Sonia, Luisa y yo cruzamos el césped en animada conversación, dispuestas de momento a alegrarnos por la excursión de hoy, por muy secretas que sean sus razones.

Subimos las escaleras de la cochera para dirigirnos a las habitaciones que Edmund lleva ocupando desde siempre, que yo recuerde. Acude pronto a abrir la puerta en respuesta a mi llamada y constata desde el umbral la presencia de Sonia, de Luisa y la mía.

Antes de que hayamos podido decir una palabra, coge su capa y se dirige a nosotras.

—¿Y bien? ¿Adónde vamos hoy, señorita?

Avanzamos entre zarandeos por los caminos que nos alejan cada vez más de Birchwood. Yo ya sabía por la dirección que no iríamos al pueblo, aunque no imaginaba que estuviese tan lejos o en un lugar tan apartado.

Y debe estar muy apartado, pues llevamos viajando tanto tiempo que nuestra animación ha quedado reducida a la nada, solo damos suspiros de cansancio y echamos largos vistazos por las ventanillas del carruaje. Agradezco el silencio. Abrigo muchas esperanzas de que el señor Wigan pueda ayudarnos a encontrar las llaves.

Edmund se desvía del camino principal y entra por un sendero que oscurece el carruaje debido a los árboles que nos rodean por ambos lados y por encima de nuestras cabezas. Lanzamos un sonoro suspiro cuando de repente todo se ilumina y Edmund detiene a los caballos.

—¡Gracias a Dios! —exclama Luisa, pasándose una mano por la frente—. ¡Creí que iba a marearme!

Abre la portezuela de golpe y se baja tambaleante del carruaje sin aguardar a Edmund. Espero fervientemente que no se haya mareado. No sé cuánto se alegrará el señor Wigan de ver aparecer a tres muchachas en el umbral de su puerta, pero supongo que se alegraría mucho menos si una de ellas vomitara el desayuno entre sus arbustos.

Sin embargo, Luisa recobra la compostura y se seca la frente con un pañuelo. Nos encaminamos hacia la puerta de la destartalada casita, situada en el centro de un pequeño claro. A un lado hay un pequeño jardín abierto, y una cabra nos contempla con pereza desde el patio. Unas cuantas gallinas andan por allí picoteando alguna semilla extraviada, pero, aparte de estos pocos animales, el nombre de granja Lerwick parece algo excesivo para un lugar tan pequeño.

Mientras llamo a la puerta con los nudillos descascarillando la pintura blanca, que cae al suelo pese a la escasa presión de mi mano, Edmund permanece a nuestras espaldas. No acude nadie y nos quedamos plantadas entre el silencioso cloqueo de las gallinas, preguntándonos qué debemos hacer ahora. Luisa acaba de levantar la mano con autoridad cuando escuchamos una voz detrás de nosotras.

—¡Pero mira quiénes están aquí, hola! ¡Ustedes deben ser las jovencitas de las que me habló Sylvia!

Damos media vuelta para ponernos frente a un hombrecillo que viste unos pantalones de tweed y una camisa a medio abrochar, la calva reluciente bajo la luz del sol. No soy capaz de ubicar el acento de su voz, aunque creo que se trata de algún vestigio escocés o irlandés, amortiguado por una fuerte pronunciación americana.

—¿Qué pasa? Les ha comido la lengua el gato, ¿eh? —se acerca a nosotras—. Alastair Wigan, a su servicio. Sylvia me dijo que vendrían.

Parece contento de vernos, como si fuésemos viejas amigas suyas, y me cuesta un poco darme cuenta de que no tengo la más mínima idea de a quién se está refiriendo.

—Buenas tardes, señor Wigan. Yo soy Lia Milthorpe y estas son mis amigas Sonia Sorrensen y Luisa Torelli, y nuestro cochero Edmund —se suceden los apretones de manos y un murmullo de saludos—. Aunque me temo que no conocemos a Sylvia…

Su rostro dibuja una sonrisa, y sus ojos adquieren una expresión diabólica.

—¡Vaya, seguro que sí! Sylvia Berrier, esa encantadora belleza del pueblo.

Su lenguaje consigue ruborizar a Sonia. Disimulo una sonrisa mientras Luisa tose tras dejar escapar una risita de su garganta.

—Bueno, ahora siento mucho más no haber conocido yo misma a Madame Berrier —dice Luisa, con una sonrisa burlona—. ¡Suena fascinante!

—¡Ya lo creo que es fascinante! —el señor Wigan asiente con complicidad, con la mirada ausente. De repente vuelve en sí, como si se hubiese acordado de nosotras—. ¡Bueno, no puedo tenerlas aquí paradas en la entrada como a unas desconocidas, siendo amigas de Sylvia Berrier!

Se encamina despacio en dirección al porche.

—De modo que adelante. Voy a hacer un poco de té. He estado experimentando con un nuevo brebaje hecho con hierbas de mi jardín y no se me ofrece muy a menudo la ocasión de hacérselo probar a nadie más que a Algernon.

—¿Algernon? —pregunto, echando una ojeada a mi alrededor.

El señor Wigan señala con la mano en dirección al patio.

—Sí, sí.

Mantiene la puerta abierta mientras pasamos una tras otra.

Al entrar en la casa, echo un último vistazo al patio. Allí no hay nadie, solo gallinas y una cabra. Caramba.

—¿Algernon es… es la cabra? —pregunto.

—¡Por supuesto que sí!

El señor Wigan se dirige a otra habitación y su voz se va debilitando conforme cruza la pequeña casa.

La mirada de Luisa se cruza con la mía, en sus ojos hay una expresión divertida. Está claro que encuentra fascinante lo que está sucediendo. Mis ojos se acostumbran a la penumbra de la minúscula casa. Me atemorizan bastante las cosas raras que hay esparcidas por todas las superficies.

Hay piedras y plumas esparcidas por las estanterías, polvorientas y llenas a rebosar. Hay reliquias talladas en madera colocadas al lado de inquietantes muñecas, y unos cuantos esqueletos extraños nos observan, algunos de ellos con la luz de la chimenea parpadeando tras sus ojos ciegos. Me parece reconocer la minúscula cabeza, del tamaño de una nuez, de una ardilla y tal vez un cráneo humano resquebrajado que reposa sobre la repisa de la chimenea sujetando unos libros. Me estremezco a pesar de que la habitación está bastante caliente.

Edmund está apoyado en la pared junto a la puerta. Abarca con la vista toda la habitación de forma metódica, como almacenándola para tener un futuro punto de referencia. La terca expresión de su mandíbula me dice que no tiene intención de dejarnos solas en esta casa extraña y, la verdad, su presencia me tranquiliza. Sin duda parecerá egoísta, pero me alegra muchísimo que esté aquí.

—¡Bueno, aquí estamos! —el señor Wigan regresa cargando con una pequeña bandeja. Echa una ojeada por la abarrotada habitación en busca de un hueco donde colocar la bandeja—. ¡Vaya por Dios!

Sonia se apresura a ayudarle.

—¿Retiro los libros de esta mesa de aquí?

Gesticula señalando una pila de volúmenes, bajo los cuales se supone que hay una mesa, aunque desde donde yo me encuentro no consigo ver ni siquiera una parte de ella.

—Oh, sí. ¡Sí, claro! —dice el señor Wigan.

Me pongo en movimiento para ayudar a Sonia y juntas colocamos los libros en el suelo, levantando una nube de polvo que nos hace toser a las dos. Cuando terminamos, trato de ignorar la suciedad de la mesa, pues el señor Wigan no parece darse cuenta y coloca allí la bandeja sin la menor intención de limpiarla.

—¡Eso es! Sylvia me dijo que se traían un misterio entre manos —nos dice mientras sirve el té en tazas de distintos juegos y nos las ofrece de uno en uno, incluyendo a Edmund, que se acerca sorprendido y asiente con agradecimiento—. Me ha contado todo acerca de la profecía, aunque yo ya había oído hablar de ella a mi perversa madre pagana —en sus ojos hay un brillo travieso, que evidencia que no piensa tal cosa de su madre—. Es una auténtica maravilla oír hablar de ella aquí y no en otra parte.

—¿Qué quiere usted…? ¡Oh! —me quedo sorprendida al notar el té sobre la lengua. Me parece que sabe a naranja y a regaliz—. ¡Está muy bueno!

El señor Wigan se inclina hacia delante y la satisfacción que siente hace aparecer en su rostro aún más arrugas de las que tiene.

—¿De verdad lo cree? ¿No está demasiado cargado?

Muevo la cabeza.

—¡En absoluto! ¡Es maravilloso! —tomo otro sorbo antes de dejar la taza—. ¿Por qué le sorprende oír hablar de la profecía aquí… y no en otra parte?

—Bueno, porque en realidad es un mito celta. Por supuesto que en la Biblia también se mencionan guardianes, pero el mito de las hermanas proviene de los celtas, de Bretaña, creo.

—Ya veo —asiento con la cabeza—. Bueno, no estoy segura de entender por qué Madame Berrier, es decir, Sylvia pensó que tal vez usted podría ayudarnos…

—Sé bastante. Soy algo así como un experto en cosas del pasado. No cosas corrientes ni de las que conoce la gente. Seguramente son cosas que la mayoría de la gente cree que no merece la pena conocer. Sin embargo —suspira—, sé bastante sobre mitos célticos, mitos bíblicos, los druidas… —afirma agitando una mano llena de manchas producidas por el sol—. Todo es lo mismo, se llame como se quiera.

—Ya veo. Bueno, entonces, quizás pueda ayudarnos, señor Wigan —extraigo las notas traducidas de mi bolso y se las entrego—. Hay una parte de la profecía que no somos capaces de resolver. Madame Berrier nos habló de Samhain, pero no fue capaz de explicarnos lo que se refiere a la serpiente de piedra. Pensó que la palabra Aubur sonaba a algo que tiene que ver con su especialidad.

—Esto es tremendamente interesante —replica al tiempo que asiente y frunce los labios—. Tremendamente interesante, ya lo creo.

Deposita el papel sobre su regazo, toma un sorbo de té y mira a todo el mundo, como si no tuviese intención de seguir hablando.

—Sí, bueno… —carraspeo.

—Lo que necesitamos saber, señor Wigan —interrumpe Luisa—, es si puede explicarnos ese dato.

Parece sorprendido, como si nunca se hubiese cuestionado el asunto. Se levanta, se dirige hacia una de las estanterías atestadas de libros y ojea los volúmenes allí colocados como si conociese cada uno de ellos, a pesar de su más que caprichosa ordenación. Le lleva menos de diez segundos extraer del estante un libro encuadernado en tela. Regresa a nuestro lado, vuelve a tomar asiento junto al fuego y da sorbos a su té mientras pasa las páginas del libro.

Luisa se sienta tan al borde de su asiento, inclinada hacia delante, que temo que vaya a caerse en cualquier momento. En su boca se dibuja una línea tensa y me imagino el esfuerzo que debe estar haciendo para no quitarle el libro al señor Wigan y consultarlo ella misma. Pero el señor Wigan ni murmura ni habla. Se limita a pasar despacio y con mucho cuidado las páginas antes de detenerse, por fin, cerca del final.

Me entrega el libro antes de dar la explicación.

—Ya no se la conoce como Aubur, como verá. Probablemente por eso Sylvia tuvo algún problema. Aubur es su nombre antiguo. Ahora la llamamos Avebury.

Bajo la vista hacia el libro. Contiene un artístico dibujo con pequeños monumentos que forman un círculo con una línea que lo atraviesa. No significa nada para mí.

—No lo entiendo. ¿Qué es?

Le paso el libro primero a Luisa, no vaya a darle un ataque si no le dejamos hacer otra cosa aparte de esperar y escuchar al señor Wigan.

—¡Es un círculo megalítico! Uno poco conocido, pero un círculo megalítico al fin y al cabo.

Sus palabras de pronto me traen algo a la memoria.

—¿Un círculo megalítico? ¿Quiere decir como ese grande que hay en Inglaterra? ¿Stonehenge?

El señor Wigan asiente.

—Ah, sí, Stonehenge. Ese es el que todo el mundo conoce, pero hay otros muchos, la mayor parte de ellos desperdigados por las islas Británicas.

Sonia tiene el libro en el regazo. Levanta la vista para mirar al señor Wigan.

—¿Y este… Avebury es uno de ellos? ¿Uno de los círculos megalíticos?

—Sí, eso es.

No parece tener mucho que añadir.

Luisa me mira preocupada antes de proseguir.

—¿Qué pasa con la serpiente de piedra? ¿Por qué la profecía le pone el nombre de Avebury a una cosa tan extraña?

—Bueno, eso es lo curioso. No mucha gente conoce la relación entre Avebury y la serpiente, pero si siguiéramos su trazado con una línea, nos daríamos cuenta de que presenta la forma de una serpiente, como pueden ver. Una serpiente que pasa por un círculo.

El gesto de alarma en los rostros de Sonia y Luisa debe ser un reflejo del mío, pues una serpiente que pasa por un círculo se asemeja bastante a la serpiente que rodea el círculo tanto en el medallón como en las marcas que tenemos todas.

—¿Pero qué tiene que ver con nosotras y con la profecía un círculo megalítico que además está en Inglaterra? —pregunta Luisa.

Recojo de la mesa la traducción de la profecía y leo en voz alta:

—«… emergidos del primer aliento de Samhain bajo la sombra de la mística serpiente de piedra de Aubur» —sacudo la cabeza mirando al señor Wigan—. Las llaves. Algo sobre el hecho de que las llaves pudieron haberse fabricado cerca de Avebury… ¿Qué pasa con los pueblos de los alrededores? ¿Puede haber algún pueblo cerca de Avebury donde se pudieran haber escondido o fabricado las llaves? ¿Un pueblo conocido por su herrería, tal vez?

El señor Wigan se rasca la cabeza pensativo, frunciendo la frente.

—Bueno, la mayoría de los círculos megalíticos están situados en lugares apartados… Aunque puede que tenga algo que les sirva de ayuda.

Se levanta del sillón y se dirige hacia un gran escritorio que está apoyado en una pared y cubierto de toda clase de papeles y libros. Tras abrir el cajón inferior, se dedica a revolver en su interior antes de extraer un rollo de papel. Lo agita en el aire.

—Aquí. Vengan y echen un vistazo.

No se molesta en despejar el escritorio, sino que deposita el rollo de papel encima del revoltijo, desenrollándolo poco a poco hasta que queda patente que se trata de un mapa. Luisa coloca una piedra, dos libros y un jarrón de vidrio sobre las esquinas para evitar que el mapa vuelva a plegarse mientras lo estudiamos.

El señor Wigan se pone las gafas y nos inclinamos sobre el mapa, Edmund incluido. Me topo con sus ojos y descubro algo en ellos que me infunde confianza para compartir con él nuestro secreto. Era el empleado más veterano de mi padre. Su más viejo amigo. Si no puedo confiar en él, ¿en quién voy a hacerlo?

—Está bien, veamos. Avebury. Aquí —el señor Wigan señala con un dedo nudoso un lugar casi en el centro del mapa.

Apenas puedo distinguir las letras A-U-B en la penumbra de la habitación.

—Sí, aunque no creo que las llaves estén precisamente allí.

Luisa se hace sitio y examina el mapa mientras se mordisquea el pulgar.

—La profecía dice bajo la sombra de la serpiente de piedra, ¿no es así?

—Sí —el señor Wigan asiente—. Ya veo adónde quiere ir a parar. De modo que veamos… —desliza los dedos desde el centro del mapa hacia la periferia—. Tenemos la aldea de Newbury. Aquí —tamborilea sobre el mapa con el dedo, no muy lejos del lugar que había señalado como Avebury. Yo no distingo ninguna palabra que lo identifique como Newbury, aunque él parece que se maneja bien con el mapa, así que escucho lo que dice a continuación—. Y luego tenemos la aldea de Swindon, aquí —su tamborileo resuena en la habitación como un golpe seco—. Más adelante nos encontramos con la aldea de Bath, bastante famosa. Sí, bastante famosa, ya lo creo. Tal vez…

Pero Sonia le interrumpe antes de que prosiga.

—¿Bath? ¿Bath, Inglaterra? Pero…

Luisa levanta la vista, sus ojos brillan a la luz del fuego.

—¿Qué?

—Primero la fecha y ahora… —dice Sonia, mirando primero a Luisa antes de volverse hacia mí.

—¿Y ahora qué?

Se me ha hecho un nudo en el estómago. No sé lo que quiere decir, aunque presiento el giro de la rueda del destino.

—Y ahora Bath —dice—. Es donde yo nací. Eso fue lo que me dijo la señora Millburn cuando le pregunté, que nací en Bath.

Con sus palabras, algo encaja en su lugar. Miro a Luisa.

—Tú no naciste en Italia, ¿verdad, Luisa?

—No —murmura, atemorizada.

—Pero dijiste que habías nacido en Italia —parece como si gotas de pánico se destilaran de la voz de Sonia, que se hace añicos como el cristal.

Luisa mueve la cabeza.

—No. No lo dije. Dije que era italiana. Y lo soy. Pero mi madre era inglesa. Yo nací en Inglaterra y me llevaron a Italia cuando era un bebé.

—¿Qué otros pueblos hay, señor Wigan? —le pregunto—. ¿Otros pueblos que estén cerca de la serpiente de piedra de Avebury?

Hasta él parece nervioso mientras baja la vista al mapa y desliza el dedo sobre el papel de aquí allá hasta que encuentra el lugar.

—Veamos… Teníamos Newbury, Swindon, Bath —levanta la vista un instante y mira a Sonia antes de centrar de nuevo su atención en el mapa—. Siguiendo esta línea en un círculo más o menos, tenemos Stroud, Trowbridge, Salisbury y… Andover. ¿No le suena ninguno de esos, querida? —se queda mirando a Luisa, expectante.

Al principio creo haberme equivocado. Creo que tengo que haberme equivocado, pues Luisa se queda quieta como si nada de lo que acaba de decir el señor Wigan le hubiese causado la menor impresión. Él suelta un hondo suspiro y echa una ojeada al mapa, como disponiéndose a seguir buscando otros pueblos, otras aldeas, cuando por fin Luisa rompe el silencio.

—Salisbury —murmura—. Nací en Salisbury.

«Cuatro marcas, cuatro llaves, círculo de fuego, emergidos del primer aliento de Samhain bajo la sombra de la mística serpiente de piedra de Aubur». Las palabras de la profecía son un susurro en mi oído y de pronto lo sé.

—¿Sonia? ¿A qué hora naciste?

—No tengo ni idea —dice sacudiendo la cabeza.

Miro a Luisa.

—¿Luisa?

—Alrededor de medianoche, según me contaron.

Ahora estoy segura y creo que ellas también.

Miro a Sonia y a Luisa, sorprendida.

—Sois vosotras. Vosotras y las que llevan vuestra marca. Vosotras sois las llaves.