—Once… doce… trece… catorce… quince…
Nuestras voces conforman una música fantasmal tras el vacío de mis párpados. Colaboramos todas —Luisa, Sonia y yo— para crear un telón de murmullos que conduce a la oscuridad en la cual voy a sumergirme. Y de pronto se quedan en silencio, respondiendo a una consigna que no puedo percibir.
—Lia, vas a abandonar este mundo. Déjate caer en la negrura que te conducirá a los otros mundos —la voz de Sonia suena profunda y suave antes de quedar en silencio y yo me veo abandonada en el vacío mundo de mi mente.
Al principio resulta difícil no pensar en nada. Es difícil no preguntarse cuándo regresará a casa tía Virginia, si los criados no se extrañarán de que permanezca encerrada con mis amigas o si seré capaz de encontrar a mi padre.
Pero mi mente borra enseguida esos pensamientos y pronto me encuentro con que ya no tengo nada que preguntarme, nada más que hacer excepto pensar en el rostro de mi padre, escuchar mi respiración, al principio agitada y luego más tranquila, más profunda. Recreo en mi mente el mundo agradable y fragante de mi vuelo sobre el mar, el interminable cielo que se extiende por encima de mí. Huelo el aire salado del mar e imagino el rostro de mi padre.
De pronto se produce un destello, una luz cegadora que no me conduce a la oscuridad del sueño, sino a una resplandeciente luz solar, a través de la cual no consigo ver nada. El sonido de los latidos de mi corazón se intensifica, sufro sus insistentes palpitaciones sobre el trasfondo de los retazos de recuerdos que me asaltan cada vez a mayor velocidad. Birchwood. Los rostros de Sonia y Luisa, Alice y Henry. El río, James tumbado junto a la orilla. Y entonces me desligo de las ataduras de mi cuerpo con un enorme y liberador impulso que me lleva a sobrevolar conscientemente un bosque que no reconozco.
Debajo de mí el suelo está densamente poblado de árboles, una gruesa alfombra verde que desde el aire parece mullida y suave. Mientras me desplazo por el cielo, el aroma a sal se intensifica, a mis pies la espesura de los árboles va disminuyendo hasta desaparecer por completo, dando paso a inmensas praderas en las que se mecen altas y verdes hierbas. Escucho el mar a lo lejos. El sonido se vuelve cada vez más fuerte y de pronto me encuentro en una extensa playa de arena, cuyas orillas son lamidas por un mar azul.
Aquí es donde me obligo a tocar el suelo, recordando las instrucciones de Sonia de evitar volar cuanto sea posible. Mis pies se hunden en la arena. Siento su tacto áspero incluso a través de mis botas y me maravillo ante unas sensaciones que parecen intensificarse cada vez que viajo.
No estoy segura de cómo arreglármelas para localizar a papá. Según Sonia, él me buscará a mí, pero, aun así, no parece muy sensato permanecer en la playa tan a la vista. Especialmente cuando aún no estoy segura de encontrarme en el mundo apropiado.
Bancos de rocas espectrales han creado cuevas que hacen imposible ver nada detrás de la playa. Siento alivio por no tener que preocuparme de mi protección en un espacio abierto, aunque procuro evitar mirar demasiado de cerca la oscuridad que hay más allá de la boca de las cuevas. Me concentro en el sendero que tengo frente a mí y me pongo en marcha por el tramo de arena sorteando alguna roca solitaria.
—¡Eh, hola, aquí!
Casi me muero del susto al oír la voz que proviene de las cuevas, alarmada de tener compañía en un lugar tan desierto. Un caballero se aproxima a mí sorteando las numerosas rocas escarpadas que encuentra a su paso. Es joven, viste pantalones y chaleco. Lo formal de su atuendo resulta cómico en este tramo agreste de playa.
—Ho… hola —echo una rápida ojeada alrededor, preguntándome si no habrá alguien más por aquí.
El hombre se acerca aún más y me fijo en que es bastante apuesto. Tiene el pelo rubio, igual que el de James, y el rostro ligeramente bronceado. No es mucho mayor que yo y sus ojos despiden un brillo amistoso. Relajo la guardia solo un poco.
Con fingida seriedad, el hombre me saluda haciendo una reverencia.
—Michael Ackerman, a su servicio, señorita. Pensé que iba a pasarme el día entero paseando por la playa sin compañía, pero supongo que estoy de suerte. ¿A quién debo el placer de tan agradable compañía?
—Bueno… Uf, señor Ackerman…
—Llámeme Michael. ¡El señor Ackerman es mi padre!
—De acuerdo, pues… Michael, estoy buscando a alguien, ¿sabe? Pero no estoy muy segura de dónde se encuentra y no… Bueno, aún no sé por dónde ir.
Él asiente con complicidad.
—Entiendo. Está aquí por su padre, ¿verdad?
Inclino la cabeza y le observo con renovado interés.
—Vaya… Sí. ¿Cómo lo sabe?
Gesticula con las manos en la salada brisa.
—No es difícil enterarse de cosas por aquí. Digamos que el mundo es un pañuelo, ¿eh? —se echa a reír con su propio chiste.
—Supongo. ¿Y sabe dónde puedo encontrar a mi padre?
—Sí, sí —asiente con autoridad—. ¡Por supuesto que lo sé! De hecho, fue él quien me envió a buscarla.
—¿Eso hizo?
—Sí, claro. Me dijo que buscara a una encantadora muchacha de unos dieciséis años y que la llevara con él.
Me agarra del brazo, dispuesto a guiarme por la playa.
Aparto mi brazo del suyo.
—¡Espere un momento, por favor! No estoy segura de que deba marcharme con nadie. Ya sabe…
—¡Tonterías! —vuelve a agarrarme del brazo, esta vez con más fuerza—. Sé perfectamente a quién anda buscando y debo llevarla con él.
Tan solo he dado un par de pasos cuando percibo el extraño brillo de sus ojos. Ya no es servicial, sino algo mucho más siniestro y escucho la voz de Sonia a través de los mundos: «Algunos te buscarán para ayudarte, otros para hacerte alguna travesura y otros para causarte daño de verdad».
—Escúcheme bien —me muevo para liberarme de su sujeción—. Agradezco su ayuda, de verdad. Pero creo que me quedaré aquí un rato. Seguramente, mi padre me encontrará si me quedo un rato en este lugar.
Me agarra con más fuerza aún y hago una mueca de dolor cuando sus dedos se clavan en la tierna carne de mi brazo.
—No, no. No lo creo —su voz ha cambiado. Ahora es más dura. Y bastante menos amigable—. Tenemos otro compromiso, ¿sabe? Un…
Pero no le da tiempo a acabar. De pronto aparece frente a nosotros un chico tal vez de la edad de Henry, vestido con una extraña camisa sin botones y unos bombachos cortos que dejan al descubierto sus piernas arañadas. Lleva la cara llena de churretones.
—Va siendo hora de que te largues, tío —dice el chico.
—Vaya, vaya, pequeño. Harías bien en no meterte en asuntos que no conciernen a los de tu edad. Márchate.
Michael Ackerman tira un poco más de mí antes de que el chico se interponga en su camino.
—No pienso decírtelo otra vez. Deja que se marche. No quisiera hacerte daño.
Resulta raro escuchar esa amenaza viniendo de un niño tan pequeño, aunque al percatarme de su dura mirada estoy segura de que lo dice en serio.
—Escucha —Michael Ackerman se tensa y se estira—. No creo que sepas con quién te estas metiendo, ¿entiendes lo que te digo? Se supone que la chica debe ser retenida.
El niño mueve la cabeza resignado.
—Lo he intentado. He intentado advertirte —se vuelve a mirarme—. ¿No se lo he advertido?
—Yo… supongo…
Me interrumpo cuando el chico levanta la mano y dice algo en un lenguaje desconocido para mí. Al principio, el aire que nos rodea se sumerge en un extraño silencio. Incluso las olas que rompen en la orilla parecen no hacer ruido, como si la energía de los elementos hubiese sido silenciada por el conjuro del chico. Luego, de repente, el suelo comienza a temblar. Durante un instante —una décima de segundo, en realidad— intercambiamos miradas apresuradas, la del chico inexplicablemente satisfecha y la de Michael Ackerman al mismo tiempo maliciosa y atemorizada. No comprendo por qué su mano deja de apretarme el brazo hasta que veo cómo se abre el suelo debajo de él. La arena se parte en dos bajo sus pies, hasta que Michael Ackerman se hunde y el suelo lo engulle. Todo sucede en un instante y tras un parpadeo ha desaparecido, la arena está tan lisa como si él nunca hubiese estado allí y las olas retoman su ritmo hipnótico.
Me vuelvo hacia el chico.
—¿Pero… qué… dónde… qué has hecho con él?
—¡Vamos! —exclama con un suspiro—. No te enfades. Le advertí de sobra y ya viste cómo se lo tomó. Además, te iba a llevar con las almas perdidas —habla de forma extraña e inconexa, sin cuidar las formas ni la gramática.
Retrocedo un paso. No tengo tiempo de cuestionar su curiosa exhibición de magia, que, por muy cruel que parezca, acaba de salvarme. Mi preocupación es más personal y bastante más urgente.
—¿Y cómo sé que tú eres mejor que él? Quizás tú también quieras llevarme con las almas. Después de todo, también estás aquí, en los otros mundos, igual que ellas.
—Sí, pero no soy una de las almas. Estoy aquí porque todavía no he cruzado al otro lado.
Le miro con los ojos abiertos de par en par, como si eso me sirviese para apreciar su honestidad.
—¿Y eso dónde está?
—No lo sé, pero aquí hay montones de espíritus como yo. A veces nos quedamos porque queremos. Otras veces, pues… nos quedamos —se encoge de hombros—. De todas formas, no tienes que preocuparte por que yo vaya a querer llevarte con las almas —se inclina un poco, baja la voz y mira a su alrededor como si hubiera alguien escuchando—. Thomas, es decir, tu padre, ha estado cuidando de mí, ¿sabes? Me ha estado protegiendo de toda clase de cosas raras. Este sitio… —levanta la vista al cielo y suelta un pequeño silbido—. Es de locos. De todos modos, Thomas me pidió que te buscara. Thomas y también tu madre.
Lo que me lleva a creerle es el uso que hace el chico del nombre propio de mi padre, además de la mención de mi madre.
—¿Has visto a mi madre? ¿Aquí?
—Pues claro —asiente con la cabeza—. ¡Están juntos! ¿Qué te esperabas? Es guapa, ¿sabes? —se ruboriza—. Un poco como tú, por los ojos.
Me veo obligada a tragar saliva por la excitación.
—¿Puedes ayudarme? ¿Puedes llevarme con ellos?
Aprieta los labios mientras mira al cielo y luego más allá de la playa. Después se inclina y baja la voz.
—En realidad, no puedo ayudarte. El castigo por hacerlo sería… —se estremece—. Bueno, sería malo, ¿vale? Pero puedo… dirigirte un poco y si alguien informara a tu padre de que estás aquí, paseándote por los otros mundos y buscándole, bueno… ¿Quién se enterará si no hacemos ruido?
—Escucha, te agradecería mucho que me ayudases. No tengo mucho tiempo y es fundamental que encuentre… Ya sabes —me ha contagiado su paranoia, así que bajo la voz y echo un vistazo alrededor antes de proseguir—. ¿Qué me sugieres que haga?
Él se inclina, baja la voz hasta convertirla en un susurro y me toca el brazo con unos dedos que percibo como el murmullo de una brisa.
—Solo tienes que pensar en él. No hace falta que pienses en un sitio. No puedes saber dónde está. No. Pero él lo intentará y te encontrará. Aunque no aquí.
Me sigue dando miedo escuchar a este chico, con su extraño lenguaje y su extraño atavío. ¿Me estará engañando? Pero ¿y si no lo está haciendo? ¿Y si está tratando de ayudarme?
Decido que no tengo otra opción. Debo confiar en que tiene intención de ayudarme. De otro modo, terminaría por convertirme en una anciana de pelo gris en la playa de este mundo, mientras permanezco al mismo tiempo tendida en un sofá de cuero en el otro.
—Entonces, ¿tengo que viajar a otro mundo?
—Eso me temo —dice asintiendo con la cabeza—. Pero confía en mí: si solo piensas en Thomas y en nada más, él te encontrará. Lleva mucho tiempo intentando llegar hasta ti.
Se da la vuelta al levantarse una brisa procedente del océano que enfría el aire, haciéndome cruzar los brazos y contemplar el agua. De repente, el viento cesa y lo inesperado de este hecho me recuerda que no me encuentro en mi propio mundo.
Cuando vuelvo la vista, el chico se ha marchado. Otra vez estoy sola en la playa desierta. Echo un vistazo a mi alrededor para asegurarme, pero no hay duda: el chico se ha desvanecido como si yo no lo hubiese visto jamás. Echo a correr hacia una gruesa roca cerca de la orilla recogiéndome las faldas de cualquier manera alrededor de las piernas. Estoy impaciente por encontrar a mi padre y regresar a Birchwood, regresar a un mundo que conozco. Al cerrar los ojos pienso en mi padre y comienzo a recitar una retahíla de números dirigida a la brisa que viene del agua.
—Uno… dos… tres… cuatro…
Ya no estoy en el suelo, pero tampoco volando. No exactamente. No se trata de un veloz y fluido viaje de uno a otro mundo, sino de un mar de remolinos que me hacen sentir como si no pudiese respirar. Instintivamente, el pánico se apodera de mí. Me pregunto si el hombre que me encontré en la playa no les habrá hablado a las almas de mi presencia en los otros mundos y si no intentarán llevarme con ellas al Vacío.
Pasado un instante, mis pies tocan el suelo. No me he dado cuenta de que tenía los ojos cerrados hasta que los abro al mundo que se extiende a mi alrededor. En él casi no hay colores, el hielo se extiende hasta donde llega la vista. El cielo es blanco y alcanza hasta el horizonte, por lo que es difícil saber dónde termina el hielo que hay bajo mis pies y dónde comienza el cielo blanquecino.
El instinto me dice que eche a correr, que abandone este mundo lo más pronto que pueda para tratar de buscar en otro a mi padre, pero decido esperar, darle tiempo a papá para que me encuentre en el caso de que esté buscándome por aquí. A pesar de que no hay ningún lugar adonde ir, no me gusta la sensación de quedarme parada, tan expuesta en medio del hielo, así que camino pesadamente hasta que el eco de una débil llamada atrae mi atención. Me detengo a escuchar.
Se trata de una voz apagada que proviene de lejos. Me quedo muy quieta y trato de descifrar las palabras, pero no puedo, así que me dirijo hacia el sonido. No hay puntos de referencia por los que guiarme mientras avanzo, aunque sé que estoy aproximándome a alguien porque la voz aumenta de volumen. Es una sensación muy extraña escuchar cómo el sonido de la voz se va acercando más y más, aunque no haya nada a la vista, ni un edificio, un árbol o una cueva. Nada.
Mientras me aproximo al lugar de donde surge la voz, tengo la certera sensación de que está pidiendo ayuda. Camino más aprisa pese a lo incómodo que resulta recorrer el traicionero terreno y pese a no estar segura de la clase de ayuda que podría ofrecer. Ahora la voz está muy cerca. Me detengo y echo un vistazo alrededor en busca del lugar de donde puede proceder antes de avanzar de nuevo con la sensación de estar jugando al juego infantil de frío o caliente. Sé que el chico de la playa me diría que me callase y que esperase a mi padre, pero resulta imposible estar tan cerca de los gemidos y no preguntar quién está haciendo ese ruido.
—¿Hola? ¿Hay alguien ahí? ¿Se encuentra bien? —me siento estúpida gritándole al vacío.
Los gemidos cesan, pero solo por un instante. Se reanudan casi de inmediato y, al menos, ahora consigo entender algunas palabras.
—Ayúdame… Ayúdame… Por favor —parece la voz de una mujer.
Miro a mi alrededor tratando de imaginar desde dónde puede estar llamando esa persona.
—¿Hola? ¿Dónde está?
—Ayúdame —la voz parece provenir de algún lugar cercano a mi codo, casi la tengo encima de mí—. Por favor… sálvame.
Esta vez no hay duda. La voz no proviene de un lugar cercano a mi codo, sino de debajo de mis pies. Bajo la vista al hielo y me resbalo al ver la figura congelada que está debajo. Sofoco un grito, pero un brusco movimiento me hace resbalar y agitar brazos y piernas mientras me caigo. Me incorporo a gatas sobre las manos y las rodillas, resbalando y deslizándome para alejarme de la persona sepultada bajo el hielo justo debajo de mí, aunque no hay razón alguna por la que debiera tenerle miedo. Tiene el rostro descolorido, aunque perfectamente conservado dentro del hielo. Incluso sus cabellos están congelados y desparramados en el hielo.
Al hablar, sus labios se mueven casi imperceptiblemente.
—Ayúdame. Ya… vienen.
Me invaden a un tiempo el terror y la compasión. Quisiera ayudarla, pero, a decir verdad, mi deseo de prestarle ayuda se contrapone con una poderosa necesidad de huir, de alejarme corriendo lo más lejos posible de la horripilante imagen. Mi mente sopesa las posibilidades y llega a una rápida conclusión: no tengo tiempo para ayudarla. Si tengo que encontrar a mi padre y localizar la lista, debo evitar a las almas a toda costa. De nada sirve quedarse mucho tiempo en un lugar, especialmente en uno tan aterrador y peligroso como este.
Mientras hago lo posible por ponerme en pie, la voz de la mujer que está debajo de mí se convierte en un coro de voces. Todas ellas gimen y llenan el aire que me rodea, tratando de agarrarme y de tirar de mí, hasta el punto de que llego a sentir sus heladas manos arrastrándome hacia el hielo.
—Ayúdanos… Perdidas… Muere… Por favor… Libéranos… Niña…
Las voces se fusionan, se distorsionan y se insinúan en mi mente hasta que me llevo las manos a los oídos y me pongo en pie tratando de tomar aire, paralizada por el miedo y el horror.
Recuerdo mi último pensamiento cuando abandoné la playa. Y sé que me encuentro en el Vacío.