Me encuentro en un campo yermo. Me resultan vagamente familiares sus colinas onduladas y sus valles poco profundos, y me parece reconocerlo como uno de los muchos campos que limitan con Birchwood Manor. Aunque allá en las lindes, donde hay unas hierbas altas y unos enormes robles, ya no percibo esa sensación de bienestar y me resulta irreconocible.

El cielo es de un gris horrendo, reflejo de los campos quemados, que no se parecen en nada a los ricos pastos dorados que se mecen en los alrededores de Birchwood la mayor parte del año. La barrera de árboles en la linde de los campos es tan oscura que parece casi púrpura. Es un páramo, enseguida reconocible y extrañamente lúgubre. El frío se hace sentir a través de la fina tela de mi camisón y se me humedecen los pies con el rocío al detenerme sobre la hierba muerta.

Aún llevo las cintas atadas alrededor de mi muñeca. El medallón no está ahí. Esta noche la bestia no pasará a través de mí, aunque no encuentro en ello el alivio que debiera. Es evidente que he sido convocada. Por quién o con qué propósito es algo que sin duda acabaré descubriendo.

Girando sobre mí misma, contemplo detenidamente el espacio que me rodea para tratar de orientarme. No estoy segura del todo, pero algo que se encuentra a mi izquierda me resulta familiar. Estoy tratando de decidir qué debo hacer a continuación cuando algo capta mi atención. Algo pequeño que se mueve en mi dirección. Guiño los ojos para ver en la distancia y, mientras miro, esa cosa se vuelve más nítida. Su modo de andar, despacioso y elegante, indica que se trata de una persona.

Una persona normal que viene hacia mí.

No sirve de nada quedarme quieta y mirar. Quienquiera que sea me alcanzará enseguida. Comienzo a caminar dirigiéndome hacia la figura, ahora considerablemente más cerca. Al principio creo que es Sonia. Es la única persona que me he encontrado en mis viajes, exceptuando a las almas. Pero cuando la figura se ha acercado lo suficiente como para que pueda distinguir su camisón y luego, más cerca aún, como para poder ver su cara, me doy cuenta de que es Alice.

Dejo de caminar, sin prisa por averiguar lo que nos ha traído a ambas a este lugar muerto. Ella sigue caminando en mi dirección hasta detenerse justo frente a mí. Una sonrisa se dibuja en las comisuras de su boca y no me cabe duda de quién está al mando, quién me ha convocado en este lugar.

—¿Sorprendida?

—La verdad es que no —respondo, encogiéndome de hombros—. ¿A quién si no iba a encontrarme aquí?

Sonríe abiertamente y por un instante tiene el mismo aspecto que aquella excitada niña que solía aplaudir cuando papá nos traía regalos de alguno de sus muchos viajes.

—¡Vaya, aquí puedes encontrarte con toda clase de gente… y con toda clase de cosas, Lia!

—¿Por qué me has hecho venir hasta aquí, Alice?

Su sonrisa se esfuma cuando se percata de las cintas que llevo en la muñeca. El tono calmado que usó cuando hablamos en las escaleras ha desaparecido. A su rostro retorna el gesto glacial al que ya me tiene acostumbrada.

—¿Por qué no usas el medallón para el propósito que tiene, Lia? ¿Por qué te opones al cumplimiento de la profecía, a la honorable parte que se supone que te corresponde a ti?

Una insensata carcajada apenas contenida escapa de mi garganta.

—¿Por qué? ¿Por qué, Alice? ¿Así que debería echar toda precaución por la borda y dejar que cualquier cosa que quiera volver lo haga a través de mí?

—¿Por qué no? —exclama, levantando la voz—. ¿Por qué tienes que hacerlo todo tan difícil? Ya te he dicho que tú quedarías a salvo. ¿Crees que las almas harían daño a la defensora de su rey? ¿A qué tienes miedo?

—No temo por mí, Alice. ¿Qué quedará del mundo cuando reine la bestia? ¿De qué nos sirve quedar a salvo si dejamos a aquellos a quienes amamos en un mundo de oscuridad?

—Samael lleva siglos prisionero en el otro mundo. Recompensará ampliamente a quien por fin le deje pasar. Todo cuanto desees será tuyo. Serás tratada como una reina. Naciste para cumplir ese propósito.

En lo más hondo de sus ojos se reflejan las turbias profundidades del río.

—Tal vez seas tú quien se equivoca, Alice. Tal vez tú estés decidida a actuar como guardiana, para eso naciste. Tal vez por esa razón debamos trabajar de forma coordinada. Trabajando juntas podríamos asegurarnos de que en el mundo reine la paz. Podríamos terminar de una vez por todas con la profecía. ¿No preferirías formar parte del bien?

Mis palabras no producen el efecto deseado. Su rostro se endurece aún más cuando dice:

—¿Es eso lo que quieres, Lia? ¿Formar parte de una idea abstracta del bien que nadie va a comprender jamás? ¿Arriesgar tu vida por eso? ¿Crees que con eso basta? Pero no basta. No para mí. Podremos conseguir más poder del que jamás nadie en este mundo ha tenido desde Maari, la última hermana que fue lo suficientemente sabia como para tomar el poder cuando se le presentó la ocasión.

No puedo ocultar mi sorpresa.

—¿Qué? ¿Pensabas que no lo sabía? ¿Pensabas que no conocía la historia de la que formamos parte nosotras y nuestra madre?

—No estaba muy segura de lo que sabías. El libro…

Se echa a reír de nuevo paseándose frente a mí, aunque sus pasos no dejan huellas entre las largas hierbas.

—¡El libro! —se mofa, acercándose más—. ¿Crees que es el único medio de conocer esta historia? Pues no lo es, Lia. Yo dispongo de otros medios para saber cosas.

Se pasea dando vueltas a mi alrededor, de modo que su voz me llega desde atrás. Es una maniobra para ponerme nerviosa. Yo sigo mirando al frente, obligándome a mí misma a no darme la vuelta para ponerme de cara a ella.

—Hace mucho tiempo que Samael y las almas me hicieron unirme a ellos, Lia. Me susurraban en la cuna igual que me susurran ahora. No fue la voz de nuestra madre la primera que escuché, ni tampoco la tuya, la de mi gemela. Es la llamada de las almas lo primero que recuerdo. Quizás conocieran tu… debilidad. Quizás adivinaron la confusa lealtad a la que condujo el error de nuestro nacimiento. O quizás solo querían asegurarse, asegurarse de que una de las hermanas trabajaría a su favor —ha vuelto a colocarse frente a mí, aunque se da media vuelta para ponerse de cara a los campos vacíos que tenemos delante y abre los brazos como para abarcarlo todo—. Me lo enseñaron todo, Lia. A viajar, a convocar a otros en mis viajes… —vuelve a girarse para encararse conmigo y juraría que es amor lo que percibo en su voz—. Todo.

«Mientras que a mí no me han enseñado nada», pienso.

Recuerdo lo que dijo Sonia, que aquellos que habitan los otros mundos no pueden intervenir en el nuestro. Y entonces me doy cuenta de que las almas no han incumplido ese antiguo precepto. Cuando enseñaron a Alice a usar sus dones, los dones con los que nació, su destino aún le pertenecía a ella. Suya seguía siendo la opción de escoger. Que ya haya escogido, que haya escogido con tanta facilidad el camino del mal no puede achacársele a nadie, sino a ella misma. Ni siquiera a las almas.

Alice se aprovecha de mi silencio y trata de adoptar el tono de voz calmado y amable de mi hermana.

—Solo te estás poniendo las cosas más difíciles, Lia. Al final, Samael conseguirá pasar. Lo hará en cuanto abras tus brazos o te obligará a hacerlo, porque tú no puedes competir contra tal poder. ¿No vas a escoger el camino más fácil? Al final sucederá de todos modos, así que… ¿qué más da?

«¿Qué más da?», las palabras resuenan a través de los campos de rígidas hierbas mustias.

Veo a mi madre, que abandonó todo cuanto amaba para liberarse del legado que le correspondía. Veo a las hermanas que han de sucedernos, a mis hijas o a las de Alice. Y veo además a tía Virginia, que nos ha estado criando a Alice y a mí todos estos años, expectante. Atenta a quién de nosotras sería la guardiana y quién la puerta. Todo esto se me viene a la cabeza como un destello hasta que me quedo tan solo a merced del lamento del viento.

—No —apenas oigo yo misma lo que digo, lo que susurro débilmente, y Alice se inclina hacia mí, demostrándome con su desfallecida sonrisa que me ha oído a pesar de todo.

—¿Qué has dicho, Lia? —me está dando una oportunidad, una oportunidad para que me desdiga de lo dicho, para decir algo distinto.

Carraspeo para asegurarme de que mi respuesta no pueda conducir a equívocos.

—He dicho que no. La elección es mía y ya he escogido. Voy a poner fin a esto para siempre.

Se me queda mirando fijamente, sin moverse, antes de recuperar su taimada sonrisa.

—¿Y cómo te propones hacer eso, Lia? Aunque te sacrificases a ti misma como hizo nuestra querida madre, todo seguirá su curso, de madre a hija y de hermana a hermana. No, la única salida que te queda es rendirte a las almas. Son bastante pacientes, ya lo sabes.

Oigo de nuevo las palabras de tía Virginia: «Encontrará tu punto débil. Estará al acecho mientras duermes. Se servirá de aquellos a quienes más amas».

—Preferiría morir —replico moviendo la cabeza. Y me sorprende mi convicción. Me sorprende darme cuenta de que ahora lo estoy diciendo muy en serio.

Alice se me acerca todavía más, está tan cerca que puedo sentir su cálido aliento sobre mi rostro.

—Hay cosas peores que la muerte, Lia. Pensaba que lo entendías.

Vuelve a echarse hacia atrás sin dejar de mirarme. Y entonces las oigo venir.

Se están abriendo paso por el cielo; primero suenan como el distante estallido de un trueno que de pronto se expande en un terrorífico crescendo de miles de cascos que se dirigen a la carrera al lugar en el que Alice y yo nos encontramos. Cuando levanto la vista, el cielo se ha oscurecido. El viento, que antes era un inquietante gemido, ahora es un monstruo rugiente que azota nuestros cabellos y nos los lanza sobre la cara, de modo que nos obliga a apartárnoslos para poder ver.

—Ya lo ves, Lia, puede que tú seas el ángel, pero yo puedo convocar a las almas a voluntad. Saben qué hermana continúa siendo leal a la profecía. Vienen a mí porque yo soy la legítima puerta —su voz se eleva triunfante sobre el viento que aúlla—. Las almas y yo trabajaremos juntas el tiempo que sea necesario. Yo esperaba que no fuera así, Lia. Pero tú has hecho tu elección y ahora yo tengo que hacer la mía.

Incluso mientras las almas se reúnen allá arriba en el cielo, una remota parte de mí sigue pensando que no es posible, que seguiré estando a salvo como lo estuve la última vez después de mi vuelo por el mar. Aunque no puedo negar mi impotencia. Soy incapaz de moverme. El cabo que me mantiene conectada a mi cuerpo, del que tan segura me sentía en mis otros viajes, es como si hubiese sido cortado y yo estuviera a la deriva entre las sombras del otro mundo.

«Así es como debes sentirte cuando te retienen. Cuando te separan de tu cuerpo. Cuando eres transportado al Vacío». Este pensamiento aflora en mí como un último residuo de mi mente racional.

El cielo sigue oscureciéndose por encima de mi cabeza, arremolinándose hasta el punto de que creo que voy a ser succionada por su negrura. Las fuerzas que me quedan comienzan a escaparse de mi cuerpo. Quiero desplomarme en el suelo y dormir, tan solo dormir, mientras me sumerjo en una seductora apatía.

—¡Lia! —una voz me llama desde los campos, allá en la distancia. Levanto la cabeza tratando de identificar esa voz familiar—. ¡Li-a!

A lo lejos, otra figura se nos acerca volando, gritando mi nombre. Alice parece tan desconcertada como yo, mientras observa con curiosidad y fastidio cómo se aproxima la figura. Incluso la oscuridad que nos cubre parece tambalearse.

La figura se acerca a mucha más velocidad de la que sería posible en cualquier otro lugar, atraviesa los campos con tal rapidez que su rostro no es más que una mancha borrosa. Tan solo unos momentos antes de que impacte violentamente contra mí, empujándome con una fuerza tal que me roba el aliento, veo el rostro de tía Virginia.

No me da tiempo a hablar, a darle las gracias o a preocuparme por su seguridad. Trato de alcanzarla, de agarrarla por la mano, de llevármela conmigo de vuelta, pero es inútil. En el mismo instante en que me toca, noto un doloroso tirón y de repente algo tira y tira y tira de mí. Alice y tía Virginia y la oscuridad de allí arriba se hacen más y más pequeñas mientras regreso por donde he venido, más allá del paisaje muerto.