—¡Lia! —Sonia me indica por señas que entre en la habitación de invitados cuando me dirijo en silencio hacia la mía y mientras todavía resuena en mis oídos la conversación con Alice.

Entro en la habitación.

—Pensé que ya estaríais dormidas después de un día tan largo.

—Hemos pasado un día maravilloso, Lia. Pero aún nos queda trabajo por delante, ¿no es así?

Los ojos de Sonia se posan en Luisa, que está sentada en una de las camas.

Titubeo antes de asentir. Solo espero que Luisa sea tan comprensiva como Sonia.

Luisa arquea las cejas.

—¿Qué pasa, Lia? ¿Algo va mal?

Me siento en el extremo de la cama, negando con la cabeza.

—Precisamente mal, no. Pero hay una cosa que no he tenido ocasión de comentarte. Algo que averigüé justo después de que tú y Sonia vinieseis a tomar el té.

—¿Y qué es?

Me paso la mano por la frente, intentando calmar mis nervios antes de revelar algo que podría acabar con una amistad que se ha convertido en un tesoro para mí. No es fácil encontrar el modo de decirlo, así que lo voy a hacer del modo más sencillo y rápido posible. Le cuento el motivo por el cual mi marca es diferente, resistiendo a la necesidad de suavizar la información racionalizándola o tranquilizándola a ella. Si de verdad vamos a trabajar juntas, Luisa tiene que comprender exactamente quién soy.

No responde de inmediato. Al contrario de lo que yo esperaba, ni protesta ni se enfada. Me mira a los ojos, como si las respuestas a todas sus preguntas se encontrasen allí. Por fin se me acerca y me toma de la mano, la mano que Alice acaba de soltar para siempre. Cuando Luisa comienza a hablar, sus palabras son sencillas, pero dejan margen para la esperanza.

—Cuéntamelo todo.

Y eso hago. Le hablo de la profecía, de mi papel en ella, del medallón. Se toma mi revelación con estoica calma y acepta la constatación de que soy el ángel y la puerta como un pequeño problema. Llego al final de mi relato, sabiendo que somos todas nosotras quienes escribiremos el resto de la historia.

—De modo que volvemos a las llaves —digo—. Pero con algo más de lo que teníamos antes.

Luisa asiente haciendo danzar sus rizos sobre la nuca.

—Y ahí es donde entra la misteriosa Madame Berrier, ¿no es así?

Miro sorprendida a Sonia, levantando las cejas.

Ella inclina la cabeza y sonríe.

—Le hablé de nuestra visita a Madame Berrier.

—Bien. Entonces, ya estás al día.

—Sí —dice Luisa—, solo…

—¿Solo qué?

—Bueno, ¿por qué no me invitasteis a ir? Me hubiese gustado enterarme de más cosas sobre la profecía…

He notado el quiebro de su voz y siento una punzada de remordimiento, aunque Sonia se adelanta a responder antes que yo pueda hacerlo.

—Fue cosa mía, Luisa. La criada de la señora Millburn conoce a una de las de Lia. Tenía miedo de dejarte una nota en Wycliffe. No quería causarte problemas y sabía que nada te detendría si te enterabas de nuestra visita, fueran cuales fuesen las consecuencias.

El silencio de Luisa me hace temer que hayamos herido sus sentimientos, aunque emite un gruñido a modo de asentimiento.

—Supongo que tienes razón. ¡Puedo llegar a ser muy terca! —se echa a reír como respuesta a su propia crítica—. Entonces, ¿qué fue lo que dijo esa misteriosa mujer?

—Nos contó que Samhain es una antigua fiesta druídica que marca un periodo de oscuridad —me enderezo para quitarme las horquillas del pelo—. Al parecer, coincide con el uno de noviembre, aunque no tenemos ni idea de qué tiene que ver eso con las llaves. Lo único interesante es que también es el cumpleaños de Sonia.

Luisa se incorpora y se pone más tensa.

—¿Qué has dicho?

La expresión de su rostro hace que me detenga. Bajo las manos y el pelo cae sobre mis hombros.

Sonia interviene desde la otra cama, donde está sentada con la cabeza reclinada en el cabecero.

—Ha dicho que da la casualidad de que mi cumpleaños cae en el día de Samhain, el uno de noviembre.

Luisa palidece.

—¿Luisa? ¿Qué es lo que te pasa? —le pregunto.

—Pues que… Bueno, es todo tan extraño…

Se queda mirando el fuego, hablando en voz baja como para sí misma.

—¿Qué sucede? —Sonia se desliza hasta el borde de la otra cama.

La mirada de Luisa se cruza con la de Sonia.

—Que el uno de noviembre es tu cumpleaños. Es extraño porque también es el mío.

Sonia se pone en pie y se encamina hacia el fuego antes de darse la vuelta para mirarnos de frente.

—Pero eso es… ¿En qué año naciste? —le tiembla la voz al hacer la pregunta.

—Mil ochocientos setenta y cuatro —responde Luisa en un susurro que parece arrastrarse hacia los rincones en sombras de la habitación.

—Sí —afirma Sonia con la cabeza—. Sí. Yo también.

Mientras me paseo por delante de ellas, trato de ordenar mi mente en torno a las dispares piezas del enigma.

—No tiene sentido. Mi cumpleaños no es el uno de noviembre, así que eso no tiene que ver con todas nosotras, solo con vosotras dos —murmuro en voz alta, pero sin dirigirme a nadie en particular—. ¿Cómo se supone que debemos interpretar algo tan… tan…?

—¿Demencial? —propone Luisa desde la cama.

Me vuelvo para mirarla.

—Sí. Demencial. Es de locos, ¿no crees?

Sonia se deja caer en el sillón al lado del fuego.

—¿Y ahora qué hacemos? El que coincida la fecha de nuestro cumpleaños es raro, pero no nos ayuda en nada a buscar las llaves.

—Precisamente eso es lo que estaba intentando deciros —replico, recordando la carta—. Puede que sí nos sirva.

—¿A qué te refieres? —pregunta Sonia, levantando la vista.

Saco el sobre de mi bolsillo y se lo entrego.

—Madame Berrier me envió esto después de nuestra visita.

Sonia se apresura a coger el sobre, lo abre y se lo pasa a Luisa cuando ha terminado de leer.

—¿Quién es Alastair Wigan? —pregunta Luisa.

—No lo sé —contesto sacudiendo la cabeza—. Pero mañana lo averiguaremos.

A la mañana siguiente, tras bajar las escaleras, cogemos nuestras capas en el vestíbulo y salimos al encuentro de la fría luz del sol. Ya he arreglado lo de nuestra salida con tía Virginia. Sé que ha detectado que era mentira mi excusa de que vamos a ir al pueblo a tomar un té, pero si a mí me sucediese algo, ella es quien se encargaría de cuidar de Henry. Solo trato de protegerla. De protegerlos a los dos.

Desde mi conversación con Alice en las escaleras siento como si hubiese cruzado una barrera invisible, un punto tras el cual solo puede haber tristeza y vacío. Nuestra competición por acabar con la profecía del modo que cada una de nosotras desea va a ser peligrosa, incluso mortal. No obstante, no puedo hacer nada, sino seguir adelante, a no ser que quiera vivir entre sombras el resto de mi vida.

Y eso, sencillamente, no es una opción.