—Dame el medallón, Lia —me dice Luisa con la mano extendida, observándome después del desayuno—. Por favor.

—No puedo, Luisa —le respondo con un suspiro.

—Pero… Lia —es evidente que está exasperada conmigo—. ¡Mírate! ¡Estás exhausta!

Me echo a reír porque encuentro algo mordaz su observación.

—Seguro que no estoy muy atractiva, pero, si te soy sincera, Luisa, esa es la menor de mis preocupaciones —es cierto, no me quedan fuerzas para preocuparme por mi aspecto, a pesar de que no puede ser bueno. Me escuecen los ojos por la falta de sueño y no recuerdo la última vez que me ocupé de mi pelo.

Luisa me mira con los ojos entrecerrados.

—Ya sabes a lo que me refiero. No puedes seguir sin dormir. Es peligroso que montes en esas condiciones.

—Sí, bueno, Dimitri ha insistido en que monte con él, así no estrellaré a Sargento contra un árbol, si es eso lo que te preocupa.

—No es eso. Sabes que no es eso —se sienta a mi lado—. Me preocupas tú. Si me dejaras el medallón tan solo unas horas, tal vez podrías descansar lo bastante como para terminar el viaje. Lo haría por ti, Lia.

Apenas me quedan fuerzas para esbozar la mínima sonrisa que le brindo, pero de todos modos lo hago y la cojo de una mano.

—Sé que lo harías y te lo agradezco, Luisa. ¿Pero de verdad puedes prometerme que el medallón estará a salvo? ¿Que no conseguirá volver a mi muñeca para que Samael pueda usarme como puerta?

Se le forma una pequeña arruga en el entrecejo y sé que querría hacerme esa promesa, que esa es su intención. Sin embargo, al final a ninguna de las dos nos sorprende que no lo haga.

—No. No puedo prometerlo, pero sí intentarlo.

—Con eso no basta, Luisa. Aunque agradezco tu ofrecimiento. De verdad —sacudo la cabeza—. El medallón es mío. No volveré a quitármelo de la muñeca hasta que esto haya terminado. Al menos no voluntariamente. No sé cómo, pero lo conseguiré.

Ella asiente y me ofrece su taza.

—Entonces será mejor que te bebas esto. Vas a necesitarlo.

La cojo y le doy un sorbo al café caliente. Está reconcentrado y espero que su espantoso sabor baste para mantenerme despierta la primera parte del viaje de hoy. Me lo bebo de un trago justo en el momento en que oigo a Edmund reuniendo a los caballos.

Luisa se dirige hacia los animales y yo me pongo en pie para buscar a Dimitri. Me encuentro a medio camino de donde está el resto del grupo cuando viene hacia mí al trote, encima de su magnífica montura.

—¿Lista? —me pregunta.

Asiento con la cabeza, pues no me fío de mi voz. Con lo exhausta que me siento, me parece ridículo encontrar tan atractivo a Dimitri.

Desmonta de un salto, sujetándose en el cuerno de la silla.

—Tú primero.

Hasta ahora no había caído en la cuenta de que no había montado con nadie desde que era niña. Entonces lo hacía entre las piernas de mi padre.

—¿Pero cómo voy a…? Quiero decir, ¿cómo vamos a caber los dos? —trato de disimular la vergüenza que me embarga, pero sé que mis mejillas se están ruborizando.

—Es muy sencillo —contesta, sonriendo despreocupadamente—. Tú te montas en la parte delantera de la silla y yo me montaré detrás —se aproxima tanto a mí que puedo oler en su aliento los polvos mentolados para la higiene dental. Se me empieza a secar la boca—. Espero que no tengas nada que objetar en lo que se refiere al orden.

—Nada en absoluto —replico, levantando la barbilla. Le lanzo una maliciosa mirada mientras coloco el pie en el estribo—. Lo cierto es que suena bastante bien.

Capto en él una sonrisa de admiración cuando me aúpa hasta la silla. Luego, monta detrás de mí, rodeando mis muslos con los suyos y sosteniendo con sus brazos las riendas a cada lado de los míos. Un cosquilleo me recorre desde la cabeza hasta la punta de las botas.

Mientras nos dirigimos al trote al encuentro de los demás, Sonia me lanza una larga mirada desde su caballo, atado al de Edmund por detrás. Temo que comience a llamarme, a suplicar, a tratar de engatusarme. Pero no lo hace. Permanece muy tranquila, tal vez porque los demás no tratan de protegerme de ella, al contrario que ayer. Sé que debería sentirme aliviada por su silencio. Pero si tuviera que poner nombre a lo que siento al comienzo de este nuevo día, no emplearía la palabra alivio. Todo el consuelo que pudiera encontrar en el silencio de Sonia me lo roban el recuerdo de sus ojos azul claro y esa mirada vacía y burlona.

En cuanto los caballos están preparados y hemos hecho la última revisión para asegurarnos de que no nos dejamos nada, volvemos a adentrarnos en el bosque. Ahora que hay que guiar a mi caballo y al de Sonia, vamos más despacio y no tardo mucho en cuestionarme si es adecuada la decisión de montar con Dimitri. Es agradable. Y, precisamente, ese es el problema. Si yo montara en mi propio caballo, me obligaría a permanecer alerta, a estar atenta al grupo y a la dirección en que vamos. Pero, de este modo, me paso el día entrando y saliendo de un estado de semiinconsciencia. La niebla del bosque se espesa por momentos y se convierte al final en un agobiante sudario que prácticamente impide la entrada de cualquier rayo de luz. A falta de sol, es imposible decir si es mediodía, de noche o alguna hora intermedia. No quiero molestar a Dimitri para preguntárselo. Al fin y al cabo, da lo mismo. Debemos continuar viajando sea la hora que sea, hasta que lleguemos al mar que nos llevará a Altus. Y hasta entonces tengo que seguir despierta.

Estoy alerta por primera vez desde hace horas y sé que es por Henry. Como está lejos, bien oculto entre los árboles del bosque, podría no haberle visto de no haberse tratado de él. Pero, por supuesto, es él. Podría esconderse entre millones de hojas de millones de ramas de millones de árboles y, sin embargo, de algún modo conseguiría llegar hasta él.

Echo un vistazo al pequeño río donde los caballos están abrevando. Cuando me vuelvo de nuevo para mirar atrás, casi espero que Henry se haya ido, pero no, sigue en el mismo sitio en que estaba hace un instante, aunque esta vez tiene puesto un dedo sobre la boca en señal de silencio. Después me hace señas con la mano para que me acerque.

Vuelvo la vista al resto del grupo, que aún está ocupado atendiendo a los caballos y sus propias necesidades antes de partir de nuevo. No me echarán de menos si solo me voy un momento y no puedo dejar pasar una ocasión como esta, una ocasión en la que podría hablar con mi hermano por primera vez desde su muerte.

Me encamino hacia la fila de árboles que bordean el pequeño claro. Ni me lo pienso antes de penetrar en las frondosas sombras del bosque. Cuando lo hago, Henry se adentra aún más en él. No me sorprende verle caminando. La muerte lo ha liberado de sus piernas inválidas y de la silla de ruedas, que era, a la vez, su compañera y su prisión.

Su voz me arrastra hacia la niebla.

—¡Lia! ¡Ven aquí, Lia! Tengo que hablar contigo.

Yo le llamo sin apenas levantar la voz, pues no quiero alertar a los otros de mi ausencia.

—No puedo ir muy lejos, Henry. Los demás me están esperando.

Él desaparece tras uno de tantos árboles, pero su voz sigue saliéndome al encuentro.

—Está bien, Lia. Solo vamos a hablar un momento. Estarás de vuelta enseguida.

Continúo avanzando hasta que alcanzo por fin el árbol donde le he visto por última vez. Al principio pienso que mi imaginación y el cansancio me han jugado una mala pasada, porque no está allí. Pero entonces lo veo sentado encima de un tronco caído, un poco a mi izquierda.

—Henry —es todo cuanto puedo decir. Temo que desaparezca si hablo con demasiada despreocupación en medio del silencio.

—Lia, ven y siéntate conmigo, ¿quieres? —dice sonriente.

Habla como siempre y no me da miedo verle por aquí, en mi propio mundo. Los dones de los otros mundos y de la profecía son inmensos y no siempre predecibles. Después de todo cuanto he visto, sería difícil que algo me sorprendiese.

Me dirijo hacia él y me siento a su lado en el tronco. Cuando miro sus ojos, veo que son tan oscuros e infinitos como los recordaba. Son los ojos de mi padre, cálidos e intensos, y por un instante mi pena es tan grande que no creo que pueda volver a respirar.

Sin tener ni idea del tiempo que tenemos para hablar en privado, reúno fuerzas.

—Me alegro tanto de verte, Henry —levanto la mano para tocar su sedosa mejilla—. No puedo creer que de verdad estés aquí.

Su risa inocente se expande por el bosque como el humo.

—¡Pues claro que estoy aquí, tonta! He venido a verte —su semblante se vuelve serio y se me echa encima, rodeándome con sus pequeños brazos—. Te he echado de menos, Lia.

Aspiro su olor. Es tal como lo recordaba, un aroma a sudor infantil, libros antiguos y tantos y tantos años de reclusión.

—Yo también te he echado de menos, Henry. Más de lo que piensas.

Nos quedamos así un rato. Después me aparto a regañadientes.

—¿Has visto a papá y a mamá? ¿Están bien?

Henry me mira fijamente a los ojos. En esta ocasión es él quien acerca la mano para acariciarme la mejilla. Tiene las yemas de los dedos calientes.

—Sí, están bien y tienen muchas cosas que contarte. Pero pareces cansada, Lia. No tienes buen aspecto.

Asiento con la cabeza.

—No puedo dormir. Es por las almas, ¿sabes? Se han infiltrado en nuestro grupo. Han contaminado a Sonia —le muestro mi muñeca—. Ahora solo yo puedo llevar el medallón. Y no debo dormirme, Henry, por lo menos hasta que lleguemos a Altus y vea a tía Abigail.

En sus ojos se reflejan la lástima y la compasión.

—Pero si no duermes, no estarás preparada para luchar contra las almas cuando llegue el momento, ni tampoco ahora —se me arrima un poco más—. Pon tu cabeza en mi hombro. Solo un poco. Cerrar los ojos solo unos minutos te servirá para aguantar el resto del viaje. Yo te vigilaré, te lo prometo.

Tiene razón, por supuesto. No resulta fácil conjugar la necesidad de protegerme a mí misma del medallón y la de estar preparada para un ataque de las almas. Si descanso, estaré en mejores condiciones para afrontar cualquier cosa que me tengan preparada de aquí a Altus. ¿Y en quién podría confiar más que en mi querido hermano, que se arriesgó para ocultar la lista de las llaves con el fin de que Alice no pudiese usarla en su beneficio y en detrimento mío?

Apoyo la cabeza sobre su hombro y aspiro el olor a lana de su chaleco de tweed. Desde este ángulo el bosque tiene un aspecto raro, como torcido por los lados; de repente hay algo en él distinto y oscuro, apenas me resulta familiar. Dejo que mis ojos se cierren y caigo en el delicioso vacío del sueño, una sensación maravillosa por el simple hecho de que no he podido experimentarla estas últimas noches.

Debería decir que tuve un instante de paz, que me permití robar unos minutos de descanso. Quizás fuera así. Pero lo siguiente que noto es un viento fortísimo soplando a mi alrededor. Aunque no es eso exactamente. Sopla a través de mí y proviene de algún lugar primigenio que se abre desde mi interior.

Veo de repente el mar y la isla donde veraneábamos tantas veces de niños. Alice y yo aprendimos a nadar allí. Nos quedábamos en la playa con el agua llegando hasta nuestros pies, maravillándonos de la fuerza del mar, capaz de arrastrar tanta arena a sus profundidades y de dejarnos a nosotras enterradas en el abismo excavado por él. Ahora tengo la misma sensación, como si algo se hubiera abierto en mi interior y se llevara a un antiguo lugar todas las cosas importantes, todo lo que es importante para mí, y no dejara más que un caparazón vacío en la playa.

—¡Lia! ¿Dónde estás, Lia?

Las voces vienen de lejos. No tengo fuerzas para abrir los ojos e ir a buscarlas. Además, el hombro de Henry bajo mi mejilla me parece muy cómodo y sólido. Debería quedarme aquí un buen rato.

Pero no me está permitido el lujo de dormir, el lujo de la ignorancia. Me despierto entre recias sacudidas y un fuerte bofetón en la cara.

—¡Lia! ¿Qué estás haciendo? —es la cara de Luisa, sus ojos de autillo, lo que estoy viendo.

—Solo estoy descansando. Con Henry —hasta yo noto que arrastro las palabras, que digo cosas incoherentes.

—Lia… Lia, escúchame —dice Luisa, mientras Dimitri y Edmund se acercan a ella, respirando pesadamente, como si hubiesen venido corriendo—. Henry no está aquí. ¡Te han engañado para que entraras en el bosque!

La indignación se mezcla con mi estupor.

—Está aquí. Está cuidando de mí mientras duermo y luego va a contarme todo lo que sabe para que lleguemos a Altus a salvo.

Pero cuando intento encontrar a Henry, me doy cuenta de que no estoy sentada en el tronco caído de antes. Estoy tendida en el suelo entre hojas muertas y quebradizas. Miro más allá de Luisa, de Dimitri y de Edmund. Henry no está. Pero hace un momento estaba aquí.

Me pongo a gatas para levantarme del suelo y Dimitri se apresura a cogerme por el brazo. Me cuesta unos instantes recobrar el equilibrio. Una vez conseguido, giro despacio sobre mí misma para inspeccionar el bosque en busca de cualquier señal de mi hermano. Sin embargo, sé que no está allí. Nunca ha estado allí. Entierro mi rostro entre las manos.

Dimitri me las aparta y las sostiene entre las suyas.

—Mírame, Lia.

Estoy avergonzada. Me he dejado arrastrar por el sueño. He permitido que las almas se aprovechen de mi amor por mi hermano. Sacudo la cabeza.

—Mírame —suelta una de mis manos y me levanta la barbilla, así que no me queda más remedio que mirar sus oscuros ojos—. No ha sido culpa tuya en absoluto. Eres mucho más fuerte que cualquiera de nosotros, Lia. Pero eres humana. Es un milagro que no hayas caído antes en sus encantamientos.

Tiro de mi mano para librarme de la suya y me doy la vuelta para marcharme. A los pocos pasos la ira se apodera de mí y me vuelvo en redondo para encararme con Dimitri.

—¡Han utilizado a mi hermano! De todas las cosas… de todas las cosas sagradas que podrían utilizar, ¿por qué a él? —aunque planteo la pregunta hecha una furia, termino lanzando un gimoteo.

En dos zancadas, Dimitri acorta la distancia que nos separa. Me coloca una mano a cada lado de la cabeza y me mira a los ojos.

—Utilizarán cualquier cosa en su provecho, Lia. Para las almas nada es sagrado. Nada, salvo el poder y la autoridad que ansían. Tienes que ser consciente de ello y recordarlo. Tienes que hacerlo.