—Lo siento, Sonia. Yo no… De verdad, no lo supe hasta ayer por la tarde.

Sonia no contesta mientras Edmund nos conduce por la calle que lleva a su residencia. Su silencio siembra en mi estómago semillas de pánico. Pánico a que ya no quiera ser aliada mía, mi amiga, ¿pues quién si no se pondría de parte de alguien como yo?

—Si tú y Luisa preferís trabajar juntas, lo entenderé.

—¿Tú te sientes como la puerta? —pregunta, volviéndose hacia mí—. ¿Notas algo… diferente?

Noto la cara caliente y me alegra que no pueda verme con claridad en la penumbra del carruaje, no fuera a interpretar mi rubor como un indicio de culpabilidad.

—La verdad es que, en general, me noto como siempre, aunque bastante más confusa e insegura.

Pero Sonia está entrenada para captar los matices de las cosas, y mis palabras no pasan desapercibidas a sus oídos.

—¿En general? —me azuza de forma amigable.

—Hay veces… no muchas, pero en algunas ocasiones siento como si algo… tirara de mí. ¡Es tan difícil de explicar! No es que me encuentre a punto de cometer un acto terrible, solo que… Bueno, solo que a veces siento una conexión con el medallón. A veces siento su llamada. El deseo de ponérmelo. De quedarme dormida y de emprender el viaje al que sé que me conducirá. Y luego…

—¿Y luego?

—Luego recobro el sentido rápidamente y recuerdo que es mi deber combatirlo.

—¿Y lo recuerdas incluso ahora? ¿Ahora que sabes que no es ese tu deber? ¿Que no eres la guardiana, sino la puerta?

—Ahora más que nunca —encuentro consuelo en la certeza de mi seguridad.

Ella asiente con la cabeza antes de girar el rostro hacia la ventanilla para el resto del viaje.

Cuando llegamos a la casa de la señora Millburn, salgo del carruaje y me quedo junto a Sonia en la acera mientras Edmund nos mira taconeando con el pie en una referencia nada sutil al paso del tiempo. La gente que pasa en tropel a nuestro lado tiene un aspecto extrañamente inquietante, incluso peligroso, y oigo en mi cabeza las palabras de Madame Berrier: «La bestia y su ejército pueden tomar la forma que deseen: un simple hombre, un demonio, un animal, incluso una simple sombra». Probablemente, miles de almas ya hayan traspasado puertas anteriores y se encuentren en nuestro mundo. Y podrían estar en cualquier parte. Por todas partes. Todas esperando a que yo muestre un momento de debilidad.

Sonia toma mis manos entre las suyas.

—Hay una razón por la que fuiste escogida para ser el ángel, Lia. Si el poder de la profecía te considera capaz de tomar esa decisión, ¿por qué no iba a sentir yo lo mismo? —su sonrisa es breve, aunque sincera—. Debemos seguir unidas. Es la mejor baza que tenemos para encontrar las respuestas que necesitamos. Luisa decidirá lo que le convenga, pero yo estoy contigo.

—Gracias, Sonia. No te decepcionaré, te lo prometo.

La abrazo, rebosante de agradecimiento tras su demostración de amistad.

Se echa a temblar y se protege con los brazos del frío del atardecer, cada vez más intenso.

Pienso en las niñas que mi padre trajo de Inglaterra e Italia y en las otras que aún no he encontrado.

—¡Tenemos que hablar de tantas cosas! ¡Y nunca podemos estando Luisa en Wycliffe y tú aquí con la señora Millburn y yo en Birchwood y las próximas…!

El pensamiento se queda en suspenso, inconcluso, como una idea que empieza a tomar forma.

—¿Las próximas qué? ¡Por Dios, Lia! ¡Me voy a congelar si no nos despedimos pronto!

Asiento tras haber tomado una decisión.

—Tenemos que pasar más tiempo las tres juntas. De eso se trata, ¿no? Déjame a mí. Yo me encargaré de todo.

Sonia y yo nos hemos despedido y me encuentro a medio camino del carruaje cuando noto una mano en mi brazo.

—Perdóneme, pero haga el favor…

El resto de las palabras se me escapan cuando me doy la vuelta para soltarme y me encuentro cara a cara con James.

—Lia —dice, sus ojos teñidos de algo que nunca antes había visto. Algo demasiado próximo al enfado como para denominarlo de otra manera.

—¡James! ¿Qué haces…? —recorro la calle con la vista en busca de una explicación para mi presencia en el pueblo—. ¿Qué estás haciendo aquí?

—Da la casualidad de que vivo en el pueblo. De hecho, es bastante raro el día que por una u otra razón no tenga que salir a dar una vuelta —sus ojos echan chispas—. En cambio, tú vives bastante lejos.

Lo que está diciendo hace que me hierva la sangre en las venas y de nuevo noto la presión de sus dedos en mi muñeca. Me cuesta trabajo apartar el brazo, pero lo hago. Tiro de él y retrocedo un paso, al tiempo que noto cómo la ira me inflama las mejillas.

—Entonces, ¿debería quedarme en casa como una chica decente? ¿Es eso lo que te gustaría? ¿Debería dedicarme a coser y a preocuparme de no tomar demasiado el sol? ¡No eres más que… más que…! ¡Buf!

La ira de sus ojos es comparable a la mía. Aunque tan solo durante un momento, luego sacude la cabeza y baja la vista a la acera.

—Pues claro que no, Lia. Claro que no.

Se queda callado un instante y mis ojos se dirigen hacia Edmund. De haber tenido un altercado público con cualquier otra persona que no fuese James, Edmund me habría acompañado al carruaje hace mucho tiempo. Pero ahora, al cruzarse nuestras miradas, desvía la suya al suelo, avergonzado. La voz de James, ahora más dulce, me saca de mis pensamientos y me aparta de Edmund.

—¿No comprendes mi preocupación? Desde la muerte de tu padre estás… distante. Sé que ha sido un golpe muy duro, pero no puedo evitar sentir que algo se interpone entre nosotros. Y ahora… Bueno, ahora te paseas por el pueblo sin acompañante, con gente a la que no conozco y…

Me quedo boquiabierta por la impresión.

—¿Me has estado siguiendo? ¿Me has estado siguiendo por las calles del pueblo?

—No se trata de eso —replica negando con la cabeza—. Estaba en la biblioteca cuando te vi marchar. Nunca había visto a la mujer y a la chica con las que estabas. No me has contado nada de esas nuevas relaciones. Ni me lo pensé, ¿vale? Simplemente empecé a seguirte llevado por la curiosidad y…, bueno, supongo que por lo preocupado que me tiene últimamente tu comportamiento. ¿No comprendes por qué pude sentirme obligado a hacerlo?

Sus palabras me han herido profundamente. Detecto dolor en ellas y soy incapaz de refutar las cosas que ha dicho. Le he estado manteniendo a raya, le he apartado de la profecía mientras yo me sumergía cada vez más y más en ella. ¿No sentiría yo en su caso esa misma preocupación? ¿No trataría de averiguar todo lo posible para explicar un comportamiento semejante en el hombre al que quiero?

Inspiro profundamente y toda la ira me abandona. Desearía que no fuese así, pues prefiero esa avalancha de furia a esta nueva emoción. Esta impotencia que aumenta sin parar e insiste en que jamás encontraré el modo de conciliar mi lugar en la profecía, mi deber para con ella, con mi amor por James.

—Pues claro que sí, tienes razón. Lo siento, James —le digo, cogiéndole de la mano y mirándole a los ojos.

Él sacude la cabeza con frustración. No son mis disculpas lo que busca.

—¿Por qué no quieres contármelo? ¿Es que ya no confías en mí?

—Por supuesto que sí, James. Eso no va a cambiar. Esta… —señalo la calle con una mano—. Esta salida no tiene nada que ver contigo o con el amor que siento por ti —trato de esbozar una sonrisa que se me hace extraña, como si la llevase puesta y no me quedase bien, pero es todo cuanto puedo hacer. Me decido apresuradamente a ceñirme cuanto pueda a la verdad—. Solo he hecho una escapada para salir con una amiga mía de Wycliffe. Conoce a una mujer bastante experta en asuntos de hechicería y…

—¿Hechicería? —pregunta, levantando las cejas.

—¡Oh, no pasa nada! —rechazo su curiosidad sacudiendo la cabeza—. ¿No me crees? Solo sentía curiosidad y la conocida de Sonia se ofreció a enseñarnos algunos libros sobre ese tema, eso es todo —vuelvo a mirar a Edmund, que acaba de sacar su reloj de bolsillo y me mira deliberadamente—. Y ahora debo irme o tía Virginia descubrirá que me he marchado y lo que no ha sido más que una pequeña excursión al pueblo para pasármelo bien puede que se convierta en un montón de problemas.

Se me queda mirando fijamente a los ojos y me percato de que está tratando de comprobar si mi historia es cierta o no. Mantengo su mirada hasta que asiente despacio, como dando su conformidad. Pero mientras nos despedimos y yo me dirijo al carruaje, me doy cuenta de que lo que he visto en el azul de sus ojos no es comprensión, sino derrota.

Estoy sentada en el salón, leyendo al lado de Henry, cuando me llega la voz de Margaret desde la entrada.

—Han traído una cosa para usted, señorita.

Me levanto y me dirijo hacia ella.

—¿Para mí?

Asiente con la cabeza y me entrega un sobre de color crema.

—Acaba de traerlo un mensajero.

Lo cojo y espero hasta que el sonido de sus pasos se desvanece más allá del recibidor.

—¿Qué es, Lia? —pregunta Henry, levantando la vista del libro para mirarme.

Regreso a mi sillón junto al fuego, sacudo la cabeza y abro el sobre.

—No lo sé.

Extraigo el rígido papel de su interior y me fijo en la escritura esmerada y elegante, ligeramente sesgada que se puede ver en su inmaculada superficie:

Querida señorita Milthorpe:

Creo saber de alguien que puede serle útil: Alastair Wigan, Lerwick Farm.

Puede usted confiar en él tanto como en mí. Estará esperando su visita.

MADAME BERRIER

—¿De quién es?

Henry está junto a mí, muy excitado. Me enternece y me entristece al mismo tiempo que sus días sean tan aburridos que hasta la llegada de una simple carta le provoque tal entusiasmo.

Levanto la vista y sonrío.

—Es de Sonia, dice que le van a dar permiso estas fiestas para hacernos una visita.

Alejo de mí una punzada de remordimiento por la nueva mentira que acabo de decir. Es una falsedad a medias. Ya he hablado con tía Virginia sobre mi idea de invitar a Sonia y a Luisa estas fiestas.

—Bueno, eso es estupendo, ¿no? —dice con una radiante sonrisa.

Doblo el papel y lo guardo de nuevo en el sobre, sintiendo un resquicio de esperanza en mi corazón.

—Sí que lo es, Henry. Es estupendo.