Miro el papel que Ivy me ha pasado con el té. No sé lo que se trae entre manos Sonia, pero tengo que devolverle el favor por la confianza que me ha demostrado. Su escritura es tan pulcra y clara como la de una niña.
Queridísima Lia:
He localizado a alguien que podría ayudarnos en nuestro periplo. Por favor, confía en mí y ven al 778 de la calle York a la una en punto de la tarde.
S. S.
Ya le he dado a Edmund la dirección y he deducido por sus posteriores resoplidos que no nos dirigimos a una parte del pueblo que él considere apropiada. No obstante, no me ha seguido preguntando y le hubiera dado un beso por su inquebrantable lealtad.
El carruaje se dirige al pueblo haciendo ruido al tomar una serie de curvas pronunciadas y traqueteando sobre el duro pavimento del camino. No ha llovido como es debido desde el día después del entierro de papá, ahora hace nueve días. Lo considero apropiado, como si Dios ya hubiese gastado todas sus lágrimas con el motivo más que justificado de la muerte de mi padre. La falta de lluvia aún sigue siendo causa de muchas discusiones entre la servidumbre. Chasquean las lenguas y sacuden las cabezas cuando discuten si eso presagiará un invierno frío o uno especialmente cálido.
Atravesamos la parte conocida del pueblo en un abrir y cerrar de ojos. Pasamos de largo por Wycliffe, la librería, las tabernas y restaurantes de moda, la tienda de dulces, la casa de Sonia. No mucho después, Edmund hace girar a los caballos por un tranquilo callejón, escondido tras las limpias y concurridas calles.
El callejón está oscuro, protegido por todas partes por edificios donde viven los menos afortunados. A través de la ventanilla del carruaje veo ropa columpiándose en las cuerdas tendidas por encima de la basura que hay esparcida por el callejón. El carruaje se agita cada vez más y el suelo está cada vez más seco, como si ni siquiera el agua quisiera permanecer allí durante mucho tiempo. Empiezo a sentirme mareada cuando por fin Edmund obliga a parar a los caballos con un suave: «¡So, muchachos!».
Al mirar por la ventanilla no puedo comprender las razones por las que Sonia me ha pedido que me reúna con ella en un sitio así, pero antes de poder seguir pensando en lo que me aguarda, Edmund ya está en la puerta abriéndola de par en par.
—¿Está segura de que es aquí donde deseaba parar, señorita?
Me apeo, dispuesta a dar por concluido el viaje. La nuestra no es una misión para cobardes.
—Sí. Muy segura, Edmund.
Edmund se quita el sombrero mientras esperamos a Sonia. Dos niños pequeños le dan patadas a una piedra grande callejón abajo. Son bastante ruidosos, pero sus alegres risas son una distracción bienvenida en el silencio de la calle desierta.
—¿Cuál es, Edmund? —le pregunto.
Él señala con la cabeza una estrecha entrada a pocos pies de distancia del carruaje.
—Esa de ahí.
Empiezo a pensar que he cometido un error cuando Sonia aparece por la esquina, jadeando y con las mejillas sonrosadas.
—¡Oh, Dios mío! ¡Siento llegar tan tarde! ¡Es tan difícil escapar a la vigilancia de la señora Millburn! ¡Me concierta tantas sesiones que casi no tengo tiempo ni de respirar!
—Está bien, Sonia. Pero… ¿qué hacemos aquí?
Se queda quieta un momento con la mano en el pecho mientras trata de recuperar el aliento.
—Estuve preguntando por ahí discretamente, no te preocupes, y encontré a alguien que podría darnos algunas respuestas a… —mira cautelosamente a Edmund—. Bueno, a los asuntos de los que estuvimos hablando…
A Edmund no parece hacerle gracia.
—De acuerdo —asiento.
Sonia me coge de la mano y me conduce hacia la oscura entrada.
—No he parado de pensar en la profecía, pero no le encuentro más sentido que el que ya tenía para mí cuando me enseñaste por primera vez el libro. Pensé que debíamos buscar ayuda. No ha sido fácil dar con la persona correcta. Pero si hay alguien que pueda ayudarnos a encontrar respuestas, esa persona es Madame Berrier.
El nombre mismo resulta misterioso, pero sigo a Sonia hasta una puerta anodina. Levanta la mano y llama con los nudillos. Acto seguido, una mujer esbelta y vestida a la moda abre la puerta.
—Buenas tardes. Pasen, por favor.
Es obvio que la mujer es francesa, aunque con el dejo de un acento más exótico que no soy capaz de ubicar. Nos conduce a un vestíbulo estrecho. Tiene los ojos clavados en algo a mis espaldas y cuando sigo su mirada, me doy cuenta de que Edmund no se ha quedado junto al carruaje. Está como evaluándole, parpadeando con interés en dirección a su rostro enérgico. Me vuelvo hacia él.
—Edmund, ¿te importaría esperar aquí mientras hablamos en privado?
Se queda pensándolo, restregándose la barba crecida a lo largo de la mandíbula.
—No nos moveremos de este apartamento.
Apenas dice sí con la cabeza, pero su largo cuerpo toma asiento en una pequeña banca pegada a la pared.
—Síganme.
Madame Berrier nos guía por un estrecho pasillo con puertas a cada lado.
—Señora, gracias por recibirnos habiéndola avisado con tan poca antelación. Sé lo ocupada que está —la voz de Sonia reverbera entre las sombras del pasillo pobremente iluminado. Se vuelve hacia mí mientras caminamos—. Madame Berrier es una de las espiritistas más solicitadas de Nueva York. Algunos de sus clientes recorren cientos de millas para que les lea la mano.
Sonrío como si siempre hubiese sido amiga de una espiritista, como si estuviese acostumbrada a tener citas en los callejones más apartados del pueblo con personas con misteriosos y cuestionables poderes.
Al hablarnos mientras encabeza la marcha, la voz de Madame Berrier nos llega amortiguada.
—Les doy la más cordial bienvenida. Ustedes mismas poseen unos magníficos dones, querida. Es lógico que nos ayudemos unas a otras, ¿no? Además, no se me ofrece a menudo la oportunidad de hablar de la profecía de las hermanas.
—¿La profecía de las hermanas? —me vuelvo hacia Sonia repitiendo las palabras sin articular sonido, mientras Madame Berrier nos guía a través de un elegante apartamento que desmiente su decrépita apariencia exterior.
Sonia se encoge de hombros y sigue a la mujer mayor al interior de un salón bien decorado.
—Por favor, siéntense —Madame Berrier nos señala un sofá de terciopelo rojo mientras ella se sienta enfrente en una silla tallada. Entre nosotras hay una pequeña mesa de madera, reluciente y cálida como una manzana pulida. Sobre ella hay una cafetera de plata, tazas y platos de fina porcelana y una pequeña bandeja de pastas—. ¿Le apetece un poco de café? ¿O prefiere té, como manda la tradición inglesa?
—Café, por favor —mi voz emerge con más firmeza de la esperada dadas las circunstancias.
Ella asiente y coge la cafetera de la mesa con una sonrisa de aprobación.
—¿Y para usted? —le pregunta a Sonia.
—Oh, no. Para mí nada, gracias. A veces interfiere en mis sesiones.
Madame Berrier asiente con la cabeza y vuelve a colocar la cafetera sobre la bandeja plateada.
—Sí, cuando yo era más joven y más sensible a los estímulos externos, el café y el té me causaban el mismo efecto. Apostaría que esas cosas le causarán cada vez menos molestias conforme se vaya sintiendo más segura de sus poderes, querida.
Sonia asiente y veo cómo se debate con las palabras que pretende decir.
Madame Berrier la saca del apuro.
—Sonia me contó que se encontraba usted en una situación… inusual, señorita Milthorpe.
No respondo de inmediato, pues me hace sentir insegura confesarle a una extraña las cosas que tanto trabajo me ha costado mantener en secreto. Pero por fin hago un gesto afirmativo, ¿pues qué objeto tiene tratar de hallar respuestas si no hablo con quienes podrían dármelas?
—¿Puedo ver su mano? —extiende la suya por encima de la mesa con tal autoridad que no me deja lugar a la duda.
Le ofrezco mi mano por encima del café y el azúcar.
Al levantar la manga de mi vestido, contempla con calma la marca antes de soltarme la mano.
—Hmmm… Interesante. Ya lo creo que sí. Ya la había visto antes, por supuesto. En los relatos de la profecía y en unos cuantos escogidos que forman parte de ella. Aunque ninguna como esta. Es de lo más insólito —dice, asintiendo con la cabeza—. Pero, claro, era de esperar.
Sus últimas palabras me pillan por sorpresa.
—¿Por qué…? ¿Por qué era de esperar?
Deposita su taza sobre el plato con un clinc.
—¡Porque así lo establece la profecía, querida! ¡Así lo promete la profecía!
Sacudo la cabeza sintiéndome más débil que nunca.
—Lo siento mucho, señora. Me temo que no lo comprendo.
Ladea la cabeza como si estuviera tratando de evaluar si mi ignorancia es fruto de un astuto engaño o de la más simple de las estupideces. Por fin se reclina y habla con un tono de voz bajo y apremiante.
—Sin Samael las almas están indefensas. Llevan siglos reuniendo un ejército, pero la profecía estipula que no podrán causar el ocaso de los dioses sin estar bajo el mando de Samael, la bestia. Y tan solo una persona puede convocarle. Solo aquella que porte el singular distintivo de esa autoridad —hace una pausa y me mira a los ojos al mismo tiempo con respeto y con una pizca, tal vez, de temor—. Está claro que esa persona es usted. Usted, querida mía, es el ángel. El ángel del caos.
Entre la nebulosa de la impresión, la revelación se me presenta como un canto primigenio, un son de tambor que comienza como un revoloteo en mis huesos antes de extender sus alas por todo mi cuerpo. Soy incapaz de describirlo, de describir mi creciente temor. Ya resultó bastante difícil aceptar mi papel como puerta. ¿Qué lugar ocupo entonces en la profecía con esta nueva designación?
—Pero… yo pensaba que Lia era la guardiana. Lo es, ¿no? —la voz de Sonia parece salir de un túnel y recuerdo que no he tenido ocasión de contarle que he descubierto que soy la puerta.
Los ojos de Madame Berrier se muestran sorprendidos.
—Mais non! ¡Nadie más tiene esa marca, ninguna como esta! Esta marca designa a su amiga como la puerta, pero no cualquier puerta, sino la del ángel, la única puerta con el poder de convocar a Samael. La única puerta capaz de abrirle el paso o de destruirlo para siempre.
—Pero… ¿Lia? —Sonia se gira hacia mí, suplicándome una verdad que no me gustaría tener que confirmarle—. ¿Es eso cierto?
Examino mis manos sobre mi regazo, como si contuviesen la respuesta a la pregunta de Sonia. Pero solo yo tengo la respuesta que debe escuchar, así que levanto los ojos para mirarla y asiento con la cabeza.
—Sí —susurro—. No he tenido ocasión de decírtelo. Lo descubrí anoche y hasta ahora mismo no sabía que era el ángel.
Madame Berrier está aterrada y cuando desvía sus ojos en mi dirección, los veo tan negros que parecen haber perdido el color.
—¿No reconoció el lugar que le correspondía? ¿Su madre no la instruyó en los designios de la profecía y en el lugar que ocupa en ella? ¿Acaso ella no desempeñó en su día el papel que le correspondía?
Sonia comienza a murmurar a mi lado como pensando en voz alta, con voz débil y sin expresar emoción alguna.
—Señora, su madre falleció cuando no era más que una niña. Y su padre también, más recientemente.
La mujer abre los ojos en un gesto no exento de preocupación.
—Ah, entonces eso lo explicaría, pues las hermanas mayores y más sabias en lo referente a la profecía han de asegurarse de educar a sus hijas en sus designios. ¿Y también su padre falleció recientemente? —su voz es apenas un arrullo y parece preguntárselo más a sí misma que a mí—. Bueno. De modo que es eso. Ha perdido su protección. Ha perdido usted el velo.
Se me vienen a la cabeza las palabras del libro, enroscándose con suavidad a través de la memoria, como el humo. «… guardado solo por un tenue velo protector».
—¿El velo? —pregunto con voz quebrada.
Ha acabado por perder la paciencia y lanza al aire las manos a modo de rendición.
—¿Se enfrenta usted a la profecía sin ningún conocimiento en absoluto? ¿Cómo va a combatir si no conoce a su enemigo? ¿Si no conoce las armas de que dispone? —suspira hondo—. Está previsto que al ángel le será asignado un protector. Un protector terrenal, pero un protector al fin y al cabo. De otro modo, el ángel estaría indefenso y Samael hallaría el modo de pasar a través de él antes de que madure lo bastante como para vulnerar su poder, antes de que madure lo bastante como para hacer su elección. Y todo el mundo puede elegir, querida, tal como está establecido desde el principio de los tiempos. Gracias a la protección del velo, la puerta puede madurar lo bastante como para hacer su elección. Mientras ese protector siga con vida, la bestia no podrá venir a buscarla. ¿Cuándo murió su padre, querida?
—Ha… hace unas dos semanas.
—¿Y las circunstancias de su muerte fueron… extrañas?
—Sí —susurro.
Se limpia suavemente las comisuras de la boca con su servilleta.
—Lo siento muchísimo. La profecía constituye una carga hasta para las hermanas más instruidas y preparadas. Para una persona tan desorientada como usted…, para una persona con su cometido…, bueno, debe resultar bastante abrumadora. Tendré que ponerla al corriente en la medida de lo posible. Comencemos por su padre. Con su muerte.
Se me cierra la garganta ante la mención de mi padre.
—¿Qué tiene que ver eso con la profecía?
—Todo —se limita a decir—. Las almas llevan siglos esperando regresar a nuestro mundo. Usted es su ángel, quien tiene el poder de hacer que lo consigan o de hacerlas desaparecer para siempre. No se equivoque, no se detendrán ante nada para llegar hasta usted.
Quisiera echarme a reír ante lo absurdo de tal insinuación. Pero entonces recuerdo la póstuma expresión de mi padre. Los ojos abiertos, la extraña mueca en un rostro demasiado horrorizado como para ser el suyo. Pienso en esas cosas y me inunda una tristeza que me devora, que está convirtiéndose en algo más parecido a la rabia y a una incredulidad que ya no se sostiene del todo.
Cuando levanto la vista hacia Madame Berrier, mis palabras ya no cuestionan nada, sino que afirman.
—Le mataron las almas. Le mataron por mi causa.
—No tiene por qué sentirse culpable de la muerte de su padre, señorita Milthorpe —dice, sacudiendo con tristeza la cabeza—. Ningún protector actúa como velo contra su voluntad. Debía quererla mucho para aceptar un papel así, querida. Él también hizo su elección —la voz de Madame Berrier es tan consoladora como la de una madre—. Es un milagro que no se lo llevaran antes. Haber resistido tanto… Bueno, debió ser un hombre muy fuerte y estar muy decidido a protegerla.
Muevo la cabeza tratando de centrar mis pensamientos en la verdad que rodea a la muerte de mi padre.
—Pero él no viajaba por el plano astral. Nunca me habló de ello y me lo habría contado de haberlo sabido.
Madame Berrier se detiene a meditar sobre esto y asiente bruscamente.
—Quizás. Pero las almas son astutas, niña, y la de Samael es todavía más inconmensurable. Es posible que las almas lo atrajeran en esa ocasión con algo de especial importancia. Algo que amara de verdad.
Al decir esas palabras se me pasa por la cabeza la habitación oscura.
Y comprendo. Comprendo cómo le atrajeron para emprender el viaje.
—Mi madre.