La débil luz de noviembre extiende sus dedos por la habitación cuando Ivy entra sigilosamente transportando una jarra de agua caliente.

—Buenos días, señorita —deposita el agua en el lavabo—. ¿La ayudo a vestirse?

Me incorporo apoyándome sobre los codos.

—No, gracias. No hace falta.

—Muy bien.

Abandona la habitación con la jarra vacía en la mano.

Aparto las mantas, me encamino hacia el lavabo y remuevo el agua con la mano para enfriarla antes de lavarme. Cuando termino, me seco las mejillas y la frente y me miro en el espejo. Mis verdes ojos son insondables, están ausentes y me pregunto si es posible cambiar de dentro afuera, si la tristeza puede irradiarse hacia el exterior a través de las venas, de los órganos y de la piel para que todos la contemplen. Sacudo la cabeza ante este pensamiento morboso y observo en el espejo mi pelo color castaño, que cae suelto sobre mis hombros.

Me quito el camisón, saco unas enaguas y unas medias de la cómoda y comienzo a vestirme. Estoy ajustándome la segunda media al muslo cuando Alice entra de repente sin llamar.

—Buenos días.

Se deja caer pesadamente sobre la cama, mirándome con ese arrebatador encanto tan exclusivo de Alice.

Aún me sorprenden sus naturales vaivenes, que pasan del resentimiento apenas disimulado al pesar o a la franca despreocupación. Sin embargo, no deberían sorprenderme, pues Alice siempre ha sido voluble en sus cambios de humor. Pero su rostro no muestra rastro alguno de tristeza ni de la melancolía de anoche. En honor a la verdad, aparte de su sencillo vestido y de la ausencia de joyas, no parece tener un aspecto diferente al de siempre. Después de todo, tal vez sea yo la única que cambia de dentro afuera.

—Buenos días.

Me apresuro y me sujeto la media, sintiéndome culpable por haber estado holgazaneando tanto rato en mi cuarto mientras mi hermana ya está lista y en pie. Me encamino al armario para buscar un vestido y para eludir unos ojos que siempre parecen estar observando los míos fijamente.

—Deberías ver la casa, Lia. Todo el servicio va vestido de luto por orden de tía Virginia.

Me vuelvo a mirarla y me percato del rubor de sus mejillas y de algo parecido a la excitación en sus ojos. Reprimo mi disgusto.

—Muchos sirvientes observan el periodo de luto, Alice. Todos querían a papá. Estoy segura de que no les importa presentarle sus respetos.

—Sí, bueno, ahora tendremos que quedarnos en casa durante un tiempo interminable y aquí se aburre una tanto. ¿Crees que tía Virginia nos dejará asistir a clase la semana que viene? —continúa sin esperar una contestación—. ¡Claro, a ti te trae sin cuidado! Estarías encantada de no volver jamás a Wycliffe.

No me tomo la molestia de discutir. Es bien sabido que Alice adora la civilizada vida de las chicas de Wycliffe, donde asistimos a clase dos veces por semana, mientras que yo siempre me siento allí como un animal exótico al que miran con lupa. La veo de pronto en la escuela, rutilante bajo los efectos de las sutilezas del protocolo social y me la imagino como a nuestra madre. Debe ser cierto que soy yo quien encuentra placer en el silencio de la biblioteca de papá y que solo Alice es capaz de conjurar el brillo de los ojos de nuestra madre.

Pasamos el día en el silencio casi absoluto del crepitar del fuego. Estamos acostumbradas al aislamiento de Birchwood y hemos aprendido a entretenernos solas entre sus sombrías paredes. Se trata de un día lluvioso como otro cualquiera, salvo por la ausencia de la poderosa voz de papá retumbando desde la biblioteca o del olor de su pipa. No hablamos de él ni de su extraña muerte.

Evito mirar el reloj, temiendo el lento paso del tiempo, que aún se me haría más lento si observase su evolución. Hasta cierto punto funciona. El día pasa más deprisa de lo esperado, las breves interrupciones de la comida y la cena me ayudan hasta que llega la hora de poder abandonarme al sueño.

Esta vez no me miro la muñeca antes de meterme en la cama. No quiero saber si la mancha sigue ahí. Si ha cambiado. Si es más intensa u oscura. Me deslizo en la cama y me hundo en la oscuridad sin ningún otro pensamiento.

Me encuentro en ese estadio intermedio en el que nos sumergimos antes de que el mundo se desvanezca en el sueño, cuando escucho el susurro. Al principio tan solo me llaman por mi nombre, invocándome desde algún lugar lejano. Pero el susurro crece convirtiéndose en una multitud de voces, todas murmurando frenéticamente, tanto que apenas logro entender alguna palabra. Crece y crece reclamando mi atención hasta que ya no puedo ignorarlo ni un segundo más. Hasta que me siento en la cama, mientras resuenan aún en las cavernas de mi mente las últimas palabras susurradas, «La habitación oscura», lo cual no resulta del todo sorprendente. Desde la muerte de mi padre no he dejado de pensar en la habitación oscura. Él no debería haber estado allí, en la habitación que invoca más que ninguna otra el recuerdo de mi madre, su amada esposa difunta.

Y, sin embargo, estaba allí en esos últimos momentos, mientras la vida escapaba de su cuerpo como un espectro.

Deslizo los pies en las zapatillas y me encamino hacia la puerta. Escucho un instante antes de abrirla y echar una mirada al pasillo. La casa está oscura y silenciosa. No se oyen pisadas de los sirvientes en las habitaciones de arriba ni abajo, en la cocina. Debe ser bastante tarde.

Todo esto lo constato en unos segundos, pero de modo casi imperceptible. Lo que atrae mi atención, lo que hace que se me erice el vello de los brazos y de la nuca es la puerta, abierta tan solo una rendija, al final del pasillo.

La puerta de la habitación oscura.

Ya es bastante extraño que solo esté abierta la puerta de esta habitación, pero más extraño aún es el débil resplandor que se filtra por el estrecho hueco que queda entre el marco y la puerta.

Bajo la vista hacia la mancha. Ensombrece mi muñeca incluso en la oscuridad del pasillo. «¿No es esto lo que me he estado preguntando? —pienso—. ¿Será la habitación oscura la clave de la muerte de mi padre o la causa de mi mancha?». Es como si me estuviesen convocando ahora a ese lugar, llamándome para darme las respuestas que tanto tiempo llevo buscando.

Camino sigilosamente por el pasillo, cuidando de levantar los pies para no arrastrar la suela de las zapatillas por el suelo de madera. Cuando llego a la puerta de la habitación oscura, estoy confusa.

Hay alguien dentro.

Una voz dulce pero apremiante llega desde el interior de la habitación. No se trata del frenético murmullo que me ha convocado aquí. Ni de las voces inconexas de una multitud. Dentro hay una sola persona susurrando.

No me atrevo a empujar la puerta para abrirla por miedo a que cruja. En vez de eso, me inclino y me asomo a la habitación por la abertura. Me resulta difícil orientarme a través de una rendija tan estrecha. Al principio no hay más que siluetas y sombras, aunque enseguida distingo la dominante blancura de las sábanas que cubren los muebles, la oscura masa que sé que es el armario de la esquina, y la figura sentada en el suelo, rodeada de velas.

Alice.

Mi hermana está sentada en el suelo de la habitación oscura, su cuerpo envuelto en el resplandor de la suave luz amarilla de las velas. Murmura como si estuviera susurrándole a alguien a su lado, aunque desde donde estoy no veo ni un alma. Está sentada sobre las rodillas dobladas, con los ojos cerrados y los brazos a ambos lados.

Exploro la habitación con cuidado de no tocar la puerta, no sea que cobre vida y se abra aún más. Pero no hay nadie más allí. Nadie salvo Alice, que murmura para sí misma como en una especie de extraño ceremonial. Pero incluso eso, ese oscuro rito que hace estremecer de miedo todo mi cuerpo, no es lo más extraño de todo.

No, es el hecho de que mi hermana está sentada con la alfombra enrollada a sus espaldas, una alfombra muy desgastada que lleva en la habitación desde siempre, que yo recuerde. Está sentada, como si lo hubiese hecho con la misma naturalidad en incontables ocasiones, dentro de un círculo grabado en el suelo. Bajo la luz de las velas, los ángulos de su rostro son prácticamente irreconocibles, casi duros.

El destemplado frío del pasillo se cuela a través del fino tejido de mi camisón. Retrocedo un paso, los latidos de mi corazón se aceleran tanto en mi pecho que temo que Alice pueda escucharlos desde el interior de la habitación oscura.

Cuando me doy la vuelta para emprender la marcha por el pasillo, tengo que reprimir las ganas de correr. Pero, en lugar de eso, camino pausadamente y me meto en mi habitación, cierro la puerta tras de mí y me refugio en el abrigo y la comodidad de mi cama. Permanezco despierta largo rato, tratando de alejar de mi mente la imagen iluminada de Alice en el interior del círculo y los murmullos de su voz dirigidos a alguien que no estaba allí.

A la mañana siguiente me levanto cuando la luz entra a raudales por la ventana y me remango la manga del camisón por encima de la muñeca. La mancha se ha oscurecido aún más, el círculo se ha hecho más grande y es más prominente.

Y hay algo más.

Bajo la cruda luz del día parece bastante evidente de qué se trata eso que rodea al círculo. Paso un dedo por la mancha, protuberante como una cicatriz, siguiendo el trazado de la serpiente enrollada sobre sí misma alrededor de los bordes del círculo hasta que su boca devora su propia cola.

El Jorgumand.

Pocas chicas de dieciséis años lo conocerán, pero yo reconozco el símbolo por los libros de mitología de mi padre. Me resulta al mismo tiempo familiar y aterrador. ¿Por qué ha aparecido ese símbolo en mi piel?

Durante un instante tan solo me planteo contárselo a tía Virginia. También ella ha sentido dolor y preocupación por la muerte de papá. Al ser nuestra única pariente viva, ahora depende de ella nuestro bienestar. No voy a añadir otra preocupación más a las que ya tiene.

Me mordisqueo el labio inferior. Es imposible pensar en mi hermana sin recordarla en el suelo de la habitación oscura. Decido preguntarle qué estaba haciendo. Dadas las circunstancias, se trata de una pregunta lógica. Y luego le mostraré la marca.

Tras vestirme, salgo al pasillo dispuesta a buscar a Alice. Espero que no esté paseando por los jardines, tal como acostumbra desde niña. Será mucho más fácil localizarla si está tomando el sol en su rincón favorito del patio que buscarla por los campos y bosques que rodean Birchwood. Mientras me doy la vuelta para alejarme de mi cuarto, mis ojos se vuelven con disimulo hacia la puerta cerrada de la habitación oscura. Desde aquí tiene el mismo aspecto de siempre. Hasta es posible imaginar que mi padre aún está vivo en la biblioteca y que mi hermana nunca ha estado arrodillada en el suelo de la habitación prohibida, amparada en el misterio de la noche. Aunque lo haya estado.

Antes de ser plenamente consciente de ello, mi mente ya está preparada. Cruzo apresuradamente el pasillo. No me paro a pensarlo ante el umbral de la puerta de la habitación, sino que apenas tardo unos segundos en abrirla y entrar.

La habitación está tal como la recuerdo, las cortinas corridas para no dejar pasar la luz del día, la alfombra de nuevo en su sitio, sobre el suelo de madera. En el aire se percibe una extraña energía latente, una vibración que parece bullir por mis venas. Sacudo la cabeza y el sonido casi desaparece.

Me dirijo a la cómoda y abro el cajón de arriba. No debería estar sorprendida de encontrar aquí las cosas de mi madre, aunque en cierto modo lo estoy. Durante la mayor parte de mi vida, ella no ha sido más que una idea. En cierto modo, la fina seda y los encajes de sus enaguas y de sus medias la hacen parecer muy real. De pronto puedo verla, una mujer de carne y hueso, vistiéndose para empezar el día.

Me obligo a mirar entre su ropa interior en busca de algo que pudiera explicar la presencia de mi padre en la habitación a la hora de su muerte: un diario, una antigua carta, cualquier cosa. Al no encontrar nada, hago lo mismo en los otros cajones, sacando cosas y buscando hasta el fondo. Pero no hay nada. Nada, salvo el forro de papel del cajón, que hace tiempo que perdió su aroma.

Me apoyo ligeramente contra el tocador e inspecciono la habitación en busca de otros escondites posibles. Me dirijo a la cama, me arrodillo, levanto la colcha fantasmal y me asomo debajo. Está todo impecable, sin duda las criadas han limpiado el polvo y las telarañas durante la última ronda de limpieza.

Mi mirada se posa en la alfombra. La imagen de Alice en el interior del círculo está grabada en mi memoria. Sé lo que vi, pero no puedo evitar echar un vistazo. Para estar segura.

Camino hacia la alfombra y estoy al borde de ella cuando comienza a zumbarme la cabeza, a cerrarse la vibración sobre mis pensamientos, mi visión, hasta que creo que voy a desmayarme. Se me entumecen las puntas de los dedos y comienzo a notar un irritante cosquilleo en los pies que se extiende hacia arriba, hasta que temo que ambas piernas se me aflojen definitivamente.

Y entonces comienzan los susurros. Son los mismos susurros que escuché anoche antes de venir a la habitación oscura. Pero esta vez son amenazantes, como si me exhortaran a marcharme diciéndome que vuelva atrás. De mi frente brota un sudor frío y comienzo a temblar. No, a temblar no. A estremecerme. Me estremezco con tanta violencia que me castañetean los dientes antes de caerme al suelo delante de la alfombra. Mi instinto de conservación me grita que me marche, que me olvide definitivamente de la habitación oscura.

Pero tengo que comprobarlo por mí misma. Tengo que hacerlo.

Mi mano se mueve y se agita frente a mis ojos hasta que alcanza el borde de la alfombra. Los susurros aumentan de volumen hasta que el zumbido de múltiples voces se convierte en un grito dentro de mi cabeza. Me obligo a seguir adelante, a agarrar la esquina de la alfombra con unos dedos que apenas son capaces de cerrarse sobre el delicado tejido.

La echo atrás y cesan los susurros.

Ahí está el círculo, lo mismo que anoche. Y pese a que los susurros se han acallado, la reacción de mi cuerpo ante el círculo se vuelve más violenta aún. Creo que voy a vomitar. Sin el abrigo de la oscuridad compruebo que son recientes las hendiduras donde la madera ha sido extraída para formar el círculo. No se trata de un vestigio de la estancia de mi madre en la habitación oscura, sino de algo mucho más reciente.

Vuelvo a colocar la alfombra encima del círculo y me alzo sobre mis tambaleantes piernas. No voy a dejar que eso me ahuyente de la habitación. De la habitación de mi madre. Me obligo a ir hacia el armario tal como había planeado, aunque he de rodear la alfombra, pues mis pies no pueden, no permiten que me acerque demasiado.

Abro las puertas del armario y efectúo una rápida inspección, a sabiendas de que no es tan concienzuda como debería ser y de que ya no me importa tanto. Ahora sí que tengo que salir de la habitación.

En cualquier caso, dentro del armario no hay nada digno de mención. Algunos vestidos viejos, una capa, cuatro corsés. Lo que trajo a mi padre a esta habitación es tan inexplicable como el porqué de la presencia de Alice aquí anoche y lo que ahora me ha traído a mí al mismo lugar.

Camino alrededor de la alfombra dirigiéndome hacia la puerta lo más rápido posible sin echar a correr. Cuanta más distancia pongo entre mí y la alfombra, entre mí y el círculo, tanto mejor me siento, aunque no bien del todo.

Cierro la puerta tras de mí con más fuerza de la que debiera. Me apoyo contra la pared y expulso la bilis que ha surgido en mi garganta. No sé cuánto tiempo permanezco allí de pie, recuperando el aliento, esforzándome por contener esos síntomas físicos, pero durante todo ese rato cosas aterradoras invaden mi mente.