Dimitri se pasa los dedos por sus oscuros cabellos y, por un instante, casi parece un niño. Su expresión se vuelve lúgubre al señalar con gestos el tronco que tenemos a nuestros pies.
—Tal vez debería sentarse.
—Antes de sentarme, me gustaría saber quién es usted, si no le importa —contesto, cruzando los brazos sobre el pecho.
Él se echa a reír y yo le lanzo una mirada que debería acabar con sus risas de inmediato. Pero no funciona. Por lo menos, al principio.
—Si le aseguro que estoy de su parte —dice con un suspiro—, que solo estoy aquí para protegerla, ¿querrá sentarse y dejar que me explique?
Trato de encontrar malicia o falsedad en su rostro, en sus ojos, pero tan solo hay verdad en ellos.
Hago un gesto afirmativo y me siento. Después de todo, me salvó de los perros. Y aunque no he tenido ocasión de hablar con Edmund, está claro que él y Dimitri se conocen de algo.
Dimitri también toma asiento a mi lado. Durante unos instantes contempla fijamente el fuego antes de hablar.
—Se supone que yo no debería estar en este lugar —dice—. He… traspasado ciertos límites para estar aquí. Límites sagrados que se supone que no se deben sobrepasar.
Tengo frío y estoy cansada, pero trato de ocultar mi desencanto.
—¿Por qué no me lo cuenta todo?
Dimitri levanta la vista para mirarme a los ojos.
—Soy miembro de los Grigori.
—¿Los Grigori? Pero yo pensaba que la misión de los Grigori consistía en crear y hacer cumplir las leyes de los otros mundos.
—Así es —se limita a contestar.
Me encojo de hombros, sin comprender.
—Entonces, ¿por qué está aquí?
—Me enviaron para que la vigilara mientras buscaba las páginas perdidas y las otras llaves de la profecía.
—¿Para vigilarme? ¿Quiere decir para protegerme?
Se para a tomar aire.
—No exactamente.
Empiezo a preocuparme.
—¿Por qué no me aclara exactamente para qué le enviaron aquí?
—Me enviaron para que me asegurara de que no emplea la magia prohibida para acabar con la profecía —lo dice todo de golpe y apenas tardo un momento en darme cuenta de por qué le ha costado tanto decirme una cosa tan simple.
—¿Le enviaron para espiarme?
Al menos tiene la decencia de parecer disgustado.
—Debe comprenderlo, Lia. La profecía lleva siglos en marcha, pero nunca nadie había estado tan cerca de ponerle fin. En los otros mundos jamás habían creído tantos que de verdad podría estar tan cercano el fin, que puede que termine el dominio de Samael en aquellos mundos y, potencialmente, en este. Nosotros deseamos más que nadie ver que la profecía llega a su fin y que la paz se extiende en los otros mundos. Pero las cosas se han… descontrolado. Y alguien debe tratar de controlarlas lo más posible. En eso ha consistido siempre la tarea de los Grigori.
Mi furia se desborda al pensar en Alice.
—Y mientras me espían a mí, ¿qué pasa con Alice? ¿Quién controla que no infrinja las leyes de los Grigori?
—Hemos tratado de vigilarla —noto el tono derrotista de su voz—. Pero no ha servido de nada. Hasta las almas reconocen el poder de los Grigori, al menos en apariencia, pero Alice no. Ni le importan las leyes de los otros mundos ni reconoce nuestra autoridad. Peor aún, es lo bastante poderosa como para viajar por el plano astral cuando le place sin que nadie la detecte. Aunque detesto admitirlo, está fuera de nuestro control. Creo que hasta las almas tienen dificultades para controlarla.
—Entonces, ¿por qué trabajan con ella? ¿Por qué se alían con ella?
Levanta las manos en un gesto de resignación.
—Porque no pueden tenerla a usted. Alice es su aliada más poderosa en el mundo físico, más poderosa aún que todas las almas que aguardan aquí la llegada de Samael, porque ella está conectada a usted. A través de Alice mantienen la esperanza de poder llegar a usted.
Muevo la cabeza.
—Pero… Alice no ejerce ningún dominio sobre mí. Somos enemigas a todos los efectos.
Él inclina la cabeza.
—Pero ¿no es cierto que si ella la llama usted acude? ¿Que ella acude si usted la llama? ¿No es cierto que usted puede ver su forma espiritual cuando ella viaja de noche por el plano astral? ¿Que de noche también ella la ha visto a usted, a pesar de hallarse a miles de millas de distancia?
—Sí, aunque no era esa mi intención. Yo no busco mostrarme ante Alice ni sobrepasar los límites de los otros mundos. Me quedé enormemente sorprendida cuando ella levantó la vista mientras realizaba su ritual y me vio allí.
—Lo sé. Todos lo sabemos. Es Alice quien desafía las leyes de los otros mundos usando sus poderes de hechicera. Pero esa no es la cuestión, ¿verdad? Al menos, no en esta conversación —extiende los brazos para cogerme las manos—. La cuestión es que usted tiene una conexión con ella, Lia. Comparte el inextricable vínculo de las hermanas, las gemelas, y está aún más unida a ella por la profecía. Las almas lo saben. No pueden estar seguras de que Alice les proporcionará algún avance en su misión de ver entrar a Samael en el mundo físico a través de la puerta, a través de usted, Lia, pero tampoco conseguirán hacerlo sin ella. Les ha sido de gran ayuda para llegar tan lejos. Ha sido sus ojos y oídos en el mundo físico. Y, además, está el asunto de las páginas perdidas.
Me había sentido arrullada, en un estado cercano a la tranquilidad, básicamente gracias al calor del fuego y a la agradable presión de la mano de Dimitri sobre la mía. Pero la mención de las páginas perdidas logra sacudirme la niebla de la cabeza.
—¿Las páginas? ¿Qué tienen que ver con Alice, aparte de que no quiere que yo las encuentre?
Parece sorprendido.
—Bueno, quiero decir que… Nadie sabe con certeza en qué consisten. Llevan mucho tiempo ocultas para mantenerlas a salvo. Sabemos que proporcionan datos sobre el final de la profecía, y lo lógico es suponer que los detalles que den implicarán tanto a la guardiana como a la puerta. Supongo que las almas prefieren conservar a Alice, a pesar de su actual estado de desenfreno, que correr el riesgo de alejarse de ella y necesitarla más adelante.
Vuelvo la vista hacia el fuego y reflexiono en silencio sobre lo que acaba de decir Dimitri. Me surgen preguntas. Noto cómo se deslizan por mi conciencia como fantasmas, pero el susto de los perros, unido a lo que Dimitri ha dicho, hace que todo resulte difícil de comprender. Tan solo una cosa se destaca en mi mente, algo que pugna por salir a la superficie desde lo más hondo de mis convulsos pensamientos.
—Ha dicho usted que para estar aquí tuvo que traspasar ciertos límites que deberían ser respetados. ¿A qué se refería?
Dimitri suspira. Cuando me vuelvo a mirarle, su rostro está vuelto hacia el fuego. Supongo que ahora le toca a él tratar de encontrar respuestas entre sus llamas. Baja la vista hacia sus manos y comienza a hablar.
—Los Grigori no debemos involucrarnos en ninguna de las partes de la profecía. Se suponía que yo tan solo debía observarla de lejos. Durante algún tiempo pude hacerlo usando el plano astral. Pero…
—¿Sí? —le animo.
Levanta la vista de sus manos y vuelve sus oscuros ojos hacia mí. Brillan en la noche como ébano pulido.
—Fui incapaz de no intervenir. Desde el primer momento en que la vi, sentí… algo.
Yo enarco las cejas, encuentro divertidas las palabras que ha escogido.
—¿Algo?
Por primera vez desde que apareciera en la orilla del río, una sonrisa asoma por las comisuras de su boca.
—Me… siento atraído por usted, Lia. No estoy seguro de por qué, pero no pude dejar que se enfrentara sola a los perros.
El corazón me palpita vertiginosamente dentro del pecho.
—Es muy amable de su parte. ¿Pero a qué consecuencias tendrá que enfrentarse por desafiar las leyes de los Grigori? ¿O sus leyes están dirigidas tan solo a los mortales y a aquellos que habitan los otros mundos?
Nuevamente su semblante se pone serio.
—Las leyes son para todos, incluido yo. De hecho, sobre todo para mí —no me da tiempo a preguntarle sobre este punto antes de que prosiga—: Afrontaré las consecuencias, pero me será menos difícil soportarlas que pensar en dejarla atravesar este bosque sin una escolta segura.
Hace esta declaración con sencillez, como si fuese lo más normal sentir tal preocupación después de tan poco tiempo. No obstante, es más extraña aún mi aprobación, pues, según lo dice, me parece de lo más natural que permanezcamos juntos en el bosque mientras nos dirigimos a Altus, como si, al igual que Edmund, llevara esperando la llegada de Dimitri desde el primer momento.
Antes de acostarnos, pasamos las dos horas anteriores cenando, limpiando y atendiendo a los caballos, aunque a mí no me permiten ayudar. Mientras cenamos, Dimitri brinda al grupo una explicación abreviada sobre su presencia. Lo más que llegan a saber Sonia y Luisa es que es un miembro de los Grigori que ha sido enviado para ayudar a Edmund a escoltarnos hasta Altus. No se extiende sobre sus sentimientos hacia mí o sobre los posibles problemas que tendrá que afrontar por ayudarnos.
Cuando entro en la tienda, después de desear a Edmund y a Dimitri que pasen una buena noche, la atmósfera está inusualmente cargada de tensión. He acabado por acostumbrarme a los forzados silencios entre Luisa y Sonia, entre todas nosotras, pero esta vez casi puedo sentir el peso de las palabras que se han dicho en mi ausencia o que no se han dicho en absoluto y que por eso pesan aún más.
Sin embargo, ni siquiera esa incomodidad que sentimos estando juntas puede reprimir su curiosidad por la repentina aparición de Dimitri.
—¡Es el caballero del club! —susurra Sonia, en un tono no muy discreto.
—Sí —los preparativos que hago para acostarme me permiten evitar mirarla, aunque no impiden sus preguntas.
—Espera un momento —interviene Luisa—. ¿Quieres decir que ya conocíais a Dimitri de antes?
Hay cierto tono de urgencia en su voz y me pregunto si no estará celosa por que Sonia y yo hayamos compartido otra experiencia más. Eso me enternece, pero no por mucho tiempo. Si Luisa nos traiciona en favor de las almas, aunque su complicidad sea involuntaria, no hay lugar para la ternura.
Comienzo a quitarme las horquillas del pelo.
—Conocer no es la palabra más adecuada. Sonia y yo coincidimos con él en una reunión en Londres, eso es todo.
—Entonces, ¿tú ya sabías quién era? —pregunta Sonia.
Bajo las manos sin haberme soltado del todo el pelo y me vuelvo a mirarla.
El tono acusatorio de su voz está teñido de algo demasiado parecido al enfado como para llamarlo de otro modo.
—¡Pues claro que no! De haberlo sabido te lo habría dicho.
—¿Lo habrías hecho, Lia? ¿De verdad? —sus ojos brillan con una furia que no comprendo.
Inclino la cabeza, incapaz de creer lo que estoy oyendo.
—Sonia… Por supuesto que lo habría hecho. ¿Cómo se te ocurre pensar otra cosa?
Ella entrecierra los ojos como si no supiera si creerme o no, y así nos quedamos durante un incómodo momento de silencio, hasta que por fin relaja los hombros y resopla aliviada.
—Lo siento —se frota las sienes haciendo una mueca de dolor—. Estoy muy cansada. Muy cansada de los caballos, del bosque y del miedo constante a los perros y a las almas.
—Todas lo estamos. Pero te prometo que hasta hace un rato no sabía nada sobre Dimitri —con un suspiro trato de contener mi propio descontento, mi propio agotamiento—. Ya no puedo más. Me voy a dormir. Sin duda, mañana tendremos otro largo día por delante.
Me doy la vuelta sin esperar a ver si están de acuerdo. No me importa si les apetece seguir hablando o no, aunque si lo hacemos, si me obligan a escuchar sus quejas y mezquinos resentimientos, me temo que me pondré a chillar. Mañana le hablaré a Sonia sobre la traición de Luisa, aunque no es una conversación que esté deseando mantener.
Luego, mientras me acomodo entre las mantas en el silencio de nuestra tienda, creo que me va a costar mucho rato quedarme dormida, que voy a pasar muchas horas despierta reviviendo los peligros de hace unas horas. Pero ya se han cobrado su peaje y me duermo casi en cuanto mi cabeza se posa en el suelo.
Cuando me despierto dentro de un sueño, tengo la sensación de llevar algún tiempo profundamente dormida. Estoy segura de no estar viajando, aunque el sueño me resulta muy real. Me encuentro de pie dentro de un círculo, cogida de las manos de dos individuos sin rostro que tengo a cada lado. Frente a mí hay una enorme hoguera encendida y al otro lado de las llamas veo otras figuras envueltas en togas y cogidas igualmente de las manos.
Del centro del grupo surge un cántico inquietante. Me sorprendo al notar cómo se mueve mi propia boca, al oír vocablos —algunos, extraños; otros, familiares— saliendo de mis labios al mismo tiempo que de los labios de los demás. Noto cómo voy cayendo en un estado de trance y ya casi me he dejado llevar, casi he dejado de hacerme preguntas mentalmente, cuando un terrorífico chasquido parece desgarrar en dos mi cuerpo. Suelto un grito e interrumpo mi canto a pesar de que los demás continúan como si no pasara nada, como si en ese preciso instante no me estuviese partiendo en dos algún intruso invisible.
Me suelto instintivamente y me dirijo trastabillando en dirección al fuego. Las manos que tenían cogidas las mías se unen y me atrapan dentro del círculo de las figuras vestidas con túnicas. Continúo trastabillando hacia delante hasta caer al suelo hecha un guiñapo. El dolor me desgarra nuevamente por dentro. En el sueño huelo la hierba, dulzona y húmeda, bajo mi cuerpo y uso mis manos para intentar levantarme, para volver a poner de nuevo los pies sobre el suelo.
Pero no son ni mi caída ni mis esfuerzos por ponerme en pie lo que me saca bruscamente de mi sueño. No. Es mi mano aferrada a la tierra dura. Bueno, no exactamente mi mano, sino mi muñeca y el medallón que la rodea.
El medallón que había permanecido a salvo en la muñeca de Sonia desde que salimos de Nueva York hace un año.
Hasta ahora.