El día es como un diamante, maravillosamente cálido, pero sin llegar a ser sofocante. Henry está sentado en su silla junto al río, con Edmund. Es uno de los lugares favoritos de Henry y, aunque yo era pequeña, recuerdo bien la construcción del estrecho sendero de piedra que conduce casi hasta la orilla del agua. Nuestro padre lo construyó cuando Henry apenas era un bebé al que le gustaba el sonido de las piedras lanzadas al agua. No es raro encontrarse a Edmund y a Henry a orillas de la corriente del agua, tirando piedras y haciendo pequeñas apuestas secretas que tía Virginia tiene prohibidas, aunque las pasa por alto.

Doy la vuelta a la casa y me alivia ver a Alice en el patio, fuera del invernadero. Además de los amplios espacios abiertos que rodean la casa por todos lados, el invernadero acristalado es su lugar favorito, pero está cerrado de noviembre a marzo a causa del frío. Durante esos meses, a menudo te la encuentras en el patio envuelta en una manta y sentada en una de las sillas de fuera, incluso en días que yo encuentro desagradablemente fríos.

Tiene las piernas estiradas, los tobillos cubiertos por las medias, y enseña bastante más de lo que se considera apropiado en cualquier lugar excepto dentro de los confines de Birchwood Manor. Su rostro, de nuevo suave y redondeado, en contraste con las duras aristas de anoche, está cara al sol, con los ojos cerrados. La sombra de una sonrisa juguetea sobre sus labios, que están curvados hacia arriba en una expresión que lo mismo podría ser de malicia que de bienestar.

—¿Por qué estás ahí de pie observándome fijamente, Lia?

Me ha sobresaltado su voz y el modo en que su rostro permanece imperturbable. No he hecho ningún ruido, me he detenido en el césped antes de pisar las piedras que habrían anunciado mi llegada. Y aun así sabe que estoy aquí.

—No estaba observándote, Alice. Solo te estaba mirando. Pareces tan feliz…

Los tacones de mis botas resuenan en el patio mientras camino hacia ella y trato de ocultar el tono de acusación que empieza a delatar mi voz.

—¿Y por qué no iba a estar feliz?

—Me preguntaba por qué lo estarías, Alice. ¿Cómo puedes ser feliz en un momento como este?

Mi rostro se enciende de ira y de pronto me alegro de que tenga los ojos cerrados.

Como si hubiese leído mi mente, abre los ojos y se concentra en mi cara.

—Papá ya no está en el mundo material, Lia. Está en el cielo con mamá. ¿No es ahí donde querría estar?

En su expresión hay algo que me desconcierta, una sombra de tranquilidad y de felicidad que no parece precisamente adecuada tras la reciente muerte de nuestro padre.

—Yo… no lo sé. Ya perdimos a mamá. Creo que a papá le habría gustado quedarse y cuidar de nosotros.

Ahora que lo he dicho en voz alta suena algo infantil y una vez más pienso que Alice es la más fuerte de las dos.

Vuelve la cabeza hacia mí.

—Estoy segura de que aún cuida de nosotros, Lia. Y, además, ¿por qué íbamos a necesitar protección?

Me percato de las cosas que no ha dicho. No sé a qué se refiere, pero apuntan a algo oscuro y de pronto estoy asustada. De repente sé que no voy a preguntarle a Alice lo que estaba haciendo en la habitación oscura ni voy a enseñarle la marca, aunque no puedo expresar con palabras la razón.

—No tengo miedo, Alice. Le echo de menos, eso es todo.

No me contesta, otra vez ha cerrado los ojos frente al sol y se ha instalado en su pálido rostro una expresión de calma. No queda nada por decir ni nada por hacer excepto darse la vuelta y marcharse.

Cuando regreso a la casa, sigo el sonido de las voces procedentes de la biblioteca, sin conseguir entender lo que dicen, pero son voces masculinas y me quedo escuchando durante un minuto disfrutando de sus vibraciones de barítono antes de abrir la puerta. James levanta la vista cuando entro en la habitación.

—Buenos días, Lia. No estaríamos haciendo demasiado ruido, ¿verdad?

Su saludo revela cierta impaciencia y me doy cuenta de inmediato de que desea decirme algo en privado.

—No, para nada —digo sacudiendo la cabeza—. Es agradable volver a escuchar ruidos en el despacho de papá —el señor Douglas está escudriñando la cubierta marrón de un grueso volumen con una lupa—. Buenos días, señor Douglas.

Alza la mirada y parpadea como para aclarar su visión antes de asentir amablemente.

—Buenos días, Amalia. ¿Qué tal te encuentras hoy?

—Estoy bastante bien, señor Douglas. Gracias por preguntar y gracias por continuar con la catalogación de los libros de mi padre. Deseaba tanto ver esta tarea terminada. Le habría hecho feliz saber que el trabajo continúa.

De nuevo asiente sin sonreír y el silencio se impone en la habitación con la pena compartida de los amigos. Siento alivio cuando el señor Douglas se muestra preocupado, aparta la mirada y revuelve por ahí en busca de algo que parece haber perdido.

—Bueno… ¿dónde estará ese maldito libro de contabilidad? —aparta papeles a un lado a un ritmo cada vez más frenético—. ¡Ah! Creo que lo dejé en el carruaje. Vuelvo en un momento, James. Sigue tú.

Se da media vuelta y se marcha de la habitación.

James y yo nos quedamos de pronto rodeados por el silencio que deja la marcha de su padre. Llevo mucho tiempo sospechando que el interminable trabajo de catalogación de la biblioteca tenía que ver tanto con el deseo de mi padre de vernos juntos a James y a mí como con sus constantes adquisiciones para la colección. Lo mismo que con sus opiniones respecto a las mujeres y el intelecto, mi padre no era un conformista en lo referente a las diferencias sociales. Nuestros vínculos con los Douglas se basan en un afecto sincero y en una común afición por los libros antiguos. Pese a que en el pueblo hay gente que indudablemente cree que esa amistad es impropia, mi padre jamás dejó que las opiniones de los demás influyeran en la suya.

James extiende su mano para coger la mía y atraerme con delicadeza hasta él.

—¿Cómo estás, Lia? ¿Puedo hacer algo por ti?

La preocupación en su tono de voz, el brusco interés aguijonean las lágrimas en mis ojos. De pronto me inundan la tristeza y el alivio al mismo tiempo. A salvo en compañía de James, me doy cuenta de la tensión de mis constantes precauciones en torno a Alice.

Niego con la cabeza y carraspeo un poco antes de atreverme a hablar.

—No. Creo que solo será cuestión de tiempo acostumbrarse a la ausencia de papá.

Trato de sonar firme, pero las lágrimas se derraman sobre mis mejillas. Me cubro la cara con las manos.

—Lia, Lia —aparta mis manos y las sujeta entre las suyas—. Sé lo mucho que tu padre significaba para ti. Ya sé que no es lo mismo, pero yo estoy aquí para cualquier cosa que necesites. Lo que sea.

Sus ojos se derriten en los míos, y el tweed de su chaleco acaricia mi vestido. Una familiar oleada de calor se abre paso desde mi estómago hasta los más lejanos recovecos de mi cuerpo y hasta esos secretos lugares que aún no son más que una distante promesa.

Muy a su pesar, retrocede un paso, se endereza y se aclara la garganta.

—Es posible que quizás algún día mi padre se acuerde de sacar el libro de contabilidad del carruaje, aunque para nosotros es una suerte que siempre se le olvide. ¡Ven! Deja que te enseñe lo que he encontrado.

James tira de mí y me veo a mí misma sonriendo a pesar de las circunstancias, a pesar de que sus dedos casi están tocando mi marca.

—¡Espera! ¿De qué se trata?

Deja caer mi mano cuando extiende la suya hacia la estantería al lado de la ventana, tras un montón de libros apilados en espera de ser catalogados.

—Esta mañana he descubierto algo interesante. Un libro que adquirió tu padre, en el que ni me había fijado.

—¿Qué libro?

Mis ojos se iluminan cuando queda a la vista el negro volumen.

—Este —lo sostiene frente a mí—. Lo encontré un par de días después de… —sin saber cómo referirse a la muerte de mi padre, sonríe con tristeza y continúa—: Bueno, lo puse detrás de los otros para poder enseñártelo antes de catalogarlo. Estaba en un panel oculto en la parte trasera de uno de los estantes. Mi padre, como siempre, estaba buscando sus anteojos y no lo vio. Tu padre… Bueno, es obvio que tu padre no quería que nadie supiese que estaba aquí, aunque no estoy seguro de por qué. Pensé que querrías verlo.

Cuando poso la mirada sobre el libro, noto cierta tensión, como si lo reconociese, aunque estoy segura de que no lo he visto en toda mi vida.

—¿Puedo?

Extiendo la mano para cogerlo.

—Por supuesto. Te pertenece a ti, Lia. O… pertenecía a tu padre y supongo que ahora te pertenece. Y a Alice y a Henry, claro.

Aunque esto se le ocurre en el último momento. Me entrega el libro.

En mis manos el cuero se nota fresco y seco, la cubierta está decorada con un dibujo cuyas figuras en relieve apenas noto bajo mis dedos. Es muy antiguo, eso es evidente.

Consigo hablar, aunque el libro me tiene demasiado fascinada como para levantar la vista hacia James.

—¿Qué es?

—Ahí está la cosa. No estoy seguro. Nunca había visto nada igual.

La cubierta suspira y cruje cuando la abro, pequeños fragmentos de cuero se esparcen en el aire por debajo del libro como partículas de polvo a la luz del sol.

Curiosamente, no hay más que una página cubierta de palabras, que vagamente identifico como latín. De repente siento no haber prestado más atención a las clases de idiomas en Wycliffe.

—¿Qué es lo que dice?

Se inclina rozándome el hombro mientras examina la página.

—Dice: «Librum Maleficii et Disordinae» —me mira a los ojos—. ¿Más o menos? El libro del caos.

—¿El libro del caos? —sacudo la cabeza—. Mi padre jamás lo mencionó y yo conozco su colección tan bien como él.

—Lo sé. Y tampoco creo que se lo mencionara nunca a mi familia. A mí no, seguro.

—¿Qué clase de libro es este?

—Bueno, recordé que tenías problemas con el latín, así que me lo llevé a casa e hice una traducción. Estaba seguro de que querrías saber más.

Un brillo destella en sus ojos con estas últimas palabras, que interpreto como una pequeña broma con respecto a mi inagotable curiosidad.

Entorno los ojos, sonriendo, solo para fingir exasperación ante James.

—Qué más da, ¿qué dice?

Se vuelve a mirar el libro y carraspea antes de comenzar.

—Empieza así: «Perduró la humanidad a través del fuego y la concordia hasta el envío de los guardianes, que tomaron como esposas y amantes a las mujeres del hombre, provocando Su cólera».

—¿Es una historia? —pregunto sacudiendo la cabeza.

James hace una pausa.

—Eso creo, aunque nunca la había oído.

Paso la extraña página. No sé lo que estoy buscando, pues está claro que no hay nada más.

—A partir de ahí —añade antes de que yo empiece a hacer preguntas— continúa diciendo: «Dos hermanas concebidas en el mismo océano fluctuante: una, la guardiana; otra, la puerta. Una, vigilante de la paz; otra, trocando magia en devoción».

—Dos hermanas concebidas en el mismo océano fluctuante… No entiendo.

—Creo que es una metáfora. Sobre los fluidos del nacimiento. Creo que se refiere a unas gemelas. Como tú y Alice.

Sus palabras resuenan en mi cabeza. «Como tú y Alice».

«Y como mi madre y tía Virginia, y antes de ellas su madre y su tía», pienso.

—¿Y lo de la guardiana y la puerta? ¿A qué se refiere?

Se encoge un poco de hombros cuando sus ojos se encuentran con los míos.

—Lo siento, Lia. Sobre esa parte no se me ocurre nada.

La voz del señor Douglas surge del fondo del vestíbulo y nos volvemos para mirar la puerta de la biblioteca.

—¿Has traducido toda la página?

—Sí. Yo… Bueno, en realidad lo anoté para ti.

Se mete la mano en el bolsillo justo cuando la voz del señor Douglas se escucha al otro lado de la puerta, proporcionándonos un amable aviso de su llegada.

—Muy bien, Virginia. ¡Un té estaría muy bien!

Poso una mano en el brazo de James.

—¿Me lo puedes llevar al río más tarde?

El río es nuestro lugar de encuentro habitual, aunque normalmente no para algo tan serio como un libro.

—Bueno… Sí. ¿Cuando hagamos un descanso para comer? ¿Puedes encontrarte conmigo a esa hora?

Asiento con la cabeza y le entrego el libro cuando su padre entra por la puerta.

—¡Ah, aquí está! Ya ves, James, tal como dije. ¡Con la edad estoy perdiendo el juicio! —exclama el señor Douglas blandiendo en el aire un libro de contabilidad forrado en cuero.

—Bobadas, papá —dice James con una sonrisa radiante—. Simplemente estás demasiado ocupado, eso es todo.

Apenas escucho a medias sus bromas. ¿Por qué estaría el libro escondido en la biblioteca? No era propio de mi padre guardarse para él solo un hallazgo tan raro e interesante, aunque únicamente se me ocurre que tendría alguna razón para hacerlo.

Y yo tengo mis propias razones para querer saber más.

No puede deberse solo a la casualidad que encontraran muerto a mi padre en el suelo de la habitación oscura o que poco después yo me descubriese la marca, que viese a mi hermana en medio de su espeluznante ritual y que haya llegado a mis manos este extraño libro perdido. No estoy segura del significado de todo ello o de qué relación tienen esos sucesos, aunque estoy convencida de que la tienen.

Y quiero averiguarlo.