Al despertar de mi sueño, me consuela ver el rostro de Sonia tan cerca del mío. A pesar de la reciente tensión, desde el comienzo de nuestra misión para terminar con la profecía ha sido su rostro el que ha representado para mí la amistad.
Me incorporo con la mano apretada contra el pecho, como para acallar los frenéticos latidos de mi corazón.
—¡Ay! ¡Ay, Dios mío!
Sonia posa un brazo sobre el mío.
—Chsss. Calla, Lia. Lo sé, lo sé —vuelve a colocarme sobre la almohada. En su tono de voz hay algo dulcemente siniestro, mucho más aterrador por su inocencia.
—Descansa, Lia. Seguro que no habrá sido tan duro.
Al principio me siento confusa. Sus palabras no parecen más que un montón de incoherencias que no soy capaz de descifrar. Pero luego sobran las palabras. Al final es el medallón que rodea mi muñeca, lo mismo que en mi sueño, el que me dice todo cuanto necesito saber.
—¿Qué… qué pasa? ¿Por qué llevo el medallón en la muñeca, Sonia? —no me molesto en buscar el broche en la oscuridad, simplemente arranco la cinta de terciopelo de la que cuelga el medallón hasta que termina por soltarse a la fuerza y cae al suelo de la tienda.
Sonia se pone a gatas en medio de la oscuridad y busca entre las mantas. Empiezo a comprenderlo todo antes de que lo encuentre, pero cuando lo hace, cuando regresa a mi lado gateando y con el medallón en la mano, lo sé con total certeza.
—Póntelo, Lia. Solo un rato. Es por el bien de todos, también por el tuyo propio —sus ojos brillan en la oscuridad. En ese momento descubro lo que es el horror, un horror mayor que el que hubiese sentido enfrentándome a las almas, al medallón e incluso al mismísimo Samael. En ese momento, contemplar ese destello de locura en los angelicales ojos de Sonia es el peor de todos los castigos.
No sé cuánto tiempo me paso contemplando fijamente el azul de sus ojos, tratando de reconciliar a la Sonia que conozco con la chica que tengo delante, la que está intentando usarme como puerta para que pueda pasar a través de ella el mal. Pero cuando por fin recupero mis sentidos, retrocedo hacia el fondo de la tienda.
Y entonces comienzo a gritar sin parar.
—Creí que eras tú.
Mis palabras van dirigidas a Luisa, que está sentada conmigo junto a la hoguera.
Estamos solas, envueltas en mantas para combatir el frío, mientras Dimitri y Edmund tratan de controlar a Sonia en la tienda.
No he vuelto a ver a ninguno de los dos desde que se la llevaron pataleando y chillando para apartarla de mí.
Luisa parece sorprendida.
—¿Yo? ¿Por qué?
Me encojo de hombros.
—Te comportabas de forma rara, desaparecías en momentos extraños, parecías… enfadada y retraída.
Se me acerca un poco más y me coge una mano.
—Yo lo sabía, Lia. Sabía que algo le pasaba a Sonia. Se lo pregunté, pero se puso a la defensiva.
—Pero… yo te vi practicando la adivinación en el río —a pesar de las actuales circunstancias, me avergüenza admitir que la estuve espiando.
Sin embargo, a Luisa no parece importarle.
—Lo hice. Estuve tratando de ver algo en relación con Sonia, algo que me ayudara a convencerte.
—¿Y por qué no me lo contaste sin más, Luisa? ¿Por qué no me advertiste?
Ella suspira y suelta mi mano mientras una expresión de arrepentimiento cruza sus exóticas facciones.
—Si hubiese acudido a ti únicamente con sospechas sobre Sonia, no me habrías creído. Quería tener alguna prueba —ya no hay en su voz esa amargura a la que había llegado a acostumbrarme y que me inclinaba a preferir intimar con Sonia. Ahora solo hay en ella arrepentimiento.
Una alegre carcajada procedente de mi boca estalla en la noche.
—Bueno, ya tenemos pruebas, ¿no?
No se trata de una pregunta que requiera respuesta, ambas lo sabemos. Yo no sé qué decir sobre Sonia y está claro que a Luisa le pasa lo mismo, de modo que permanecemos sentadas y sin hablar en un silencio roto tan solo por el crepitar del fuego. Oigo un murmullo de voces provenientes de la tienda, pero no me molesto en tratar de entender de qué están hablando Edmund, Dimitri y Sonia. Solo son un telón de fondo para mis enmarañados pensamientos.
El sonido de unas botas crujiendo sobre el duro suelo anuncian a Dimitri, que emerge de entre la oscuridad de los alrededores de la hoguera. Cuando vuelvo la cabeza, está ahí.
—Se ha tranquilizado de momento —dice, sé que se refiere a Sonia—. ¿Usted se encuentra bien?
—Sí, claro —no encuentro palabras para decirle que, por supuesto, no estoy bien, que me encuentro más que conmocionada al haber comprobado que las almas son capaces de volver en mi contra hasta a mis más fieles aliados, que el medallón ya no estará en lugar seguro hasta que no hallemos las páginas perdidas.
Dimitri se sienta a mi lado, Luisa se inclina hacia delante para mirarle.
—¿Cómo está ella, señor Markov?
—Si tengo que hablar de este asunto con usted, insisto en que me llame Dimitri.
Cuando Luisa me mira buscando mi aprobación, me encojo de hombros.
—Bueno, está bien, Dimitri —dice ella—. ¿Cómo está Sonia?
—Angustiada. No está en sus cabales.
—¿Qué quiere decir? —pregunta Luisa—. ¿No se da cuenta de lo que ha intentado hacer? ¿No lo recuerda?
—Ah, lo recuerda bien y no se disculpa por nada. Ha estado desvariando sobre por qué debía llevar Lia el medallón…, por qué hacía ella lo correcto colocándoselo a Lia en la muñeca mientras dormía. Hemos intentado hacerla entrar en razón, pero parece que las almas la tienen bien atrapada.
—Pero… no puede ser —muevo la cabeza—. Sonia es muy fuerte.
—Hasta el más dotado de entre nosotros se las vería y desearía para mantener a raya a las almas —mientras da estas explicaciones, la mirada de Dimitri muestra comprensión—. Han debido enterarse de que tenía el medallón, igual que deben saber que es su amiga y confidente. En realidad, no debería sorprendernos a ninguno que el asunto haya llegado hasta estos extremos.
Sin embargo, a mí sí me sorprende. Sonia siempre me había parecido la más fuerte de las tres. De algún modo, era la mejor y la que estaba más segura de sus habilidades y del lugar que le correspondía en la profecía. Es casi un sacrilegio imaginársela trabajando por el bien de las almas. No obstante, no lo digo en voz alta. Parecería una ingenua.
—¿Qué vamos a hacer con Sonia? —le pregunta Luisa a Dimitri—. ¿Y con Lia y con el medallón?
—Debemos mantener a Sonia lejos de Lia durante el resto del viaje. Y tenemos que tratar de calmarla.
—¿Cómo pretende hacer todo eso teniendo en cuenta su actual estado mental? —al recordar las frenéticas súplicas de Sonia y sus chillidos mientras Dimitri la sacaba de la tienda, la tarea no parece precisamente sencilla.
—Le he dado muérdago en un té. Pienso que eso la volverá bastante complaciente, al menos de momento —responde Dimitri.
Recuerdo algo que leí durante una de tantas clases con mi padre en la biblioteca de Birchwood.
—¿No es venenoso el muérdago?
Dimitri mueve la cabeza.
—Esta variedad, no. Se trata de una antigua planta, conocida por sus efectos calmantes y que solo se encuentra en estos bosques y en la isla de Altus. Creo que podremos encontrar lo suficiente para administrárselo a Sonia hasta que consigamos llevarla ante las hermanas.
Luisa asiente.
—Vale. ¿Y qué pasa con el medallón? Que Sonia lo llevara en la muñeca era la única manera de mantenerlo apartado de Lia.
Dimitri baja la vista para contemplar sus manos, sé que está pensando, tratando de dar con la manera de guardar el medallón lo bastante cerca como para tenerlo a buen recaudo y asegurarse al mismo tiempo de mantenerme a salvo de su poder.
Me pongo en pie cuando se me ocurre una idea y comienza a invadir mis huesos una incansable oleada de energía.
—¿Cuánto tiempo nos queda para llegar a la isla? —dirijo mi pregunta a Dimitri, esperando que a él le resulte más familiar el bosque que a mí.
Frunce el ceño.
—Bueno, es difícil saberlo. Depende de lo rápido que viajemos.
Luisa suspira. Desde que la conozco, la paciencia nunca ha sido una de sus mejores virtudes.
—Una valoración aproximada sería suficiente, Dimitri.
Vislumbro cierto enojo en su gesto antes de volverse hacia mí para contestar:
—Calculo que unos tres días. ¿Por qué?
No respondo a su pregunta de inmediato, sino que le planteo otra a mi vez.
—¿Quién tiene ahora el medallón?
—Bueno… yo —dice.
—¿Me lo puede dar? —extiendo una mano, aunque pedirlo no es más que una formalidad. Después de todo, me pertenece a mí.
—¿Estás segura de que es una buena idea, Lia? —percibo el miedo en la voz de Luisa. También es un eco del mío, pero sé que no hay otro camino.
—Me gustaría que me diera el medallón, por favor —quisiera creer que lo que veo en los ojos de Dimitri es admiración, pero tal vez no se trate más que de resignación.
Sea como fuere, se mete la mano en el bolsillo y saca algo de él. Se me corta la respiración cuando contemplo la cinta de terciopelo negra colgando de su mano. Por supuesto que lo había visto en la muñeca de Sonia. Pero verlo a salvo, abrochado en la muñeca de alguien en quien tenía infinita confianza, es distinto a verlo liberado. No cabe duda de que es mucho más peligroso estando libre.
Dimitri me lo entrega y yo cierro los ojos en cuanto mis dedos tocan el suave terciopelo que, al igual que el frío metal del medallón, me es más familiar que mi propio cuerpo. Me pongo en tensión a medida que una mezcla de odio y de terrible necesidad ataca violentamente mi cuerpo. Me cuesta trabajo abrir los ojos, volver al presente y reorganizar mis pensamientos.
Todo eso me sucede sin siquiera haber presionado el medallón sobre mi piel. Pero no puedo mortificarme por lo que no tiene remedio, por lo que debo hacer, aunque sea doloroso, aterrador y pueda parecer imposible.
Me envuelvo la muñeca derecha con la cinta y cierro el broche dorado. Aunque llevo la marca en la otra mano, sé que eso no garantiza mi seguridad. En el pasado, el medallón fue capaz de encontrar la manera de volver a mi muñeca izquierda en circunstancias mucho más difíciles que esta.
A Luisa le tiembla la voz cuando se dispone a hablar:
—Pero… Lia, no puedes llevar el medallón. Sabes lo que podría suceder.
—Lo sé mejor que nadie, pero es la única solución.
—Quizás podrías dárselo a Edmund o… ¿a Dimitri? Cualquiera menos tú…
No me ofende lo que dice. Sé que tan solo intenta protegerme, sabe que soy muy vulnerable a la atracción del medallón. En eso consiste mi maldito papel de puerta.
—No, Luisa. He tenido la suerte de que Sonia se ocupara de él durante un tiempo, pero no puedo posponer mi responsabilidad para siempre.
—Sí, pero… —me mira a mí, luego a Dimitri, y viceversa—. ¿Dimitri?
Él sostiene mi mirada. No sé qué es lo que ve en ella, porque parece taladrarme con sus ojos, hasta que noto cómo me despoja de todos los secretos de mi alma.
—Lia tiene razón —dice—. Debe ser ella quien se encargue de mantener a salvo el medallón. Le pertenece.
Ni siquiera parpadea. En ese instante, sin una traza de duda en sus ojos, noto cómo algo mucho más intenso que la atracción física se despierta en mi interior. Algo más intenso aún que la extraña conexión que nos ha unido casi desde el principio.
Luisa se ha puesto nerviosa.
—¿Pero cómo vas a evitar que pase a la otra muñeca durante estos tres días y tres noches?
Me cuesta apartar la vista de Dimitri, pero la vuelvo hacia Luisa.
—Solo he perdido el control sobre él estando dormida.
Luisa me mira como si me hubiese vuelto tonta.
—¿Y?
—No voy a dormir —replico, encogiéndome de hombros.
—¿Qué quieres decir con que no vas a dormir?
—Pues precisamente eso. Faltan tres días para llegar a Altus. Estaré despierta hasta que lleguemos. Estoy segura de que, una vez allí, a las hermanas se les ocurrirá una solución.
Luisa se vuelve hacia Dimitri.
—Por favor, ¿quiere hacerla entrar en razón?
Él se me acerca y me coge de la mano antes de sonreír a Luisa.
—A mí me parece lo más razonable. De momento es la mejor solución que tenemos. Yo prefiero confiarle a Lia el medallón antes que a cualquier otra persona.
Luisa nos mira a los dos como si nos hubiésemos vuelto locos. Después lanza las manos al aire.
—¿Y qué pasa con Sonia? ¿También se encargará Lia de ella?
Los ojos de Dimitri se ensombrecen a la tenue luz del fuego.
—Por supuesto que no. Edmund y yo lo hemos estado discutiendo. Él viajará en cabeza con el caballo de Sonia atado al suyo. Usted —dice mirando a Luisa— irá detrás de ellos, seguida de Lia. Yo iré detrás, por si hay algún problema. En caso de que Sonia necesite ayuda en cuestiones personales, usted la acompañará. De todos modos, no me la imagino tratando de escapar en su actual estado —levanta la cabeza, señalando la oscuridad que nos rodea, más allá de la luz del campamento—. No tiene a donde ir.
Durante un segundo pienso que puede que Luisa se ponga a discutir. Abre la boca como si fuese a decir algo, pero con la misma rapidez vuelve a cerrarla.
—Muy bien —dice, y noto en su tono de voz cierta reticencia.
Dimitri le hace a Luisa un gesto con la cabeza.
—Puede que Lia no vaya a dormir, pero usted debería hacerlo. Lia nos va a necesitar a todos en los próximos días.
Luisa asiente con cierta vacilación, sé que no le apetece dejar que me enfrente sola a una noche sin dormir.
—¿Estás segura de que vas a poder hacerlo, Lia?
Asiento con la cabeza.
—Por supuesto. Ya he dormido la mitad de la noche, aunque mañana será otra cosa.
—No tiene de qué preocuparse, Luisa —Dimitri me pasa un brazo por los hombros—. Estaré aquí toda la noche. Lia no estará sola ni un momento.
Luisa es incapaz de ocultar su alivio, y con él aparece el cansancio que venía rondando sus ojos. Se adelanta unos pasos y me envuelve con un abrazo.
—Te veré mañana. Si necesitas algo, dame una voz, ¿quieres?
Asiento con la cabeza y ella se da media vuelta para regresar al otro lado del campamento.
—Vamos —Dimitri me obliga a sentarme a su lado en el suelo, cerca del fuego. Se apoya contra un tronco y me atrae hacia él para que pueda apoyarme en su pecho—. Te haré compañía hasta mañana.
—No hace falta. Me encuentro bien —al principio rehúyo tal intimidad, manteniendo mi cuerpo a media pulgada del suyo. Sin embargo, pocos minutos después no puedo resistirme a apoyar la cabeza sobre su fuerte hombro. Me siento perfectamente así, como si ese sitio estuviese hecho ex profeso para acurrucarse en él—. Deberías dormir —le digo—. Solo porque yo no pueda hacerlo, no significa que tú también tengas que quedarte sin dormir.
Su mejilla me roza el pelo mientras niega con la cabeza.
—No. Si tú te quedas despierta, yo también.
Y así lo hace el resto de la noche. Solo más tarde me doy cuenta, un poco avergonzada, del tiempo que hace que no pienso en James.