así que permanezco a la espera de que las almas se hayan aproximado lo bastante para poder apelar a la energía de la que Sonia me habló. Debo calcularlo cuidadosamente, con la suficiente antelación como para detener el avance de las almas, aunque no con demasiada, para no desperdiciar el poco tiempo de que dispondré para escapar. Evoco la voz de Sonia en mi cabeza y cuento.

«Uno… dos… tres…».

Aún no.

«Cuatro… cinco… seis…».

Ahora están más cerca, lo suficiente como para distinguir sus rostros torturados y enfurecidos, sus largas barbas desvaneciéndose sobre los negros chalecos desgarrados que cuelgan de sus descomunales cuerpos.

«Siete… ocho…».

Los aullidos que emanan de la multitud son inhumanos, gritos de guerra propios de animales salvajes. Según van acercándose, se colocan por encima de mí, a mi derecha y a mi izquierda, incluso por debajo de mi cuerpo suspendido, hasta el punto de que pienso que he esperado demasiado tiempo. Hasta que estoy segura de que van a devorar por completo mi alma. No puedo hacer otra cosa sino cerrar los ojos e imaginar la semilla, minúscula y guardada en la parte más profunda y secreta de mi cuerpo. Veo cómo se van retirando las capas que la cubren, dejando al descubierto otras de color cada vez más claro, hasta que llego al mismo centro de su lozana y viva esencia. Respira. Late. Palpita llena de vida.

Aún oigo a las almas, aunque sus gritos forman parte de otro lugar, pues yo me he aislado en un mundo propio, secreto y silencioso. El único sonido que escucho con claridad es el latido de un corazón. Al principio me parece que proviene de mi propio pecho, pero entonces abro los ojos y observo la luz rojiza que late en el interior de la multitud, las atronadoras alas que baten el aire con un inquietante sonido desde el interior de las oscuras sombras de las almas. Desde allí emana el resplandor rojizo de Samael, su corazón late al mismo tiempo que el mío, sus múltiples y enormes alas se extienden por encima de su ejército.

Tengo que obligar a mi mente a retroceder hasta la semilla, hasta su esencia. Veo cómo se abre, se despliega, revienta y se extiende por cada recoveco de mi cuerpo. Al mirar abajo, mi piel, mis ojos, mi boca despiden una luz de color azul lavanda que se hace más intensa por momentos, como una energía, jamás sentida ni imaginada antes, que emana de mi cuerpo en forma de pequeñas ondas que crecen hasta convertirse en olas.

Cualquier sonido que pueda provenir de las almas se pierde en la armonía de mi propio poder y en el palpitar del corazón que resuena entre Samael y yo. Creo que ha llegado el momento de echarme a volar y ponerme a salvo en Birchwood mientras las almas siguen contenidas por esa autoridad que he logrado imponer. Pero entonces escucho la voz.

—Señora… Deja que reine el caos… Abre la puerta.

Sacudo la cabeza instintivamente, temiendo pronunciar palabras que puedan estropear la ventaja que he conseguido con mi pequeña demostración de fuerza.

—El poder y la paz serán tuyos… Extiende tus brazos, ángel del caos, y deja que la confusión de la bestia fluya como un río… Abre la puerta…

La voz se desliza hasta mí a través de las almas, a través del sedoso cielo. Se abre paso a través de la luz violácea, al contrario que las almas. No son más que palabras, pero me invocan como si fueran al mismo tiempo una amenaza y una caricia.

La luz sigue fluyendo de mi cuerpo, pero mis fuerzas flaquean cuando las palabras de Samael se abren paso hasta mis oídos, hasta mi mente, incluso más adentro, hasta un lugar remoto que lleva mucho tiempo esperando tan solo esa llamada. La voz es una promesa de liberación. Liberación de una lucha interminable, aunque yo llevo muy poco tiempo tomando parte en ella. Liberación de una lucha que se prolongará en el futuro, en un futuro que no me augura lo que más deseo: seguridad, amor, esperanza.

Pero el brote de la semilla sigue creciendo hasta más allá de lo concebible, hasta que su poder parece querer partirme en dos, cuerpo y alma. Y con este último impulso de fuerza encuentro la determinación que necesito.

No pierdo el tiempo mirando atrás. En lugar de eso me repliego dentro de la luz e invoco el poder místico que poseo. Lo invoco para regresar a casa con la mayor rapidez posible. Lo invoco para verme de nuevo en Birchwood, para contener a Samael y a su ejército el tiempo suficiente y así poder regresar al cuerpo que me aguarda en el sofá de la biblioteca.

Me desplazo a toda velocidad en la oleada de luz hacia aquella masa que asoma a lo lejos. No tardo mucho en confirmar que el edificio que hay más allá es Birchwood. De ahí que mi padre quisiera reunirse conmigo en el mundo más próximo a nuestra casa. Él sabía que vendrían.

Un enorme rugido estalla a mis espaldas entre un enfurecido griterío. No me vuelvo a mirar a pesar de la poderosa necesidad que siento de hacerlo. Me limito tan solo a volar y, mientras me aproximo a la casa, los campos desfilan a mis pies a una velocidad vertiginosa. Solo cuando me encuentro más cerca de mi casa es cuando comienzo a perder fuerzas. No sucede de repente. Se trata más bien de un lento agotamiento que se filtra en mis huesos y debilita la luz que irradia mi cuerpo. Estoy muy cerca, lo bastante como para distinguir los vidrios emplomados en forma de rombo de las ventanas. Lo bastante cerca incluso para ver el brillo de las lámparas mientras comienza a oscurecer rápidamente. Pero de nuevo se reanuda a mis espaldas un rotundo clamor y cuando me doy la vuelta sé por qué he desfallecido justo antes de poder completar la huida.

Samael ha venido a por mí. Se ha colocado al frente de las almas, y el tranquilo latido del corazón aumenta de volumen mientras se dirige hacia mí. La fuerza de las almas no es nada comparada con la de Samael. Su poder, su furia son primigenias. Se acrecientan en una oleada de maldad que me priva de mi capacidad de movimiento.

Sobrevuelo la ventana de la biblioteca mientras noto cómo mi voluntad me abandona y entonces recuerdo algo que dijo Virginia. ¿No fue esta misma mañana? «… llegado el momento, si tienes que recurrir a alguien, siempre habrá una persona dispuesta a ayudarte».

Mi cuerpo está demasiado cansado para continuar. Pero mi mente… mi mente aún puede defenderse solicitando la ayuda que necesito.

—Hermanas… de la antigua comunidad de las hermanas… —no parece mi propia voz, suena diminuta y muy lejana, pero aun así prosigo cerrando los ojos y tratando de no pensar en que Samael está cada vez más cerca—. Os invoco, hermanas, para que ayudéis a una de las vuestras. Para que me salvéis y yo pueda después salvar a todos.

Ni siquiera soy capaz de sentirme ridícula por solicitar tal ayuda frente al ser rugiente que se me viene encima. Mientras el tiempo marca su ritmo —¿son segundos, minutos, horas?—, decido cerrar los ojos para aguardar con dignidad lo que haya de sucederme.

Noto entonces un viento intenso, cálido, seguido de un crujido que me hace levantar la vista a los cielos. Cuando la mujer se hace visible, Samael y sus almas parecen aminorar su avance. Se ha detenido a unos pocos pasos de distancia, entre mí y el ejército que se aproxima rápidamente. Hay algo en el aspecto testarudo de su mandíbula, en el profundo verde de sus ojos que me resulta familiar.

La mujer sin nombre permanece parada entre las almas y yo mientras otras mujeres aparecen en el cielo, como salidas de la nada, y se despliegan en abanico y formando un círculo alrededor de las almas y de Samael. Sus etéreos vestidos se inflan alrededor de sus traslúcidas piernas mientras levantan las manos hasta casi tocarse. De las palmas de sus manos surgen llamaradas candentes que forman un círculo de fuego místico que me separa de la bestia.

La primera mujer queda suspendida en el aire, más próxima a mí; la débil luz de color lavanda que mana de mi cuerpo es en el suyo de un brillante color púrpura que se extiende y derrama a su alrededor hasta rebotar en el círculo, en cuyo interior los corceles de las almas se encabritan levantando las patas.

No la veo mover los labios cuando su voz me llega desde la distancia. Resuena en mi mente y me doy cuenta de que no está hablando en voz alta.

—Adelante, muchacha. Reúne fuerzas. Nos encontraremos de nuevo.

Samael aúlla y alza una espada desde el centro del círculo. La hoja emite un siseo con destellos de color naranja que crepitan contra la luz del círculo de las hermanas. A pesar de la clara superioridad de estas, no deseo comprobar más su fuerza frente a Samael. Respondo a las palabras de la mujer con un gesto afirmativo y me impulso a través de las paredes de la casa con las últimas fuerzas que parecen quedarme.

Sonia y Luisa están sentadas en el suelo cerca del sofá, Sonia sostiene mi mano inerte con los ojos cerrados y murmura una silenciosa plegaria. Caigo dentro del cuerpo que me aguarda, jadeando entrecortadamente entre los dos mundos, inhalando aire como si hiciera rato que me faltase la respiración y acabase de revivir.

—¡Ha vuelto! ¡Ha vuelto! —la voz de Luisa emerge del suelo, muy cerca de mí.

Apenas siento el suave tacto de Sonia en mi mano, como si aún no se hubiesen restablecido del todo los sentidos de mi cuerpo. Intento hablar, decirles que debemos regresar a la habitación de mi padre a buscar la lista, pero de mi boca no salen más que una serie de ruidos y sonidos que nada se parecen a las palabras. Sacudo la cabeza, desesperada, mientras Sonia me habla con brusquedad.

—¿Lia? ¿Lia? Mírame, Lia. Escúchame.

Aparta su mano de la mía y me hace girar la barbilla, de modo que me veo obligada a encararme con ella. Clava sus ojos en los míos con tal autoridad que no me queda más remedio que responderle del mismo modo. En ellos se refleja la paz del mar de los otros mundos.

—Debes tranquilizarte. Es natural no poder hablar después de regresar de un viaje así, ¿de acuerdo?

No puedo hacer otra cosa que mirar, sin atreverme a hablar de nuevo.

—¿De acuerdo, Lia? Debes confiar en mí. Recuperarás el habla en unos segundos. Respira con calma y espera. Debes permitir que tu mente procese todo lo que has hecho, todo lo que has visto. Debes permitirle reposar unos momentos para que regrese a su estado físico. ¡Mírame, Lia! Y mueve la cabeza si me entiendes.

El tono de su voz es áspero. De pronto me siento como una niña, pero sé que estoy a salvo bajo el mandato firme de sus palabras y la miro a los ojos, asintiendo.

—Bien. Ahora quédate tranquila. Quédate quieta y respira.

Me abandono a la indefensión de mi cuerpo. Cuando miro a Luisa, el miedo de sus ojos me atemoriza aún más, así que me vuelvo de nuevo hacia Sonia para contemplar la inmensidad azul de sus ojos hasta que comienzo a respirar con más normalidad.

Para comprobar que mis dedos funcionan, les ordeno que se muevan y agradezco que lo hagan tal como he dispuesto. Sigo el mismo procedimiento con el resto de mi cuerpo sin exigirme demasiado, hasta que veo que todo parece funcionar correctamente. Solo entonces trato de hablar. Sonia y Luisa escuchan con suma atención mientras intento esbozar las palabras.

—S-s-su habitación. La lista está en la habitación. Detrás del retrato de mi madre.