No denota sorpresa al hablar. Sus preguntas, en realidad, no son tales.

—¿No habría sucumbido a la tentación de ver su rostro y a la posibilidad de escuchar su voz? Especialmente si estaba preocupado por su hija, por su papel en la profecía, de la cual pocos hombres han oído hablar y en la que creen menos aún.

Veo la puerta de la habitación oscura el día de la muerte de mi padre, el aire frío filtrándose desde los aposentos abandonados a la débil luz de la mañana.

La habitación oscura. La habitación de mi madre.

Recuerdo mis viajes, la facilidad con la que me deslizaba dentro de ellos ignorando que eran algo más que simples sueños.

—No lo sé —murmuro—. Él no sabía que estaba viajando. No sabía que sería vulnerable frente a los espíritus de esos mundos.

—Es bastante fácil contestar a la llamada de los espíritus bajo la apariencia de un agradable sueño, y las almas tenían motivos de sobra para detener el alma de su padre, para dejarla a la deriva en otros mundos.

La angustia que me produce el siguiente pensamiento amenaza con ahogarme.

—¿Está… está usted diciendo que su alma se encuentra en el Vacío?

Levanta la barbilla para estudiar el techo, como si pudiese encontrar las palabras precisas en su enlucido.

—La señorita Sorrensen mencionó haber recibido un mensaje de su padre en una de sus sesiones.

La mención de ese extraño incidente con Sonia hace que me revuelva incómoda en el sofá.

—Sí. Eso creo —le digo—. La verdad, yo no lo oí. Me lo dijo Sonia.

Madame Berrier sonríe animada.

—La señorita Sorrensen posee un inmenso don. Si dice que el mensaje era de él, lo más probable es que sea así. Y si lo era, eso significa que de algún modo logró escapar del Vacío —se encoge de hombros—. Es posible. En los otros mundos hay seres con poder suficiente como para ayudarle a uno a escapar del Vacío, aunque ellos mismos se pondrían en peligro al hacerlo. ¿Su madre tal vez?

Algo de lo que tía Virginia me contó pasa como el humo por mi mente.

—Mi tía me dijo que mi madre era una… ¿hechicera?

Madame Berrier asiente con la cabeza.

—Ah. Entonces bien pudo haber acudido en su auxilio. Existen muy pocas hechiceras auténticas. Una hechicera seguro que tendría poder suficiente para intervenir. Puede que el alma de su padre esté vagando por otros mundos, aunque podría escoger entre vagar libremente por allí o cruzar al otro lado.

Pese a lo doloroso que me resulta imaginar a mi padre perdido en otros mundos, doy las gracias por cualquier intervención que le permitiera escapar del Vacío, especialmente si eso le reunió con mi madre.

Es Sonia quien mirando a Madame Berrier con cierta esperanza plantea la pregunta que ya debería haber hecho yo hace rato.

—Señora, dijo usted que queda una opción, que Lia puede escoger.

—Pues claro. La señorita Milthorpe tiene tantas opciones como todas nosotras, solo que las suyas son indudablemente algo más complicadas y peligrosas. Puede optar por abrirle la puerta a la bestia o puede optar por cerrarla para siempre, tal es su derecho como ángel —se inclina un poco más hacia delante, ocultando su sonrisa tras un gesto irónico—. Con franqueza, personalmente yo espero que opte por lo último.

Sacudo la cabeza. Me resulta difícil imaginar que nadie pudiese optar por permitir la entrada a la bestia.

—¡Bueno, eso ni se cuestiona! Pero no sé nada de la profecía, excepto lo que hemos leído.

Sonia carraspea.

—Esa es la razón por la que hemos venido, señora. Sabemos que existe un modo de acabar con la profecía, de cerrar para siempre la puerta. Como sabe, se mencionan unas llaves. Creemos que podrían ser el instrumento para cerrarla, pero no sabemos dónde podemos encontrarlas, ni siquiera sabemos por dónde empezar a buscarlas.

Madame Berrier reflexiona sobre lo que acaba de decir Sonia.

—Bueno, se dice que existe un medio para que el ángel cierre la puerta, aunque yo nunca he llegado a leer la profecía original. Muy pocos han visto el texto antiguo y quienes lo han hecho seguramente están conectados de algún modo con ella.

—Bueno, nosotras lo hemos leído, señora —dice Sonia, enarcando las cejas—. Y en él se mencionan las llaves junto con otra cosa, algo que me resulta familiar, pero que no soy capaz de ubicar. Algo denominado Samhain.

Madame Berrier frunce los labios. Puedo ver cómo giran las ruedas del engranaje de su mente y cuando comienza a hablar, lo hace no con una respuesta, sino con una pregunta.

—¿En qué contexto se cita a Samhain en relación con las llaves?

Sonia se pasa la lengua por los labios mientras intenta recordar.

—Algo acerca del primer aliento… El…

—«… emergidos del primer aliento de Samhain» —mi mirada se cruza con la de Madame Berrier—. Eso es lo que dice: «Cuatro marcas, cuatro llaves, círculo de fuego, emergidos del primer aliento de Samhain».

Ella tamborilea con los dedos encima de la mesa, meditando lo que va a decir.

—Demos un paseo, ¿hmmm? Creo que sé dónde encontrar alguna de las respuestas que andan buscando.

Las calles están rebosantes de gente, hay muchísimo bullicio. Pasan caballos al galope, y los carruajes de los que tiran traquetean sobre el seco pavimento. Edmund, siempre vigilante, nos sigue sin decir una sola palabra.

Caminamos durante un rato y me asombra esa extraña autoridad de Madame Berrier que hace que la sigamos con gusto, sin preguntar una sola vez por nuestro destino. Camina tan segura y decidida que parecería casi insultante preguntar, de modo que la seguimos trotando para mantener su veloz paso.

Tras haber pasado frente a la sastrería, la sombrerería, la tienda de golosinas y cierto número de tabernas, Madame Berrier gira por una esquina y nos guía por un callejón lateral más tranquilo. Las estrechas casas se alinean a cada lado de la calle como sombríos vigilantes. No son tan grandiosas como los edificios de la calle Mayor, sino sencillas y bien cuidadas, como la propia Madame Berrier. Nos aproximamos a una casa que tiene el mismo aspecto que todas las demás, aunque observo por una placa en su fachada que se trata de la biblioteca municipal.

—La palabra que mencionó usted, querida, me resulta familiar —dice Madame Berrier, dirigiéndose a Sonia—. Pero con tantas traducciones y pronunciaciones es mejor asegurarse, especialmente siendo algo tan importante, ¿no le parece?

Sin esperar respuesta emprende con paso firme la subida de las escaleras de entrada y abre la puerta con un ademán triunfal.

Al entrar en el tenebroso recibidor principal, compruebo que la biblioteca, más que en calma, está absolutamente desierta. No veo una sola persona mientras caminamos por el suelo desgastado de mármol. El vacío se debe más que a la ausencia de vida, de seres vivos, a las páginas no leídas de tantos libros como habitan en las estanterías de la sala. No debería pensar que uno puede darse cuenta de si los libros no han sido leídos, pero tras disfrutar de la compañía de mi queridísima biblioteca de Birchwood es como si pudiese escuchar el susurrar de estos libros, sus atrayentes páginas ofreciéndose al público.

Madame Berrier se detiene frente a un mostrador largo en el centro de la sala principal y lanza una elocuente mirada a Edmund antes de volverse hacia mí con las cejas arqueadas a modo de interrogante.

Inspiro hondo.

—Edmund, ¿te importaría echar un vistazo por ahí o esperar aquí o… lo que quieras?

Me siento fatal pidiéndole que vuelva a entretenerse solo otra vez, aunque por la conducta de Madame Berrier está claro que está insinuando que nuestra visita a la biblioteca es un asunto privado. A Edmund no parece importarle. Hace un gesto afirmativo, se dirige a una de las muchas y altas estanterías y desaparece tras ella.

Echamos un vistazo a la biblioteca en busca de alguna señal de vida. A ambos lados de la sala principal se distinguen salas más pequeñas y una estrecha escalera que conduce a la planta de arriba.

—Quizás deberíamos…

Me interrumpe el pesado taconeo de unos zapatos que se aproximan desde una de las habitaciones del fondo.

La mujer que se nos acerca esgrime una sonrisa de bienvenida. Aunque solo por un momento. En cuanto se fija en Madame Berrier, su rostro redondo se endurece y su boca se transforma en un adusto trazo.

La sonrisa de Madame Berrier es deslumbrante.

—¡Bonjour, señora Harding! ¿Qué tal se encuentra esta magnífica tarde?

Seguro que Madame Berrier puede apreciar el disgusto con el que la bibliotecaria la está mirando, pero no va con sus modales constatar tal certeza. En cambio, saluda a la otra mujer como si se tratase de una vieja amiga.

La mujer llamada señora Harding asiente con la cabeza con un gesto mínimo de reconocimiento.

—¿En qué puedo ayudarla? —pregunta, como si nunca hubiese visto a Madame Berrier antes de este día, aunque está claro que han tenido algún trato en el pasado.

—Vamos, señora Harding —bromea Madame Berrier, ladeando la cabeza con una sonrisa juguetona dibujada en los labios pintados, mientras extiende una mano con la palma abierta—, estoy casi segura de que sabe a lo que he venido.

El gesto de la señora Harding se vuelve más serio aún. Se mete la mano en el bolsillo y saca de él algo que deposita en la mano de Madame Berrier. Los dedos de esta se cierran rápidamente sobre el objeto, aunque no antes de que yo haya advertido un brillo plateado y me haya dado cuenta de que se trata de una llave.

Merci, señora Harding. ¡Se la devolveré cuando haya terminado, como siempre! —exclama Madame Berrier por encima del hombro, ya camino del fondo de la biblioteca.

Sonia y yo salimos bruscamente de nuestro pasmo a causa del ceño fruncido de la bibliotecaria, esta vez dirigido a nosotras. Nos apresuramos para alcanzar a Madame Berrier, quien se encuentra ya a medio camino del pasillo que conduce a la parte trasera del edificio. Cuando por fin le damos alcance, ya ha abierto la puerta trasera de la biblioteca y ha salido a un pequeño porche.

Sonia sacude la cabeza, confundida.

—¿Adónde vamos?

Madame Berrier señala con la mano el cuidado jardín de la biblioteca.

—La respuesta que buscan, queridas, no se encuentra en los libros tan bien catalogados de la biblioteca, sino en los que han sido desechados y se encuentran vergonzosamente ocultos tras ella.

Ya no es momento de hacer más preguntas. Madame Berrier aprieta el paso fuera del porche y nos apresuramos a seguirla mientras nos conduce por el arreglado jardín, aún precioso a pesar de la proximidad del invierno. Me parece que hemos llegado al final del terreno cuando damos la vuelta a un cobertizo con macetas que, dado su diminuto tamaño, está mucho mejor conservado que la decrépita construcción hacia la que se dirige Madame Berrier.

Una vez allí, toma la llave que le ha dado la señora Harding y la introduce en el candado que cuelga de la puerta. Se abre con un clic y Madame Berrier empuja las puertas con gran esfuerzo y un crujido. Entramos con ella y nuestros ojos se dirigen arriba.

—¡Oh! ¡Esto es… esto es increíble! —no puedo ocultar el asombro de mi voz, aunque también esconde tristeza. Mi padre hubiese llorado al ver los libros apilados en enormes montones, en todas direcciones, sin cuidado alguno—. ¿Qué sitio es este?

El techo se encuentra a tres plantas por encima de nosotras. Incluso desde aquí abajo se ven pequeños agujeros en el tejado. Por el olor a humedad que impregna el edificio es evidente que a nadie le importa que se filtre la lluvia sobre los libros que contienen estas paredes. Madame Berrier tiene el cuello estirado, tenso y blanco como el de un cisne mientras inspecciona la estancia igualmente sobrecogida, como si, aun sabiendo lo que contiene, no pudiera evitar sentirse impresionada.

—Es una antigua cochera. La usaban cuando la biblioteca era una vivienda.

—¡Sí, pero… todos estos libros! ¿Por qué no los han catalogado y guardado con los demás? —se trata de una pregunta que hubiera hecho mi padre, aunque bastante más enfadado, seguro.

Madame Berrier nos sonríe con tristeza.

—Estos son libros que el municipio no desea que estén expuestos al lado de los más… corrientes. Ya ven ustedes que no pueden destruirlos. No estaría bien visto. Pero, como ven, sí que pueden separarlos de los demás.

Los ojos de Sonia centellean a la pobre luz de la cochera.

—¿Pero por qué?

Madame Berrier suspira.

—Porque estos libros contienen cosas que la gente no comprende, cosas que usted y yo sabemos que son tan reales como el mundo en que nos encontramos en este preciso instante. Libros sobre el mundo de los espíritus, sobre la hechicería y su historia, sobre magia… Todo lo que no tiene cabida en una pulcra y ordenada colección, diría yo.

Se interna más en la estancia, espantando a un pájaro que levanta el vuelo hacia el techo y desaparece en algún lugar por encima de nosotras mientras agita las alas.

El repentino movimiento me sacude de encima la conmoción.

—No comprendo qué tiene que ver este sitio con las llaves, señora, aunque debo confesar que me asombra lo que estoy viendo. ¡Mi padre habría montado un escándalo!

Ella me mira a los ojos, sonriente.

—¡Entonces, estoy segura de que me habría sentido muy orgullosa de su padre, querida niña! —nos hace señas para que la sigamos—. En cuanto a su pregunta, creo que hay una referencia a Samhain en un antiguo texto druida que he visto tirado por ahí. Por lo que sé, soy la única que viene por aquí. Estoy casi segura de que seguirá donde recuerdo que estaba.

Sonia y yo nos internamos con ella en el edificio, pasando junto a pilas de libros sembradas de deposiciones de pájaros y moho. Pasamos con cuidado por encima de cuanto no logramos identificar y casi tropezamos con Madame Berrier cuando se detiene ante una de las estanterías alabeadas e inclinadas.

—Vamos a ver… Creo que estaba por aquí. Puede que sea este… No. Este no. Puede que estuviera más allá —murmura para sí misma, como si no estuviésemos presentes, y pasa varias veces por diferentes estanterías, mientras la miramos con impotencia—. ¡Ah! ¡Aquí está! Echemos un vistazo.

Manteniendo el libro en equilibrio con una mano, va pasando páginas con la otra. Resulta totalmente fuera de lugar: la elegante señora parece encontrarse como en su casa, rodeada de tanta mugre y deterioro. Le lanzo a Sonia una mirada nerviosa, temerosa de interrumpir el proceso mental que parece estar siguiendo Madame Berrier con sus murmuraciones.

—¡Ah! ¡Sí, sí! ¡Lo sabía! ¡Aquí está! Acérquense, niñas, y veamos si esto puede serles útil —nos acercamos un poco más y nos detenemos cuando comienza a leer—. Desde 2300 a. C., las hogueras de Beltain señalan el comienzo de la luz, esa alegre estación en que los días rebosan abundancia y las noches pasión y vida nueva. La estación de la luz, o Beltain, comienza a primeros de mayo y dura seis meses, hasta Samhain, la estación de la oscuridad. A la cosecha y a la fiesta de la luz les sucede un periodo de oscuridad, esa triste estación en la que reina la noche y se apodera de la tierra la oscuridad, y el velo entre el mundo físico y los otros mundos es más delgado y transparente. Samhain y el periodo de oscuridad comienzan cada primero de noviembre —sus palabras resuenan como un eco en la cochera. Inspiran cierta reverencia y permanecemos en silencio durante un momento, antes de que Madame Berrier levante los ojos del libro y hable—: ¿Esto no les dice nada? ¿Podría tratarse de una pista para las llaves que andan buscando?

—No lo creo —contesto, sacudiendo la cabeza—. A mí no me dice nada. Nada de nada. Yo…

—Es mi cumpleaños —susurra Sonia—. Al menos, eso es lo que me dijo la señora Millburn.

Lo que dice no me aclara nada.

—¿Qué quieres decir? ¿Naciste el uno de noviembre?

Ella asiente con la cabeza.

—Uno de noviembre de mil ochocientos setenta y cuatro.

Madame Berrier parece tan sorprendida como yo.

—¿Será una coincidencia?

Me pregunto si estará en lo cierto mientras me muerdo el labio. Me dejo caer en una silla desvencijada, ignorando la nube de polvo que se desprende del asiento mientras trato de sobreponerme a la angustia que me invade. Todo esto para nada.

—No desesperes, Lia. Lo resolveremos, ya lo verás —Sonia habla en tono calmado y tranquilizador y me pregunto cómo puede ser siempre tan optimista mientras que a mí me encantaría gritar y lanzar algo contra las paredes.

Levanto la vista para mirarla.

—Pero aún no sabemos dónde buscar las llaves. La fecha… Bueno, es interesante que tu cumpleaños sea el uno de noviembre, pero no nos dice nada de nada sobre las llaves. Yo esperaba…

—¿Qué, querida niña? —Madame Berrier aún sostiene el libro y me mira con simpatía.

—No lo sé. Supongo que esperaba que Samhain fuera una especie de monumento, una ciudad o un pueblo o alguna otra cosa. Esperaba que nos condujera directamente a las llaves.

Me avergüenza sentir cómo las lágrimas hacen que me escuezan los ojos. No son lágrimas de tristeza, sino de frustración y me apresuro a parpadear inhalando el aire polvoriento y tratando de dominarme.

—De acuerdo —dice Sonia—, de momento tendremos que dejar esto a un lado, eso es todo. Está claro que la alusión a Samhain se refiere a una fecha. Puede que más adelante sea importante. Aún nos queda el siguiente fragmento, ¿no es así?

Asiento mientras saco de mi bolso las anotaciones de James y las observo detenidamente a la escasa luz del viejo edificio.

—Sí. De acuerdo. Veamos… Aquí está: «… emergidos del primer aliento de Samhain bajo la sombra de la mística serpiente de piedra de Aubur».

Levanto la vista hacia Madame Berrier, que extiende una mano.

—¿Puedo?

Tengo mis dudas. El impacto de darme cuenta primero de que yo era la puerta y ahora el ángel me ha hecho sentir que nadie es lo que parece. Ni Alice ni yo. Y tampoco mi padre, que se dedicó todos esos años a protegerme mientras yo permanecía en la ignorancia. Aun así, Madame Berrier ha intentado ayudarnos y es obvio que debemos abrir nuestro círculo si queremos tener la oportunidad de encontrar las llaves.

Le entrego las notas.

—Puede que tengan algún sentido para usted.

Ella agacha la cabeza y por lo cerca que sostiene el papel frente a su rostro sospecho que debe ser corta de vista. Lo lee durante unos instantes, frunciendo el ceño concentrada, antes de devolverme las notas en la penumbra.

—Lo siento mucho, pero… No estoy segura de lo que es, me resulta bastante familiar, aunque solo por el sonido de la palabra, no porque la reconozca.

Sonia mueve la cabeza.

—¿A qué se refiere?

Madame Berrier suspira.

—Aubur suena a inglés o… quizás a celta. Pero no lo identifico como el nombre de un pueblo o un lugar —se lleva a la boca la otra mano y tamborilea con los dedos como si eso le ayudara a pensar en las respuestas que buscamos—. Déjenme que reflexione un poco —pasa delante de nosotras en dirección a la puerta—. Y salgamos de este sitio. Llevamos demasiado tiempo dándole vueltas a la profecía. Por lo pronto quisiera regresar a la luz del sol, lejos de las sombras del pasado y de las cosas que están por venir.

Nos detenemos frente a la casa de Madame Berrier antes de marcharnos. Una ráfaga de viento le levanta el sombrero y ella coloca encima una mano para mantenerlo en su sitio mientras echa una ojeada a Edmund, situado unos cuantos pasos más allá, antes de hablar.

—Hay una cosa que debería decirles…

El temor que se apodera de mí me hace tragar saliva.

—¿De qué se trata?

—Si lo que me han contado es cierto, la cosa más simple que puede usted hacer para protegerse de las almas es guardarse de llevar puesto el amuleto —lo dice con tal indiferencia que me pilla con la guardia bajada.

—¿El amuleto?

Madame Berrier gesticula con una mano, como si fuese evidente a qué se refiere.

—El amuleto. El brazalete. El medallón. El que lleva la marca.

Desvío la mirada hacia Sonia. No le he comentado lo del medallón porque desconozco su función en la profecía.

—¿El medallón? —trato de no mostrar ninguna emoción—. ¿Qué pasa con él?

—¿Que qué pasa con él? —Madame Berrier está horrorizada—. Querida, se dice que cada puerta entra en posesión de un medallón, un medallón que encaja perfectamente con la marca de su muñeca. Las almas solo pueden regresar cuando la marca del medallón se alinea con la marca de la puerta. Pero para usted… Bueno, para usted el medallón es incluso más peligroso. Usted es el conducto para el mismísimo Samael. Solo puede protegerse un poco rehuyendo el medallón, evitando llevarlo puesto, aunque puede que ni eso sea suficiente.

Lo que dice no me sorprende como debiera. Yo ya sabía instintivamente que el medallón estaba conectado de algún modo con el regreso de Samael. Aun así, esta nueva prueba me lleva a una pregunta que ha estado incomodándome en lo más profundo de mi mente. Una pregunta que no me había atrevido a hacer en voz alta hasta ahora.

—Hay algo que no entiendo, señora. Incluso si llevase puesto el medallón, ¿cómo podría pasar Samael a nuestro mundo? No es más que un espíritu, ¿no? Un alma perdida. ¿Cómo puede entrar en nuestro mundo sin un cuerpo?

—Eso, querida niña, es bastante sencillo —Madame Berrier aprieta los labios con un gesto sombrío antes de proseguir—. La usará a usted.