Aún es de noche cuando Una me despierta.

Se me cae el alma a los pies cuando me entrega un montón de ropa doblada y me doy cuenta de que se trata de los pantalones de montar y de la blusa que llevaba cuando llegué a Altus. Durante mi estancia en la isla me he acostumbrado a la túnica de seda. Me he acostumbrado a muchas cosas.

Mientras me lavo y me visto, Una mete en mi mochila suficiente comida y bebida para Dimitri y para mí hasta la primera parada. Yo ya he empaquetado mis flechas y mi puñal para el viaje. Aunque sé que Dimitri estará también a mi lado para protegerme, la traición de Sonia me recuerda que lo mejor es confiar en mí misma por si acaso.

No se me ocurre nada más que pueda necesitar.

Me reconforta el calor de la piedra de víbora sobre mi piel. Se desliza fácilmente bajo mi blusa y, mientras me ajusto las mangas, mis ojos se posan en el medallón que aún sigue alrededor de mi muñeca. He estado pensando en dejarlo al cuidado de los Grigori, de las hermanas, incluso de Una, pero me es imposible pensar en nadie a quien pueda confiárselo después de lo que sucedió con Sonia.

Una sigue mi mirada hacia mi muñeca.

—¿Va todo bien?

Asiento con la cabeza y me abotono la parte delantera de la blusa.

—¿Preferirías…? —titubea antes de continuar—. ¿Preferirías dejar aquí el medallón? Por si te sirve de ayuda, yo te lo guardaría, Lia.

Me muerdo el labio inferior considerando su oferta, aunque ya he pensado en ello varias veces.

—¿Puedo preguntarte una cosa?

—Por supuesto.

Me remeto la blusa en los pantalones mientras pienso en lo que voy a decir.

—¿A alguno de vosotros aquí en Altus, a los Grigori, a los hermanos, a las hermanas, podrían… tentaros las almas?

Se da la vuelta y se encamina hacia el pequeño escritorio que se encuentra tras ella para coger algo de su superficie.

—Al consejo de los Grigori, no. Jamás. A los hermanos y hermanas, bueno… No del mismo modo que a Alice y a ti. Vosotras sois la guardiana y la puerta, y por eso sois mucho más vulnerables para las almas.

—Me parece que me ocultas algo, Una.

Se aleja de la mesa y viene hacia mí con algo entre los brazos.

—No estoy ocultándote nada intencionadamente. Es que no es fácil de explicar. Verás, un hermano o una hermana no influirían directamente en la capacidad de las almas para cruzar a este mundo ni en el destino de Samael. Pero las almas pueden tentar a los hermanos y a las hermanas para que trabajen a su favor tratando de manipular a quienes tienen más poder.

Como Sonia y Luisa.

—¿Alguna vez ha ocurrido eso en la isla? —le pregunto.

Una suspira y me doy cuenta de que le duele continuar.

—Ha habido… incidentes, en ocasiones han pillado a alguien tratando de influir en el curso de los acontecimientos para ayudar a las almas. Pero no sucede a menudo —esto último lo añade apresuradamente, como si quisiera tranquilizarme, pese a que saber eso no puede resultar en absoluto tranquilizador.

Es tal como yo pensaba, tal como intuía. No existe nadie a quien pueda confiarle el medallón. Nadie excepto yo misma, y hasta de eso dudo a veces, cuando noto cómo me tira de la muñeca.

Me abotono las mangas de la blusa, cubriendo la cinta de terciopelo negro.

La mirada de Una desciende hacia mi muñeca.

—Lo siento, Lia.

Noto cómo vuelven a saltárseme de nuevo las lágrimas y trato de mantener la compostura volviéndome para contemplar la habitación que ha sido mía mientras he estado en el santuario. Me prometo guardar en la memoria las sencillas paredes de piedra, la calidez del desgastado suelo, ese olor húmedo y dulce al mismo tiempo. No sé si volveré a ver todo esto de nuevo.

Quiero recordarlo para siempre.

Por fin me vuelvo hacia Una. Ella sonríe y me ofrece un objeto.

—¿Para mí?

Asiente con la cabeza.

—Quería que tuvieses algo… algo que te recordara a todos nosotros y tu estancia en Altus.

Cojo el objeto de sus brazos, sorprendida por lo blando que es, y lo extiendo. Se me seca la garganta de la emoción al desplegar la seda violeta. Es una capa de montar hecha con la misma tela de las túnicas de fiesta de las hermanas.

Una ha debido de interpretar mi emocionado silencio de otro modo, pues interviene rápidamente.

—Sé que cuando llegaste las túnicas te traían sin cuidado, pero yo solo… —se mira las manos y suspira al levantar la vista para toparse de nuevo con mis ojos—. Simplemente quería que nos recordaras, Lia. Ya me estaba acostumbrando a tu amistad.

Me inclino para abrazarla.

—Gracias, Una. Por la capa y por tu amistad. Estoy convencida de que volveremos a vernos de nuevo —me aparto de ella y le sonrío—. Nunca te estaré lo bastante agradecida por haber cuidado de tía Abigail en sus últimos días. Por cuidar de mí. Te voy a echar terriblemente de menos.

Cojo mi arco y mi mochila y me ato la capa alrededor del cuello, preguntándome si alguna vez tendré valor para quitármela. Luego, como parece que siempre me veo obligada a hacer, me doy la vuelta para marcharme.

La isla está iluminada únicamente por las antorchas que hay a lo largo del sendero, mientras Dimitri, Edmund y yo nos alejamos del santuario para bajar al puerto. Apenas tengo un vago recuerdo de cuando pusimos el pie en Altus. Aquellos primeros momentos en tierra firme no son más que un borrón, seguidos de aquellos dos días perdidos, durante los cuales no hice otra cosa que dormir.

Mientras nos encaminamos hacia el agua, los pantalones me tiran de los muslos y la blusa me raspa sobre el pecho. Al parecer, ya está muy lejos el mundo de las túnicas de seda y las sábanas sobre la piel desnuda.

Dimitri lleva puesta una capa parecida a la mía, aunque la suya es negra y más difícil de distinguir en la niebla. Cuando fui a su encuentro y al de Edmund en medio de la oscuridad, Dimitri enseguida se fijó en el suave pliegue de seda que rodeaba mi cuello.

Una sonrisa se dibujó en sus labios.

—Te sigue sentando bien el violeta.

Reconozco nuestra barca al llegar al muelle. Dos hermanas, vestidas con túnicas, se hallan sentadas en cada extremo de la embarcación con un remo en las manos. La isla dormida nos ha hecho callar y subimos sin hablar. Nada más acomodarnos, Dimitri y yo en la parte delantera de la barca y Edmund justo detrás de nosotros, las hermanas comienzan a remar para alejarse de la isla.

Las palabras susurradas por tía Abigail flotan por mi mente igual que la niebla que se levanta sobre el océano. Espero que nuestros guías sean de fiar y que Dimitri y yo no nos veamos obligados a encontrar solos el camino. No obstante, siento en mí un renovado empeño por hacer lo que sea necesario.

Al observar a las silenciosas hermanas remando mar adentro, de repente recuerdo una pregunta que de camino a Altus se quedó sin formular a causa de la nebulosa de mi agotamiento.

—¿Dimitri?

—¿Mmmm? —tiene la mirada fija en el agua.

Me acerco más a él y bajo la voz para no ofender a las hermanas que reman.

—¿Por qué guardan silencio las hermanas?

Parece sorprendido, como si se acabase de dar cuenta de lo extraño que es ser transportado por mujeres silenciosas.

—Es parte de sus votos. Prometen silencio para evitar revelar la localización de la isla.

Me giro para mirar a la hermana que rema al frente.

—Entonces, ¿no pueden hablar?

—Sí, pero no lo hacen fuera de Altus. Sería una violación de sus votos.

Me doy cuenta, tal vez por primera vez, de la entrega de las hermanas.

Viendo cómo Altus disminuye de tamaño, tengo la sensación de que habría que decir algo para remarcar su significado y la importancia de mi estancia allí. Pero al final no digo nada. Al final, hablar de ello tan solo diluiría el recuerdo del aire con aroma a jazmín y la suave brisa marina y la noche pasada en brazos de Dimitri, sin ninguna otra preocupación salvo la de ser juzgada inapropiadamente por aquellos que habitan un mundo totalmente distinto.

No aparto los ojos de la isla hasta que se desvanece en la niebla. Hace un instante había allá a lo lejos una pequeña mancha oscura y en un momento ha desaparecido.

La travesía marítima transcurre sin incidentes. Permanezco cerca de Dimitri, con mi pierna pegada a la suya, y en esta ocasión no me siento culpable al meter las manos en el agua.

Como la vez anterior, pierdo toda noción del tiempo. Al principio trato de calcular nuestra dirección con la esperanza de hacerme una idea de adónde vamos. Pero la niebla alimenta la voraz apatía que provoca el rítmico balanceo de la barca y al rato me doy por vencida.

Llevar la piedra sobre mi piel es un consuelo, sus pulsaciones prueban que el poder protector de tía Abigail aún continúa conmigo, que las almas no pueden usar el medallón, ni siquiera llevándolo yo tan cerca de la marca. Dejo vagar mis pensamientos mientras doy cabezadas sobre el hombro de Dimitri.

No hablamos ni entre nosotros ni con Edmund y me arrepiento de ello cuando el fondo de la barca tropieza con una playa que no veo hasta que ya estamos en ella. Dimitri y yo nos bajamos y nos dirigimos a la orilla. Edmund viene justo detrás de nosotros, mientras que las hermanas se quedan dentro de la barca. Hasta ahora no me había dado cuenta de que Edmund no lleva nada de equipaje. La ausencia más notable es su rifle, que siempre había estado presente durante nuestro viaje por el bosque que nos llevó hasta Altus.

—¿Dónde están tus cosas, Edmund? —mi voz, demasiado alta después del largo silencio a bordo de la barca, es una campanilla resonando al amanecer.

Él inclina la cabeza.

—Me temo que aquí es donde tengo que dejarles.

—¡Pero… si apenas hemos salido hace unas horas! Pensé que tendríamos tiempo para despedirnos.

Su respuesta es sencilla.

—Lo tenemos. No hay necesidad de despedirse ahora. Regresaré a Altus y cuidaré de las otras muchachas. Cuando la señorita Sorrensen se recupere, las acompañaré a ella y a la señorita Torelli de regreso a Londres. La veré de nuevo allí dentro de poco —parece algo arrogante, pero detecto el fantasma de la pena en sus ojos.

No se me ocurre qué más decir. La niebla sigue siendo espesa, incluso ahora que hemos salido del agua. La topografía de la playa no se distingue; todo lo que alcanzo a ver son hierbas meciéndose en la distancia.

Me vuelvo para mirar a Edmund.

—¿Qué hacemos ahora?

Mira a su alrededor, como si la respuesta a mi pregunta pudiera encontrarse en la densa bruma gris que cubre la playa.

—Supongo que deberán esperar. Me dijeron que les trajese a esta playa y que regresase luego a Altus. Otro guía vendrá a buscarles aquí —se vuelve a mirar a las hermanas de la barca y al parecer capta una señal que a mí me ha pasado desapercibida—. Tengo que marcharme.

Asiento con la cabeza. Dimitri da unos pasos adelante y le tiende la mano.

—Gracias por tus servicios, Edmund. Estoy deseando volver a verte en Londres.

Edmund le estrecha la mano.

—Confío en que cuidará de la señorita Milthorpe —es lo más cerca que llega de mostrar su preocupación.

Dimitri hace un gesto afirmativo.

—Con mi vida.

No nos decimos adiós. Edmund se limita a asentir. Se aleja de la playa y se adentra en las aguas poco profundas sin apenas salpicar. En unos instantes está ya otra vez dentro de la barca.

El peso de la tristeza que se instala sobre mis hombros no me es desconocido. Es ya como un viejo amigo. Segundos más tarde, Edmund y la barca desaparecen entre la niebla. Una persona más que desaparece, como si nunca hubiese existido.