Montada en mi caballo fuera del establo, inspecciono el terreno y las opciones que tengo.
El niño me ha dicho que ha enviado al guardián en la dirección contraria a la ciudad, pero nada me garantiza que no haya cambiado de rumbo y haya ido a buscarme a Chartres, especialmente si piensa que allí están escondidas las páginas.
Me vuelvo sobre el caballo para echar un vistazo al bosque que queda detrás de la granja de piedra. Su frondosa sombra proporciona más lugares donde ponerse a cubierto que el terreno abierto que se extiende hasta Chartres, pero no sé lo que ha pasado con Dimitri ni dónde puede estar el resto de la guardia. Quizás me daría de bruces con ella si volviese a entrar en el bosque. Al menos, en Chartres puedo refugiarme en la iglesia.
Y quizá encuentre allí las páginas perdidas. Desde luego, si existe un modo de lograr tenerlas en mis manos, lo encontraré.
Mantengo la ciudad a la vista y aprieto los talones contra los flancos de Sargento. Él sale disparado, sus cascos golpean la tierra con estruendo. Cruzamos el campo como impulsados por el viento.
Parece ser consciente del peligro que corremos.
A pesar de que el sol brilla con intensidad tornando doradas las hierbas silvestres y de que el viento mece el trigo que crece por todas partes, resulta aterrador lo despejado que está el terreno. Tanta belleza y ni un lugar donde esconderse. Mi corazón se endurece al reflexionar sobre ello. He dejado de esconderme, pienso.
Sin embargo, llevo el alma en un puño todo el camino. Casi me sorprende atravesar el campo sin escuchar los ruidos del caballo del guardián a mi espalda. La ciudad está cada vez más cerca. Por fin llego y tuerzo por lo que parece ser una calle principal.
Chartres no es tan pequeña como parece desde lejos, aunque hay poca gente paseando por sus polvorientas calles. No parecen tener mucha prisa y me miran al pasar con curiosidad y fastidio. Contemplando sus tranquilos rostros, deduzco que lo más probable es que haya alterado la rutina de una de tantas e interminables jornadas tranquilas y sin incidentes.
No obstante, mi tarde en Chartres va a ser cualquier cosa menos tranquila, pues mientras doblo por una estrecha calle, tratando de seguir las agujas de la catedral, me doy de bruces con el rubio guardián, que habla en la esquina con una mujer mayor. Aún sigue montado sobre su caballo e incluso desde la distancia a la que me encuentro, percibo el trasfondo bestial de su voz. De pronto deja de hablar, como si sintiese mi presencia, y gira la cabeza en mi dirección.
No sé lo que tardo en ponerme en movimiento. Todo parece acelerarse y ralentizarse al mismo tiempo. Solo sé que cuando hago girar a Sargento en dirección a la iglesia, el guardián espolea a su caballo dejando a la mujer plantada en la esquina, con la palabra en la boca.
Va justo detrás de mí mientras atravieso la ciudad, disparada, zigzagueando por una y otra calle, desesperada por llegar hasta la catedral. Hago varios intentos desafortunados. En un par de ocasiones me lanzo por callejuelas que parecen conducirme a la iglesia, pero que al final terminan por alejarme por completo de ella. Mi perseguidor no parece conocer mucho mejor la ciudad y se rige por las mismas limitaciones terrenales que yo. Aunque pienso que conseguirá encontrar un lugar para cortarme el paso, se mantiene todo el rato detrás de mí.
Por fin doblo por una calle polvorienta que conduce a una colina. Entonces veo el letrero que reza: «Catedral de Notre Dame de Chartres». Sigo una curva de la calle y la veo suntuosamente plantada en lo alto de una colina. Sus chapiteles se elevan por encima de los antiguos muros de piedra y parecen tocar el mismísimo cielo. Sargento, con una respiración cada vez más ruidosa y violenta, sube por la calle seguido de cerca por el guardián.
Me preparo para desmontar y correr para ponerme a salvo en la iglesia mientras nos aproximamos a la fachada de la catedral. Cada vez está más cerca, por fin la alcanzo. Una vez a los pies de su imponente fachada, apenas aminoro la velocidad antes de saltar al suelo con mayor impulso del que tenía previsto. Sin aliento y tambaleante, trato de ponerme derecha cuando veo a mi perseguidor entrando por la calle a mis espaldas.
Nunca he agradecido más llevar pantalones que al subir corriendo hacia las enormes puertas de madera de la catedral en forma de arco. Subo los peldaños de dos en dos. El arco me golpea la espalda mientras me muevo lo más aprisa posible, teniendo cuidado de no caerme sobre las viejas piedras. Si tropiezo, será la última vez que lo haga, pues oigo al guardián pisándome los talones. Sus pasos son más grandes que los míos y cada vez están más próximos, hasta que estoy segura de que lo tengo justo detrás de mí.
No me vuelvo a mirar atrás cuando llego a las puertas. Simplemente, agarro un enorme picaporte de hierro y empujo hasta que la puerta se abre una rendija. Es cuanto necesito. Me deslizo a través de ella y la cierro de golpe tras de mí mientras entro en el fresco refugio de la catedral.
Me aparto de inmediato de la puerta y me quedo apoyada contra la pared. Después de la frenética carrera por la ciudad y de la subida por la colina hasta la catedral, el silencio de la nave resulta ensordecedor. Mi respiración, ruidosa y entrecortada, rebota como un eco contra las paredes de piedra. Durante un instante me quedo con la vista fija en la puerta y trato de respirar con normalidad. Pese a lo que me dijo Dimitri, estoy casi segura de que el guardián va a entrar de golpe por la puerta. Sin embargo, no lo hace e instantes más tarde me atrevo a alejarme de la entrada y a internarme en la cavernosa iglesia.
Es inmensa, el techo es tan alto que parece apenas una sombra sobre mi cabeza. Las complicadas vidrieras esparcen un arco iris de luz tenue sobre las paredes y el suelo de la catedral, puedo ver elaboradas tallas en piedra que representan santos y escenas bíblicas. La oscuridad acecha en las salas que hay más allá del altar, pero me encamino rápidamente hacia ellas. Tal vez el guardián no pueda entrar en la iglesia, pero su enorme tamaño me hace sentir vulnerable. Todo es demasiado misterioso en este lugar. Tan solo quiero encontrar la gruta sagrada y comprobar si es ahí donde se encuentran las páginas perdidas.
Después de pasar junto al altar, llego a un enorme corredor. Por los muchos viajes que hice con mi padre, sé que los monumentos históricos a menudo tienen letreros para guiar a los visitantes hacia los lugares más destacados, así que inspecciono las paredes mientras me apresuro por llegar a la parte trasera de la iglesia. Por el camino me encuentro unas cuantas puertas cerradas, pero no me atrevo a abrirlas.
Tuerzo por un corredor más estrecho y descubro un débil haz de luz solar que proviene de una puerta situada en un lateral de la iglesia. Sigo la luz hasta la puerta y me alivia comprobar que está entreabierta. Empujo para abrirla un poco más y me asomo por la rendija.
Al principio me decepciona comprobar que me asomo a una estrecha calle. Parece una locura perder el tiempo en una zona que ni siquiera está dentro del santuario, pero algo me llama la atención en un edificio más pequeño, no muy lejos de la catedral.
Un letrero en el que pone: «Casa de la cripta».
Por supuesto, no hay forma de saber si las páginas están realmente escondidas allí, pero no he llegado hasta aquí para quedarme sentada mientras el guardián me acecha fuera de la catedral. Durante un momento considero la posibilidad de esperar a Dimitri, pero a los pocos segundos descarto la idea. Dimitri me ayudó mientras atravesábamos el bosque que conducía a Altus, pero yo he recorrido sola muchos senderos oscuros y tenebrosos hasta llegar aquí. Si me doy prisa, debería llevarme menos de un minuto recorrer la estrecha calle hasta la entrada de ese edificio. Dudo que la proximidad de la catedral me proteja, pero no tengo elección, así que echo una ojeada por los alrededores para asegurarme de que no hay nadie en la calle antes de deslizarme por la rendija que deja la puerta entreabierta.
Debe ser bastante tarde, pues el sol ya casi está desapareciendo tras los edificios del otro lado del callejón. También noto que ha bajado la temperatura en el poco tiempo que llevo dentro de la catedral. Pronto caerá la noche. Ese pensamiento me estimula a seguir adelante. Enseguida alcanzo la entrada de la cripta sin incidentes y empujo la puerta para abrirla. Aunque es grande, parece enana en comparación con las de la catedral.
Cuando cierro la puerta, me encuentro en medio de una sala pequeña y humilde. A pesar de que no hay tallas ornamentales ni vidrieras, se instala en mi alma una profunda sensación de paz. No sé por qué, pero este lugar sin pretensiones y desprovisto de suntuosidad me resulta más acogedor que ningún otro, a excepción de Altus. Noto un calor familiar sobre mi pecho y cuando me llevo la mano a él, siento el calor de la piedra.
Tras adentrarme más en la sala, me alivia comprobar que es bastante pequeña. Hay muy pocas puertas y un solo corredor. Imagino que el edificio se levantó al azar encima de la gruta, mientras la catedral recibía las mayores atenciones. Al llegar al fondo de la sala, me encuentro con un estrecho acceso a unas escaleras de caracol. Los peldaños son de piedra. Comienzo a bajarlos sin el menor titubeo, la piedra está cada vez más caliente bajo mi blusa.
Me apoyo en las paredes para sujetarme mientras bajo. Me maravillo del frío y la humedad que suben de las profundidades de la cripta. Me envuelve el aroma de la misma Tierra. Descender por las escaleras es como volver a casa. De alguna manera, estoy convencida de que estas paredes han contemplado muchos sucesos a lo largo de miles de años y han ocultado y protegido cosas preciosas para nuestra causa.
Cuando por fin pongo un pie en el suelo de la gruta, me quedo sorprendida por su tamaño. Las paredes son enteramente de piedra y, aunque los techos no son tan altos como los de la catedral, se levantan muy por encima de mi cabeza. La cripta en sí misma es bastante ancha y hay una distancia considerable de un extremo a otro. De hecho, es más grande que la sala que hay encima. Al estar iluminada únicamente por antorchas dispuestas en las paredes, mis ojos tardan unos instantes en habituarse a la tenue luz.
Cuando lo hacen, es el altar del fondo lo que me llama la atención.
Recorro la cripta en toda su longitud, tratando de andar lo más silenciosamente que puedo. Dudo que reprendan a nadie por rezar en un sitio así, pero seguro que lo harían por lo que quizás tenga que hacer yo para encontrar las páginas. Al llegar al altar, me tomo unos instantes para observar la imagen que hay allí. Se trata de una representación hermosa, aunque corriente, de una mujer vestida con una túnica, imagino que será la Virgen María.
A los pies de la guardiana. No una virgen, sino una hermana.
Tras lanzar una última ojeada a mi alrededor, me dirijo a la imagen y me arrodillo a sus pies. Siento la piedra fría y dura en mi piel a pesar de los pantalones.
Inspecciono el suelo en busca de cualquier cosa que pueda revelarme un escondite, pero no tardo en descartar esa idea. Empiezo a sentirme decepcionada cuando observo el suelo que hay bajo el altar y la imagen. Es todo igual. Una interminable extensión de piedra gris sin ninguna característica distintiva bajo esa débil luz.
Eso es lo primero que pienso, pero después veo una línea oscura, poco más que una mancha, que recorre una de las losas.
Me echo hacia atrás para abarcarla mejor con la vista, pues quizás mi proximidad me dificulte descifrar lo que hay allí. Entonces veo que la línea continúa en la siguiente piedra y en la de más allá. Empiezo a comprender, limpio con mi manga parte del polvo y me pongo en pie de un salto. Luego retrocedo unos pasos para comprobar mi teoría.
Noto cómo una sonrisa se extiende por mi rostro, pese a que no hay nadie que pueda verla. Tampoco yo me habría imaginado nunca que podría sonreír al ver tal símbolo.
Ahí, sobre el suelo que piso, está el mismo símbolo que tiene mi medallón. Esa línea oscura que se extiende sobre siete losas de piedra forma el Jorgumand. Y en el centro, a pesar de estar ennegrecida, desvaída y cubierta de siglos de mugre, aún se distingue la C.
La C del caos. El caos de los tiempos.
Me agacho rápidamente sobre el suelo para palpar el contorno de la marca del Jorgumand en busca de una losa suelta. Al rato me doy cuenta de que no sirve de nada; todas las losas que soportan una parte de la serpiente están fijas y me duelen las yemas de los dedos después de un rato de intentar levantarlas. Pero todavía me queda la última losa del centro, la que lleva la letra C, y cuando la noto moverse bajo mis dedos, me sorprendo de mi estupidez.
Hace rato que debería haberme dado cuenta de que era esa.
Meto la mano en la mochila para extraer mi puñal. Las numerosas piedras preciosas engarzadas en el mango destellan a la escasa luz de la gruta. Recuerdo cuando lo encontré en la habitación de Alice, en Birchwood, con restos de astillas de madera aún pegados en su brillante hoja. Astillas que procedían del suelo de mi habitación, de cuando Alice anuló el hechizo de protección para hacerme más vulnerable a las almas en el plano astral.
Esta vez el puñal será empleado con un propósito más noble.
Soltar la piedra marcada no es fácil. Me paso un buen rato escarbando para retirar la mugre y la antigua argamasa que rodean la losa. Introduzco el puñal cada vez más hondo en las ranuras que la rodean. Cada pocos minutos me detengo a comprobar los resultados y me desespero cuando no consigo más que moverla de un lado a otro. Ya he perdido toda noción del tiempo cuando, por fin, la losa comienza a moverse con facilidad y pienso que podré levantarla.
Tras devolver el puñal a la mochila, introduzco los dedos en las aberturas que rodean la losa. No hay mucho espacio para manipularla, pero consigo desplazar la piedra adelante y atrás en un esfuerzo por arrancarla del suelo. Durante un rato tiro y empujo en vano. Pero no es el ángulo adecuado. Entonces tiro de ella verticalmente, aunque sigue sin haber espacio suficiente para agarrarla bien. La piedra me rompe lo poco que me queda de las uñas y me sangran los dedos a causa del esfuerzo, pero enseguida comienzo a notar que hay cada vez más espacio a ambos lados de la losa. Introduzco las puntas de los dedos aún más en los estrechos espacios laterales y me muerdo el labio para no gritar cuando las piedras colindantes me arañan y cortan mis ya de por sí tiernas carnes. Sabedora de que no cuento con un número ilimitado de oportunidades antes de que mis manos cedan al peso, agarro la losa con todas las fuerzas que me quedan.
Y tiro.
La piedra pesa mucho más de lo que aparenta. Me tiemblan las manos al levantarla del suelo, por un instante creo que se me va a caer. Pero eso no ocurre.
Como por un milagro, consigo sostenerla hasta que la aparto de la sima que revela su ausencia. Ni me molesto en recuperar el aliento. Deposito la piedra a un lado y me asomo por lo que parece un abismo infinito. Está oscuro como boca de lobo. Introduzco la mano en sus oscuras y húmedas profundidades para palpar los alrededores. No me importan los insectos, el moho ni la suciedad, ni me sorprenden las cosas extrañas con que se topa mi mano mientras baja hacia el fondo.
Es mucho más hondo de lo que esperaba. Antes de llegar al fondo, casi me ha engullido ya el brazo hasta el hombro, pero cuando lo consigo, de inmediato toco con la mano algo más blando y caliente que la piedra que lo rodea. Lo agarro y saco un pequeño retazo cuadrado de cuero.
Tras colocar la losa de vuelta en su sitio, compruebo que todo está igual que cuando llegué. Luego, me levanto hasta el altar y abro el cuero que esperaba escondido en el subsuelo.
Retengo el aliento cuando mis ojos se fijan en un trozo de papel fino y quebradizo. Tras apartarlo del cuero, lo desdoblo con cuidado. Parece tan viejo como el tiempo. Como está arrugado, lo aliso con cuidado, fijándome en las palabras que hay escritas en él.
Entonces es cuando me doy cuenta de que no se trata de uno, sino de dos trozos de papel.
Sostengo cada uno con una mano y observo a la escasa luz de un cirio de la gruta primero uno y luego el otro. No tardo mucho tiempo en comprenderlo.
Uno de los trozos de papel es un rectángulo con bordes perfectamente lisos y en él hay unas palabras impresas en latín. Lo reconozco como parte del Librum Maleficii et Disordinae, El libro del caos, que encontré en la biblioteca de mi padre en Birchwood Manor hace casi un año. El latín nunca ha sido mi fuerte. Solo gracias a la traducción de James conseguí leer aquel primer fragmento horrendo de la profecía.
Por eso respiro aliviada al contemplar el segundo papel, claramente arrancado de algún otro sitio, pues no es tan perfecto y regular como la página del libro. No. Es un pequeño trozo de papel que también contiene palabras de la profecía, pero recogidas por una escritura torcida y apresurada.
Sin embargo, eso no es lo más importante.
Lo más importante es que esas palabras torcidas y apresuradas están en inglés, traducidas hace mucho tiempo, como si alguien supiese que sería yo quien vendría a la cripta de Chartres y que necesitaría desesperadamente leer las palabras de la última página de la profecía.
Tras soltar un suspiro de alivio, coloco la página del libro detrás de la traducción. Entonces inclino la cabeza hacia la tenue luz de las velas.
Y leo:
Pero del caos y de la locura alguien surgirá
para guiar a los ancianos y liberar la piedra,
arropada por la santidad de la comunidad de las hermanas,
a salvo de la bestia y de sus ataduras,
libre de la profecía,
de su pasado y su inminente fatalidad.
Piedra sagrada, liberada del templo,
Sliabh na Cailli’,
portal de los otros mundos.
Hermanas del caos,
volved al vientre de la serpiente,
al final de Nos Galon-Mai.
Allá, en el círculo de fuego iluminado por la piedra,
reuníos cuatro llaves marcadas por el dragón,
ángel del caos, marca y medallón.
La bestia será desterrada
a través de la puerta de la guardiana
por la comunidad de las hermanas con el rito de los caídos.
Abre tus brazos, señora del caos,
para anunciar la confusión de los tiempos,
o ciérralos y prívala de su sed de eternidad.
Al llegar al final me doy cuenta de que solo se trata de una página. Solo es una la página perdida de la profecía. Aunque me resulta imposible descifrar su significado aquí y ahora, estoy segura de que es todo cuanto necesito.
No voy a permitirme el lujo de llevar encima la página mientras pueda haber fuera de la cripta un alma esperándome. De modo que la leo. La leo hasta estar completamente segura de haberla memorizado, hasta saber que podré recitar las palabras incluso en mi lecho de muerte, espero que dentro de muchos años.
Después sostengo ambos papeles sobre la llama de una vela y contemplo cómo se queman.