A la hora de montar el campamento, me encuentro en un estado de hiperconsciencia. Siento como si no pudiera dormir aunque se me presentase la ocasión, y eso que jamás en mi vida había estado físicamente tan exhausta. En cuanto Luisa y Sonia están instaladas en tiendas separadas y todo el mundo se queda en silencio, acabo por convencerme de que lo que me mantiene despierta no es más que el movimiento constante y no parar de pensar.
Comienzo a recorrer el diámetro del campamento mientras Edmund y Dimitri acomodan a los caballos para pasar la noche. Más tarde, Edmund se sentará a montar guardia fuera de la tienda de Sonia, tal como ha venido haciendo estas noches atrás. Aún no sé si la vigila constantemente para protegerme de ella o para protegerla de sí misma. Estoy demasiado cansada para preguntar.
Mientras paseo, trato de imaginar lo que sucederá durante la última etapa de nuestro viaje o cuando vea a tía Abigail en Altus, y pienso también en el viaje que nos espera después, el que me conducirá a las páginas desaparecidas. Es bueno mantener ocupada mi mente y, además, tiene el beneficio añadido de que eso me permite vislumbrar posibles obstáculos y la forma de sortearlos.
—¿Te apetece un poco de compañía? —la voz proviene de detrás de mí y hace que me sobresalte, tan sumida estoy en mis pensamientos y tan profundo es mi cansancio.
No dejo de andar, pero, al volver la cabeza, Dimitri ya camina a mi derecha al mismo ritmo que yo.
Muevo la cabeza.
—No hace falta, Dimitri. Deberías dormir. Estoy bien.
Se ríe entre dientes.
—Ahora mismo estoy bastante bien. Más alerta de lo habitual.
—Aun así, cuento contigo para llegar a salvo a Altus —replico, sonriendo—. Si tú también estás agotado, ¡podríamos acabar en otra isla totalmente distinta!
Dimitri extiende un brazo y me coge de la mano.
—Te aseguro que estoy tan despierto como el día que te encontré con los perros. Ya te lo dije, no necesito dormir tanto como tú.
Inclino la cabeza para observarle mientras camina.
—¿Y por qué? ¿No eres… mortal?
Echa la cabeza hacia atrás y se ríe levantando la cara hacia el cielo color añil.
—¡Pues claro que soy mortal! ¿Qué te crees que soy, un monstruo? —me muestra sus dientes y se pone a gruñir burlonamente.
—Muy gracioso —contesto, entornando los ojos—. ¿Me echas la culpa por preguntar? ¿A qué otra cosa se puede deber que no necesites dormir?
—Nunca he dicho que no necesite dormir, sino que puedo aguantar bastante más que tú sin hacerlo.
Le dirijo una mirada maliciosa.
—Me parece que estás tratando de evitar el tema. Pero a estas alturas no nos vamos a andar con secretos, ¿no? —disfruto con mi maliciosa broma. Me hace sentir menos extraña, como si estuviésemos de paseo en un bonito día de verano por uno de los muchos parques de Londres.
Dimitri suspira. Cuando se vuelve a mirarme, su sonrisa es algo triste.
—Soy mortal, lo mismo que tú, pero, por una parte, desciendo de uno de los linajes más antiguos de los Grigori y, por otra, de uno de los más antiguos de la comunidad de las hermanas. De hecho, todos mis antecesores, descendientes de los guardianes, se unieron a mujeres de la comunidad de las hermanas. Por eso, mis… dones son extraordinarios. O eso me han dicho.
—¿Qué quieres decir exactamente? ¿A qué dones te refieres? —no puedo evitar sentir que me está ocultando algo importante.
Me aprieta la mano.
—A los mismos dones que tienes tú: la capacidad de viajar por el plano astral, la adivinación, la posibilidad de hablar con los muertos… Cuantos más ascendientes tenemos cercanos a los originales guardianes y a los Grigori, más poder conservamos.
Contemplo la noche tratando de recordar lo que me ha llamado la atención en sus palabras. Cuando por fin doy con ello, me vuelvo hacia él.
—Te has referido a nosotros.
—Sí.
—¿Por qué? —le pregunto.
Me mira dedicándome una pequeña sonrisa.
—Tú también desciendes de un antiguo linaje. Un linaje puro. ¿No lo sabías?
Niego con la cabeza, aunque algo muy escondido entre las sombras de mi mente aletargada, algo parecido a la comprensión lucha por abrirse paso hasta la superficie.
—Hace bien poco que me enteré de que mi padre era miembro de los Grigori. Y no he tenido ocasión de preguntar sobre su linaje.
Dimitri deja de caminar y tira de mi mano hasta que me detengo a su lado.
—Tu padre fue un poderoso miembro de los Grigori, y tu madre, Lia, era una hermana. Tú también desciendes de un largo linaje de uniones entre miembros de los Grigori y de la comunidad de las hermanas. Por eso eres tan poderosa.
Sacudo la cabeza y comienzo a caminar tan deprisa que Dimitri se ve obligado a trotar para ponerse a mi altura. No quiero encontrar las conexiones que estoy empezando a vislumbrar, aunque no comprendo por qué.
—Lia… ¿Qué te pasa? No es nada… Bueno, no es nada que debiera disgustarte. Tienes más posibilidades de terminar con la profecía que cualquiera de tus predecesoras a causa de tu linaje. También por esa razón tu tía Abigail es tan poderosa, igual que lo era tu madre.
Asiento con la cabeza.
—Sí, pero eso también significa que probablemente Alice es más poderosa de lo que me imaginaba, y ya pensaba que sus dones eran muy relevantes. Además…
—¿Además?
Noto su mirada, pero no quiero encontrarme con ella. Sigo caminando, tratando de expresar con palabras la tristeza que siento de pronto. Por fin me detengo de nuevo.
—Además, estoy empezando a comprender que, en realidad, no conocía en absoluto a mi padre. Debió sentirse muy solo y probablemente creía que no podía compartir conmigo sus preocupaciones.
—Trataba de protegerte, Lia. Eso es todo. Es lo que hacemos todos los Grigori por las hermanas.
Tan solo soy capaz de asentir. Asentir con la cabeza y caminar.
Dejamos de hablar, pero Dimitri no se aparta de mi lado ni una sola vez. Nos pasamos toda la noche caminando, a veces en silencio, a veces conversando en susurros. Caminamos en círculos alrededor del campamento mientras el azul oscuro del cielo se desvanece y pasa al lila y a los pálidos anaranjados. Caminamos hasta que llega la hora de montar de nuevo a caballo.
A la mañana siguiente, tras una hora de viaje, huelo el mar. Saber que se encuentra tan cerca me hace posible luchar contra la insidiosa llamada del sueño, aunque ya he dejado a un lado la dignidad y no monto erguida en la silla, sino reclinada sobre el pecho de Dimitri. Ni siquiera sé si Sonia me echa alguna ojeada o me presta algo de atención. Hace mucho tiempo que dejé de malgastar mis preciadas energías preocupándome por ella. De momento está callada, con eso me basta.
Cruzamos el bosque en medio de una borrosa neblina. Yo tan solo deseo poder cerrar los ojos, dormir y dormir y dormir, aunque el olor salobre del océano me hace confiar en que el final esté cerca.
El bosque desaparece poco a poco. La densidad de los árboles va disminuyendo hasta que, al final, son tan escasos que ya no parece que estemos en un bosque. Cruzamos el invisible umbral y por fin estamos en la playa.
Los caballos se detienen todos a una. El océano se extiende triste y gris hasta el infinito y nos quedamos mirándolo en silencio.
Luisa es la primera en desmontar. Baja al suelo con su característica elegancia y se desata las botas. Tira de ellas para quitárselas y después hace lo mismo con las medias. Nada más descalzarse, mueve sus dedos gordos en la arena y los contempla antes de levantar la vista hacia mí.
—¿Estás demasiado cansada para meter los pies en el agua, Lia?
En otro momento habría captado su sonrisa picarona y la habría acompañado sin pensármelo. Pero ahora sus palabras me llegan de muy lejos. Tardan un tiempo en alcanzarme y, cuando me llegan, apenas hacen mella en mi consciencia.
—¿Lia? —la voz de Dimitri, con su duro pecho pegado a mi espalda, suena ronca en mi oído—. ¿Por qué no vas con Luisa? El agua fría te sentará bien —cuando desmonta, noto el aire frío en mi espalda. Una vez en el suelo, levanta una mano—. Ven.
Le tomo de la mano instintivamente y paso una pierna sobre el lomo del caballo. Me tambaleo un poco cuando toco el suelo. Luisa se arrodilla y me coge uno de los pies.
—Ven. Deja que te quite las botas.
Da unos golpecitos en el lateral de la bota y, obediente, levanto la pierna sujetándome en el caballo de Dimitri.
Luisa procede a quitarme primero la bota y la media de un pie y luego las del otro. En cuanto mis pies tocan la arena granulosa y fría, mi amiga se levanta. Me coge una mano y tira de mí en dirección al agua sin decir una palabra.
No he perdido del todo mis facultades. Mientras camino vacilante hacia el agua detrás de Luisa, no dejo de preguntarme cómo vamos a ir a Altus, cuál será la siguiente etapa en nuestro viaje. Pero me faltan las ganas para preguntar o preguntarme mucho rato más. Dejo que Luisa tire de mí hacia donde rompen las olas, hasta que se tragan mis pies. El agua está congelada y me invade un estremecimiento, una mezcla como de dolor y euforia, cuando mis pies quedan rodeados por ella.
El viento parece arrastrar las risas de Luisa fuera del agua. Se suelta de mi mano y se mete más adentro, salpicando en todas direcciones, igual que una niña. Siento el vacío dejado por Sonia, pues también ella debería estar en el agua, riendo y regocijándose por lo lejos que hemos llegado juntas, por lo cerca que estamos de Altus. Pero, en cambio, es una especie de prisionera, vigilada muy de cerca por Edmund y Dimitri, que están detrás de nosotras. En mi interior luchan la tristeza y el resentimiento. Pero es una batalla perdida.
—Espera un minuto… —Luisa deja de jugar con las olas. Se queda de pie a poca distancia delante de mí, escudriñando la niebla. Sigo su mirada, pero no veo nada. La niebla se extiende más y más, camuflándose con el gris del mar y la nada del cielo.
Pero Luisa sí que ve algo. Sigue mirando fijamente y luego se da la vuelta hacia Edmund y los demás.
—¿Edmund? ¿Eso es…? —sin terminar la frase, se da la vuelta otra vez dentro del agua.
Cuando me vuelvo para mirar al resto del grupo, Edmund ya viene hacia nosotras caminando despacio y mirando fijamente a lo lejos. Entra en el agua directamente, sin importarle que se le mojen las botas, y se detiene justo a mi lado.
—Vaya, pues sí, señorita Torelli. Creo que tiene usted razón —y pese a que se dirige a Luisa por su nombre, parece estar hablando con todos y con nadie en particular.
Me giro hacia él.
—¿En qué tiene razón? —noto la lengua entumecida.
—En lo que ve —contesta—. Allá.
Miro en la dirección en la que tiene fija la vista y, sí, hay algo oscuro abriéndose paso por el agua hacia nosotros. Tal vez sea por mi falta de sueño, pero de pronto siento pánico al ver que el objeto se aproxima más y más. Es monstruoso, grande y pesado, aún más aterrador por el completo silencio con el que se acerca. Cuando atraviesa los últimos restos de niebla, siento crecer dentro de mi garganta un grito histérico e irracional.
Luisa se vuelve sonriente hacia nosotros.
—¿Ves? —hace una reverencia teatral y extiende un brazo hacia el objeto que se mece silenciosamente en el agua—. Tu carruaje aguarda.
Entonces comprendo.
Mientras subimos y bajamos al ritmo de las olas, no recuerdo por qué creía yo que el océano sería mejor que los caballos. Llevamos ya un buen rato en el mar, pero no sabría decir cuánto; el cielo está igual de gris que durante el resto del día. Ni más claro ni más oscuro. Por eso, solo puedo suponer que no hemos pasado otra noche.
Ni siquiera trato de hacer un seguimiento de nuestros avances. Estoy demasiado cansada como para poder pensar con claridad. En cualquier caso, la niebla se tragó enseguida la costa. Me inclino a pensar que estamos viajando en dirección norte. El rítmico balanceo me lleva tan cerca del sueño que siento una irracional necesidad de saltar dentro del agua para escapar como sea del hipnótico bamboleo.
Subimos a la embarcación poco después de su llegada a la playa. Edmund y Dimitri se comportaron con naturalidad, como si fuese lo más normal del mundo que de repente emerja entre la niebla una embarcación y sin mediar palabra te transporte a toda prisa a una isla que no aparece en ningún mapa del mundo civilizado. Me pregunto cómo sabían que estábamos aquí.
También me pregunto qué va a pasar con Sargento y con los demás caballos, a pesar de que Edmund me ha asegurado que alguien los cuidará. Me sorprenden las personas con túnica que, de pie a ambos lados de la barca, nos hacen avanzar casi en silencio por el agua. No muestran ningún rasgo que las distinga —ni siquiera sabría decir si son hombres o mujeres— ni han dicho nada. Y a pesar de tantos interrogantes como me surgen, me los planteo en silencio, pues no estoy en condiciones de hacerlo en voz alta.
Sonia va en la parte delantera de la barca; yo, en la trasera. Cuanto más tiempo llevamos en el mar, más apagada se la ve. De vez en cuando, en lugar de contemplar fijamente la niebla, se vuelve para echar un vistazo por encima del hombro y lanzarme miradas iracundas. Edmund jamás se aleja de ella, Dimitri jamás se aleja de mí. Pese al silencio, su presencia me consuela. Me apoyo en él, arrastrando los dedos por el agua, mientras Luisa dormita con la cabeza apoyada en la mano más o menos en el centro de la barca.
Las aguas están extrañamente tranquilas. Mecen la embarcación, pero como esta se desliza tan despacio y suavemente por su superficie, el mar está terso, igual que el espejo que estaba colgado encima de la repisa de la chimenea de mi habitación en Birchwood. Me pregunto, mientras contemplo el agua, si seguirá estando allí el espejo, si mi habitación seguirá igual que la dejé o si la habrán despojado de todo aquello que durante años la hizo tan acogedora para mí.
Al principio no se ve nada. El cielo está tan gris que ni siquiera puedo ver mi propio reflejo, y el agua no está lo bastante clara como para distinguir nada bajo su superficie. Pero mientras deslizo mis dedos por ella, algo golpea mi mano. Me pregunto si será un delfín o un tiburón y meto la mano en la barca, ya que sé que podría tratarse de alguna de las extrañas criaturas de las que hablaban muchos de los libros que papá tenía sobre el mar.
Inclino la cabeza un poco por encima de la barca y me veo recompensada al ver el destello de un ojo. Por la forma en que el animal emerge del agua, con su mirada clavada en mí y con el resto del cuerpo casi a ras de la superficie, más bien parece un caimán o un cocodrilo, pero, por supuesto, no puede ser. No en el océano. Aparto mis ojos de la criatura durante un breve instante y me vuelvo hacia mis compañeros, por si alguien más la ha visto.
En todo el tiempo que llevamos viajando juntos es la primera vez que Dimitri dormita a mi lado. Una rápida ojeada por la barca me convence de que el viaje ha podido con todos por igual. Sonia y Luisa duermen como bebés. Edmund está como en trance, con la vista fija por encima de la proa de la barca.
Vuelvo a echar un vistazo al agua, preguntándome si no me habré imaginado a la criatura marina. Pero no. Ahí continúa, desplazándose sin esfuerzo al lado de la barca. Parece vigilarme con su compasivo ojo. Se parece bastante a un caballo, aunque cuando su escamosa cola se desliza silenciosamente fuera del agua y regresa luego adentro, me doy cuenta de que no se parece a ningún caballo que haya visto jamás.
Es su ojo lo que me atrae. Aunque es difícil de explicar, parece mostrar comprensión. Comprensión por todo lo que he soportado. Las crines de la criatura flotan como algas alrededor de su voluminosa cabeza. Me inclino un poco más fuera de la barca, estirándome para alcanzar el poderoso cuello que se mueve bajo la superficie del agua. Es correoso y resbaladizo. Me quedo hipnotizada por su mirada infinita y por el curioso tacto de su piel. Acaricio su cuello, y su ojo se cierra momentáneamente, como si le gustara. Cuando vuelve a abrirlo, me doy cuenta de mi error.
No puedo sacar la mano.
Está pegada al cuerpo de la criatura. El gran ojo parpadea una vez y luego se hunde despacio en el agua, llevándome consigo. Al principio estoy demasiado asustada para decir o hacer nada, pero en cuanto mi cuerpo es arrastrado por encima de la borda, comienzo a patalear y a hacer aspavientos. El alboroto consigue que en la barca todo el mundo se sobresalte de golpe.
Pero es demasiado tarde. La criatura es más fuerte y más poderosa de lo que me imaginaba. En apenas unos instantes me arrastra por encima de la borda y me encuentro dentro del agua. Lo último que veo no son los ojos asustados y confusos de Dimitri, sino las dos figuras sin rostro que siguen apostadas delante y detrás de la barca. No hacen un solo movimiento a pesar del repentino caos.
Inspiro hondo antes de verme totalmente arrastrada bajo el agua. Al principio me resisto. Intento una y otra vez despegar la mano del cuello de la bestia, pero tardo poco en darme cuenta de que es inútil. La criatura no sale disparada hacia el fondo del mar, aunque seguro que sería capaz de hacerlo, sino que desciende lánguidamente, como si tuviera todo el tiempo del mundo. Lo hace a un ritmo tortuoso, mi fin no termina de llegar. No. Me da tiempo a contemplar mi muerte.
El agua es un submundo turbio de siluetas imprecisas y objetos resbaladizos que rebotan contra mí. Pronto, muy pronto, me invade la apatía propia del ahogamiento. Floto detrás del enorme cuerpo de la criatura, mi mano está irremisiblemente unida a su cuello, igual que antes de que me arrastrara dentro del agua. Mis deseos de impedirlo me abandonan rápidamente y me dejo arrastrar más y más adentro en las profundas aguas sin oponer resistencia. Estoy cansada. Muy cansada. Es la segunda vez que lucho por mi vida contra el agua.
Tal vez sea el destino. Tal vez pretenda reclamar mi alma.
Ese es mi último pensamiento consciente.