Cruzamos las puertas de cristal del fondo del pasillo y, al momento, el mar se extiende ante nuestra vista. Brilla bajo la luz del sol y, a pesar de que se encuentra muy por debajo de nosotros, su olor es mucho más intenso que en cualquier otro lugar de Altus. Dimitri se inclina para acercar sus labios a mi oído.
—¿Qué te parece?
Me he quedado sin respiración. No puedo hacer justicia a lo que veo con palabras, así que contesto con una sonrisa.
Él extiende la mano para tocarme el pelo e incluso ahora me parece distinguir en sus ojos la sombra del deseo. Me quedo sorprendida cuando retira la mano con la peineta de marfil que me regaló mi padre hace mucho tiempo.
—Se te estaba cayendo —se limita a decir y me la entrega antes de dirigirse a las otras—. Hace un bonito día para dar un paseo. Sugiero que lo aprovechemos.
Se adelanta rápidamente, dejándonos solas, y a mí me asombra su capacidad para hacer y decir exactamente lo más indicado en el momento preciso.
Luisa, Sonia y yo caminamos sin hablar, con el viento sacudiendo nuestros cabellos y agitando nuestras túnicas. Juego con la peineta entre los dedos mientras andamos. Su suave superficie no consigue calmar la ira que hierve en mis pensamientos.
Por fin Sonia rompe el silencio con un leve suspiro.
—Lia, yo… No sabes cómo lo siento. Apenas recuerdo los últimos días en el bosque —desvía la mirada como si sacase fuerzas del agua de allá abajo—. Sé que hice cosas terribles, que dije cosas terribles. No era… yo misma. ¿Puedes perdonarme?
Tardo unos instantes en contestar.
—No se trata de perdonar —me adelanto a Sonia y a Luisa, tratando de contener la amargura que escucho en mi voz y que siento en mi corazón.
—Entonces…, ¿de qué se trata? —la desesperación es evidente en la voz de Sonia.
Dejo de caminar y me vuelvo para contemplar el agua. No oigo ruido de pies sobre la gravilla y me doy cuenta de que Sonia y Luisa se han detenido detrás de mí. Son tantas las palabras, las preguntas, las acusaciones… Son tan numerosas como los granos de arena de la playa de más abajo. Pero solo una importa ahora.
Me vuelvo hacia Sonia.
—¿Cómo pudiste hacerlo?
Deja caer los hombros, derrotada. Su sumisión y su debilidad no me inspiran ni simpatía ni compasión, sino una furia creciente cuyas riendas no he parado de sujetar desde la noche en que desperté y me la encontré presionando el medallón sobre mi muñeca. Durante un terrible instante busco algo a lo que agarrarme para dar rienda suelta a mi frustración.
—Yo confiaba en ti. ¡Te lo confié todo! —grito, lanzándole la peineta con toda la ira concentrada en mi cuerpo—. ¿Cómo vamos a confiar en ti ahora? ¿Cómo vamos a volver a confiar en ti?
Sonia se estremece, aunque la peineta es un arma inofensiva. Supongo que es eso, que a pesar de todo sigo queriéndola. Me resisto a hacerle daño, por mucho que me cueste reprimir ese impulso.
Luisa da un paso adelante, como para proteger a Sonia de mí. De mí.
—Basta, Lia.
—¿Por qué, Luisa? —le pregunto—. ¿Por qué debo dejar de plantear las preguntas que hay que hacer, por mucho que nos asusten?
No queda nada por añadir en el silencio que sigue. He dicho la verdad, las tres lo sabemos. He echado de menos a Sonia, la quiero y me preocupo por ella. Pero, a pesar de nuestros sentimientos, no podemos ignorar cosas que pueden costarnos caras, que podrían costarnos hasta la vida.
Luisa viene hacia mí, se agacha a coger unas cuantas piedras y se acerca más al borde del acantilado antes de arrojarlas al mar. Yo me quedo mirándolas volar por los aires. Es una diversión estéril, ya que estamos demasiado lejos del mar para ver cómo caen en las revueltas aguas de abajo.
—Lia, tienes razón —me doy la vuelta para ir al encuentro de la voz de Sonia y veo que ha recogido mi peineta. La estudia como si contuviese las respuestas a todas nuestras preguntas—. Abusé de tu confianza y no hay forma de asegurarse de que seré más fuerte la próxima vez que las almas intenten utilizarme, aunque espero que no haya una próxima vez. Ellas… —titubea. Cuando retoma la palabra, su voz parece provenir de lejos, está recordando—. No se me aparecen como almas. Se aparecen como mi… como mi madre —se vuelve hacia mí y sus ojos reflejan puro pánico—. Me reuní con ella en el plano astral. Lamentaba haberme enviado a vivir con la señora Millburn. Me dijo que no sabía qué hacer, que pensaba que la señora Millburn estaría dispuesta a ayudarme a comprender mi poder. Fue bonito volver a tener una madre, aunque fuera en un mundo distinto a este.
—¿Y luego? —mi voz es casi un susurro.
—Luego empezó a preocuparse por mi seguridad. Me decía que me estaba poniendo yo misma en peligro al custodiar el medallón, que estábamos todos en peligro por tu negativa a abrir la puerta. Al principio no la escuchaba. Pero después de un tiempo… Bueno… No sé cómo explicarlo, empezaba a tener bastante sentido para mí. Por supuesto, ahora me doy cuenta de que no estaba en mis cabales, pero… —me mira a los ojos e incluso ahora veo el poder que lograron sobre ella las almas. Veo ese poder en el intento por reemplazar algo querido y ya perdido—. Sucedió tan despacio que ni siquiera sabría decir cuándo empezó.
Sus palabras se elevan y caen en la brisa marina, reverberando en mi mente hasta que no queda nada más que silencio. Finalmente, me tiende la mano con la peineta.
—Lo siento —le digo al cogerla. Tirarle la peineta no ha sido muy amable, pero en lo más hondo de mi ser no estoy segura de sentirlo.
Sonia vuelve las palmas de las manos hacia el cielo, como rindiéndose a nuestra sentencia.
—No, soy yo quien lo siente, Lia. Pero todo cuanto puedo hacer es suplicar tu perdón y jurar que prefiero morir a volver a traicionarte de nuevo.
Luisa hace un gesto con las manos, va hacia Sonia y la coge de los hombros.
—Ya basta, Sonia. Para mí es suficiente con eso.
No es fácil, pero me acerco por el ondulado terreno y las rodeo a ambas con los brazos. Nos abrazamos igual que lo hicimos cuando la profecía no era más que un acertijo y no algo que podía cambiar nuestras vidas y, posiblemente, acabar con ellas.
Contemplando el mar desde el cerro, por un instante me parece que todo es como antes, cuando las tres éramos capaces de cualquier cosa juntas. Pero eso solo dura un instante, pues en nuestro interior todas sabemos que nada volverá a ser igual.
Nos hallamos a la mitad del trayecto, camino del santuario, cuando vemos que alguien viene corriendo hacia nosotros.
Nos hemos despedido de Sonia y, aunque no hay nada seguro, creo que quiere ponerse bien. Quiere ser leal a nuestra causa. Ahora ya no queda nada por hacer salvo esperar a que las hermanas estimen que está lo bastante fuerte como para regresar a Londres.
Dimitri se protege los ojos del sol con la mano y mira fijamente la figura en la distancia.
—Es una hermana.
Al correr, la brisa infla la túnica de la hermana y yo logro distinguir unos cabellos dorados ondeando a su espalda, que reflejan el sol como un espejo. Cuando por fin nos alcanza, no la reconozco. Es joven, tal vez de la edad de Astrid, y no toma la palabra de inmediato. Le falta el resuello de tal modo que se dobla por la cintura respirando con dificultad. Más o menos un minuto después, por fin se incorpora respirando aún entrecortadamente y con las mejillas coloradas por el esfuerzo.
—Siento… siento tener que decirte que lady Abigail ha muerto —no me doy cuenta de inmediato de lo que ha dicho. Mi mente se queda tan vacía como los lienzos en blanco que se alineaban en la sala de pintura de Wycliffe. Sin embargo, lo siguiente que dice la joven hermana me saca de mi entumecimiento—. Me han enviado a buscarte y a rogarte que vengas, mi señora.
Mi señora. Mi señora.
Todo cuanto pienso es: «No». Y, entonces, echo a correr.
—No es culpa tuya que no estuvieses aquí, Lia —Una deposita una taza de té caliente sobre la mesa—. Y aunque hubieras estado, no habría habido ninguna diferencia. No volvió a recuperar la consciencia.
Una ha repetido este detalle más de una vez desde que entré corriendo despeinada y afligida por nuestra visita a Sonia y por la noticia de la muerte de tía Abigail. Pero no me sirve para aliviar mi sentimiento de culpa. Debería haberme quedado con ella en todo momento. Me digo a mí misma que se habría dado cuenta de que me encontraba allí, aunque no estuviera consciente.
—Lia —Una se sienta a mi lado y coge mis manos entre las suyas—, lady Abigail vivió una larga y fructífera vida. La vivió en paz aquí, en Altus, tal como ella quiso —sonríe—. Y te vio antes de morir. Creo que eso era lo que había estado esperando todo este tiempo.
Inclino la cabeza y las lágrimas caen directamente de mis ojos a la mesa. No sé cómo decirle a Una los muchos motivos que tengo para llorar a mi tía Abigail. Tía Virginia me apoya mucho, pero reconoce la debilidad de su poder y ya me ha contado todo lo que sabe. Era en mi tía Abigail en quien yo confiaba para que me guiase. Cuando pensaba en la profecía, me parecía que era ella quien se mantenía fuerte y prudente frente a sus retos. Era ella mi más íntima aliada a pesar de la distancia. Ahora estoy más sola que nunca.
Ahora solo estamos Alice y yo.