Cuando nos bajamos de la barca, me sorprende ver a algunas personas aguardándonos. Al igual que nuestras compañeras de viaje, llevan túnicas de un color púrpura intenso. Están en el muelle, en fila. Por sus finos rasgos sé que todas ellas son mujeres. Parecen estar esperándonos con cierto protocolo.
Primero se baja Edmund, acompañado de Sonia y seguido de Luisa. Yo aguardo con Dimitri y desembarco antes que él. Al presentarme como Amalia Milthorpe, sobrina nieta de lady Abigail, las mujeres me hacen una reverencia, aunque sus ojos evidencian un claro recelo y tal vez hasta resentimiento.
Cuando el resto del grupo ha sido presentado debidamente, Dimitri se dirige a las mujeres y las saluda personalmente de una en una en voz baja. Por último, llega hasta la mujer que encabeza la fila. Es mayor, tal vez incluso más que tía Virginia, pero cuando se retira la capucha de la túnica para besar a Dimitri en las mejillas, descubre un cabello del color del ébano, sin una sola cana. Lo lleva recogido en un moño tan elaborado que pienso que le llegará al suelo cuando se lo suelte. Dimitri le dice algo en voz baja y luego se vuelve a mirarme. La mujer asiente y viene hacia mí con sus ojos fijos en los míos. De pronto me siento incómoda.
Su voz es suave, fluida y desmiente el miedo que me inspira.
—Bienvenida a Altus, Amalia. Llevamos mucho tiempo esperando tu llegada. El hermano Markov me dice que estás bastante cansada y que necesitas protección y cobijo. Concédenos el privilegio de proporcionarte ambas cosas.
No aguarda a que responda, tampoco me espera. Sencillamente, da media vuelta y comienza a caminar por un sendero empedrado que parece terminar en lo más alto de la isla. Dimitri me toma de la mano, coge mi bolsa y me guía hacia delante. Los demás se colocan en fila, cerrando las mujeres de las túnicas nuestro extraño grupo.
Más o menos a la mitad del camino que conduce a la cima del cerro comienzo a pensar que no lo voy a conseguir. Mi extenuación, mantenida a raya gracias a mi terrorífica y glacial caída en el mar, resurge mientras caminamos por la pacífica isla. Me rodea una profusión de colores y sensaciones: el rojo brillante de las manzanas de los árboles, que parecen crecer silvestres por dondequiera que mire, tantos rostros medio escondidos bajo las túnicas, tan misteriosos como aterradores, el esplendoroso verde de la hierba que se extiende a ambos lados del sendero y un suave y dulce aroma que me recuerda a mi madre. Todo forma una amalgama tan irresistible como surrealista.
Cuando oigo la voz de Luisa, parece provenir del interior de mi cabeza. Suena más aguda y, al mismo tiempo, más amortiguada de lo habitual:
—¡Madre mía! —dice—. ¿Es que no hay carruajes o caballos? Bastaría con cualquier forma de transporte que no supusiera tener que subir caminando tan penosamente esta interminable montaña.
—Las hermanas piensan que caminar es bueno para el alma —replica Dimitri, e incluso en mi actual estado me parece apreciar cierto humor en su tono.
A Luisa no le divierte.
—En mi opinión no hay nada mejor para el alma que la comodidad —dice, parándose para limpiarse la frente con el dorso de la manga.
Intento seguir caminando, poner un pie delante del otro. Pienso que con solo hacer eso, con solo ponerme en movimiento podré alcanzar el final del sendero. Pero mi cuerpo tiene otra opinión. Deja de funcionar y me quedo completamente quieta en medio del camino.
—¿Lia? ¿Te encuentras bien? —Dimitri está de pie ante mí. Noto su brazo sobre el mío. Veo su rostro preocupado.
Quisiera tranquilizarle. Decirle que por supuesto que estoy bien, que caminaré y caminaré y caminaré hasta el momento en que por fin pueda acostarme y descansar dignamente, sin miedo a que las almas se apoderen del medallón que pesa en mi muñeca y en mi mente.
Pero no digo nada de eso. De hecho, no digo nada en absoluto, pues las palabras, que suenan tan razonables dentro de mi cabeza, no quieren formarse en mis labios. Peor aún, mis piernas ya no son capaces de soportar mi cuerpo. El suelo se acerca a mí a una velocidad alarmante hasta que algo me aparta de él.
Y, luego, todo desaparece.
Las pulsaciones que noto sobre mi pecho me sacan de la oscuridad.
Las noto ahí bastante tiempo antes de reunir las fuerzas necesarias para salir del letargo en el que se han sumido mis miembros y mi voluntad. Cuando por fin abro los ojos, me encuentro con una joven de ojos tan verdes como los míos. Su pelo es un brillante halo blanco al contraluz de la vela, cuya luz viene hasta mí desde la entrada de la habitación. Su rostro es agradable. Al bajar la vista para mirarme, arruga la frente, preocupada.
—Chsss —me dice—. Tienes que dormir.
—Qué… Qué… —obligo a mis manos a alcanzar el objeto que tengo en mi pecho. Me cuesta algún tiempo hacer que mis brazos obedezcan. Cuando lo consigo, toco un óvalo liso y duro unido a una cinta colocada alrededor de mi cuello. El objeto está caliente y palpita con tal fuerza que casi puedo oírlo—. ¿Qué es esto? —logro preguntar por fin.
Ella sonríe con amabilidad.
—Es una piedra de víbora muy poderosa. Te protege de las almas —me coge las manos y las mete debajo de las gruesas mantas que cubren mi cuerpo—. Ahora duérmete, hermana Amalia.
—¿Y Dimitri? ¿Y Luisa? ¿Y Sonia y Edmund?
—Se encuentran bien, de verdad. Todo está bajo control. Altus queda fuera del alcance de las almas, y la piedra te protegerá mientras duermes. No tienes nada que temer.
Se levanta de la cama y desaparece en la penumbra de la habitación, iluminada tan solo con velas. Quiero quedarme despierta. Quiero hacer muchas preguntas que piden a gritos una respuesta, pero es inútil, vuelvo a deslizarme en la nada antes de poder presentar batalla.
—¿Estás despierta? ¿De verdad?
Esta vez es una chica distinta la que está inclinada sobre mí. Es más joven que la sombría mujer que me habló de la piedra y que cuidó de mí mientras yo flotaba en un estado de semiinconsciencia. Esta chica no me mira con preocupación, sino con abierta curiosidad.
Revuelvo debajo de las sábanas en busca de mi muñeca y suelto un suspiro de alivio al tocar con los dedos el frío disco del medallón, el suave terciopelo de la cinta. Aún sigue ahí, al igual que esa mezcla tan familiar de alivio y resentimiento que acompaña su presencia.
La voz de la otra mujer me llega desde la distancia nebulosa de mi memoria: «Es una piedra de víbora muy poderosa. Te protege de las almas». Siento la mano plomiza al levantarla hacia el pecho, buscando a tientas la piedra que llevo en el cuello. Cuando mis dedos se cierran en torno a ella, me sorprendo de que sea tan lisa y de que esté tan caliente que podría quemarme la piel. Sin embargo, no lo hace. Decido preguntar por ello más tarde y dejo caer la mano sobre la manta.
—Me das… —tengo la garganta tan seca que apenas puedo hablar—. ¿Me das un poco de agua, por favor?
La chica suelta una risita tonta.
—Ahora mismo podrías pedir la luna y las hermanas se las apañarían para que llegase a tu puerta envuelta en papel de regalo.
No comprendo a qué se refiere, pero se dirige a la mesilla de noche, vierte agua dentro de un pesado tazón de cerámica y me lo lleva a los labios para que pueda beber. El agua está helada y es tan pura que casi sabe dulce.
—Gracias —dejo caer la cabeza sobre la almohada—. ¿Cuánto tiempo llevo durmiendo?
—Unos dos días, más o menos.
Asiento con la cabeza. Tengo vagos recuerdos de haber despertado en la habitación a oscuras. Las velas parpadeantes lanzaban sombras sobre la pared, mientras elegantes figuras se movían aquí y allá en la penumbra.
—¿Dónde está la otra chica, la que estuvo cuidándome antes? —pregunto.
Ella frunce los labios como reflexionando sobre mi pregunta.
—¿Tenía el pelo muy claro y los ojos verdes? ¿O tenía el pelo oscuro, como el tuyo?
—Creo… creo que era claro.
—Sería Una. Es la que más ha cuidado de ti.
—¿Y eso?
Se encoge de hombros.
—¿No quieres saber cómo me llamo? —ahora parece malhumorada y me doy cuenta de que probablemente no tiene más de doce años.
—Claro que sí. Iba a preguntártelo. Tienes un pelo muy bonito —levanto una mano y le toco un brillante mechón. Incluso a la débil luz de las velas reluce como el oro. Trato de evitar el dolor que invade mi corazón—. Me recuerda a una amiga muy querida.
—¿No será la que tienen escondida? —parece molesta por la comparación.
—No sé dónde la tienen. Solo sé que la quiero como a una hermana —decido cambiar de tema—. ¿Y bien? ¿Cómo te llamas?
—Astrid —lo dice con la satisfacción de quien encuentra agradable su propio nombre.
Le sonrío, aunque tengo la sensación de que me sale una mueca.
—Es un nombre muy bonito.
Mi mente, que ya ha entrado bastante en calor con la cháchara sobre el pelo y los nombres, por fin se ha puesto en marcha. Intento incorporarme sobre los codos, espero poder vestirme y buscar a Dimitri y a los demás, pero mis brazos se tambalean y vuelvo a caer sobre la almohada.
Sin embargo, eso no es lo peor.
Lo peor es que, mientras trato de levantarme, la sábana resbala hasta mis caderas dejando al descubierto la parte superior de mi cuerpo desnudo. Rápidamente agarro el borde de la sábana y me la llevo hasta el cuello. Me doy cuenta con auténtico horror de lo suaves y crujientes que noto las sábanas sobre mi cuerpo desnudo.
Me lleva unos instantes formular las palabras. Al hacerlo, más que una pregunta me sale una exigencia.
—¿Dónde está mi ropa?
Astrid se echa a reír de nuevo.
—¿Habrías preferido dormir con la ropa que traías?
—No, pero… seguro que alguien podía haberme buscado algún tipo de camisón… una camisa… o lo que fuera. ¿O es que no tenéis ropa en Altus? —me arrepiento de mis mordaces palabras, pero no deja de mortificarme pensar que una persona extraña me desnudó como a un bebé.
Astrid me mira con descarada curiosidad, como si fuera un animal exótico en exhibición.
—Claro que tenemos ropa, pero ¿para qué quieres ponértela mientras duermes? ¿No te resultaría incómodo?
—¡Pues claro que no! —replico indignada—. ¡Para qué va a servir si no la ropa de dormir!
Es una conversación ridícula, como tratar de describir un color a alguien que no puede ver. Ignoro la diabólica voz de mi cabeza que encuentra lógico su argumento y no puedo evitar notar el fresco tacto de las sábanas sobre mi piel desnuda.
—Si tú lo dices… —Astrid sonríe taimadamente, como si hubiese calado mi argumento y supiese exactamente en qué estoy pensando.
Levanto la barbilla, intentando recuperar lo que me queda de dignidad.
—Bueno… necesitaría que me ayudases a localizar mi ropa, por favor.
Ella ladea la cabeza, juguetona.
—Pensé que querrías comer y descansar un poco antes de continuar con tu actividad normal.
—Tengo cosas que hacer y gente a la que necesito ver.
Ella sacude la cabeza.
—Me temo que no. Tengo instrucciones muy concretas, debo asegurarme de que descansas y comes. Además, ya ves cómo estás: te encuentras demasiado débil aún para levantarte.
De pronto me canso de las taimadas risitas de Astrid y de sus consabidas miradas.
—Me gustaría ver a Una, por favor —me pregunto si se ofenderá, pero solo se levanta suspirando.
—Muy bien. Le pediré que venga a verte. ¿Quieres algo mientras esperas?
Niego con la cabeza y me pregunto si sería mucho pedir una mordaza para su condescendiente boca.
Astrid sale de la habitación sin decir nada más y yo me quedo esperando en un silencio tan absoluto que dudo de si de verdad habrá un mundo fuera de la habitación. No oigo voces ni pasos ni sonidos metálicos sobre objetos de porcelana. Nada indica que haya gente viviendo, comiendo o respirando fuera de mi habitación.
Echo un vistazo a mi alrededor, sujetando firmemente la sábana contra mi pecho, hasta que un débil ruido de pasos gráciles se aproxima a la puerta, que se abre sin hacer el más mínimo ruido. Me quedo maravillada de que una puerta así —parece tallada en un roble gigante— pueda moverse sin un solo crujido.
Una la cierra con calma. No la conozco y, sin embargo, cuando se acerca a la cama, me alegro de verla. Irradia bondad y serenidad. La recordaba así, aunque no sé cómo, dado el estado de atontamiento y semiinconsciencia en que me encontraba la última vez que hablamos.
—Hola —me dice con una sonrisa—. Me alegro mucho de que estés despierta.
Veo en sus ojos que es cierto y le devuelvo la sonrisa.
—Gracias por venir. Yo… —echo una ojeada a la puerta—. Te portaste muy bien conmigo mientras dormía.
Se echa a reír y sus ojos se iluminan.
—Astrid es bastante descarada, ¿verdad? Tenía que ocuparme de otro asunto y no quería dejarte sola. ¿Ha estado muy pesada?
—Bueno… muy pesada no.
Una sonríe maliciosamente.
—Mmmmm, ya veo. ¿Tan mal se ha portado? —observa la taza que está sobre la mesilla—. Al menos ha tenido el buen juicio de darte agua. ¡Debes estar muerta de sed y también muy hambrienta!
Hasta ese momento no había pensado en la comida, pero en el instante en que Una la nombra noto un retortijón en el estómago vacío.
—¡Me muero de hambre!
—¡No me extraña! —dice ella, levantándose—. Llevas casi dos días durmiendo —se dirige hacia un armario en el fondo de la habitación. Habla mientras camina—. Te sacaré ropa y te traeré algo de comer y beber. Estarás como nueva enseguida.
De nuevo intento incorporarme sobre los codos y en esta ocasión lo consigo. Es la primera vez que veo la habitación completa. No parece tan enorme como cuando las sombras cubrían los rincones más alejados. Está amueblada con sobriedad, tan solo con un armario, una pequeña cómoda y un sencillo escritorio con una silla, además de la cama y la mesilla de noche. Del suelo arranca una ventana con pesados cortinajes que llega hasta el alto techo. Las paredes son de piedra. Puedo olerlas, frías y húmedas, ahora que razono coherentemente y, de algún modo, tengo la certeza de que hace siglos que cobijan a las hermanas. Esta idea me recuerda la razón de nuestro viaje.
—¿Cómo está mi tía Abigail? —le pregunto a Una desde el otro lado de la habitación.
Ella se vuelve para que pueda verle la cara. Su frente se frunce a causa de la preocupación.
—No muy bien, me temo. Los miembros del consejo están haciendo cuanto pueden, pero… —se encoge de hombros—. Así son las cosas, ¿no? —desde luego, tía Abigail debe ser bastante mayor, pero Una parece triste.
—¿Puedo verla?
Ella cierra las puertas del armario y regresa a la cama con unas prendas de ropa bajo el brazo.
—Está durmiendo. Se pasó días preguntando por ti y le fue imposible dormir hasta que se enteró de que habías llegado y estabas a salvo. Ahora que por fin está tranquila, lo mejor es dejarla descansar. Pero tienes mi palabra de que en el momento en que se despierte te llamarán.
—Gracias.
—No. Gracias a ti —me mira a los ojos con una sonrisa que yo le devuelvo mientras deja las prendas en el extremo de la cama—. Aquí tienes. Ponte esto mientras voy a por algo de comer. Tienes agua para lavarte encima de la cómoda.
—Sí, pero… —no quiero responder con rudeza a su hospitalidad—. ¿Dónde está mi ropa?
—La están lavando. Además, me parece que encontrarás esta mucho más cómoda —se produce en sus ojos un destello en el que capto un lejano parecido con Astrid, pero sin ese deje malicioso que reconocí en los ojos de la otra muchacha.
Asiento con la cabeza.
—Muy bien. Gracias.
Una contesta con una sonrisa antes de atreverse a alejarse de mi cama. Me siento cansada de nuevo, y no he hecho nada más que incorporarme para sentarme y hablar. Apenas tengo un vago recuerdo de mi caída en el sendero empedrado que sube a la cima de la isla momentos antes de perder la consciencia. Eso me mortifica y espero fervientemente no derrumbarme en el suelo de mi cuarto.
Retiro las sábanas y saco las piernas por el borde de la cama. Estoy desnuda, pero la habitación está sorprendentemente caldeada. La corriente de aire frío que esperaba sin las mantas no me llega y el suelo de piedra, cuando coloco los pies en él, también está caliente.
Apoyándome en la mesilla, me pongo en pie. Me invade una sensación de mareo, aunque solo durante unos segundos. En cuanto se me pasa, me dirijo al extremo de la cama arrastrando los pies, con las piernas rígidas de no usarlas y la piedra descansando, lasciva, entre mis pechos desnudos. Sigo sintiéndome medio inconsciente, pero cuando cojo la ropa que Una me ha dejado, tengo la certeza de que debe haber un error.
O se trata de un error o en ese preciso instante alguien se está riendo de lo lindo a mis expensas.