A la mañana siguiente, mi hermana se mantiene callada de camino al pueblo. No le pregunto por qué, aunque los silencios de Alice son excepcionales. En esta ocasión, su silencio es un eco del mío. Le lanzo una mirada a hurtadillas por el rabillo del ojo, observando la curva de su mandíbula y los rizos que rebotan sobre su nuca mientras inclina la cabeza hacia la ventana del carruaje.

El carruaje da una sacudida al detenerse y Alice se endereza en su asiento, alisándose la falda y mirando en mi dirección.

—¿A qué viene esa cara de pena, Lia? ¿Acaso no es agradable escaparse de la melancolía de Birchwood? ¡Dios sabe que ese caserón deprimente nos estará esperando al final del día!

Pronuncia las palabras de buen humor, aunque noto la tensión en su voz, la reconozco en la cuidadosa puesta en escena de su rostro. Es la versión teatral de Alice, la de quien ha estado ensayando cuidadosamente su papel.

Sonrío cuando Edmund abre la puerta del carruaje.

—Señorita.

—Gracias, Edmund.

Espero en la acera mientras Alice sale del carruaje. Como siempre, ni se molesta en hablar con Edmund.

Él se gira hacia mí antes de marcharse:

—Estaré de vuelta al terminar el día, señorita.

No sonríe muy a menudo, aunque ahora lo está haciendo, así que me pregunto si habrá alguien, aparte de mí, que se percate de ello.

—Sí, por supuesto. Adiós, Edmund —me doy prisa para alcanzar a Alice mientras se dirige hacia las escaleras principales de Wycliffe—. Al menos podrías ser amable, Alice.

Alice se gira en redondo y me obsequia con una despreocupada sonrisa.

—¿Y eso por qué? Edmund lleva años trabajando para los Milthorpe. ¿Crees que decirle «por favor» o «gracias» hace más fácil su tarea?

—Puede que solo un poco más agradable.

Es una vieja polémica. La forma en que Alice trata a los sirvientes de Birchwood es claramente desagradable. Y, además, a menudo su rudeza se extiende a la familia, en especial a tía Virginia. La hermana de mi madre no se lamenta en voz alta, pero cuando mi hermana la trata como a una niñera con pretensiones percibo el resentimiento que refleja su rostro.

Alice suspira exasperada, me coge de la mano y tira de mí escaleras arriba en dirección a la puerta de Wycliffe.

—¡Por el amor de Dios, Lia! ¡Vamos de una vez! Vas a conseguir que lleguemos tarde.

Mientras subo las escaleras a trompicones detrás de mi hermana, mis ojos se desvían hacia la librería de los Douglas, que está instalada debajo de la escuela. James es tres años mayor que yo y ha terminado su formación académica. Sé que estará trabajando en la tienda y desearía poder abrir la puerta y hablar con él, pero no tengo ocasión de hacerlo ya que estoy siendo obligada a entrar en el vestíbulo de Wycliffe. Alice cierra la puerta y se frota las manos enguantadas para entrar en calor.

—¡Señor, qué frío hace! —se desabrocha el abrigo, observando mis dedos quietos—. ¿Quieres darte prisa, Lia?

No se me ocurre ningún otro sitio en el que me apetezca estar menos que en Wycliffe. Pero Edmund ya se ha marchado, así que me obligo a mover las manos y cuelgo mi abrigo al lado de la puerta. La señora Thomason viene apresuradamente hacia nosotras desde el fondo del edificio con aspecto de estar tan enfadada como nerviosa.

—¡Llegan con retraso a las oraciones de la mañana, señoritas! Si se dan prisa, aún pueden pasar sin montar demasiado escándalo —me da un empujoncito en dirección al comedor, como si yo lo necesitase más que Alice—. He sentido mucho su pérdida. El señor Milthorpe era un buen hombre.

Sigo a Alice hasta el comedor, apresurándome para mantener su paso decidido. A través de las puertas, las voces de las otras chicas se coordinan al unísono mientras recitan la oración de la mañana. Alice empuja una de las pesadas puertas y entra de inmediato. Ni siquiera se preocupa de no hacer ruido y a mí no me queda más remedio que seguirla mansamente, preguntándome cómo mantiene la cabeza tan alta y la espalda tan tiesa mientras nos convierte a ambas en un espectáculo.

La señorita Gray baja la voz cuando Alice entra, consiguiendo que la mayor parte de las chicas nos miren de soslayo con los párpados cerrados. Alice y yo nos deslizamos en nuestros asientos frente a la mesa y nos unimos al murmullo de palabras del resto de las chicas. Cuando todo el mundo ha dicho «amén», treinta pares de ojos se abren para inspeccionarnos. Algunas lo hacen de una forma que creen disimulada, pero otras, como Victoria Alcott y May Smithfield, no se molestan en ocultar su curiosidad.

—Alice, Amalia, me alegra teneros de vuelta con nosotras. Sé que hablo en nombre de todo el mundo en Wycliffe cuando digo que hemos sentido mucho vuestra pérdida.

La señorita Gray permanece de pie delante de la mesa mientras pronuncia su ensayado discurso y se sienta solo cuando murmuramos nuestro agradecimiento.

Emily y Hope, las chicas que tengo enfrente, evitan mi mirada. Nunca he sido una hábil conversadora e, indudablemente, la muerte contribuye a que sea una incómoda compañía. Examino la servilleta que tengo sobre el regazo, los relucientes cubiertos plateados junto a mi plato, la mantequilla que se solidifica sobre mi tostada. Cualquier cosa antes que las incómodas miradas de las demás chicas. Evitan mirarme a los ojos.

Todas excepto una.

Solo Luisa Torelli me mira abiertamente, regalándome una breve sonrisa que interpreto como una condolencia aun desde el otro lado de la mesa. Luisa siempre se sienta sola, las chicas de Wycliffe siempre se las arreglan para dejar vacíos los asientos a su lado. Las otras chicas murmuran de ella porque es italiana, aunque con sus rizos negros como el azabache, sus labios color cereza y sus exóticos ojos negros, creo que se trata más bien de envidia. No parece importar que ahora me toque a mí ser marginada por algo bastante más normal, la novedad de ser una huérfana que ha perdido a ambos padres en extrañas circunstancias. De repente parece que tenemos más cosas en común que diferencias y me pregunto si tal vez Luisa y yo no terminaremos haciéndonos amigas a la larga.

El señor Douglas ha adquirido un viejo texto en francés. Nos han dividido en dos grupos y nos han enviado a la librería de los Douglas como parte de nuestros estudios de traducción. Me gustaría hacer algún comentario sobre el libro con James, pero está trabajando en la trastienda con su padre, el resto de las chicas y la señora Bacon, nuestra acompañante.

En apenas un rato he completado los párrafos que me habían asignado y estoy de pie frente a la estantería más cercana al escaparate echando un vistazo a las novedades llegadas de Londres, cuando escucho una conversación secreta proveniente de una de las otras estanterías. Al inclinarme hacia atrás, aún oculta por la sombra de la altísima estantería, veo a Alice susurrándole algo apresuradamente a Victoria. Alice sella su boca con un gesto duro que significa que ya ha tomado una decisión y que no va a cambiar de opinión se diga lo que se diga, tras lo cual miran a su alrededor y se escapan de la tienda como si fuese la cosa más natural del mundo.

Me cuesta unos instantes darme cuenta de lo que acaban de hacer. Cuando por fin reacciono, empiezo a preocuparme y a la vez me siento extrañamente dolida por no haber sido incluida en lo que han planeado, sea lo que sea.

No me lleva tanto tiempo como debiera tomar una decisión que podría meterme en un buen lío. De haber habido una segunda acompañante, me lo habría tenido que pensar dos veces, pero en la señora Bacon se puede confiar especialmente por una cosa: su propensión a quedarse rápida y profundamente dormida casi siempre que las chicas de Wycliffe nos encontramos a su cuidado.

Me dirijo a la puerta con la secreta intención de comportarme como si tuviera cualquier justificación para salir de la librería.

—Ejem.

Cierro los ojos un instante con la esperanza de que sea James quien me ha pillado escabulléndome, porque seguramente no me delatará. Pero cuando me doy la vuelta es Luisa Torelli, apoyada en una de las estanterías, quien me observa tímidamente desde debajo de sus oscuras pestañas.

—¿Vas a algún sitio? —pregunta tranquila con las cejas levantadas.

No hay amenaza en su expresión, tan solo inquietud, vagamente disimulada por la burlona sonrisa de su boca. Probablemente debería sopesar la decisión de incluirla en este asunto, pero Alice se ha marchado y no quiero perder su rastro mientras me quedo allí decidiendo qué hacer.

—Sí —vuelvo la cabeza hacia la puerta—. ¿Te vienes?

Una deslumbrante sonrisa cruza su rostro mientras asiente con la cabeza y da un brinco hasta la puerta como si llevase años esperando la invitación. Es más atrevida que yo, ya está fuera de la tienda y trotando calle abajo mientras yo cierro tras de mí la puerta con cuidado. Cuando la alcanzo, me está esperando a medio camino de la esquina.

Reanuda la marcha sin quitarle los ojos de encima a mi hermana, que se bate en retirada con Victoria a su lado.

—Supongo que vamos en esa dirección, ¿no?

Asiento con la cabeza empezando a asumir la magnitud de nuestra infracción.

Luisa no parece darse cuenta.

—¿Adónde van?

—No tengo ni idea —le respondo, mirándola y encogiéndome de hombros.

Su risa es musical y resuena en el aire cuando un caballero se vuelve a mirar.

—Maravilloso. Es una auténtica aventura.

Evito sonreír. Luisa no se parece en nada a lo que yo me imaginaba.

—Sí, una que nos va a meter en un buen lío si nos pescan.

Su boca se abre con una pícara sonrisa.

—Bueno, al menos tendremos a Victoria Alcott de nuestra parte.

Alice y Victoria han llegado a un edificio no muy diferente del que alberga Wycliffe. Detienen su marcha y conversan mientras lanzan miradas a la puerta donde desembocan las escaleras. No he pensado en la reacción de Alice cuando se dé cuenta de que la hemos seguido, pero ya no se puede hacer nada ni hay ningún sitio donde esconderse. Se queda boquiabierta cuando Luisa y yo nos acercamos.

—¡Lia! ¿Qué… qué haces aquí?

Una furia contenida inunda el rostro de Victoria.

Levanto la barbilla, negándome a ser intimidada.

—Vi cómo te marchabas. Quería saber adónde ibas.

—Si se lo cuentas a alguien —amenaza Victoria—, algún día te arrepentirás. Tú…

Alice le lanza a Victoria una mirada de reproche antes de dirigirse a mí con una expresión inquisitiva.

—No lo contará, Victoria. ¿No es así, Lia? —no es una pregunta que requiera respuesta y prosigue—: De acuerdo, entonces. Vamos. No disponemos de todo el día.

Ni siquiera le dedican una mirada a Luisa. Es como si no estuviera allí. Mientras las seguimos escaleras arriba, me doy cuenta de que Alice no ha contestado a mi pregunta. No interrumpe sus zancadas hasta que llegamos a lo alto de las escaleras y se inclina para golpear una puerta de madera tallada con una enorme aldaba en forma de león. Nos balanceamos inquietas sobre nuestros pies hasta que escuchamos el sonido de unas pisadas que se aproximan.

Luisa le tira a Alice de la manga.

—¡Viene alguien!

—Ya lo hemos oído, Luisa —dice Victoria entornando los ojos.

Un destello de ira ilumina los ojos color ónice de Luisa, pero antes de poder defenderse se abre la puerta. Casi en el mismo instante nos topamos con la oscura mirada de una mujer apostada en el umbral de la puerta.

—¿Sí?

Nos evalúa de una en una con los ojos, como para comprobar quién de nosotras es la alborotadora. Yo debería señalar a Victoria, pero no tengo ni ocasión ni coraje.

Alice se pone muy derecha, adoptando su actitud más arrogante.

—Buenos días. Hemos venido a ver a Sonia Sorrensen.

—¿Puedo preguntar quién la reclama? ¿Y con qué objeto?

La mujer tiene la piel de color caramelo oscuro, los ojos ligeramente más claros, casi de color ámbar. Me recuerda a un gato.

—Nos gustaría que nos dedicase una sesión, si hace el favor.

La actitud de Alice es autoritaria, como si la mujer no tuviese derecho a cuestionarla, pese a que Alice no es más que una muchacha que no debería andar por la calle sin alguien que la acompañe.

—Muy bien —responde la mujer, enarcando apenas las cejas—. Pueden pasar al recibidor. Iré a ver si la señorita Sorrensen tiene tiempo para recibirlas —sostiene la puerta abierta mientras entramos de una en una haciendo crujir nuestras faldas y recogiéndonoslas alrededor de las piernas al pasar por la estrecha entrada—. Esperen aquí, por favor.

Asciende por una sencilla escalera de madera y nos deja en un perfecto silencio únicamente interrumpido por el tictac de un reloj que está fuera de nuestra vista, en una habitación al fondo del vestíbulo. El deseo de escapar me comprime el pecho cuando me doy cuenta de que nos hallamos en una casa extraña, con quién sabe qué personas allá arriba y sin que nadie en el mundo sepa dónde estamos.

—¿Qué hacemos aquí, Alice? ¿Qué lugar es este?

La sonrisa de Alice es fría y dura. Percibo en ella el placer que encuentra en saber cosas que los demás desconocen.

—Estamos aquí para ver a una espiritista, Lia. Alguien capaz de hablar con los muertos y ver el futuro.

No me queda tiempo para sopesar las razones de Alice para querer conocer el futuro. Captamos voces procedentes de la habitación que está encima de nosotras y nos miramos unas a otras en el concurrido vestíbulo. Enarcamos las cejas en una muda interrogación cuando unos pasos suenan pesadamente en la tarima por encima de nuestras cabezas.

La mujer se asoma desde lo alto de las escaleras haciéndonos señas para que subamos.

—Pueden venir.

Alice se abre paso la primera. Victoria y Luisa la siguen por las escaleras sin dudarlo. Solo cuando Luisa llega al tercer escalón y se vuelve hacia mí, me doy cuenta de que no me he movido.

—Vamos, Lia. Todo esto es muy divertido.

Me trago mi repentino miedo y sonrío a modo de respuesta. Subo tras ella por los estrechos escalones y cruzo una puerta a la derecha del rellano.

La habitación está a oscuras y los estores de las ventanas bajados, de modo que apenas una pizca de luz asoma por los bordes del marco. Pero la muchacha que se encuentra sentada a la mesa está completamente iluminada, rodeada de velas que arrojan una luz titilante sobre su piel cremosa. Sus cabellos relucen a pesar de la escasa claridad que entra por las ventanas cubiertas y, aunque la habitación está llena de sombras, puedo distinguir la curva de su mejilla e incluso desde el umbral de la puerta estoy segura de que sus ojos son azules.

—La señorita Sorrensen no se encuentra muy bien a causa del tiempo —la mujer que nos ha traído a la habitación lanza una mirada acusadora a la chica—. Solo puede ofrecerles una breve sesión.

—Gracias, señora Millburn —la voz de la muchacha es un murmullo dirigido a la mujer mayor, que cierra la puerta a sus espaldas sin responder—. Por favor, siéntense.

Alice y Victoria se dirigen hacia la mesa con cautela y toman asiento frente a la chica. En cuanto a mí, me siento tan atraída por ella que me coloco a su derecha. Luisa se sienta a mi lado, cerrando el círculo disparejo.

—Gracias por venir. Soy Sonia Sorrensen. ¿De modo que han venido a celebrar una sesión?

Inclinamos las cabezas sin saber qué decir. En Wycliffe no nos han preparado en ninguna clase para tan extravagante ocasión.

Nos mira a los ojos de una en una.

—¿Hay alguien con quien les gustaría contactar, algún mensaje que esperan recibir?

Victoria es la única que habla.

—Quisiéramos averiguar qué sabe usted del futuro. Nuestro futuro.

No puede sonar más inmadura y me pregunto si me acordaré de evocar su voz temblorosa la próxima vez que se dirija a alguien en Wycliffe de malos modos.

—Bueno… —Sonia nos mira a cada una de nosotras antes de posar sus ojos primero en Alice y luego en mí—. Puede que tenga un mensaje para usted.

Los ojos de Alice se encuentran con los míos en la oscuridad. Por un instante me parece atisbar una fría indignación en ellos, pero lo descarto rápidamente. No estoy pensando con claridad. La escapada prohibida y la extraña casa —probablemente, extraña a propósito con el fin de facilitarle a Sonia su tarea— distorsionan la realidad. Inspiro profundamente.

—Juntemos las manos —Sonia extiende las suyas a ambos lados. Las manos se entrelazan hasta que solo queda la mía por unirse a la de Sonia para completar el círculo. Cuando la extiendo cuidando de ocultar mi muñeca, su mano se posa fresca y seca sobre la mía—. He de pedirles silencio. Nunca sé qué es lo que voy a ver o a escuchar. Actúo por voluntad de los espíritus, y algunas veces no desean reunirse conmigo. No deben hablar a no ser que se dirijan a ustedes.

Sus ojos parpadean y luego se cierran.

Observo detenidamente los rostros distorsionados y ensombrecidos que circundan la mesa. Veo en ellos vestigios de las chicas que conozco, aunque aquí ninguna de ellas tiene el mismo aspecto que a la luz del sol. Al no tener que hacer nada más que mirar a Sonia, van cerrando los ojos una a una. Al final, yo también cierro los míos.

La habitación está tan herméticamente cerrada que no puedo oír ni un ruido, ni cascos de caballos ni gritos desde las calles de más allá ni siquiera el tictac del reloj de la casa, que se encuentra debajo de nosotras. Tan solo el rumor de las inspiraciones y espiraciones de Sonia. Me acompaso a ellas —inspirar, espirar, inspirar, espirar— hasta que no estoy segura de si es su respiración o la mía la que marca los segundos y los minutos.

—¡Oh!

El sonido surge del asiento que está a mi lado y pego un brinco cuando de repente mi mirada se posa en el rostro de Sonia. Ya tiene abiertos los ojos, aunque parece encontrarse muy lejos.

—Hay alguien aquí. Un visitante —se me queda mirando—. Está aquí por usted.

Alice mira a su alrededor frunciendo la nariz. Yo lo huelo un instante después. Humo de pipa. En realidad, no es más que un recuerdo, pero un recuerdo que llevo en el alma, diga lo que diga mi cabeza.

—Desea decirle que todo va a salir bien —Sonia cierra los ojos durante un instante, como tratando de ver algo que no se puede ver con ellos abiertos—. Quiere que sepa que… —y ahí se detiene. Se detiene y abre los ojos de par en par, sorprendida, contemplándome a mí antes de volver la vista hacia Alice y regresar de nuevo a mí. Su voz es un murmullo de secretos susurrados—. Chsss… Saben que están aquí.

Empieza a sacudir la cabeza, murmurando como para sí o para alguien que se encuentra muy cerca, aunque está bastante claro que no nos habla a nosotras.

—No… No, no, no. Vete ya —dice con suavidad, como si estuviese negociando con un niño caprichoso—. Vete. No soy yo. Yo no soy ella. No te he llamado a ti —su voz, que ha mantenido en calma hasta ahora, se quiebra con la tensión de su equívoco comportamiento—. Es inútil. No van a escuchar. Han venido para… —se vuelve hacia mí y baja la voz hasta convertirla en un susurro, como si temiese que alguien pudiera escuchar lo que dice—: Han venido por usted… por usted y por su hermana.

Está perfectamente lúcida, me mira directamente a los ojos con tal nitidez que resulta imposible tomarla por loca, aunque por sus palabras sería fácil hacerlo.

El silencio se acrecienta en la habitación. No sé cuánto tiempo permanecemos sentadas en medio de ese sorprendente silencio hasta que por fin Sonia parpadea y mira a su alrededor como si acabase de darse cuenta por primera vez de dónde está. Cuando me ve, se endereza en su asiento contemplándome fijamente con una mirada llena de acusación y temor.

—Usted no debería haber venido.

Sacudo la cabeza.

—¿Qué… qué quiere decir?

Insiste en mirarme a los ojos e incluso bajo la luz titilante de las velas veo que son azules, tal como pensaba. No el intenso azul océano de los ojos de James, sino un azul tan desvaído como el hielo que se forma en las zonas más profundas del lago en invierno.

—Lo sabe —dice con suavidad—. Tiene que saberlo.

Sacudo la cabeza, negándome a mirar a las demás chicas.

—Ahora deberían marcharse, por favor.

Se retira de la mesa con tanta prisa que su silla cae al suelo.

Conmocionada, levanto la vista hacia ella, petrificada en mi asiento.

—¡Bueno, menuda sarta de tonterías! —Alice alza la voz rompiendo el sobrecogedor silencio—. Venga, Lia. Vámonos.

Se pone en movimiento tirando de mí para levantarme de la silla y girándose con frialdad hacia Sonia, quien aún permanece de pie con tal espanto en la cara que casi me vuelvo a quedar inmovilizada otra vez.

—Gracias, señorita Sorrensen. ¿Qué le debemos por la sesión?

Sonia sacude la cabeza, agitando sus rubios rizos.

—Nada… Tan solo… Márchense, por favor.

Alice tira de mí en dirección a la puerta. No tiene que decirle nada a Victoria, que ya ha salido de la habitación. Luisa espera a que salgamos Alice y yo. Escucho sus pisadas sobre el suelo detrás de nosotras, un alivio más mientras nos abrimos paso fuera de la habitación.

Apenas soy consciente de lo que hago mientras Alice me conduce escaleras abajo, pasamos al lado de la mujer a la que llaman señora Millburn y salimos por la puerta principal. Percibo una vaga sensación de cuerpos apretujados y el frufrú de las faldas cuando Victoria y Luisa se abren paso a mi alrededor. Aparte de eso, todo se queda en un sueño mientras nos apresuramos calle adelante en medio de un incómodo silencio.

El frío aire de la tarde, además de la posibilidad de que sea descubierta nuestra escapada, debería bastar para obligarme a volver a la realidad. Pero no es así y me olvido del malestar que sentía antes hacia mi hermana, mientras cruzo las calles a trompicones cogida de su mano, como si fuese una niña. Victoria camina unos pasos por delante, mientras Luisa trota a nuestro lado sin decir nada.

Cuando la librería del señor Douglas aparece ante nuestra vista, veo a la señorita Gray fuera de ella hablando muy seria con James y con la señora Bacon. Cuando nos ven aparecer, vuelven los ojos hacia nosotras. Evito mirar a la cara a la señorita Gray. Si lo hago, seguro que me voy a dar cuenta del lío en que nos hemos metido. En vez de eso, me centro en James. Le miro fijamente a la cara, crispada por la preocupación, hasta que solo le veo a él.