—Bonsoir. Puis-je vous aider à trouver quelque chose?[8] —pregunta el sacerdote.
Le miro con recelo mientras me acerco a él, ya en la sala desde la que se accede a la cripta. Acabo de subir las escaleras y él no se me ha acercado hasta que ya estaba a cierta distancia de la entrada de la gruta. Mientras me aproximo, echo una ojeada a su cuello y me alivia comprobar que no lleva la marca de la guardia.
—Non, père. Je me suis promenais dans la cathédrale et suis devenu perdu —le ofrezco una sonrisa nerviosa con la excusa de haberme perdido. Luego, por si acaso, le aseguro que puedo encontrar yo sola la salida—. Je peux trouver ma voie en arrière d’ici, merci[9].
El sacerdote asiente con la cabeza, mirando despectivamente mis pantalones. Me había olvidado por completo de ellos y siento una inapropiada necesidad de soltar una carcajada. Por un instante me olvido de que acaso sigo en peligro mortal y me apetece compartir con Luisa y con Sonia mi regocijo. Sonrío ante la idea, pues sé que a ellas también les habría costado contener la risa.
Paso de largo junto al sacerdote y me dirijo a la puerta. Él se queda en el centro de la sala, observándome como si fuese un vulgar delincuente, pero supongo que no puedo culparle por ello, con mi aspecto desaliñado y mi atuendo masculino.
Forzada a seguir avanzando, abro la gran puerta y echo un vistazo a uno y otro lado del callejón, al principio con cautela y luego más abiertamente, cuando compruebo que no hay nadie afuera. En cuanto me aseguro lo más posible de que el camino de regreso a la catedral está despejado, me deslizo afuera y recorro la calle a toda prisa. Alcanzo la puerta de la iglesia con un suspiro de alivio, pero cuando trato de empujarla para abrirla, me doy cuenta de que está cerrada.
Lo intento de nuevo, empujo cuanto puedo, pero no se mueve. Trato de calmar el flujo de sangre que corre por mis venas cuando oigo un sonido a mi espalda. Al darme la vuelta para ver quién está ahí, me encuentro con algo que no esperaba. Por lo menos, al principio.
Un gran gato blanco salta desde lo alto de un muro de piedra que recorre la calle. El animal camina lánguidamente hacia mí. A pesar de que debería sentirme aliviada porque se trata tan solo de un gato, hay algo en sus movimientos que me inquieta. Sé de qué se trata instantes después, cuando los ojos color verde esmeralda se posan en los míos justo antes de que perciba el resplandor que irradia al convertirse en cuestión de segundos en el rubio guardián. Cambiar de forma no parece costarle el menor esfuerzo, pues continúa avanzando en mi dirección con una siniestra sonrisa plantada en la boca. La actitud parsimoniosa con que se acerca no sirve para disminuir mi miedo. Su despreocupación me aterroriza, parece tan seguro de su triunfo que ni siquiera necesita darse prisa.
Deslizándome a lo largo del muro de la iglesia, avanzo paso a paso hacia la única entrada que estoy segura de que no está cerrada, la de la fachada principal, por la que entré antes. No me atrevo a apartar los ojos de él. Intento sopesar si tengo más posibilidades de escapar si me doy la vuelta y echo a correr o si sigo el juego que él parece dirigir.
Aún me encuentro a cierta distancia del final de la estrecha calle cuando acelera el paso y camina más decididamente. El movimiento provoca que se le abra ligeramente el cuello de la camisa y puedo ver la serpiente enrollada en su cuello como una torques. Noto la presión que ejerce sobre mí cuando se me encoge el estómago de miedo.
No tomo la decisión de echar a correr de forma consciente. Simplemente lo hago cuando me grita mi instinto que es la única manera de escapar del guardián de Samael y de la siniestra atracción que siento por la serpiente que constituye su marca.
El empedrado está resbaladizo bajo mis pies, no puedo correr tan aprisa como querría por miedo a caerme. Los pasos que me siguen se apresuran. No falta mucho para llegar a la fachada de la catedral, pero el tiempo parece alargarse y distorsionarse en mi huida. Creo estar a salvo cuando doy la vuelta a la esquina que lleva a la entrada del templo. Pero subestimo lo resbaladizo que está el suelo de piedra y caigo de bruces, golpeándome con tal fuerza que hasta me castañetean los dientes.
Apenas me lleva unos segundos ponerme en pie y continuar corriendo, pero no lo hago lo bastante deprisa. Ese tropiezo ha retrasado mi avance y, cuando subo a toda prisa los escalones de la iglesia, la brisa vespertina trae hasta mí el olor a sudor rancio del guardián.
Al llegar por fin a lo alto de las escaleras, arremeto contra el picaporte de la gran puerta de madera justo cuando se me echa encima. En esta ocasión caemos ambos, él me agarra firmemente de un pie, mientras yo trato de alcanzar la puerta de la iglesia, mi única salvación. Se me caen de la espalda el arco y la mochila y aterrizan a cierta distancia.
—Dame… las… páginas —su voz es un gruñido. Se me echa encima hasta que siento como si las mismas palabras reptasen por mi piel.
—¡No las tengo! —le grito en un desesperado intento por liberarme, con la esperanza de que solo desee las páginas, y no mi muerte, como me temo—. ¡Suéltame! ¡Yo no las tengo!
No me responde. Su silencio total me aterroriza más que cualquier cosa que pudiera decir. Mientras me tira de una pierna, acercándome más a él, la serpiente enroscada en su cuello parece deslizarse y avanzar en mi dirección, hasta tengo la sensación de que escucho su siseo. Inspecciono la zona de acceso a la catedral en busca de Dimitri o de alguien que pudiera ayudarme. Pero esta vez nadie acude a salvarme. Al menos, no Dimitri. Ni las hermanas. Ni ninguno de los dones que poseo en los otros mundos.
Me fijo en mi mochila. Las flechas sobresalen de su interior, pero no es eso lo que me hace albergar esperanzas. No. Es el puñal de mi madre, caído a un par de pies de distancia, lo que pone freno a mi desesperación. Me recuerda que mi salvación está en mis manos. Depende de mí y de las fuerzas que he reunido en este mundo.
Levanto la pierna que me queda libre y le propino al guardián una patada feroz en la cara. Eso hace que se derrumbe hacia atrás, arrastrándome consigo unas cuantas pulgadas, a pesar de que afloja su presa sobre la otra pierna. Ayudándome de los brazos para acercarme a ella, cojo la mochila y arrastro conmigo al hombre momentos antes de que se recupere y me agarre con más fuerza de la pierna. Esta vez me arrastra de nuevo hacia él, soltando un aullido gutural.
Es un aullido primario, de dolor, que me conecta con alguna parte perdida de mí y me recuerda mi lugar en la profecía y el papel que desempeño en la lucha contra las almas. Le lanzo otra patada, esta vez con todas mis fuerzas, y de nuevo mi pie va a parar a su cara. Lo hago con tal fuerza que se me resiente el cuerpo hasta la médula y no puedo evitar pensar que he de agradecer a tía Abigail y a su piedra que se haya aflojado un poco la presión de las manos del guardián sobre mi pierna. Eso me permite estirarme lo bastante como para que mis dedos se cierren alrededor del puñal.
No sabría decir si el calor de la piedra me presta fuerzas suplementarias o, sencillamente, me hace sentir menos sola. Como si tía Abigail y todo su poder y sabiduría estuviesen conmigo. Supongo que no importa, pues rápidamente muevo el puñal en una trayectoria parabólica hacia el rostro del guardián y le golpeo en el cuello con tal ímpetu que acaba por soltarme del todo el pie.
Sus ojos reflejan sorpresa momentos antes de que la sangre extienda sobre su camisa blanca una mancha de considerables dimensiones. La serpiente de su cuello se retuerce como si estuviese viva y trata de darme alcance llena de furia, pero en vano, instantes antes de que el rostro del guardián se transforme en el del gato del callejón, en el de un labrador y en el de un caballero, hasta volver por fin a su propia y aterradora esencia. Me doy cuenta de que son todas las formas que ha adoptado desde que cruzó a mi mundo a través de alguna antigua puerta.
En esta ocasión no me desplazo a gatas, sino que echo a correr. Me pongo en pie y me lanzo hacia la puerta. Casi no siento su peso bajo mis manos mientras la abro. Tras cerrarla de golpe a mis espaldas, no me detengo a recuperar el aliento. Regreso al interior de la iglesia, poniendo cierta distancia entre mí y la puerta, pero sin apartar mis ojos de ella. Durante un buen rato me quedo mirándola, esperando que el guardián entre en cualquier momento, que se rinda a la muerte con tal de seguirme al interior de este lugar inviolable para las almas.
No sé el tiempo que me lleva cerciorarme de que no vendrá, pero al cabo de un rato me dejo caer en el suelo, aliviada, con la espalda apoyada contra la pared y los ojos fijos aún en la puerta.
Dimitri vendrá. No sé cuándo, pero estoy tan segura de que vendrá como de que el sol sale y se pone. Me abrazo las rodillas susurrando las palabras de la página perdida para confiárselas a mi memoria.
Susurro en la penumbra de la catedral. Y aguardo.
Esta vez es Alice quien viene a mí.
Estoy dormida en la catedral con la espalda aún reclinada sobre la pared cuando noto su presencia. Abro los ojos y me la encuentro al fondo de la nave que lleva desde la puerta al altar. Desde lejos parece traslúcida, igual que la noche en la que estaba en las escaleras de Milthorpe Manor, pero, al acercarse, observo con horror que crece y se solidifica. Cuando se planta frente a mí, su presencia es casi tan sólida como si se tratase de un cuerpo físico y no de una figura espiritual en el plano astral. No me sorprende comprobar que cada vez tiene más poder.
Me escruta con una expresión que jamás le había visto. Pienso que tal vez se trate de una vil mezcla de odio y admiración.
—De modo que has encontrado lo que buscabas —dice por fin.
Hasta en su forma espiritual, mi hermana me infunde cierto temor siniestro. Levanto la barbilla, tratando de aparentar indiferencia.
—Sí, y ya es demasiado tarde para que tú o las almas os apoderéis de ello. Lo he destruido.
Ni siquiera parpadea y me pregunto si no lo sabría ya, si no me habrá estado observando desde el plano astral.
—En realidad, las páginas perdidas nunca nos interesaron, salvo en la medida en que podían ayudarte a ti. Nosotros tan solo deseamos un final para la profecía, y las páginas no hacen falta para que se cumpla.
—De modo que todo lo que habéis hecho era para mantenerme apartada de las páginas, pero no para robarlas vosotros —no se trata de una pregunta. Estoy pensando en los perros, en el kelpie, en Emrys… Todos al servicio de las almas para evitar que llegase a Chartres, trabajando todos conjuntamente para que no termine con la profecía.
—Por supuesto —sonríe, golpeándose ligeramente la cabeza con un dedo—. Supongo que pensarás que has ganado, que al haber encontrado las páginas serás capaz de anular la profecía y terminar con ella a tu gusto —su mirada mantiene intacto su regocijo—. Pero te equivocas, Lia. No sabes cómo hacerlo.
—No sé qué quieres decir, Alice.
Se me acerca aún más, hasta colocarse justo enfrente de mí, y se coloca en cuclillas para ponerse a mi altura.
—Ya lo descubrirás, Lia —llamaradas de fuego asoman a sus ojos color esmeralda—. Puede que hayas encontrado lo que buscabas, pero hay cosas que siguen perdidas, cosas que requieren más respuestas, que son más peligrosas. Y lo más importante de todo: hay algo que necesitas y que no conseguirás jamás.
—¿Y qué es, Alice?
Titubea un instante antes de responder con una sola palabra:
—A mí.
El vacío de su sonrisa es tal que un escalofrío me recorre la espalda. No tengo ni idea de qué es lo que quiere decir, pero ya no queda tiempo para más reflexiones. Nuestras miradas se entrecruzan apenas un segundo y al momento Alice desaparece. De nuevo me quedo a solas en la oscuridad de la catedral.