Pasamos el día de Acción de Gracias olvidándonos agradablemente de todo. James y su padre se han unido a nosotras y nos llegan soberbios olores de la cocina mientras nos entretenemos con juegos de mesa. La cara de Henry resplandece como una estrella fugaz cuando Sonia accede a jugar con él una partida de ajedrez. No parece importarle que lo derrote espectacularmente dándole jaque mate al tiempo que le dedica una cortés sonrisa.

Alice está recelosa. Como un animal que huele el peligro, nos observa desde la distancia mientras reímos junto a la luz del fuego. Cuando nos dirigimos al comedor, tomo asiento a la derecha de James. Alice me sorprende reclamando el asiento a su izquierda. Su presencia me hace sentir inquieta, aunque parece que se contiene bastante al verme, así que dejo a un lado mi malestar. El banquete es exquisito, regado con vino y conversaciones que se prolongan durante dos maravillosas horas.

Nos retiramos de nuevo al salón tras haber ingerido tales cantidades de comida que seguramente habríamos hecho enfadar a la señorita Gray a causa de nuestra glotonería.

Después de insistirle mucho, tía Virginia se sienta al piano. Nos reunimos a su alrededor para cantar, reír y propinarnos codazos unos a otros cuando se nos olvida la letra. Incluso Alice se nos une para cantar, aunque manteniéndose a distancia de Sonia y Luisa. Cuando resuena en el salón el final de la última estrofa de nuestra balada, la habitación se sumerge en la calma. El fuego arde con menos intensidad en la chimenea y tía Virginia, que nunca da muestras de cansancio de ninguna clase, oculta un bostezo con una mano cansada. Henry se ha quedado dormido en su silla junto al fuego, con sus espesos cabellos cayéndole sobre los ojos cerrados.

—Bueno, no querría interrumpir la celebración, pero creo que alguien necesita que le lleven a la cama —James mira por encima de mi hombro al decir esto y me fijo en Henry.

Pero al seguir el brillo de los ojos de James es al señor Douglas a quien veo, encorvado y dormido en el sofá. Contengo una risotada para no despertar a ninguno de los dos.

—Sí… Bueno, es bastante tarde. ¿Quieres que le pida a Edmund que te ayude a llevarle hasta el carruaje? —le pregunto, señalando con la cabeza al señor Douglas.

—No, gracias. Ya me las apañaré.

Mientras James acomoda a su padre en el interior del carruaje que aguarda, se suceden primero unos cuantos traspiés a causa del sueño y luego un trajín de amables despedidas. Tía Virginia ha desaparecido para supervisar la limpieza de la cocina y Luisa y Sonia se han marchado para cambiarse antes de acostarse. Echo una ojeada a mi alrededor para asegurarme de que no queda nadie antes de escaparme del calor de la casa para salir al rellano de la escalera con James.

No pierde el tiempo y me estrecha entre sus brazos, enroscando alrededor del extremo de uno de sus dedos un mechón suelto de mi pelo. Acto seguido, sus labios están sobre los míos, abriendo mi boca como el cáliz de una flor, haciéndolo florecer hasta que los pétalos se vuelven lozanos y se inflaman. Esos instantes son los que me hacen sentir como otra Lia, alguien a quien no le importan ni la señorita Gray ni sus miles de libros llenos de normas. A quien no le importa lo que se espere de ella. Esos son los instantes en los que pienso que es imposible que pueda ser malo algo que te hace sentir tan completa, que te llena hasta tal punto.

Es James quien se aparta. Siempre es James quien se aparta, aunque también es él quien siempre se acerca.

—Lia, Lia, ¡soy tan feliz cuando estoy contigo! Lo sabes, ¿no? —su tono de voz es algo brusco.

—Sí, por supuesto —digo burlona—, ¡cuando no te vuelvo loco con mis discusiones y mi curiosidad!

—Me vuelves loco con algo más —sonríe con picardía antes de ponerse otra vez serio—. Lo cierto es que nunca hemos hablado de ello en serio. Y no puedo ofrecerte la vida a la que estás acostumbrada. Pero quiero que seas mía algún día, cuando llegue el momento.

Acabo asintiendo más despacio de lo que me propongo.

—Solo…

—¿Solo qué?

Una sombra de preocupación asoma a sus ojos. Hemos estado riéndonos y disfrutando de la velada, tratando de olvidarnos de la pequeña distancia que ha ido creciendo entre nosotros. Es una distancia que se debe únicamente a mis propios secretos y a mi propia inseguridad, pero eso no significa que la barrera sea más fácil de cruzar.

Muevo la cabeza.

—No es nada. Solo que me entristece pasar las fiestas sin mi padre. Las Navidades ya no serán lo mismo.

Mi voz suena veraz y por un momento estoy dispuesta a convencerme a mí misma de que es mi dolor lo único que nos separa a James y a mí.

—¿Eso es todo? ¿Eso es lo único a lo que has estado dando vueltas estas últimas semanas y que te tiene tan distante? Porque no puedo evitar pensar que hay algo más.

«Díselo. Díselo antes de que sea demasiado tarde, antes de apartarlo de ti definitivamente». Pero la voz no insiste lo bastante. Asiento y le sonrío con toda la calma que puedo.

—Siento haberte preocupado. Se me pasará con el tiempo.

Quiero creer que le estoy protegiendo, aunque es la vergüenza lo que me mantiene callada. En lo más hondo no puedo negar que lo que me preocupa es que James no me quiera cuando se entere de la terrible historia de la que formo parte.

—La señorita Gray no lo aprobaría.

La voz de Alice sale a mi encuentro cuando estoy cerrando la puerta, aunque no es la nueva y despiadada Alice a quien estoy contemplando con recelo. Su voz es traviesa, su figura un trazo desvaído en las escaleras. Se sienta descuidadamente en los escalones reclinando su cuerpo sobre ellos para apoyar los codos.

Voy hacia las escaleras y me dejo caer a su lado en un escalón.

—Bueno, es cierto, aunque me atrevo a aventurar que tampoco aprobaría la postura que tienes en estos momentos.

Sus dientes destellan en la oscuridad y nuestras sonrisas coinciden en el misterioso silencio de la casa.

—¿Te vas a casar con él?

—No lo sé. Lo he pensado. Antes estaba más segura de eso que de nada en el mundo.

—¿Y ahora?

—Sé que las cosas no son tan sencillas —le digo encogiéndome de hombros.

Ella tarda unos instantes en responder.

—No, supongo que no. Aunque puede que haya un modo. Un modo para que las dos tengamos lo que más deseamos.

Percibo la oferta que no expresa en palabras acerca del tema al que está dando vueltas. Pero no estoy dispuesta a revelar nada de lo que tanto me ha costado descubrir. No hasta que oiga lo que pretende decir.

—No sé a qué te refieres.

—Claro que sí, Lia —dice bajando la voz—. Tú deseas casarte con James y tener hijos, vivir una vida tranquila con él. Te darás cuenta de lo imposible que es ese sueño… tal como están las cosas ahora. Tal como estás luchando con las almas.

La franqueza de sus palabras me sorprende. De repente se ha quitado la máscara. Sabe tanto como yo, tal vez incluso más. Ahora es bastante evidente y me pregunto por qué la he creído un poco ajena a la profecía y a su funcionamiento.

A falta de mi negativa, Alice prosigue.

—Si cumples con tu deber hacia Samael, encontrarás la paz. Te dejará vivir la vida que desees. ¿No sería lo mejor para todos? ¿Acaso no es eso lo que desearía esa pequeña parte de ti que nació para ser la puerta?

Me gustaría decirle que las palabras no sirven de nada, que esas oscuras promesas me dejan indiferente. Pero sería mentira, pues mientras ella habla sobre el cumplimiento de los antiguos augurios de la profecía, parte de mí se emociona de antemano. Quiero creer que es tan solo esa parte mía que desea una vida junto a James, como cualquier otra chica, aunque en algún lugar recóndito de mi conciencia sé que se trata de algo más. Son los cantos de sirena de mi deseado cometido dentro de la profecía. Es la parte más profunda de mí, esa que pretendo ignorar, la parte que debe luchar contra la tentación de hacer precisamente lo que Alice quiere que haga.

Muevo la cabeza en señal de rechazo, esperando que no me traicione mi debilidad.

—No…, no es como dices —replico con calma, apelando a la Alice de mi niñez, la Alice a la que quiero—. Es verdad que deseo vivir con James, pero no querría vivir en la oscuridad de un mundo regido por las almas. Seguro que lo entiendes, Alice. Estamos de acuerdo en una cosa: deberíamos trabajar en una causa común, una causa que es un asunto fácil de decidir. Tú eres la guardiana. Tu deber es proteger al mundo de las almas. Y yo…, bueno, también tengo elección. Y no voy a ayudarles. No pienso hacer nada en absoluto que pueda servirles para destruir las cosas y a la gente que amo. ¿Y no es ese el propósito de las dos? ¿Proteger a Henry y a tía Virginia, la única familia que nos queda?

Su rostro está medio oculto entre las sombras, pero veo cómo duda ante la mención de Henry y tía Virginia. Se lo piensa antes de hablar y en ese instante toda una serie de gestos se refleja en sus facciones. En una décima de segundo, una infantil inseguridad cede paso a la resignación.

—Yo no debía ser la guardiana, Lia. Las dos lo sabemos. Por eso me siento así. Por eso sé desde niña cuál es mi deber respecto a las almas, sea cual sea el nombre que la profecía me haya asignado… No puedo evitar sentir como siento. Así es como soy.

Sacudo la cabeza deseando no oírla hablar de ese modo. Resulta duro oír hablar así a esta Alice. Si se tratara de la Alice de estos últimos días, la de la mirada fría, la Alice mal encarada… bueno, entonces resultaría más fácil no tener en cuenta sus palabras.

Se humedece los labios con la lengua y resplandecen en la oscuridad.

—Si trabajamos en equipo, estaremos a salvo, Lia. Nosotras y aquellos a quienes amamos. Puedo garantizarte tu seguridad. Y la seguridad de James y Henry y tía Virginia. Esas son las cosas por las que merece la pena vivir en este mundo, ¿no? Mientras conservemos esas cosas, ¿qué más da quien gobierne? ¿No merece la pena sacrificar parte de tus escrúpulos para vivir en paz?

Sus palabras dejan traslucir una creciente desesperación que me saca del aterciopelado encanto de su voz. Muevo la cabeza con fuerza, como para alejar de mí el susurro de esa promesa que tanto me atrae pese a mi deseo de rechazarla.

—No puedo…, no puedo hacerlo, Alice. Simplemente no puedo. Yo tampoco puedo evitar sentir como siento. Así es como soy yo.

Pienso que se va a enfadar, pero el tono de su voz solo transmite tristeza.

—Sí. Me lo imaginaba. Lo siento, Lia.

Su mano busca la mía por encima del escalón y me la coge tal como solía hacerlo cuando éramos pequeñas. En realidad, la suya no es más grande que la mía y, sin embargo, hubo un tiempo en que siempre me sentía a salvo cogida de la mano de Alice. No sé por qué dice que lo siente, pero me temo que pronto lo averiguaré.

Y mi mano ya no volverá a estar a salvo entre las suyas.