Llevamos cabalgando tan solo una hora, pero ya sé que ignorar las súplicas de Sonia va a ser lo más duro. Comenzó nada más asomar el sol en esta neblinosa mañana.

Al pasar junto a la tienda en la que le sirvieron el desayuno a Sonia, agaché la cabeza, pero no pude evitar oír su voz. Y aunque apenas me llegaban pequeños retazos de lo que decía, no tuve necesidad de oírlo todo para comprender lo perdida que estaba ya:

—… Por favor, estoy segura de que si se lo dices a Lia… Ella no lo comprende… Samael es su aliado… Al final solo empeorarán las cosas para ella.

Oír la voz de Sonia, la voz que me había acompañado durante el año pasado en experiencias tan asombrosas como aterradoras, defendiendo la causa de Samael es más de lo que puedo soportar. Por si eso no bastara, me impresionó la insistencia de Dimitri para que permaneciera dentro del perímetro de la zona de acampada mientras conducían a Sonia hasta su caballo. No sabría decir si quería mantenernos tan apartadas porque temía que me flaquearan las fuerzas o por el poder de Sonia, pero por una vez hice lo que me pedía.

No estoy cansada. Aún no, aunque sé que lo estaré bastante pronto. De momento me sostienen en pie los nervios y el constante rumor del medallón en mi cuerpo. No lo había llevado puesto desde que nos marchamos de Nueva York, desde que me di cuenta del peligro que suponía llevarlo con el poder limitado que yo tenía entonces.

Ahora solo es mío.

Su presencia en mi muñeca me hace sentir aterradoramente viva, como si llevara a flor de piel todas mis terminaciones nerviosas. Siento cada suspiro del viento, cada murmullo de las hojas de los árboles bajo los que marchamos, como si los llevara bajo mi piel. Mi corazón late con tal fuerza que casi resulta doloroso reprimirlo.

Trato de no pensar en ello.

Durante toda la cabalgada centro mi atención en la espalda de Luisa, que va delante de mí, y en cómo el fuerte cuerpo de Sargento me transporta a través del bosque, el cual se extiende en una monotonía umbrosa y verde que dejo de percibir después de un rato. Mientras cabalgo, solo deseo dos cosas: que lleguemos cuanto antes a la isla y que sea capaz de mantenerme despierta hasta entonces.

Las sombras son alargadas y ha refrescado cuando por fin Edmund encuentra un lugar donde acampar, lo bastante cerca de una corriente de agua y lo bastante resguardado como para que nos parezca que allí estaremos protegidos. Conduzco a Sargento a un extremo del campamento mientras Edmund y Dimitri escoltan a Sonia hasta el otro.

Ya se le han debido pasar los efectos del muérdago que Dimitri le puso en el té del desayuno, pues su voz es potente y llega hasta mí transportada por un viento cada vez más frío.

—¡Lia! ¡Lia! ¿Por qué no hablas conmigo? ¡Solo un momento!

Me duele apartar mi rostro del sonido de su voz, pero lo hago.

Tras atar a Sargento a un árbol, me dejo caer al suelo, me apoyo contra un tronco y cierro los ojos, como si al hacerlo corriese un tupido velo sobre la voz de Sonia.

—Trata de no escucharla, Lia —Luisa se acomoda a mi lado sobre el duro suelo. Ahora ya no pensamos en las comodidades y, además, hasta el suelo es preferible a seguir más tiempo sobre la silla de montar.

Miro a Luisa y apoyo la cabeza en mis rodillas dobladas.

—En estos últimos meses prácticamente no he hecho otra cosa que escuchar a Sonia.

Ella inclina la cabeza, comprensiva.

—Lo sé, aunque te habrás dado cuenta de que no es Sonia quien te llama, quien colocó el medallón en tu muñeca en la oscuridad de la noche.

—Lo sé. Pero eso no lo hace más llevadero. Miro su cara y veo a Sonia, aunque lo que dice… —no tengo necesidad de concluir la frase.

Luisa alarga una mano y me coloca un mechón de pelo tras la oreja.

—Ya pasará, Lia. Ya pasará. Llegaremos a Altus y las hermanas ayudarán a Sonia a encontrarse de nuevo consigo misma.

—¿Y yo? No puedo quedarme despierta para siempre y, a partir de ahora, el medallón es una carga que solo yo he de llevar. ¿Qué va a ocurrir conmigo?

—Lo ignoro, Lia. Solo sé que ya llevamos recorrido un largo camino —Luisa sonríe—. Cada cosa a su tiempo. Lleguemos a Altus y ya se solucionará lo demás.

Asiento y me levanto del suelo.

—Voy a echar una mano con la cena.

Ella echa un vistazo a la tienda que ya está montada, la tienda en la que tienen metida a Sonia para vigilarla.

—¿Lo crees conveniente? Quizás deberíamos dejar que los hombres se encargasen esta noche del campamento —salta a la vista la compasión en sus ojos—. Ella parará, Lia.

—Necesito hacer algo, Luisa. Me volveré loca si me quedo sentada un minuto más.

Nos encaminamos hacia la hoguera que Edmund acaba de encender. No sé cómo sabe Sonia que me aproximo, pues ni siquiera hablo cerca de la tienda, pero comienza a acosarme casi de inmediato.

La expresión de Edmund se suaviza en cuanto llego a la hoguera.

—¿Se encuentra bien?

Me trago la tristeza que me invade como una marea al oír su pregunta.

—Nos gustaría ayudar a preparar la cena.

Él titubea, luego asiente despacio y me ofrece un cuchillo y una bolsa con zanahorias. Me las llevo a la pequeña mesa que utilizamos para preparar la comida. Durante un rato me distraigo cortando, picando y tratando de ignorar a Sonia, que no para de alternar súplicas y quejas dirigidas a mí desde el interior de la tienda.

O eso es lo que me digo a mí misma, mientras trato de impedir mentalmente que me llegue su voz.

Dimitri y yo estamos sentados junto al fuego. Edmund monta guardia a la entrada de la tienda de Sonia. Y Luisa tiene la otra tienda entera para ella sola. Seguramente, será la única que duerma bien toda la noche.

—¿No tienes frío? —Dimitri me echa una manta por los hombros. Ha insistido en hacerme compañía durante otra larga noche y, aunque no me gustaría admitirlo en voz alta, me agrada sentir su robusto pecho a mis espaldas al apoyarme contra él.

—Estoy bien, gracias. Pero tú deberías dormir algo, de verdad. En este grupo debería haber alguien razonable, y estoy segura de que esa persona no voy a ser yo.

La voz de Dimitri llega a mi oído desde muy cerca.

—Yo necesito dormir bastante menos de lo que te imaginas. Además, últimamente, cuando duermo, solo sueño contigo.

Me río nerviosa, pues esa declaración tan descarada me pilla con la guardia bajada. Intento tomármela a la ligera.

—¡Sí, bueno, ya veremos si sigues sintiendo lo mismo después de un par de días sin dormir!

Dimitri gira la cabeza para verme un poco mejor la cara. Noto por su tono de voz que está conteniendo la risa.

—¿Dudas de mi capacidad para quedarme despierto a tu lado? —pregunta. Después prosigue sin esperar mi respuesta—. ¡Vaya, a mí eso me suena como un reto! ¡Y lo acepto!

No puedo evitar echarme a reír a pesar de las circunstancias.

—Muy bien, pues entonces es un reto.

Se acomoda detrás de mí, colocando su rostro cerca de mi pelo, y no puedo evitar admirarme por lo segura que me hace sentir su presencia. Tal vez sea el bosque místico lo que haga que parezca que nos encontramos en otro mundo, pero tengo la sensación de que conozco a Dimitri desde siempre. No experimento incomodidad alguna, tal como cabría esperar estando tan cerca de un caballero al que acabo de conocer. La comodidad que experimento es una distracción en sí misma y empiezo a admirarme de que pueda permanecer despierta a pesar del calor que me proporcionan el fuego y su cuerpo apoyado en el mío.

En un esfuerzo por mantenernos alerta, propongo jugar a las cien preguntas y nos vamos turnando para preguntarnos cosas que van de lo absurdo a lo agridulce. Durante un rato, la profecía se desvanece, queda en segundo plano y no somos más que dos personas corrientes que solo tratan de conocerse mejor. Nos reímos, murmuramos y nos hacemos confidencias, y siento que cada momento que pasamos juntos en la oscuridad estamos más unidos. Tan solo cuando nos cansamos de hacernos preguntas y de contestarlas, bastante antes de llegar a la número cien, nos quedamos de nuevo callados.

Dimitri entierra su rostro en mi pelo y respira profundamente.

No puedo evitar echarme a reír.

—¿Qué estás haciendo?

—Tu pelo huele maravillosamente —responde con la voz amortiguada por mis cabellos.

Le doy una palmada en el brazo, bromeando.

—Bah. De eso nada. En un viaje como este es muy difícil mantener la higiene.

Dimitri aparta la cabeza de mi pelo y me lo echa hacia atrás con una mano, de manera que mi cuello queda al descubierto.

—Huele maravillosamente. Huele a bosque, a río helado… A ti.

Baja la cabeza hacia mi cuello desnudo y siento un escalofrío por la columna vertebral cuando sus labios tocan mi piel.

Mi cabeza se inclina por sí sola hacia un lado. Mi razón sabe lo escandaloso que es permitir a un caballero tomarse tales libertades, especialmente conociéndolo desde hace tan poco tiempo. Pero el resto de mí, mi parte irracional, desea que siga y siga con sus besos. Es esta parte de mí la que echa hacia atrás un brazo, enreda los dedos en sus abundantes cabellos negros y tira firmemente de su cabeza para acercarla a mi piel.

De su garganta sale un quejido apagado. Noto en mi cuello su vibración.

—Lia, Lia… No es así como debería mantenerte despierta —percibo la angustia de su voz y me doy cuenta de que también él se debate entre el deseo que le invade y las normas sociales.

Pero ahora no formamos parte de la sociedad. Aquí, en el bosque que nos lleva a Altus, estamos nosotros solos.

Me doy la vuelta entre sus brazos y, agradecida por la facilidad de movimientos que me proporcionan los pantalones, me arrodillo ante él. Tras tomar su rostro entre mis manos, me quedo mirando sus insondables ojos.

—No eres tú quien me mantiene despierta —aproximo mi boca a la suya y me quedo así hasta que sus labios se abren bajo los míos. Entonces retrocedo lo justo para hablar—: Nos quedamos despiertos los dos juntos. Soy yo… —toco ligeramente sus labios con los míos entre una y otra palabra— quien está despierta contigo porque eso es lo que quiero.

Una ráfaga de aire escapa de su boca y me empuja sobre el duro suelo, protegiendo mi cabeza con el bulto de la manta. Sus manos recorren todo mi cuerpo por encima de mi ropa y no pienso que esté mal. No me parece escandaloso ni inapropiado.

Nos cubrimos mutuamente con toda clase de besos, tiernos y apasionados, que a mí me roban el aliento y a Dimitri le obligan a retroceder para serenarse. Paramos en algún momento acordado sin palabras. Estamos totalmente despeinados. Cuando reposo la cabeza en el hombro de Dimitri, me doy cuenta de que nuestras ropas están retorcidas y de que respiramos aceleradamente, y me alegro de que Edmund se encuentre al otro extremo del silencioso campamento.

No estoy cansada. De hecho, mi sangre parece fluir en mis venas con mayor efervescencia. Y a pesar de que me siento más segura de mí misma y que de repente me noto dispuesta a sacar adelante la profecía de una vez por todas, también siento una inmensa sensación de paz. Es como si por primera vez desde hace un año me encontrase exactamente en el lugar que me corresponde.