Dos días después, mientras me asomo por el ventanal del salón, el carruaje da la vuelta por el sendero que conduce hasta la casa. Pese a la extraña causa de mi invitación a Luisa y a Sonia para que tomen el té conmigo, me hace ilusión la perspectiva de su compañía. La niña que hay en mí quisiera bajar corriendo los escalones de piedra y abrir de golpe la puerta del carruaje. Sin embargo, me obligo a ponerme en pie despacio, alisando los pliegues de mi falda y caminando con decoro hacia el vestíbulo. Tía Virginia levanta la vista de su labor junto al fuego y deja la aguja a un lado para acompañarme mientras desciendo los escalones de piedra.

Jamás había invitado a nadie a tomar el té. Tía Virginia se quedó comprensiblemente sorprendida cuando le comuniqué mis planes para invitar a dos compañeras de clase, pero no puso objeción alguna. Después de todo, Birchwood es mi hogar. No se me ha ocurrido comunicarle mis planes a Alice, aunque resulta difícil creer que no esté al tanto de ellos dado el exceso de actividad que hay en la casa. De todos modos, sigue sin aparecer, y yo se lo agradezco tanto si lo hace por rehuirme como si se debe a que no se ha enterado de lo que ocurre.

Tía Virginia y yo nos reunimos frente al sendero donde se detiene el carruaje haciendo crujir la gravilla. Edmund abre la puerta y extiende la mano para ofrecer ayuda a sus ocupantes. Aparece primero una mano enguantada y sé que es la de Sonia. Una mano tan pequeña como la de una niña solo puede ser suya. Se apea del carruaje con una expresión de total incertidumbre.

—¡Sonia! ¡Me alegro tanto de que hayas podido venir!

Extiendo mi mano para coger la suya.

Ella sonríe mirándome primero a mí y después a tía Virginia.

—Gracias por invitarme.

Su expresión es indescifrable, aunque me percato del cuidado con que escoge sus palabras y del miedo que tiene a causar una pobre impresión.

Miro a tía Virginia y se la presento. Ella sonríe afectuosamente.

—Encantada de conocerla, señorita Sorrensen.

Luisa ignora la mano de Edmund y salta fuera del carruaje con un rápido movimiento, proyectando sobre todas nosotras su sonrisa.

—¡Gracias por invitarme, Lia! —me rodea con los brazos en un apresurado abrazo, sus mejillas relucen como albaricoques maduros en contraste con su oscura piel—. Nunca me habían invitado a tomar el té. ¡Nunca desde que estoy en Wycliffe! ¡Deberías haber visto las caras de las otras chicas cuando llegó la invitación!

Apenas se detiene a tomar aliento y poso mi mano sobre su brazo únicamente con el propósito de hacer las presentaciones.

—Tía Virginia, Luisa Torelli. Luisa, Virginia Spencer.

—Encantada de conocerla, señorita Torelli —los verdes ojos de tía Virginia resplandecen.

—¡Oh, sí! Encantada de conocerla, señorita… em… señora Spencer.

Reprimo una sonrisa ante la confusión de Luisa sobre el estado civil de mi tía.

—Había acertado usted a la primera, señorita Torelli. Jamás he estado casada.

—Es usted muy audaz, señorita Spencer —Luisa toma aliento—. ¡Admiro tanto la independencia de la mujer de hoy en día!

Sé que debo impedir que continúe o nos quedaremos sobre la gravilla durante una eternidad con Luisa cotorreando como si no pasase el tiempo.

—¿Entramos? Está encendido el fuego y la mesa está puesta.

Me engancho con un brazo a Luisa y con el otro a Sonia. Disfrutaremos de nuestro té. Y luego intentaremos indagar sobre los secretos lazos que nos unen.

—No me lo creo —Luisa se ha quedado casi muda. Casi, aunque no del todo—. Y pensar que todo este tiempo creía que yo era la única.

—Eso pensaba yo —las palabras de Sonia son un susurro—. Bueno, además de Lia, después de encontrarme con ella.

No puede apartar sus ojos de nuestras muñecas, extendidas sobre las balas de heno en las que estamos sentadas. Las tres marcas demuestran que lo que nos ocupa nos afecta a todas.

Las he llevado a los establos en busca de intimidad, a salvo de las miradas indiscretas y de los oídos atentos de la casa. Es bastante tarde, así que los mozos de cuadra se han marchado todos a su casa, y nuestra única compañía es el suave resoplar de los caballos y el dulce olor del heno.

Relajo mi brazo y lo acerco de nuevo a mi cuerpo.

—No podemos negarlo. Ya no. Cualquiera que sea su significado, tendremos que averiguarlo juntas.

Sonia mueve la cabeza.

—¿Pero cómo? Te he contado todo lo que sé, Lia. No he omitido nada.

—¿Qué? ¿Qué es lo que sabes? —Luisa nos contempla con los ojos como platos.

Suspiro y me dirijo hacia una bolsa de cuero fino que cuelga de un gancho en la pared del establo. Tras introducir mi mano en la bolsa, extraigo un puñado de avena seca y desmenuzada y me encamino al primer compartimento.

—Sonia me habló de una historia, una leyenda, en realidad, en la que se ven involucradas unas hermanas gemelas y ángeles que…

Luisa se dirige hacia la bolsa de forraje.

—¿La historia de Maari y Katla? ¿La de los guardianes? —plantea la pregunta como si se tratase de la cosa más lógica del mundo.

Sorprendida, ignoro al caballo negro que tengo delante. Él me sacude el hombro con el hocico y abro la palma de la mano, ausente.

—¿Has oído hablar de ella?

—Mi abuela solía contármela cuando era pequeña —dice encogiéndose de hombros—. ¿Pero qué tiene que ver con nosotras? ¿Y con la marca?

Se dirige al compartimento anejo al mío e introduce la mano por la abertura sin pensárselo.

Me restriego las manos en la falda, meto la mano en el bolso fruncido y saco de él el libro mientras Luisa me mira con interés. Sonia no se ha acercado a los caballos, permanece en la bala de heno como si no fuera con ella alimentar a esos animales grandes e inquietos. Me siento a su lado colocando el libro sobre mi regazo y cruzando los brazos sobre él. Todavía no es el momento. Tenemos que partir primero del mismo punto.

—Dinos lo que sepas sobre las hermanas —le pido a Luisa.

Sus ojos se cruzan con los míos, llenos de interrogantes sin plantear.

Y entonces comienza a hablar. Al principio insegura, pero empieza a animarse al rememorar entre los contornos dúctiles y borrosos de la infancia los detalles de la historia. Cuando termina, nos quedamos en silencio.

Paseo los dedos por la cubierta del libro mientras resuenan aún en mis oídos las palabras de Luisa. Palabras iguales a las de Sonia allá en lo alto del lago. Las mismas que James tradujo del libro.

Sonia sacude la cabeza.

—Yo creía que solo gente como yo, espiritistas, gitanos y otras por el estilo, conocíamos la profecía.

Luisa se encoge de hombros y nos regala una sonrisa compungida mientras se frota las manos enguantadas para sacudirse el polvo de los restos de la avena.

—Mi madre era inglesa. Se rumoreaba que procedía de una familia de ascendencia pagana. Todo bobadas, estoy segura, pero supongo que la historia de la abuela procede de ellos.

—¿Vas a decirnos qué es eso, Lia? —me pregunta Sonia, observando el libro con avidez.

—Mi padre era coleccionista. Coleccionista de libros raros —les explico mientras les muestro el libro—. Encontraron este oculto detrás de un panel secreto de la biblioteca tras su muerte.

Luisa acorta la distancia entre nosotras dando unos cuantos pasos apresurados, coge el libro y se deja caer a nuestro lado sobre el heno. Lo abre y pasa las páginas con cuidado aunque rápidamente antes de cerrarlo de golpe.

—Soy incapaz de leer nada, Lia ¡Está en latín! ¡Apenas hablo italiano, mi lengua materna, después de todos estos años! ¿Cómo sabemos que esto tiene algo que ver con la marca si ni siquiera somos capaces de leerlo?

Antes de poder responderle, Sonia coge el libro. Lo inspecciona más a fondo, aunque le dedica más o menos el mismo tiempo y lo cierra del mismo modo que Luisa. Se encoge de hombros y me mira por encima de la cubierta.

—Me temo que yo tampoco sé latín, Lia.

—Mis conocimientos de latín tampoco son mucho mejores —digo extrayendo las anotaciones dobladas de James de mi bolso de seda—, pero tengo la suerte de contar con alguien que lo domina bastante bien.

Les paso la traducción y les concedo unos momentos para que la lean, para que se la pasen una a la otra, para que valoren las palabras escritas con la cuidada caligrafía de James.

Cuando termina de leerla, Sonia la deja en su regazo con el rostro carente de expresión. Luisa se mordisquea el labio inferior antes de extraer una paja de la bala de heno. Se pone en pie y comienza a caminar arrastrando los pies por el suelo; sus pisadas resuenan por el establo vacío cuando comienza a hablar.

—De acuerdo. Estudiémoslo detenidamente. Si la leyenda es cierta y si la marca tiene algo que ver con ella y si tú y Alice sois las hermanas…

—Son demasiadas condiciones, Luisa —no pretendo contradecirla. No está diciendo nada que no haya pensado yo misma. Pero me parece importante atenerse a razones aunque queden fuera de mi alcance.

Luisa asiente.

—Quizás. Pero si relacionamos el libro y la leyenda y a Alice y a ti y la marca… Bueno, entre la profecía y nosotras tres sois tú y Alice las que más concuerdan con ella, Lia. Vosotras sois gemelas. No puede tratarse de una pura casualidad —deja de caminar y se encoge de hombros—. Bueno, podría ser, pero consideremos de momento que no lo es, ¿de acuerdo? Veamos adónde nos lleva ese razonamiento.

Asiento con la cabeza, aliviada por el hecho de que otra persona acceda a llevar de momento la carga de la profecía.

—Entonces vale —reanuda su paseo—. Tú eres la guardiana, tu hermana es la puerta. Tiene sentido. Tu marca es diferente y acabas de decir que Alice no la tiene. Además, seamos sinceras, resulta difícil imaginarla a ella como guardiana de nada salvo de sus propios intereses —me dedica una sonrisa compungida—. No te ofendas.

En otro tiempo me hubiera ofendido. Me hubiese puesto del lado de mi hermana. Pero no puedo contradecir a Luisa por la percepción que tiene de Alice, y descifrar la profecía y mi papel en ella de repente es más importante que la lealtad hacia una hermana a la que cada vez creo conocer menos.

Muevo la cabeza.

—No me ofendo.

—Bien —Luisa sonríe amablemente—. De modo que tienes que ser tú, entonces. Tú debes ser la guardiana. Y si tú eres la guardiana, entonces Alice es la puerta.

Hago un gesto afirmativo con la cabeza, sorprendida y agradecida por el hecho de que le resulte tan sencillo, que Luisa crea tan fácilmente lo que la lógica ha tratado de negarme a mí una y otra vez.

—Sí. Eso creo, al menos. ¿Pero cómo vamos a averiguar el resto?

—«Expulsadas del cielo… hasta que las puertas reclamen su regreso o el ángel retorne las llaves del abismo» —la voz de Sonia se expande por el establo en penumbra—. Esa es la siguiente parte de la profecía. La parte que sigue a la de las hermanas. Puede que esa sea nuestra próxima pista.

Luisa reclina la espalda contra la pared con los brazos cruzados sobre el pecho.

—Me parece que tienes razón, Sonia. Tenemos que identificar al ángel y encontrar las llaves. Quizás nos permitan comprender el resto.

—Sí, solo que… —el tono de Sonia denota preocupación mientras se muerde el labio.

—¿Solo qué? —pregunta Luisa.

Los ojos de Sonia se desvían hacia los rincones sombríos del establo.

—¿Qué pasa si Alice las encuentra primero? Suponiendo que sean la clave del enigma de la profecía, ¿no las estará buscando con el mismo empeño que nosotras?

La mención de Alice me hace sentir una opresión en el pecho. Soy incapaz de decir en voz alta lo que siento, que el extraño comportamiento de Alice hace que sienta miedo de mi propia hermana. Que no solo temo que encuentre las llaves antes que nosotras, sino lo que pueda hacer entretanto. Dejo de lado estos pensamientos.

—Yo tengo el libro. Sin él puede que Alice no conozca el alcance de la profecía. Puede que esté tan confusa con su papel como yo con el mío. Si puedo mantener el libro alejado de ella, tal vez tengamos tiempo suficiente para encontrar las llaves y averiguar cómo usarlas.

Sonia asiente pensativa.

—Tal vez…

Un pesado silencio de secretos compartidos invade el establo. Pienso en los interminables interrogantes que aún nos quedan por delante, la aparente imposibilidad de encontrar las respuestas y eso me lleva a un pensamiento totalmente nuevo.

—¿Luisa?

Está recostada en la pared del establo, mascando el extremo de la paja que ha estado retorciendo entre sus dedos.

—¿Hmmm?

—¿Tú también viajas? De noche, quiero decir. ¿Haces esos extraños viajes en sueños?

Está indecisa, se remueve intranquila sobre sus pies antes de responder.

—Bueno, todo el mundo sueña, Lia…

Sonia se levanta a inspeccionar con desgana las sillas de montar y las bridas que cubren la pared.

—No tienes por qué tener miedo, Luisa. Yo hace años que viajo. Lia acaba de empezar. Cabe suponer que tú también tendrás ese don, dado que todas compartimos la marca.

Luisa mueve la cabeza.

—¡Pero no son más que sueños! Solo sueños extraños en los que puedo volar. ¡Seguro que mucha gente vuela en sueños! —las palabras le salen de golpe, como si llevase mucho tiempo queriendo pronunciarlas.

Sonia sonríe. Reconozco ya esa afable sonrisa que Sonia emplea cuando tiene que decir algo difícil de comprender o de aceptar.

—La verdad es que el alma es capaz de viajar sin el cuerpo, y eso no es tan difícil de explicar ni es difícil acostumbrarse a ello una vez que lo entiendes.

Luisa vuelve a reclinarse sobre una de las paredes del establo como para mantenerse en pie, su rostro está blanco como el papel a causa de la impresión. Ha dejado de argumentar y de negar, pues Sonia acaba de describir con todo cuidado y detalle las sensaciones del viaje. Un viaje que hemos experimentado todas y que ahora debemos aceptar como parte de la profecía y su marca.

Luisa se endereza con el rostro ruborizado por el susto.

—¡Ya no quiero viajar más! ¡Seguro que tiene que ser peligroso… viajar sin el cuerpo! Supongamos que nos ocurre algo mientras viajamos. ¡Podrían pensar que hemos muerto!

Los ojos de Sonia se cruzan con los míos en la oscuridad del establo y sé que está pensando en la conversación que mantuvimos en la colina. Sobre el Vacío. Sacude la cabeza de forma casi imperceptible, pero yo la he visto y sé que se refiere a que no debemos mencionar el Vacío delante de Luisa. Ya está bastante aterrorizada.

Sonia le sonríe con amabilidad.

—Eso es poco probable puesto que el alma y el cuerpo al que pertenece comparten un vínculo muy poderoso. No hay motivo para creer que corres peligro, Luisa.

Oigo las palabras que Sonia no ha pronunciado: «Es a Lia a quien persiguen».

Luisa se frota los brazos como si acabara de sentir el frío que se ha ido filtrando en el edificio, ya más oscuro. El movimiento parece sacarla de algún tipo de ensueño y de pronto se pone más tensa.

—¡Dios mío! ¡Ha oscurecido! ¡Debe ser bastante tarde! ¡La señorita Gray se va a enfadar!

Me encamino hacia las puertas.

—Tía Virginia escribirá una nota de disculpa insistiendo en que ha sido culpa nuestra que te hayas quedado hasta tan tarde. Ni siquiera la señorita Gray puede enfadarse con tía Virginia, ya lo verás.

Tras cerrar las puertas del establo a nuestras espaldas, cruzo los brazos por encima del pecho en un vano intento por conservar el calor mientras regresamos hacia la casa. Era fácil perder la noción del tiempo en la quietud de los establos, aunque ahora me doy cuenta de que ha oscurecido del todo. Dentro de la casa ya están encendidas las lámparas, que nos saludan con su resplandor en los jardines fríos y sombríos.

Detenemos nuestros pasos al acercarnos al patio exterior del invernadero. Ninguna lo ha dicho en voz alta, pero seguro que todas estamos pensando lo mismo; cualquier cosa que tengamos que hablar habrá que decirla antes de entrar de nuevo en la casa.

—¿Qué vamos a hacer, Lia? —la voz de Sonia acusa una nota de desesperación—. Tenemos que encontrar las llaves y estamos tan lejos de entender el pasaje del libro como antes.

—Encontraré el modo de reunirme otra vez con vosotras dos —digo poniendo las manos en sus brazos—. Mientras tanto, no debemos hablar con nadie sobre el libro, la profecía, la marca… nada de eso. Aunque no esté claro el motivo por el que debamos mantenerlo en secreto, presiento que es más seguro hacerlo así.

Luisa resopla.

—¡Por supuesto que hay un motivo! Cualquiera nos tomaría por chifladas, ¿no?

No puedo evitar echarme a reír y la atraigo hacia mí para darle un apresurado abrazo y a continuación otro a Sonia.

—Tened cuidado. Desearía no haber tenido que meteros en este horrible asunto.

—Sea cual sea la razón por la que estamos metidas en la profecía, hace mucho de eso, Lia. Tú no eres más responsable que nosotras. Afrontaremos juntas lo que venga.

Quitarme el vestido y cubrirme con los suaves pliegues de mi camisón es como mudar una piel vieja. Suspiro en voz alta al soltarme el pelo y sentarme frente al escritorio. Comienzo por el principio, releo la profecía y me quedo atascada otra vez después de la parte de la guardiana y la puerta, la parte que ya conozco y entiendo.

La leo una y otra vez, pero no me sirve de nada. No le encuentro el sentido por mucho que lo intente. Las anotaciones de James están desparramadas sobre el escritorio, mezcladas ahora con todos mis papeles. Las alineo una al lado de otra solo para proporcionar a mis manos algún entretenimiento y apoyo la cabeza en las puntas de los dedos. Tengo el extraño deseo de correr por los campos y de gritar para desembarazarme de la frustración y la rabia que me causa no comprenderlo.

Echo mano a la cubierta posterior del libro, dispuesta a cerrarlo por esta noche para rendirme sin resistencia a los sueños que me esperen, cuando noto el tacto suave del papel de las guardas despegándose en una esquina. Lo aliso instintivamente según una costumbre mía tan habitual como lo era de mi padre. Habrá que pegar el papel en su sitio para evitarle al libro un mayor deterioro.

Pero la esquina se niega a ser alisada. Cuanto más la presiono, más se desprende, como si algo la empujase a su vez, determinado a abrirse paso como sea. Algo no va bien.

Al alisar el interior de la cubierta con la palma de la mano, noto algo allí dentro. Algo que no forma parte de ella. No dejo de pensar en ello, aunque arrancar el papel de guardas de un libro tan antiguo me hubiera supuesto la prohibición de entrar en la biblioteca de seguir mi padre con vida. Aun así, tiro de él lo más delicadamente que puedo y me quedo sorprendida de la facilidad con que el papel se desprende de la dura cubierta del libro. No obstante, me quedo aún más sorprendida por lo que me aguarda cuidadosamente doblado en el interior del libro después de tanto tiempo.

Extraigo del libro un cuadrado de papel y desenvuelvo con esmero el pequeño paquete. No se trata de papel ordinario ni de embalaje ni del lujoso papel de carta que se usa para codiciadas invitaciones y pretenciosas notas sociales. Es tan fino como la piel de una cebolla, como las hojas de una Biblia. Cuando por fin desenvuelvo el paquetito, los dibujos que contiene me dejan sin respiración.

El primer dibujo es una serpiente devorando su propia cola. Bajo ella se encuentra la palabra Jorgumand.

Después hay un dibujo con el título Las almas perdidas, un ejército de demonios cabalgando a lomos de caballos blancos con espadas empapadas en sangre levantadas por encima de sus cabezas. Este me asusta, pero no tanto como el siguiente: una serpiente en forma de círculo que devora su propia cola y que tiene en el centro una C.

Lo extraigo despacio del montón, veo que mide una pulgada una vez que lo aparto del resto de los dibujos pintados en hojas ligeras como plumas. Tras quedar al descubierto, no puedo dejar de contemplarlo pasmada con el corazón latiendo desbocado en mi pecho.

No cabe error alguno. Ahora me resulta ya tan familiar como la marca de mi muñeca. El disco dorado pende en el centro, la cinta enrollada a su alrededor. Observarlo con tanto detalle no me llena de temor, tal como esperaba, sino de un sentimiento de pertenencia aún más aterrador.

Pero lo que me eriza el fino vello de los brazos es la inscripción que reza bajo el dibujo: «Medallón del caos, distintivo de la única y auténtica puerta».