Cuando por fin salgo de mi habitación, es más tarde de lo habitual.
Al encaminarme hacia el vestíbulo, veo la puerta de la habitación de invitados abierta, las camas de Luisa y de Sonia ya están cuidadosamente hechas. Tenía la intención de reunirme con ellas y me siento mal por haber dormido hasta tan tarde y haber dejado que se las arreglen solas.
Pero eso es antes de ver la puerta entreabierta de la habitación de Alice.
Aunque desde donde me encuentro no puedo ver más que una pequeña parte de su dormitorio, su habitación emana una sensación de vacío. Incluso desde el pasillo sé que Alice no está allí.
Tras echar una rápida ojeada al pasillo para asegurarme de que no viene nadie, entro en la habitación y cierro con cuidado la puerta tras de mí. Durante un instante me quedo parada inspeccionando la habitación de Alice. Hace años que no entraba allí. Está distinta. Más estropeada. Recuerdo aquellos años en que las muñecas de porcelana fina y los animales de juguete estaban colocados encima de la cómoda y del escritorio. Pero no puedo permitirme ahora el lujo de recordar, así que comienzo a recorrer la habitación con pasos sigilosos.
No sé dónde podría estar la lista, aunque cabe la posibilidad de que Alice se me haya adelantado. Comienzo por la mesa que está al lado de la cama y abro un pequeño cajón, idéntico al que tengo en mi habitación. Dentro se encuentra parte del material de escritorio de Alice, una pluma y un frasco de tinta, y un tarro de crema de manos con esencia de rosas. Continúo buscando, pues me resisto a retirarme decepcionada, y rebusco en el armario, en el escritorio e incluso debajo de la cama.
Solo me queda la cómoda, la última esperanza que tengo de encontrar la lista en la habitación de Alice. Comienzo por los cajones de arriba y bajo hasta los más grandes y hondos de la parte inferior. Mis dedos se deslizan entre camisones y capas, buscando el tacto de un papel que pueda contener los nombres de las llaves. En lugar de eso, mi mano se cierra sobre algo más pesado y envuelto en tela que hay en el fondo del cajón más grande de abajo.
Extraigo el bulto del cajón, sorprendida por su peso, y lo deposito encima de la cómoda para verlo mejor. El objeto me hace dudar, porque seguro que no se trata de la lista. Pero la curiosidad puede conmigo y levanto uno a uno los picos de la tela hasta que aparece en el centro un cuchillo. Al verlo, contengo la respiración. No se trata de un cuchillo ordinario, sino de uno bastante más grande, con el mango incrustado de piedras multicolores. Extiendo la mano para cogerlo, pero la retiro en cuanto entro en contacto con las cachas adornadas. Vuelvo a tocarlo y noto la vibración de su fuerza salvaje impulsándose a través del mango hasta lo alto de mi brazo.
Miro hacia la puerta por encima del hombro, consciente de que debo darme prisa. Agarro el cuchillo con decisión, mi cuerpo bulle con renovada energía mientras lo aparto de la cómoda para verlo más de cerca. Lo que veo en su hoja me hiela la sangre en las venas.
Hay virutas de madera en la reluciente superficie plateada. Son pequeñas, pero sé de qué son y ahora sé para qué sirve el cuchillo: alguien lo ha utilizado para invertir el hechizo de protección de mi madre. El cuchillo ha servido para borrar el círculo del suelo de mi habitación.
La cólera invade mi cuerpo. Es mucho más poderosa que la energía que corre por el cuchillo. Envuelvo con cuidado la hoja afilada en la tela, me lo guardo dentro de mi limosnera y cierro el cajón de la cómoda de Alice. No siento remordimiento alguno por quitarle a Alice una cosa así. Algo que ha servido para tan peligroso y malvado propósito.
Salgo de la habitación sin mirar atrás, dejando la puerta abierta de par en par. Tal vez sea una imprudencia, aunque las líneas estratégicas de la batalla ya están claramente trazadas. Ya no hay motivo para que mi hermana y yo sigamos fingiendo.
—Te traes entre manos algún secreto —la voz de Henry me llega desde el salón mientras dejo atrás la escalera.
Retrocedo un par de pasos para localizar su voz. Está sentado junto a la ventana del salón, con su abrigo de invierno y su bufanda, listo para ir de excursión al pueblo con Alice y con tía Virginia.
Esbozo una sonrisa y entro en la habitación.
—¿Qué quieres decir, Henry?
—Ya lo sabes —dice con expresión sombría.
—Me temo que no —mi propia sonrisa se esfuma.
—Tú eres la mala, Lia —dice bajando la voz hasta un susurro—, ¿verdad?
Me encojo de hombros.
—No lo sé, Henry. Yo no me siento mala.
Asiente con solemnidad, como si fuese perfectamente normal.
—Solo el tiempo lo dirá, Lia.
—¿Solo el tiempo lo dirá? ¿Y a ti quién te ha dicho eso, Henry?
—Tía Virginia —se limita a decir—. Me dijo que no hay forma de saber con seguridad quién es la mala, aunque lleve la marca. Me dijo que solo el tiempo lo dirá.
Me sorprende que lo sepa, pero en vista de ello no hay mucho que añadir.
—Creo que tiene razón, Henry. Supongo que tendremos que esperar y ver.
Me doy la vuelta para marcharme.
—De todas formas, yo te quiero, Lia —exclama a mis espaldas—. O sea, hasta que el tiempo lo diga.
Me doy media vuelta y sonrío; en este momento le quiero más que nunca.
—El tiempo lo dirá, Henry, ya veremos. Yo también te quiero.
—¿Cómo se supone que vamos a encontrar algo aquí, Lia? ¡Jamás había visto tantos libros, ni siquiera en Wycliffe! —Luisa se vuelve de espaldas a la estantería, se apoya en ella y se coloca una mano sobre la frente en un gesto de exasperación.
Levanto la vista del escritorio de mi padre y me reclino en el sillón de cuero.
—Bueno, no se me ocurre otro sitio donde buscar. Si mi padre escondió algo, estoy segura de que estará aquí. En la biblioteca es donde pasaba su tiempo. En esta habitación está todo lo que él más quería.
—¡Aun así, aquí ya hemos buscado en todos los sitios posibles! —exclama Luisa.
Sonia se pone de pie de repente.
—Aquí. Hemos mirado en todos los sitios posibles aquí.
Luisa se encoge de hombros, impaciente.
—Sí. Eso es lo que he dicho.
Pero yo creo saber a lo que se refiere Sonia.
—Espera un minuto… ¿Qué es lo que quieres decir, Sonia?
—No hemos buscado en sus habitaciones —dice.
Hago un gesto despectivo con la mano, descartando esa insinuación.
—Sí, pero la biblioteca era el santuario de mi padre. Y es donde estaba el libro.
—Exactamente —replica Sonia, asintiendo con la cabeza—. ¿No es razón de más para que escondiera la lista en cualquier otro sitio?
Me muerdo el labio y medito sobre lo que acaba de decir. No quiero admitir que es una posibilidad, no porque no lo sea, sino porque dudo en violar la intimidad de mi padre rebuscando en su habitación, incluso ahora que ya no está. Aun así, no puedo ignorar que merece la pena tener en cuenta la idea.
—Tienes razón, por supuesto. Si la lista no está aquí, su habitación es el lugar más lógico para buscar a continuación.
Luisa levanta la vista hacia mí.
—Entonces —dice—, ¿a qué estamos esperando?
Sin el fuego encendido, la habitación de papá está helada como una tumba.
Luisa y Sonia entran sin vacilar, pero yo cierro la puerta tras de mí y me quedo un momento apoyada en ella. Examino la habitación y constato lo extraña que me resulta, porque rara vez tuve ocasión de entrar en ella en vida de mi padre. Dormía aquí, eso era todo. Toda su vida la hacía en la biblioteca y en el resto de la casa conmigo, con Alice y Henry.
Aun así, cuando por fin me decido a moverme, no consigo evitar sentir que una parte importante de mi padre está en esta habitación. Tal vez fuese una parte secreta de él. Una parte que nos mantenía escondida. Pero cuando mis ojos se posan en el retrato de mi madre que está encima de la mesilla de noche, en el montón de libros apilados a su lado, comienzo a darme cuenta de que no carecía de importancia para su intimidad.
—¿Lia? —Sonia me mira desde el centro de la habitación, con las palmas de las manos abiertas a modo de interrogante—. ¿Por dónde deberíamos empezar?
Me cuesta un momento retornar al motivo de nuestra visita a la habitación de papá. Y cuando lo hago, al igual que a Sonia, no se me ocurre por dónde debemos empezar. Me encojo de hombros.
—No lo sé. Por la cómoda, supongo. ¿Debajo del colchón?
Luisa se dirige a la cama, se arrodilla frente a ella y desliza una mano entre los dos colchones.
—Yo empiezo por aquí, Lia. ¿Por qué no buscas tú entre las cosas más privadas de tu padre?
—Voy a probar detrás del armario —dice Sonia, encaminándose hacia el armario que está en una esquina de la habitación.
Yo me quedo en medio de la habitación durante unos instantes, tratando de sobreponerme a la sensación de culpabilidad por invadir la intimidad de mi padre, aunque sea por un motivo tan importante como este. Finalmente, me recuerdo a mí misma que la lista no va a venir sola hasta mí y pongo manos a la obra.
Jamás había visto el interior de una cómoda masculina. No sé lo que me esperaba, pero las pulcras filas de tirantes y de calcetines oscuros contrastan mucho con los volantes de encaje y seda de las cosas de mi madre. En cada paso que doy para acercarme a la profecía siento como si fuese descubriendo facetas de mis padres, como si los estuviera viendo como al hombre y la mujer que eran en lugar de como a mi padre y a mi madre. Es un extraño y enternecedor viaje y me esfuerzo por hacer a un lado las cosas de mi padre en los cajones con todo el respeto posible.
No me lleva mucho tiempo. Tan solo hay cuatro cajones y enseguida queda claro que no hay nada fuera de lo corriente en ninguno de ellos. Me giro para contemplar la habitación y me apoyo en la cómoda. Luisa está sentada en la cama y Sonia apoyada en el armario con los brazos cruzados sobre el pecho mientras se muerde el extremo del pulgar. No hay necesidad de que hablen.
—¿Nada? —pregunto.
Sonia sacude la cabeza.
—También he abierto el armario y he mirado entre las camisas y los pantalones. No hay nada.
—Y yo he registrado entre los colchones, debajo de la cama y detrás del cabecero —dice Luisa con un suspiro—. Me temo que no he tenido mejor suerte.
Trato de rechazar la frustración, que se ha convertido en mi compañera habitual desde que descubriera la profecía y el lugar que ocupo en ella. Por cada paso que avanzamos parece que retrocedemos dos. Necesitamos un poco de ayuda, algo para contrarrestar el apoyo que Alice ha estado recibiendo hasta ahora de las almas.
Miro primero a Sonia y luego a Luisa.
—Existe una persona que seguro que sabía dónde estaba escondida la lista antes de que mi padre muriera.
Luisa toma la palabra con voz firme:
—No podemos volver a poner en peligro a Sonia para hablar con tu padre después de lo de anoche, Lia. Tenemos que encontrar otra manera.
No es mi intención poner de nuevo en peligro el bienestar de Sonia. Aún tiene la cara pálida, oscuras ojeras ensombrecen la piel bajo sus ojos. No ha dicho nada, pero está claro que el contacto con la bestia ha minado sus fuerzas. Fue un error pedirle que hablara con mi padre, pero ahora que soy plenamente consciente del peligro, exponerla de nuevo a ese riesgo no constituye una opción.
Sin embargo, no debo decir en voz alta estas cosas. Sonia me mira a los ojos y descifra claramente el plan que hay escrito en ellos.
—No pretende que sea yo quien se arriesgue.
Luisa sacude la cabeza.
—No comprendo.
Sonia aparta su mirada de mí y la fija en Luisa.
—Las sesiones no son el único modo de contactar con los muertos.
—Mi padre se encuentra en los otros mundos, Luisa. ¿No es cierto, Sonia?
—En algún lugar, sí —responde asintiendo con la cabeza.
Ahora Luisa lo entiende. Mueve la cabeza con sus ojos castaños abiertos de par en par.
—¡No! No, no, no. No vas a viajar voluntariamente —se incorpora dando un brinco—. ¿No oíste lo que dijo tu tía anoche? Es peligroso, Lia. Para todas nosotras, pero sobre todo para ti. No. Eso ni se cuestiona. No podemos arriesgarnos a que te descubran las almas. Tenemos que encontrar otro modo de hacerlo.
Sonia suspira, como si se sintiese obligada a decir algo que en realidad no desea decir.
—Solo… puede que haya un modo… para que Lia pueda encontrar rápidamente a su padre y evitar a las almas.
Si hay un modo de encontrar a mi padre y averiguar dónde está la lista, lo haré sea como sea. La miro fijamente.
—Dime.
—Existen unas reglas para viajar en el plano astral. Una de ellas es que ningún alma puede encontrarse en más de uno de los siete mundos al mismo tiempo, aunque todas pueden viajar libremente de uno a otro. Si eres capaz de localizar a tu padre en uno de los mundos mientras las almas permanecen en otro… Bueno, sería posible averiguar dónde está la lista antes de que seas detectada y detenida.
Algo de lo que ha dicho me ha puesto alerta.
—¿Cómo que solo siete mundos? Pensé que me habías dicho que eran ocho.
—El último mundo se reserva para los muertos. Una vez que un alma cruza a ese último mundo, ya no hay vuelta atrás.
Lo que dice me estremece.
—Entonces, ¿podría encontrarme con mi padre en los otros mundos aunque él esté muerto y yo no?
—Tu padre aún no ha cruzado al último mundo —asiente Sonia—. Si lo hubiese hecho, no podríamos haber hablado con él. Los que esperan voluntariamente en los otros mundos lo hacen por alguna razón. Tu padre debe estar esperando para ayudarte. Una vez que cruce, ya no podrás volver a hablar con él hasta que os reunáis en el último mundo. Pero los otros siete son… lugares intermedios…, lugares intermedios donde puedes encontrarte con él —deja de hablar y me mira con amabilidad, como si quisiera calmar mi decepción incluso antes de que la haya expresado con palabras—. Aunque… aún te falta entrenamiento, Lia.
—Lo sé, pero es nuestra única esperanza. Tenemos que encontrar los nombres de las dos llaves que nos faltan. No llegaremos más lejos sin ellas y el único modo de localizarlas es encontrar primero la lista —lo considero un momento antes de tomar una decisión—. Es el único modo. Tú dijiste que se pueden controlar los viajes, ¿no? Que se puede ir voluntariamente a los otros mundos. Tú puedes ayudarme a llegar hasta allí, Sonia. Puedes ayudarme a encontrar a mi padre. Puedes decirme qué debo hacer.
Ella no quiere admitirlo. Tarda en asentir con la cabeza y lo hace despacio y con gran esfuerzo.
—Pero vas a correr un riesgo muy grande. Las almas están a la espera. Y el mismo Samael. Te está esperando a ti, Lia. Intentará retener tu alma en los otros mundos. Si lo consiguiese…, te conduciría al Vacío y quedarías prisionera de Samael para la eternidad. ¿Entiendes lo que eso significa, Lia? Jamás podrías cruzar al último mundo. Jamás —sacude la cabeza y toma una decisión—. No. No debes viajar sola. Aún no. Yo iré contigo.
Pero sus palabras no me disuaden. Ya he tomado una decisión.
—No —replico, negando con la cabeza—. Iré sola.
Media hora más tarde me encuentro tendida en el sofá de cuero de la biblioteca, a oscuras, con las cortinas corridas para ocultar la luz de la tarde. Sonia se arrodilla junto al sofá con expresión seria y preocupada.
—Cuando te diga, cierra los ojos y vacía tu mente de todo excepto del lugar al que quieres ir, del rostro que quieres ver. Contaremos juntas hasta que yo diga: «Alto». Trata de escuchar tu propia respiración, de sentir los latidos de tu corazón. Sé que suena… ¡Bueno, debe parecer una locura! Pero eso es lo que debes hacer. Concéntrate en el funcionamiento de tu cuerpo físico mientras vacías tu mente de todo menos de lo que deseas visualizar —hace una pausa antes de continuar—. Ten cuidado con lo que piensas mientras viajas. Los pensamientos son poderosos, Lia. Especialmente en los otros mundos.
Almaceno en mi memoria esta nueva regla para su posterior uso y por un instante siento pánico mientras me surgen nuevas dudas.
—Espera un minuto. Mientras busco a mi padre, ¿debo viajar a través de los otros mundos siguiendo algún orden? —recuerdo el campo yermo donde me encontré con Alice—. ¿Y qué pasa si me equivoco de sitio, si no soy capaz de encontrar a mi padre o, peor aún, si llego a un lugar espantoso?
—Puedes viajar adonde quieras, aunque te llevará un poco de tiempo controlar tu destino. Como no tienes práctica, debes intentar… llamar a tu padre para que venga a ti. Él sentirá tu presencia. Ese conocimiento, esa… energía os reunirá en el mundo apropiado. Si puede, él encontrará el modo de llegar hasta ti. Y si no puede, es que estás en el mundo equivocado y debes marcharte a otro de inmediato antes de que las almas detecten tu presencia.
—¿Qué pasará… si las almas me encuentran? ¿O Samael? ¿Cómo puedo evitarlos?
Sonia se muerde el labio mientras piensa.
—Deberás posar los pies sobre suelo firme en cuanto puedas. En el plano astral siempre somos vulnerables. No pertenecemos a ese lugar. Pero cuando más vulnerables somos es cuando estamos volando. Quienes habitan los otros mundos conocen sus rutas. Saben cómo navegar por sus tierras, cómo localizar lo que están buscando. Y cómo hacer daño a los que identifican como intrusos. Si te atraparan las almas o Samael o… cualquier otro…
Me incorporo apoyándome sobre los codos para protestar.
—¿Cualquier otro?
—Los otros mundos están llenos de espíritus —Sonia posa una mano cálida en mi brazo—. Algunos te buscarán para ayudarte, otros para hacerte alguna travesura y otros para causarte daño de verdad. Hasta los viajeros más experimentados tienen que ser muy cautelosos.
Esta nueva información solo sirve para espolearme aún más. Estoy ansiosa por afrontar lo que sea cuanto antes, para volver sana y salva a Birchwood.
—De acuerdo. Entonces dime cómo puedo protegerme.
Las cejas de Sonia se fruncen mientras busca las palabras adecuadas.
—Todos los seres vivos emiten una especie de energía, incluyendo a los espíritus que habitan en los otros mundos. Cuando intentan causar daño, lo hacen empleando la energía que poseen. Para protegerte a ti misma debes hacer lo mismo.
Asiento pensando en las almas que nos sobrevolaban a Alice y a mí en el campo yermo, en su fuerza, en el poder que hizo que se debilitara mi voluntad y me sintiese abrumada.
—¿Cómo voy a conseguirlo, a usar… esa energía?
—Esa es la parte más difícil de explicar —tamborilea nerviosa con sus dedos en el sofá—. Yo llevo haciéndolo desde que era pequeña, así que no me resulta fácil hablar de ello, pero piensa en la energía que posees como una semilla, una semilla alojada en lo más profundo de tu ser. La semilla es pequeña, invisible incluso, pero contiene mucha más fuerza, más poder, más luz de la que puedas imaginarte. Cuando te sientas amenazada, debes ver que la semilla está germinando, abriéndose para revelar la vida que contiene.
No quiero que sepa que todo eso me parece demasiado fantástico. Que la idea de una semilla invisible protegiéndome contra la fuerza de las almas me parece en extremo extravagante, y eso expresándolo de forma amable. No obstante, asiento y abro mi mente a sus palabras, recordándome que tan solo hace unas pocas semanas no habría podido creerme todo eso de la marca, el medallón y la profecía. Y ahora resulta que todo es cierto.
Ella prosigue como si se hiciera eco de mi incredulidad.
—No solo tienes que pensar en ello. Tienes que verlo, ¿de acuerdo? Debes visualizar la semilla abriéndose, permitiendo que toda tu energía fluya fuera de ella para crear una barrera que te dé tiempo para escapar.
—Entonces, ¿esa es mi única esperanza? ¿Escapar?
—Por el momento, sí —asiente con la cabeza—. No posees ni la fortaleza ni la habilidad suficientes para nada más. Tú solo concéntrate en terminar con el asunto que tienes entre manos, Lia. Encuentra a tu padre. Pregúntale dónde escondió la lista. Y luego regresa sin demora.